La noción de hegemonía surge como categoría política de la mano de Lenin. Para Lenin la hegemonía es “dirección política en el seno de una alianza de clases”. La dirección política es, naturalmente, para la clase obrera y la alianza es, básicamente, con el campesinado y la pequeña burguesía contra el enemigo común (la nobleza y la alta burguesía). Pero se trata de una alianza coyuntural porque los intereses de las clases permanecen separados (como quedará patente después de la Revolución de Octubre). El obrero es vanguardia en la lucha por unas libertades democráticas con las que no se identifica, ya que habrá que abolirlas en el Estado socialista. Antonio Gramsci, años más tarde, hará de esta noción el centro de la estrategia política del Partido Comunista Italiano. La hegemonía es para Gramsci, fundamentalmente, liderazgo intelectual y moral en el seno de un “bloque histórico”. Aparece así por primera vez la noción de hegemonía entendida como “articulación” de elementos disímiles que, por mediación de la ideología, que cumple la función de “cemento” social, pasan a ser un “bloque histórico”.
A
pesar de la novedad que representa el nuevo planteamiento, Gramsci
sigue fiel a la concepción marxista ortodoxa de la política que
concibe el espacio social fracturado en dos bloques claramente
delimitados: nosotros y ellos, los proletarios y los burgueses. La
política es concebida como una “guerra
de posiciones” siguiendo
el modelo militar de Clausewitz. Es la clase obrera, mediante
el partido que la representa, el Partido Comunista, quien está
llamada a liderar un bloque opositor al capitalismo. Pero el “bloque
histórico” de Gramsci está mucho más compacto y cohesionado
que la “alianza de clases” que proponía Lenin. En el
bloque histórico los intereses y objetivos son comunes; estamos ante
una profunda simbiosis; no ante una mera alianza coyuntural.
2. Crítica al determinismo y a la
noción de sujeto.
Ernesto Laclau publica junto con su
compañera Chantal Mouffe (en lo sucesivo L&M) Hegemonía y
estrategia socialista en 1985. L&M entienden que otorgar a
la clase obrera el papel protagonista en la lucha anticapitalista,
como hacen Lenin y Gramsci, solo se justifica desde el determinismo
histórico y económico característico de la teoría marxista. Pero
es justo este determinismo el que es puesto en cuestión y la crítica
al determinismo implica el abandono del concepto, por ello “la búsqueda
de la verdadera clase obrera es un falso problema” (Ibíd, pag 149). El problema de fondo de los problemas sociales y políticos no es que sean independientes de la infraestructura económica sino más bien al contrario, que están “sobredeterminados”. La sobredeterminación es un fenómeno por el cual un único efecto observado es determinado por múltiples causas a la vez, cualquiera de las cuales puede ser suficiente para dar cuenta del efecto, es decir, hay más causas de las necesarias para causar el efecto. Por ejemplo, un motín o una revolución no están determinados por factores estrictamente económicos -aunque estos también son importantes- intervienen múltiples factores y privilegiar unos en detrimento de otros es del todo injustificado. Sostener, como hacen L&M, que los problemas políticos están sobredeterminados equivale a negar la dicotomía clásica entre Apariencia y Realidad (esta última no es la infraestructura económica como sostienen los marxistas).
Lo que L&M quieren preservar del análisis de Gramsci es la concepción de hegemonía como articulación de elementos disímiles. El propósito de los autores es llevar al extremo la “lógica de la hegemonía” desligándola del determinismo económico marxista y prescindiendo de cualquier esencialismo que prime a un “sujeto privilegiado” (la clase obrera) como pivote en torno al cual deba girar la lucha anticapitalista. La cuestión de fondo no es -como había denunciado Marcuse- que la clase obrera no sea el sujeto político adecuado para liderar un cambio radical en la sociedad, sino, más bien, que la noción de “sujeto” es un lastre del que podemos prescindir. Todo sujeto político que pudiéramos considerar (el Hombre, la clase social, el pueblo, la vanguardia revolucionaria...) es una concreción del sujeto cartesiano, es decir, un ser racional, libre, autónomo..., pero este sujeto no es más que una construcción ideológica que nace de la mano del capitalismo. L&M asumen las críticas de Nietzsche, Freud, Heidegger y Foucault a esta noción. Los distintos léxicos o discursos no son instituidos por ciertos sujetos, sino que más bien sucede a la inversa: es el seno de ciertos discursos donde se constituyen los sujetos políticos. El sujeto es así reinterpretado por L&M como “posición de sujeto”, es decir, como “posición discursiva”. Por ejemplo, “Hombre” no es ninguna esencia que pueda ser definida de un modo objetivo. El “Hombre” se constituye en el seno de cierto discursos -el humanismo- y adquiere uno u otro significado en función de las relaciones que establezca con otros signos o “posiciones”. “Hombre” es lo que L&M denominarán un “punto nodal” clave para instituir determinadas prácticas sociales. Lo mismo cabe decir del “pueblo” o de la “clase social”, que es el sujeto privilegiado del marxismo.
