Trouble with Strangers (2009) |
Las tres principales categorías de la teoría lacaniana,
como se ha repetido muchas veces, describen los tres órdenes de la realidad,
esto es, las tres formas en las que un sujeto se estructura a sí mismo en su
encuentro con la alteridad del mundo: lo
Imaginario, lo Simbólico y lo Real. No voy a detenerme aquí en
explicar el significado y alcance de estas categorías, simplemente haré una
breve descripción aproximativa.
Lo imaginario
se refiere, como en la Caverna de Platón, al nivel más básico en la que un
individuo se encuentra con el mundo. Es de sobra conocida la experiencia del
espejo, a la que no dejamos de acudir, para explicar este término: el niño recién
nacido no tiene ninguna experiencia de realidad, vive completamente sumergido
en el mundo caótico de las pulsiones, un haz de fuerzas ciegas que agitan el
cuerpo carente de unidad. Este momento es lo que Lacan describía como «el
cuerpo fragmentado»[1]
o Schelling nombró en Las edades del
mundo, como el «movimiento rotatorio involuntario».[2] En esta
situación de salida, la criatura inmadura utiliza la contemplación de su propia
imagen en el espejo para construir una primera unidad de sí mismo, que queda
articulada a través de lo imaginario. Por eso, para Lacan, la primera
experiencia del mundo y de nosotros mismos que podemos tener, es una experiencia
imaginaria, nos reconocemos en la alteridad de las imágenes.
El nivel de lo simbólico se refiere al mundo
organizado y constituido lingüísticamente. Este es al mundo de sentido en el
que vivimos los «parlantes», en el que nosotros mismos y la realidad se nos
presenta a través de los nombres. También es el espacio de una nueva alteridad,
ya no la de las imágenes especulares de nosotros mismos, sino del mundo compartido
de los significados en el que el otro puede ser realmente otro.
Por último el orden de lo Real designa el fracaso de los dos órdenes anteriores. Ni las imágenes ni el lenguaje son capaces de saturar nuestra experiencia de la realidad, presentando un mundo y un sí mismo coherente y organizado. Por el contrario, son registros inconsistentes, precarios, sostenidos de una forma frágil, siempre a punto del derrumbe. Si quisiéramos comprender este Real lacaniano a la luz de las categorías psiquiátricas diríamos que tanto el lenguaje (lo simbólico) como las fantasías (lo imaginario) son modos de estabilizar el desbocado automatismo mental de la psicosis (lo Real), pero son modos siempre al borde de su propio derrumbe, por lo que siempre estamos bordeando la locura.[3]
Dicho esto, y volviendo al libro de Eagleton,
éste nos presenta inicialmente el concepto de lo imaginario como la categoría clave para comprender una
determinada propuesta ética, la llamada «teoría de los sentimientos morales». Se
refiere principalmente al sentimentalismo inglés del siglo XVIII, del que se
pueden extraer numerosas conclusiones para la comprensión del pathos de nuestro
tiempo. Este sentimentalismo que, como hemos dicho se fundamenta en una
subjetividad imaginaria, es la respuesta que el siglo XVIII inglés le dio al
psicótico siglo anterior. Podría pensarse que la locura pulsional que tuvo su
expresión en el sangriento siglo XVII, se pudo estabilizar a través de la producción
de una cierta ética de lo imaginario, el sentimentalismo. Igual que en el
espejo el niño reconoce su propio mundo interior al comprobar la contigüidad
entre su cuerpo y la imagen, dotándole de una precaria pero estabilizadora
identidad, una sociedad que necesitaba construir un cuerpo social, lo hizo a
través del elemento imaginario sentimental que incluía en una comunidad a cada
pequeño y frágil cuerpo fragmentario individual. El sensualismo inglés fue,
entonces, una defensa.
