En la primavera de 1996 una revista americana de prestigio, la Social Text, publicó un artículo bajo el inquietante título de “Transgrssing the Boundaries: Toward a Transformative Hermeneutics of Quantum Gravity” (Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica) Su autor, Alan Sokal, reforzaba sus divagaciones con citas de intelectuales célebres; Deleuze, Guattari, Lacan, Lyotard, Latour… Posteriormente él mismo reveló que se trataba de una parodia. Su intención era desenmascarar a través de la sátira el uso intempestivo de terminología científica y las extrapolaciones inexactas de las ciencias exactas a las humanas. Lo preocupante del caso es que nadie en la revista fue capaz de detectar el engaño porque, a primera vista, el artículo de Sokal, que es profesor de física en la universidad de Nueva York, no se diferenciaba significativamente del resto de artículos “serios” publicados en la revista. Como ha señalado sagazmente la periodista Katha Pollit “el aspecto cómico del incidente Sokal reside en que sugiere que ni siquiera los posmodernos comprenden realmente lo que escriben sus colegas, y que se desplazan a través de los textos pasando de un nombre o una noción familiar a otra, como una rana que cruza un sombrío estante saltando de nenúfar en nenúfar”.
Alentado por el éxito del experimento Sokal escribe, junto con Jean Bricmont, un libro titulado “Imposturas intelectuales” donde pasa revista al uso inapropiado de la terminología científica por parte de algunos de los más importantes intelectuales de nuestro tiempo: Lacan, Deleuze, Kristeva, Baudrillard, Latour etc. Lo interesante del libro no es tanto lo que dice, lo que demuestra, como lo que sugiere: si estos reputados intelectuales utilizan sin criterio, ni rigor alguno conceptos matemáticos y físicos que tienen una definición y un alcance preciso… ¡qué no harán con el resto de conceptos!
Sokal y Brincmondt (en adelante S&B) lanzan su crítica contra lo que llaman “posmodernismo” el cual entienden como “una corriente intelectual caracterizada por el rechazo más o menos explícito a la tradición racionalista de la Ilustración” Básicamente acusan a los posmodernos de hablar con unos términos y con una arrogancia que no está justificada por su competencia científica. Entendamos que S&B no se refieren al uso de nociones generales como “energía” “cosmos” “fuerza” u otras similares sino a nociones técnicas propias del cálculo infinitesimal, la teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, teoría del caos o el teorema de Gödel que, a la luz de sus escritos, comprenden muy deficientemente. ¿Por qué las utilizan entonces? A juicio de S&B la intención de los posmodernos es aparentar una erudición de la que carecen para impresionar a un público no especializado con el fin último de hacer pasar por profunda una afirmación filosófica banal revistiéndola de una jerga con apariencia científica.
En cualquier caso el interés del libro no es tanto el análisis de estos textos (¿fraudulentos?) y la crítica a los intelectuales, como algunas reflexiones que los autores, científicos de profesión, hacen en relación a problemas tradicionales de la Filosofía de la Ciencia. Es muy interesante contemplar como problemas filosóficos fundamentales son abordados de manera audaz por personas que reconocen carecer de una formación filosófica académica. Este ha sido para mí el mayor interés de este libro.
Los autores dedican el tercer capítulo de su libro a ofrecer su punto de vista en relación a algunos conocidos problemas epistemológicos. A lo largo de este capítulo, los autores insisten reiteradamente en la necesidad de hacer una distinción que a menudo no se realiza, por parte de los filósofos de la ciencia: una cosa es la racionalidad y otra lo intentos de codificación de la misma. A lo largo del siglo XX, desde el programa del Círculo de Viena, ha habido varios intentos de precisar en qué consiste el “método científico” y tales proyectos, es preciso reconocer, han fracasado. Este fracaso es interpretado como el fracaso del proyecto ilustrado y el final de todo criterio de demarcación entre “conocimiento científico”, por un lado, y “opinión” o “pseudo-ciencia”, por otro. S&B no comparten este diagnóstico.
