Lo que
Hannah Arendt advirtió en estas circunstancias dramáticas fue que
un gran número de pensadores profesionales se habían acomodado con
extremada facilidad a las condiciones impuestas por el régimen de
Hitler, mientras que gente menos preparada intelectualmente había,
no obstante, abrazado una actitud hostil o, al menos, distante con
respecto a ellas. Fue la primera vez, y decisiva, en que la filósofa
judía se enfrentó a lo que acabaría por tematizar como el
malentendido filosófico de la política,
esto es, la incapacidad casi estructural de las disciplinas
filosóficas para acoger las especificidades de la acción, cosa que
introdujo una tensión insoportable entre las exigencias de la acción
y las coordenadas de referencia en las que la filosofía ha incluido
tradicionalmente su mirada a lo circundante. Hasta los finales años
de su vida, Arendt sería testigo de cómo el siglo XX iba a estar
atravesado por la cercanía de grandes intelectuales o filósofos a
una u otra ideología totalitaria o tiránica, lo que atrajo su
atención hacia la relación entre la desarticulación del campo de
lo político efectuada por la filosofía política y el auge del
nuevo tipo de pensamiento político que inundó el siglo y provocó
las grandes catástrofes contemporáneas: las ideologías políticas;
ella sería testigo de la tragedia de un saber del ser que, en su
manifestación práctica, parecía hacer corresponder la valía y
profundidad del pensar con la ceguera o la inadvertencia en torno a
los asuntos humanos, los asuntos referentes al espacio del aparecer.
Martin
Heidegger fue profesor de Arendt en la Universidad de Marburgo, y
también su amante durante los años en los que recibió sus
enseñanzas. Su comunicación mutua, rota en 1933 tras el
advenimiento del nacionalsocialismo y el compromiso de aquél como
rector de la Universidad de Friburgo, fue reestablecida tras la
guerra y se mantuvo hasta la muerte de Arendt en 1975. Para ella,
Heidegger fue el filósofo más sobresaliente del siglo y, sin
embargo, fue también el que puso con más viveza ante sus ojos la
dificultad de acomodar los conceptos filosóficos al campo turbulento
de la concreta realidad política. El hecho es que, de una manera u
otra, el pensador alemán fue seducido por la ideología
nacionalsocialista y convencido a participar activamente en la
revolución preconizada por el movimiento. Desde el rectorado
en Friburgo dirigió durante unos meses la nazificación de la
universidad. A los ojos de su antigua alumna y amante, tal y cómo
ésta lo pudo comprender retrospectivamente,
esta participativa disposición a entregarse en cuerpo y alma a la
causa del nacionalsocialismo no nació en relación a una coyuntura
meramente personal o a casualidad alguna referida a motivaciones
privadas, sino que alude, más bien, a un rasgo constitutivo del
vínculo que, desde el momento mismo de su nacimiento, la filosofía
había establecido con las inciertas realidades de la acción y la
palabra.
Una poderosa corriente de pensamiento que animó la
reflexión arendtiana hasta el final de sus días fue la de aclarar
las conflictivas relaciones entre filosofía y política, es decir,
arrojar luz sobre el rechazo de lo político en que se constituyó la
filosofía occidental desde los tiempos de Platón y sobre el modo en
que este rechazo determinó casi siempre la intervención del
filósofo en el campo de lo político-empezando por el mismo Platón-
en la dirección de buscar en la actividad práctica nada más que
una “solución” a los problemas generados en el seno de los
asuntos humanos, una solución a menudo afín a la de los
despotismos, las tiranías o, en su intensificación más inclemente,
incluso la de las ideologías totalitarias del siglo XX. La
experiencia directa de los sucesos de 1933 – cuando “el problema,
el problema personal, no era lo que hacían nuestros enemigos, sino
lo que hacían nuestros amigos”4-
alentó a la filósofa judía a buscar durante el resto de su
vida la comprensión de algo determinante, difícil de asimilar y
profundamente decepcionante: ¿qué hacía de la filosofía una
potencia hostil a lo político y la inclinó históricamente a
aceptar remedios no-políticos para cancelar la
problematicidad de los asuntos humanos? ¿Qué tenían en común las
ideologías políticas asesinas e insensatas que asolaron Europa con
la visión filosófica acerca de la realidad humana? Hasta la última
de sus obras Arendt estuvo ocupada en esclarecer, en la medida de lo
posible, la insospechada atracción que arrastró tan a menudo a los
filósofos a acercase a la política no con la intención de
convertir al pensamiento en potencia políticamente activa, sino, más
bien, con la voluntad de reducir la política a la previsión y necesidad que
imperan en la contemplación de los objetos del pensamiento.
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