La sensibilidad era, entre otras cosas, una
respuesta al sectarismo sangriento del siglo anterior que había ayudado a moldear el status quo
político pero que ahora, habiendo cumplido su labor subversiva, debía ser
borrada de la memoria y relegada al inconsciente político. Dentro de un
patriarcado aún despótico, se hacían llamados a profundizar los lazos
emocionales entre hombres y mujeres, junto con la aparición de la “infancia” y
la celebración de la compañía espiritual dentro del matrimonio.[4]
El sentimentalismo o la teoría de los
sentimientos morales, como sabemos, propia de autores como Hume, defiende que
la moral juega más en el terreno de los sentimientos que en el del debate
racional. Es verdad que el concepto de «sentimiento» es ambiguo, pues puede
referirse tanto a una sensación corporal, como al impulso emocional que es
vivido más como una fuerza espiritual, que como una pasión que soporta el
cuerpo. Pero esta ambigüedad es, precisamente, un elemento fundamental del
sensualismo, pues permite establecer como premisa que «la sensibilidad es el lugar donde el cuerpo y la mente se mezclan»[5].
Para la teoría del sentimiento moral, son los sentimientos los que dan cuenta
de las acciones moralmente deseables, no es la conversación racional que
distingue lo pertinente de lo impertinente o el código de normas morales
dictadas por una autoridad. Y dado que los sentimientos están en esa barrera
entre lo corporal y lo espiritual, en una ética sentimentalista «la moralidad
corre el riesgo de ser reemplazada por la neurología».[6]
Pero el punto que destaca
Eagleton es la evidente equivalencia entre el registro lacaniano de lo
imaginario y una ética basada en sentimientos morales. En ambos casos, lo que
se da es una correspondencia entre el mundo sentimental interno del sujeto y el
mundo exterior de los otros, que se convierten en figuras especulares del propio
yo. De este modo, señala Eagleton, en la sentimentalidad moral encontramos buena
parte de los elementos de lo que podríamos denominar una «estructura subjetiva
atravesada por lo imaginario»: «una proyección o transposición imaginativa en
el interior del cuerpo de otro; la mimesis física en la que “por la misma
expresión y gesto (del otro) nos elevamos y caemos en su condición”; la
“contagiosidad” por la cual dos sujetos humanos comparten el mismo estado
interior; la inmediatez visual con la que el estado interior del otro se
comunica, de modo que lo interior parece estar inscrito en el exterior; y el
intercambio de posiciones o identidades ("los ojos de un hombre son
espejuelos para otro")».[7]
Igual que en la imagen del espejo, las cosas parecen pasar de dentro a afuera
sin mediación, «es como si pudieras colocarte en el mismo lugar desde el que
estás siendo observado, o verte a ti mismo al mismo tiempo desde dentro y desde
fuera».[8]
[...] En el dominio de lo imaginario, hay una contigüidad entre el yo y los
otros, de tal modo que cada semblante de otro hombre se comporta como una
imagen especular del propio yo. Y el nexo que permite esta relación son los
sentimientos, pues ambos, el yo interior y la alteridad del prójimo, comparten
una misma sensibilidad. Como ejemplo, Eagleton propone el fenómeno del «transitivismo»,
la experiencia compartida por la cual, cuando observamos que una persona sufre
algún tipo de accidente fortuito, tendemos a trasladar la respuesta a nuestro
propio cuerpo, como si nosotros mismos fueramos un espejo: un espectador recibe
un balonazo en un partido de futbol e, inconscientemente, cerramos los ojos y
arrugamos la nariz para recibir el golpe. Se trata de una especie de
«resonancia entre cuerpos».