3. Conceptos clave.
Antes de avanzar con la propuesta de
L&M conviene fijar y definir de forma precisa las nociones que
vamos a utilizar. Llamaremos “articulación” a “toda
práctica que establece una relación tal entre elementos, que la
identidad de estos resulta modificada como resultado de esa práctica”
(Ibíd, pag 176). Los “elementos” son diferencias no
articuladas y los “momentos” posiciones articuladas. Los
“puntos nodales” son puntos discursivos privilegiados por
su capacidad para generar sentido (por ejemplo las nociones de
“democracia” o “libertad”). “La práctica de la
articulación consiste, por tanto, en la construcción de puntos
nodales que fijan parcialmente el sentido” (Ibíd, pag 193). En
torno a ciertos puntos nodales los elementos dispersos
pasan a ser momentos de un discurso que da sentido a
las cosas, aunque -conforme a la lógica postestructuralista que
parecen ejercitar L&M- el tránsito de elementos a
momentos nunca es completo, de tal forma que el espacio
social, la sociedad propiamente dicha, nunca llega a cerrarse, a
constituirse como tal. “Lo social solo existe como esfuerzo
parcial de instituir la sociedad” (Ibíd, pag 215). El estatus
epistemológico de los elementos es el de “significantes
flotantes”, hasta que logran ser insertados en una cadena
discursiva.
Toda articulación hegemónica genera
cadenas de equivalencia: “la equivalencia es siempre hegemónica
en la medida en que no establece simplemente una “alianza” entre
intereses dados, sino que modifica la propia identidad de las fuerzas
intervinientes en dicha alianza” (Ibíd, pag 305). Por
ejemplo, en un país colonizado se generan cadenas de equivalencia
cuando la población indígena percibe los distintos elementos
propios de los colonizadores (ropa, música, valores, religión,
instituciones etc) como equivalentes, es decir, todos van
juntos, todos representan y designan lo mismo, por tanto nos oponemos
a todos. L&M subrayan la importancia de la distinción entre lo
que ellos llaman la “lógica de la equivalencia” y la
“lógica de la diferencia”. La lógica de la equivalencia,
como hemos visto en el ejemplo anterior, es la propia de las “luchas
populares”. La constitución del pueblo como sujeto
político está ligado a una simplificación de los antagonismos
sociales: nosotros, que somos el pueblo, luchamos contra ellos, los
oligarcas, capitalistas etc. Este proceso discursivo ocurre con más
facilidad en los países en vías de desarrollo, mientras que en los
países desarrollados se dibujan múltiples líneas de antagonismo
que impiden fijar una posición común y alumbrar así al pueblo como
sujeto político. La “lógica de la diferencia” es
característica de las “luchas democráticas” que se
plantean en las sociedades capitalistas avanzadas porque los
colectivos no forman bandos claramente delimitados, no se agrupan en
dos formaciones enfrentadas. Una persona puede ser feminista y
liberal, otra ecologista y conservador, un tercero, cristiano y
anarquista etc. Los antagonismos en una sociedad capitalista avanzada
no suelen integrarse en cadenas de equivalencia.