Lo que más ha llamado mi atención no es tanto la tesis expuesta cuanto una analogía que establecen los autores (cada vez estoy más convencido de que “pensar” es básicamente establecer analogías pertinentes y metáforas brillantes). S&B establecen una analogía entre la Lógica de la investigación científica y la Lógica de la investigación policial. Los autores reconocen el fracaso de Popper, entre otros, cuando intenta fijar unos criterios firmes y seguros de demarcación entre ciencia y pseudociencia, pero de ello no infieren que no pueda establecerse tal distinción, de la misma forma que aunque no exista, ni pueda existir, un manual que dictamine a priori la mejor forma de llevar a cabo una investigación policial, ello no significa que carezca de sentido distinguir entre una “buena” y una “mala” investigación policial. Una buena investigación policial partirá del análisis del escenario del crimen, la toma de huellas dactilares y restos de ADN, la búsqueda de pruebas tangibles, las declaraciones de los testigos, la confortación de testimonios, la investigación de documentos etc. Es imposible prescribir a priori las pautas que un policía debe seguir para hacer bien su trabajo, pero es evidente para todos, especialmente para los jueces, que hay “buenas” y “malas” formas de proceder. Lo mismo cabe decir en relación a los científicos. No disponemos de un conjunto de reglas fijas que garanticen antemano la “buena ciencia” pero desde el siglo XVII se van estableciendo ciertos protocolos: tomar medidas, repetir experimentos, utilizar controles etc característicos de la racionalidad científica. Aunque no ha sido posible establecer una codificación completa de la racionalidad científica y es improbable que lo sea en el futuro porque al fin y al cabo el futuro es impredecible y la racionalidad siempre implica la posibilidad de adaptación a una nueva situación.
Por otro lado los autores insisten en que no hay ningún hiato, ninguna discontinuidad entre la “racionalidad” (a secas) y la “racionalidad científica”. Reprochan a los escépticos que si son coherentes deben llevar su escepticismo hasta el final y dudar de aquellas convicciones que llenan nuestra vida cotidiana, como que no es conveniente poner la mano en el fuego, porque descansan en los mismos principios que las teorías científicas. Afirman que el escepticismo puede ser entendido de dos formas que intencionalmente se confunden:
- Un escepticismo general que parte, para decirlo con Kant, de la imposibilidad del conocimiento del noúmeno, que es coherente e irrefutable, pero banal porque carece de consecuencias prácticas; y un escepticismo particular (duda de la verdad objetiva de las teorías científicas) que es concreto y relevante, pero tendencioso e incoherente porque no es posible establecer corte alguno entre la racionalidad práctica de la vida cotidiana y la racionalidad científica.
- El escepticismo filosófico es irrefutable pero banal, sostienen, porque para ser consecuente ha de ser aplicado a toda nuestra experiencia, y no sólo a la existencia de los átomos, los electrones o los genes, y nadie en su sano juicio lo hace. La generalidad del escepticismo radical, de raigambre humeana, es también la causa de su debilidad. Al fin y al cabo todos suponemos en nuestra vida práctica lo mismo que los científicos: que el mundo exterior se corresponde, por lo menos de un modo aproximado, a la imagen que nos dan de él nuestros sentidos.
Los autores, como no puede ser de otra manera defienden la objetividad de la ciencia y reprochan a los posmodernos y los sociólogos de la ciencia que quieran hacer de esta solo un producto social. Por supuesto no niegan que lo sea, lo que destacan es que no es solo un producto social sino que tiene un valor epistémico, al margen del cual la ciencia queda desnaturalizada.
Buena parte de la deriva de la epistemología moderna parte del fracaso del proyecto popperiano, concretamente de la imposibilidad de trazar un criterio rígido de demarcación y de la dificultad para definir una noción problemática desde los tiempos del Círculo de Viena: la noción de “enunciado observacional”. Los críticos de Popper, especialmente Quine, han insistido en la interconexión entre los enunciados observacionales y los teóricos hasta tal punto que niegan la validez de tal distinción.
S&B admiten lo que de cierto hay en este argumento: es verdad, por ejemplo, que las observaciones astronómicas que sirven de base para confirmar o refutar teorías necesitan a su vez ser interpretadas desde determinados enunciados teóricos y, en especial, de hipótesis ópticas sobre el funcionamiento de los telescopios y la propagación de la luz en el espacio. De ello deduce Quine que las teorías no pueden falsarse una a una, porque los enunciados observacionales nunca son “puros” sino que están “contaminados” de hipótesis auxiliares, aunque solo sea sobre el funcionamiento de los aparatos de medición. Duhem y Quine pretenden refutar un “dogma del empirismo” según el cual las proposiciones científicas han de verificarse una a una.
S&B replican que tal dogma nunca ha existido en el seno de la comunidad científica y que ellos, los científicos, son muy conscientes de la dificultades señaladas por Quine: cada vez que un experimento contradice una teoría se plantean todo tipo de cuestiones: ¿Qué habrá fallado? ¿Fue la teoría misma o alguna de las hipótesis auxiliares? La respuesta nunca viene dictada por un único experimento. Esta es la clave: los científicos utilizan un conjunto de pruebas, algunas de las cuales solo valen para comprobar que los aparatos de medición funcionan correctamente. No es un enunciado observacional el que confirma o refuta una teoría científica sino un conjunto heterogéneo de ellos; de su cantidad y diversidad depende su fuerza. Por ejemplo, la verdad de la teoría de la evolución no depende de una prueba sino de multitud de ellas: embriológicas, fisiológicas, morfológicas, paleontológicas etc. que apuntan, todas ellas, en la misma dirección.