Esta sensibilidad es lo
Eagleton destaca en los sensualistas ingleses del siglo XVIII, como son, por
ejemplo Richard Steele o Joseph Butler:
Por un encanto secreto
lloramos con el infeliz, y nos regocijamos con el alegre; pues no es posible
que un corazón humano sea adverso a cualquier cosa que sea humana: sino que por
la misma expresión y gesto del alegre y del angustiado, nos elevamos y caemos
en su condición; y dado que la alegría es comunicativa, es razonable que el
dolor sea contagioso, ambos vistos y sentidos de un vistazo, porque los ojos de
un hombre son espejuelos para que otro lea su corazón.[9]
La humanidad está
naturalmente tan estrechamente unida, hay tal correspondencia entre las
sensaciones internas de un hombre y las de otro, que la deshonra es tan evitada
como el dolor corporal, y ser objeto de estima y amor es tan deseado como
cualquier bien externo... [...] Los hombres son tan un solo cuerpo, que de
manera peculiar sienten por los demás, vergüenza, peligro repentino,
resentimiento, honor, prosperidad, angustia.[10]
Butler, por
ejemplo, muestra claramente la realidad ininterrumpida entre el propio cuerpo y
el cuerpo de los otros, como si todos los cuerpos fueran un continuo comunicado
por medio de las emociones. Pero, además, no se trata de cualquier emoción,
sino únicamente aquellas que hacen de las relaciones humanas una constante
balsa de amabilidad, como la del comerciante siempre abierto a entablar un
intercambio educado y carente de conflictos con el cliente. Por eso, el ideal
moral de este sentimentalismo inglés, visto por Hutcheson, no se refiere al
individuo ejemplar y extraordinario, sino, de un modo más modesto «al
comerciante honesto, el amigo amable, el consejero prudente y fiel, el vecino
caritativo y hospitalario, el esposo tierno y el padre afectuoso, el compañero
sereno pero alegre».[11]
Se trata, sin duda, de una ética al servicio del mercado y de la producción
que, poco a poco iba abriéndose camino en la Inglaterra ilustrada, en la que
las maneras, los gestos, los comportamientos, mostraban una equivalencia entre
el interior y el exterior, donde «los estados de conciencia eran asuntos casi
materiales, visiblemente inscritos en las superficies de la conducta humana,
encarnados en una marcha demasiado servil o en un ángulo de cabeza demasiado
altanero».[12] No
solamente se proclamaban los sentimientos de la afabilidad propios del tendero,
sino que las mismas clases sociales se constituían alrededor de este elemento
imaginario. John Millar no dudaba en defender que el proletariado es una comunidad
sentimental reunida alrededor de lo que Adam Smith llamó una «solidaridad
plebeya».[13] Es
fácil ver aquí la «comunidad imaginada» de Benedict Anderson.
Teniendo en
cuenta todo esto, se comprende por qué, en la Inglaterra de Jane Austen, el
sentimentalismo funcionaba como una ideología y «el culto del sentimiento era
el factor de bienestar de una nación mercantil exitosa».[14]
Era este sentimentalismo imaginario lo que imponía una subjetividad capaz de
hacer de la empatía humana una fuerza política de primer orden,[15]
lo que podríamos describir como un «dispositivo de poder».
Pero seríamos
injustos si pensásemos que este sentimentalismo creciente que funcionaba como
ideología era solo eso, un mero dispositivo de poder. Hay que entenderlo
también como una suerte de defensa, una huída hacia adelante que aseguraba un
mínimo de cohesión social y bienestar en un momento en que la sociedad cambiaba
rápidamente. El desarrollo de la economía de mercado y las formas capitalistas
de vida, amenazaban con psicotizar la sociedad, aislando a hombres y mujeres,
únicamente relacionados por vínculos económicos, utilitarios, tecnológicos,
etc. La cultura del corazón, del llanto y de la ternura, aún cuando tuviera un
reverso ideológico tenebroso, también funcionaba como un clavo ardiendo, la
tabla de salvación para una sociedad que se atomizaba a un ritmo acelerado. En
otras palabras, «el sentimiento —el intercambio rápido, caprichoso y sin
palabras de gestos o intuiciones— era quizás la única forma de sociabilidad que
quedaba en un mundo de individuos desoladamente aislados».[16]
De alguna forma, esta apelación al sentimiento, a la comunidad sentimental, daba
cuenta de lo pobre y poco seductora que resultaba la sociedad burguesa. Una
virtud basada en la excelencia de los grandes hombres, como se había dado en la
antigüedad clásica, que había proporcionado durante siglos un propósito para