La lógica de la equivalencia apunta a
la igualdad y la lógica de la diferencia a la libertad. Ambas se
limitan de forma mutua y necesaria. La lógica de la equivalencia
llevada al extremo implicaría la negación de la autonomía de las
luchas democráticas (contra el sexismo, el racismo etc). Pero la
lógica de la diferencia llevada a su extremo implica la renuncia a
la reforma del espacio social, concebido como totalidad. En la medida
en que un discurso defienda una posición democrática, es decir, se
rija por una lógica de la diferencia, se potenciarán las luchas
democráticas (feminismo, antirracismo, movimiento gay...), que son
luchas parciales, pues dejan de lado la toma del poder y la
articulación de las demandas y los sujetos. En el otro extremo, un
discurso centrado exclusivamente en una posición popular es
inoperante porque un discurso tal está alejado de la realidad
social. En la actualidad las diferencias entre ciudadanos son más
acusadas que nunca y no es posible, ni tampoco deseable, generar un
bloque opositor compacto y homogéneo porque la lucha política ya no
es la “lucha de fronteras” característica del siglo XIX.
4. Noción de hegemonía.
La hegemonía supone el carácter
abierto e incompleto de lo social: “el campo general de
emergencia de la hegemonía es el de las prácticas articulatorias,
es decir un campo en el que los “elementos” no han cristalizado
en “momentos” (Ibíd, pag 229). Por un lado la hegemonía
presupone la existencia de tensiones antagónicas en la sociedad,
pero por otro lado el antagonismo no puede ser total porque si lo fuera no habría posibilidad de articular los “significantes
flotantes”. “Las dos condiciones para una articulación
hegemónica son, pues, la presencia de fuerzas antagónicas y la
inestabilidad de las fronteras que las separan. Sólo la presencia de
una vasta región de elementos flotantes y su posible articulación a
campos opuestos es lo que constituye el terreno que nos permite
definir a una práctica como hegemónica” (Ibíd, pag 231). Un
discurso hegemónico se apodera de estos significantes flotantes
("democracia", "igualdad", "libertad", "justicia", "soberanía"...) y los instituye como
puntos nodales de una nueva formación discursiva -o, en términos de Gramsci, una nueva ideología- que
abre un nuevo sentido a la realidad social.
Ahora bien, ¿quién es el sujeto
articulante? Para el marxismo la respuesta es clara: la clase obrera.
Pero L&M niegan la centralidad de la clase obrera, es más:
niegan que pueda hablarse de “centro” es ningún sentido. Las
luchas democráticas, características de la sociedad capitalista
avanzada, suponen la pluralidad de espacios políticos (a diferencia
de las luchas populares que promueven la división de un único
espacio político en dos campos opuestos). Esta pluralidad no es
tanto un fenómeno a explicar cuanto el punto de partida de todo
análisis político. No hay pues un centro hegemónico, desde
distintas instituciones y movimientos (sindicatos, grupos feministas,
antirracistas etc) se promueven distintas prácticas articulatorias
hegemónicas. Por otro lado, en la medida en que hablamos de
“articulación”, reconocemos que las distintas luchas
democráticas no son mónadas aisladas, su éxito depende del tipo de
relación que establezcan con otros movimientos: “la apertura
de lo social es la precondición de toda práctica hegemónica”
(Ibíd, pag 240). Una formación (una nación, una Iglesia, un partido
político etc) se constituye cuando un conjunto de diferencias se
“recorta como totalidad respecto a algo más allá de ellas, y
es solamente a través de ese recortarse que la totalidad se
constituye como formación”. Incluso en las sociedades
capitalistas avanzadas, donde, según L&M, es imposible anular
las diferencias y fijar sólidas cadenas de equivalencia, una
formación, para ser tal, precisa, a modo de horizonte, instituir
ciertas equivalencias. “Una formación solo logra significarse
a si misma (…) como aquello que ella no es” (Ibíd, pag 244)
5. La democracia radical: alternativa para una nueva izquierda.
Según Arthur Rosenberg la lucha obrera
pasa por dos fases en el siglo XIX. Hasta mediados de siglo (1848) el
protagonista era “el pueblo”, desorganizado, amorfo, plural (tal
y como es retratado, por ejemplo, en “Los miserables” de Victor
Hugo). En la segunda mitad del siglo (de 1860 en adelante) la clase
obrera se organiza en sindicatos, partidos socialdemócratas etc. Es,
a juicio de Rosenberg, el encerramiento clasista el gran pecado
histórico del movimiento obrero. Este es un juicio compartido por
L&M: la lucha de clases, tal y como es formulada en el proyecto
marxista, no explica la complejidad del cuerpo social: las personas
no se agrupan necesariamente en dos frentes homogéneos y
antagónicos. Además, el determinismo económico e histórico de la
teoría marxista ha sido una rémora para la izquierda europea. Es
preciso, en cierto modo, empezar de nuevo, dar marcha atrás y volver
a la Revolución francesa como inspiración y orientación de las
luchas democráticas. Lo más importante de la Revolución francesa
es que genera un nuevo imaginario social, el poder del pueblo, y una
nueva lógica de equivalencia que proporciona las condiciones
discursivas que permiten plantear distintas formas de desigualdad
como ilegítimas.