S&B abordan también la tesis, defendida por Quine, según la cual las teorías científicas siempre están subdeterminadas por los hechos porque el conjunto de todos nuestros datos experimentales es necesariamente finito y, por el contrario, el conjunto de teorías que pueden ser compatibles con los mismos es virtualmente infinito, del mismo modo que no existe una sola curva que una un número finito de puntos sino que existen infinidad de curvas que pasan por cualquier conjunto finito de puntos. ¿Qué consecuencias prácticas tiene este argumento? Pudiera ser que la ciencia fuera una forma (una curva) de explicar los hechos (los puntos) pero existen otras muchas teorías compatibles con los mismos hechos, de tal manera que las teorías científicas y ciencia en general serían solamente un tipo de discurso compatible con los hechos, uno más entre otros.
Ante esta tesis S&B utilizan de nuevo la estrategia de la generalización: sin duda la tesis de Quine es irrefutable… pero banal. Volvamos de nuevo a la analogía propuesta: se podría decir, aplicando la tesis de la subdeterminación, que en una investigación policial, sea cual sea el número y el tipo de pruebas que hayamos acumulado, siempre estamos igual de lejos de encontrar al culpable porque siempre es posible crear ad hoc una nueva historia que encaje con los hechos que apunte a cualquiera de los sospechosos (u otras personas “insospechadas”). Pero es obvio que no pensamos de este modo.
Lo que nos hace decidirnos por una teoría y no por otra es, para decirlo utilizando el ejemplo de Quine, es que la curva que proponemos, la que propone la ciencia, no solamente da cuenta de un modo satisfactorio de los puntos que disponemos sino que también encaja con nuevos puntos que aún no han sido establecidos. Los nuevos datos coinciden con la vieja curva porque no existe ningún tipo de conspiración cósmica que haga muy distinta la curva real de la que hemos dibujado. Para decirlo con palabras de Einstein: hay que imaginar que Dios es sutil, pero no perverso.
S&B también hacen frente a la conocida tesis de Kuhn expuesta en La estructura de las revoluciones científicas. La clave aquí es la noción de “inconmensurabilidad” que Kuhn aplica a los paradigmas. Ningún científico, tampoco S&B, puede aceptar la imposibilidad de comparación racional entre teorías concurrentes que es lo que Kuhn, en ocasiones, parece sugerir. Los sociólogos de la ciencia parecen confundir dos cosas diferentes: la posibilidad manifiesta de comparar hoy dos teorías científicas concurrentes que pretenden explicar de manera diferente un mismo hecho y la posibilidad histórica de establecer pruebas claras y nítidas en favor de un nuevo paradigma en su periodo de gestación. Es razonable afirmar la primera posibilidad y negar la segunda.
Por ejemplo, Kuhn sugiere que después de Dalton los químicos empezaron a dar las proporciones de los compuestos químicos en números enteros en lugar de en decimales para que encajaran con la teoría atómica pero esta es, a juicio de S&B, una lectura radical y tendenciosa de la historia de la ciencia. Todo lo más que están dispuestos a admitir es que la teoría atómica estaba, en el siglo XIX, menos confirmada por los datos empíricos de lo que se suponía entonces, pero, y esta es la cuestión fundamental, en la actualidad disponemos de múltiples pruebas independientes, no solo de la química, que corroboran la teoría atómica. Es cierto que la aparición de un nuevo paradigma se fundamenta no sólo en argumentos empíricos sino también en creencias extracientíficas (como el culto al Sol), pero la persistencia del paradigma solo es posible si resiste las constantes pruebas a las que es sometido y es capaz de predecir nuevos hechos insospechados. La “verdad” del paradigma o de cualquier teoría está ligada a estos últimos factores y no a las consideraciones extracientíficas que acompañan el nacimiento y la vida del paradigma.
Por otra parte, esta misma consideración habría que aplicarla a las teorías históricas o sociológicas, como la de Kuhn. Lo que es absurdo, o por lo menos contrario al sentido común, es juzgar teorías muy sólidamente fundadas desde teorías sociológicas discutibles. Es decir ¿Por qué hablar de un modo realista de nociones históricas como “paradigma” cuando suponemos que es ingenuo hablar de manera realista de “átomos” o “ADN” que, por cierto, son nociones definidas con mucha mayor precisión? Lo que S&B quieren decir es que las razones para aceptar o rechazar una teoría científica hay que buscarlas en su propia potencia argumental y explicativa y no en discutibles teorías históricas y sociológicas. (Sigue)
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