los hombres y mujeres, convirtiendo la vida en un riesgo que no todos estaban
dispuestos a correr, tal como intentó recuperar Nietzsche un siglo después, era
ya imposible. Pero en la naciente sociedad burguesa, una comunidad de tenderos,
padres de familia e intercambios mercantiles repletos de muecas amables, la
vida perdía el tono de lo que es verdaderamente una vida. De ahí que la forma
de repararla, era teñirla con el color de las pasiones propias de una
subjetividad emocionalmente extaltada. Con el sentimiento moral, igual que con
el sentimiento estético, retornaba el misterio de la naturaleza que parecía
dejar entrever que por debajo de tanto sentimentalismo se movía el mundo
misterioso de lo inefable. Y era así porque «aunque el amor, la generosidad y
la cooperación mutua eran las virtudes humanas más resplandecientes, ya no era
posible decir por qué».[17]
Esto explicaba por qué el filósofo más popular del momento era Edmund Burke
quien, en su obra A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the
Sublime and Beautiful (1757), hablaba de dos sentimientos
distintos: por un lado el sentimiento de lo bello, que nos ponía en el orden de
una belleza tranquila, amable, armoniosa, delicada, moderada, etc., esa forma
de sentimentalismo que hemos dicho que es propia de los tenderos, los padres de
familia y las damas de la buena sociedad; por el otro, el sentimiento de lo
sublime, la pasión propia de una subjetividad que bordeaba la locura. Un
sentimiento que amenazaba con hacer saltar las costuras de la buena sociedad
mediante arrebatos de pasión descontrolada, la pasión por lo grandioso, lo
poderoso, lo vasto, la intensidad infinita y, a menudo, lo terrorífico. Se
dibujaba así una sociedad que ya no era únicamente la de los amables tenderos,
sino la de sujetos al borde de caer en la locura y la desmesura. No es baladí
que este sea el tiempo de lo que Foucault llamaría «el gran encierro», una
sociedad donde convivía la pacífica vida del mercado y los cafés, con el horror
indescriptible del manicomio. Al fin y al cabo, ¿dónde está la diferencia entre
un cuerdo y un loco cuando son los sentimientos los que tienen que decidir
dónde está el bien? Tal como apunta Eagleton, de nuevo, «en el elogio
sentimentalista de Laurence Sterne a “la gloriosa lujuria de hacer el bien”,
¿recae el énfasis en la “lujuria” o en el “bien”?».[18]
Eagleton presenta esta ética del
sentimiento como una suerte de pelagianismo moderno al «hacer que la virtud
parezca demasiado fácil e instintiva, más como un suspiro que como una lucha».[19] El
peligro estaba, como hemos señalado, en una moral que pendulaba entre la fácil
y bella virtud de los buenos modales y otra igualmente fácil locura del
arrebato. Pero aquí Eagleton piensa que es posible hacer una variación de este
sentimentalismo que madure esta ética hacia una región más fructífera,
sustituyendo los sentimientos banales y la pasión por la compasión, pasando así
del registro imaginario al simbólico, del narcisismo sensiblero a la comunidad
de parlantes. Se trata de la versión de Eagleton de lo que Žižek no ha dejado
de reivindicar como el rescate de lo valioso de la tradición cristiana.
Eagleton distingue así la compasión del sentimentalismo, señalando que mientras
que la primera es centrífuga, el sentimentalismo es centrípeto[20], lo que
quiere decir que, mientras una ética basada en la compasión está volcada hacia
la alteridad del otro, para el sentimentalismo, el otro no es más que la
proyección especular del propio yo, por lo que los sujetos viven centrados en
su propia autocomplacencia, en la experiencia y el goce de sus propios
sentimientos. De ahí que sea tan fácil pasar de los sentimientos delicados al
arrebato de la pasión. Se trata, al fin y al cabo, de una relación incompleta
con el otro, puesto que éste sólo es tomado como un motivo para el goce
solipsista, lo que hace que no haya matices de ningún tipo: el otro, o atiende especularmente
mi deseo, o es rechazado como un intruso extraño e incómodo. De este modo, el
sentimentalista se mueve dentro del narcisismo, igual que para el niño
enamorado de su propia imagen en el espejo «el otro es simplemente un espejo
para su propio deleite».[21]
En la lógica capitalista del «educado» mercado, el otro sólo tiene cabida
en la medida en que respeta los códigos de buena conducta y realiza la transacción
en los términos apropiados: se comporta como el complemento especular del
propio yo, ya sea en la amable sensibilidad o en la intensidad de la pasión.