Necesitamos introducir nuevas nociones
para seguir la argumentación de L&M. Llamaremos relaciones de
subordinación a “aquellas en las que un agente está
sometido a las decisiones de otro”. Por ejemplo, un empleado
respecto a un empleador o, en ciertas formas de organización
familiar, la mujer respecto al hombre. Relaciones de opresión
son “aquellas relaciones de subordinación que se han
trasformado en sedes de antagonismos” y, finalmente, relaciones
de dominación “al conjunto de aquellas relaciones de
subordinación que son consideras ilegítimas desde la perspectiva o
el juicio de un agente social exterior a las mismas” (Ibíd, pag
254). Pues bien, la cuestión que nos interesa ahora puede
resumirse en una pregunta: ¿en qué condiciones las relaciones de
subordinación pasan a ser relaciones de dominación? Porque no hay
nada en las relaciones sociales consideradas en sí mismas que nos
permita determinar si son de un tipo u otro. Por ejemplo, las
nociones de “siervo”/“señor” o “amo”/“esclavo” no
designan por sí mismas relaciones antagónicas sino es dentro de una
formación discursiva: el discurso de los derechos humanos. Esta
distinción no es una mera formalidad teórica porque las relaciones
de subordinación solamente pueden ser subvertidas cuando son
percibidas como relaciones de dominación; antes no. “Esto
significa que no hay relación de opresión sin la presencia de un
“exterior” discursivo a partir del cual el discurso de la
subordinación pueda ser interrumpido” (Ibíd, pag 255).
Empieza así a gestarse una lógica de la equivalencia. Lo mismo
pasa con el feminismo, que solo empieza como lucha gracias a la
emergencia del discurso democrático. Mary Wollstonecraft con la
Vindicación de los derechos de la mujer de 1792, es quien
marca el nacimiento del feminismo. Esto fue posible porque el
principio de libertad e igualdad había pasado a ser un punto
nodal en la construcción del espacio político. Otro tanto
ocurre con las luchas de las minorías raciales: a la luz del
discurso democrático se perciben nuevos antagonismos que antes
pasaban desapercibidos. Después de la Revolución francesa se
producen una serie de desplazamientos: las relaciones de
subordinación pasan a ser percibidas como relaciones de opresión y
dominación, lo que ocasiona distintas luchas democráticas que
obligan a reformarse al discurso liberal-democrático hegemónico
L&M
proponen a las fuerzas progresistas articular una nueva formación
hegemónica al servicio de una noción de democracia radical y
plural. “Radical” por la imposibilidad de fijar una identidad,
esencia o fundamento alguno, radical también por la crítica al
determinismo histórico y económico. “Plural” por la negación
del clasismo, es decir, la negación de que la clase obrera, o
cualquier otro sujeto revolucionario, pudiera ser el centro de
articulación hegemónica. No hay ninguna posición
privilegiada, todas las luchas tienen un carácter parcial y pueden
ser articuladas por discursos muy diferentes (también el
antidemocrático como ocurre en Francia con el Frente Nacional o en
Grecia con Amanecer Dorado).
El discurso de la izquierda debe
renovarse porque debe hacer frente a un poderoso enemigo: el discurso
neoliberal (con origen en Hayek) que pone en cuestión la
articulación entre liberalismo y democracia. Hayek concibe la
libertad como no interferencia por parte del Estado. No hay lugar en
este discurso para la libertad política. En la misma línea, el
filósofo norteamericano Robert Nozick critica la noción de justicia
social y justicia distributiva y defiende un Estado mínimo. Además
el discurso neoliberal aboga por despolitizar las decisiones
fundamentales, vaciar la noción de democracia y dar el poder a los
expertos. Otro enemigo a considerar es el discurso conservador que,
por una parte defiende el libre comercio, pero, por otra parte,
critica la homogeneización del mundo que ha traído consigo la
globalización y ensalza las diferencias y la desigualdad. La
reacción liberal-conservadora no es en absoluto marginal, tiene una
carácter hegemónico, intenta trasformar los términos del discurso
y crear una nueva definición de la realidad. Lo que está en juego
es, en términos de Gramsci, la creación de un nuevo bloque
histórico, un nuevo desplazamiento en la frontera de los social.
La alternativa de la izquierda debe ser “construir un sistema
de equivalencias distinto, que establezca la división social sobre
una base diferente”(Ibíd, pag 293).
Ahora bien la nueva estrategia de la
izquierda no pasa, a juicio de L&M, por una ruptura radical con
el liberalismo: “no se trata de romper con la ideología
liberal-democrática sino al contrario, de profundizar en el momento
democrático de la misma”(Ibíd, pag 293). L&M proponen no
abandonar al discurso de la derecha nociones como “libertad”,
“justicia”, “patria” o “democracia”. Es preciso redefinir
estas categorías y elaborar nuevas articulaciones: “la forma en
que al nivel de la filosofía política son definidas la igualdad, la
democracia, y la justicia, puede tener consecuencias importantes en
una variedad de otros niveles discursivos, y contribuir decisivamente
a moldear el sentido común de las masas” (Ibíd, Pag 290). La
defensa de la libertad, por ejemplo, va unida necesariamente a la
noción de “individuo”, pero debemos construir un concepto
distinto al “individuo posesivo” propio del modelo burgués. Esta
nueva idea de individuo pasa por negar la existencia de unos
supuestos “derechos naturales” que pertenezcan al individuo
antes de la constitución de la sociedad. Todos los derechos se
ejercen en sociedad y presuponen los derechos de los otros (no
sólo los míos). Debemos ampliar el campo de los “derechos
democráticos”, construir cadenas de equivalencia democráticas
frente a la ofensiva neoconservadora.
Un nuevo discurso hegemónico para la
izquierda debe tomar en consideración una serie de tensiones
dialécticas con las que es preciso lidiar, evitando caer en
falsas simplificaciones. Por ejemplo, la izquierda no debería dejar
la crítica al estatalismo al discurso conservador. La idea de que la
expansión del Estado es la panacea para todos los problemas es un
error manifiesto, pero tampoco es cierto que todas las relaciones de
dominación procedan del Estado; la sociedad civil puede ser el
origen de muchas de ellas (el machismo, por ejemplo). El Estado puede
ser un poder burocrático que frene y reprima la libertad popular o
un factor relevante en la lucha democrática contra el sexismo o
contra el poder de los oligarcas en America Latina; depende. Otra
contradicción sobre la que -como dicen algunos- debemos “cabalgar”
es la que se establece entre una concepción utópica de la política
y otra pragmática o positiva. Debemos renunciar a todo utopismo
mesiánico porque los antagonismos sociales son la esencia de la
vida política, no es posible cancelarlos, no es posible un Paraíso
en la Tierra, pero, por otro lado, es preciso desenmascarar la
ficción del sujeto soberano que subyace en el discurso liberal. Es
necesario potenciar una lógica democrática subversiva que persiga
la eliminación de las relaciones de subordinación y las
desigualdades, pero todo proyecto hegemónico ha de contar con un
momento positivo de institución de lo social. Un proyecto democrático radical debe buscar un punto de equilibrio siempre inestable entre la subversión democrática y la vocación institucional. Además, este
proyecto ha de tener en cuenta que los partidos políticos pueden ser
factores positivos o no; el partido puede ser una institución
burocrática o un instrumento de articulación hegemónica; depende. Por último también debemos renunciar al proyecto jacobino que exige la
institución de un punto fundacional de ruptura (la revolución),
pero, al mismo tiempo, debemos defender con firmeza y convicción el
ideal igualitario que nace con la Revolución francesa.
Estas contradicciones imposibles de
rehuir o anular nos muestran claramente que no es posible hacer una
teoría general de la política. Las categorías no se fijan de un
modo permanente a ciertos contenidos. No hay vínculos necesarios,
por ejemplo, entre el antisexismo y el anticapitalismo, y su unidad
solo puede ser el producto de una articulación hegemónica. Tampoco
hay una receta de “política de izquierda” que pueda aplicarse en
cualquier situación. “No hay una política de izquierda cuyos
contenidos sean determinables al margen de toda referencia
contextual” (Ibíd, pag 298). Lo más que podemos encontrar en
las políticas de izquierda es lo que Wittgenstein llamaría ciertos
“parecidos de familia”. Lo que quiere decir que no son válidas
las viejas recetas, no se trata de aplicar un mismo modelo a todas
las situaciones sino que cada caso requiere un trabajo filosófico
específico. El trabajo filosófico es para L&M mucho más
importante de lo que los marxistas ortodoxos habían supuesto, puesto
que partimos del rechazo al determinismo económico y con ello a la
distinción entre infraestructura y superestructura. Ciertos temas,
ciertas nociones (como las de “soberanía” y “democracia”),
pueden trasformarse en puntos nodales de una nueva formación
discursiva si son articulados con rigor y audacia.
6. Objeciones.
En las líneas precedentes me he
limitado a resumir, lo mejor y más honestamente que he podido, el
libro de L&M. Acabo esta entrada, al modo cartesiano, presentando
dos objeciones que me ha suscitado la lectura:
Toda sociedad compleja, presente o
futura, se levanta sobre relaciones de subordinación: unos toman
decisiones y otros las ejecutan. ¿Quién decide cuáles son
opresivas y cuáles no? L&M nos responden que las relaciones no
son de dominación per se, sino solo en la medida en que son
denunciadas como tales por una formación discursiva: el discurso
democrático. Solo después de la emergencia del discurso democrático
las relaciones de subordinación de las mujeres en relación a los
hombres y las de otras razas en relación a la raza blanca son
denunciadas como relaciones de opresión y dominación. Lo cual
parece indudablemente un logro moral y político. La pregunta que me
planteo es: a la larga, para el discurso democrático ¿todas las
relaciones de subordinación son opresivas y por tanto deberían ser
canceladas? Me vienen a la mente algunos ejemplos menos edificantes
que los expuestos por L&M. Durante la Revolución Cultural en
China los jóvenes de la Guardia Roja denunciaron como opresiva la
relación entre profesor y estudiante o entre padre e hijo. De forma
similar los Jemeres Rojos en Camboya entendieron como relaciones de
dominación las que se establecían entre los ciudadanos (los
habitantes de la ciudad) y los campesinos o entre los educados y los
analfabetos y, por consiguiente, procedieron a desalojar las ciudades y cerrar las universidades.
Estas relaciones pasaron a ser consideradas como relaciones de
dominación y, por tanto, denunciadas y combatidas por el discurso
hegemónico que, aunque solo fuera a efectos propagandísticos, era,
naturalmente, el discurso democrático. Pero un Estado que no reconoce la
autoridad moral de un maestro sobre su alumno o de una madre sobre su
hija no es más justo y democrático, al contrario: se subvierten
algunas formas de subordinación tradicionales para potenciar la
relación de dominación principal, aquella sobre la cual gira toda
la sociedad, la que se establece entre el Estado y el conjunto de los
ciudadanos. Así pues, si no me equivoco, no todas las relaciones de
subordinación son de dominación ¿Cuál es el límite? ¿Son
“buenas” algunas relaciones de subordinación? Temo que desde la
perspectiva teórica de L&M no encontramos una respuesta a estos
interrogantes.
Y esto me lleva a una segunda y última
objeción. No hay respuesta a la anterior pregunta porque toda
respuesta se inserta en el seno de un discurso y, este es el problema
no solo de L&M sino de todo el pensamiento posmoderno: carecemos
de criterios extralingüísticos que nos permitan elegir entre un
discurso u otro. L&M no engañan a nadie, escriben un texto sobre
estrategia. El libro de L&M habla sobre medios no sobre
fines, los autores no argumentan en favor del discurso democrático o
la política de izquierda porque, en sentido estricto, no puede haber argumento
alguno: todo argumento se articula en el seno de un discurso y es
inconcebible algo así como un argumento “puro” que nos permita
decantarnos por un discurso y no otro. Los autores se dirigen a un
lector que ya está convencido de la necesidad de una política de
izquierda y aconsejan estrategias políticas para llevarla a cabo,
pero no tocan la cuestión de fondo de toda filosofía política:
¿cuál es la mejor forma de gobierno?
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