En cambio, apunta Eagleton, para la
virtud cristiana de la compasión, el otro ocupa el foco principal de la
relación y el sujeto debe esforzarse para que eso siga siendo así: «El
sentimentalismo es un sentimiento en exceso respecto a su motivo, pasando a
través de su objeto como el deseo freudiano, para curvarse de nuevo sobre sí
mismo y reunirse con el sujeto; la benevolencia, en cambio, es un sentimiento en
proporción a su objeto».[22]
Goldsmith, en un ensayo titulado Justice and Generosity, resume esta
idea de la generosidad cristiana señalando que la compasión, para el Nuevo Testamento, no tiene nada que ver con el sentimiento que el prójimo
nos despierta, no es una emanación del cuerpo, sino una obligación devenida de
nuestra pertenencia comunitaria. Por eso, una ética de la compasión no adoptaría
la forma del registro imaginario lacaniano, dado que el otro no puede ser
percibido de ningún modo como una prolongación especular de nuestro propio
cuerpo. El otro puede ser cualquiera, incluso nuestro enemigo, pero es un
cuerpo respecto del cual también estamos obligados a deberle compasión y
generosidad.
Aquí se
explica, por ejemplo, el rechazo constante que el Nuevo Testamento hace de
la familia. La referencia fundamental aquí es, sin duda, Mateo 10:35-37, donde
Mateo pone en boca de Jesús: «he venido para poner en disensión al hombre
contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y
los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más
que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno
de mí».
Esto significa básicamente que la
generosidad no se da desde el reconocimiento empático del otro, sino mediante
la aceptación de un mandato formal que se establece simbólicamente por la
comunidad, como un imperativo categórico. Aquí ya no nos movemos en el orden
imaginario, sino que habitamos el mundo compartido de las palabras propio del
orden simbólico, dentro de un discurso que sólo puede obtener su fuerza
performativa mediante la referencia a Otro ausente que nos emplaza a obedecer. Es
muy pertinente ese ejemplo zizekiano que distingue entre el amo autoritario y
el amo manipulador, y que son dos buenas metáforas de la diferencia entre lo
imaginario y lo simbólico: imaginemos un padre preocupado porque su hijo visite
regularmente a su abuelo enfermo. Un padre autoritario se despreocupará de los
sentimientos de su hijo y simplemente le dirá que es su obligación visitar a su
abuelo, mientras que un padre «comprensivo» y manipulador, intentará que su
hijo sienta la necesidad de visitar a su abuelo apelando a sus sentimientos y
su vínculo afectivo. Podríamos decir que la verdadera generosidad y compasión
está del lado del hijo que cumple con su obligación, aunque eso le cause alguna
contrariedad y visite a su abuelo a regañadientes, no del hijo que se apiada de
su abuelo y le visita por su propio compromiso emocional. En realidad, si esto
ocurre, el otro, su abuelo, solo es el pretexto para gozar a través de la
imagen de la fisionomía crepuscular de su pariente, como si fuera su propio
reflejo. Y si no ocurre, seguramente sea porque el adolescente ya se reconoce
suficientemente en otros objetos más sublimes que excitan su pasión. Esto
podría parecernos un contrasentido a los habitantes de una época tan
acostumbrada al sentimentalismo y a apelar a las bellas emociones para que nos
muevan a causas justas, pero lo cierto es que, para Eagleton «La moralidad es
una cuestión demasiado vital para dejarla en la caprichosa bondad de aquellos
que pueden permitirse ser afables. Los vulnerables necesitan un vínculo
material o un código de obligaciones que los proteja, un texto preciso que
puedan usar cuando sus superiores se tornen adversos. Una ética regida por
reglas puede sonar menos agradable que un impulso genial, pero su objetivo es
que debes comportarte humanamente con los demás, sin importar cómo te sientas.
Su objetivo también es que la moralidad se trata de lo que haces, no de lo que
sientes».[23]
[1] Jean Jaques Lacan, Escritos I (Buenos Aires: SXXI, 2005), 90.
[2] Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, Las
edades del mundo (Madrid: Akal, 2002), 199.
[3] Vease Laura Martín y Fernando Colina, Manual de psicopatología (Madrid: La Revolución delirante 2022).
[4] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Posición en Kindle 231: «Sensibility was among other things a response to the bloody sectarianism of the previous century, which had helped to fashion the political status quo but which now, having accomplished its subversive work, was like many a revolutionary heritage to be erased from memory and thrust into the political unconscious».
[5] Ibídem 196: «Sensibility is the spot where body and mind mingle» .
[6] Ibídem.
[7] Ibídem 202-205: «We have here some of the primary elements of the imaginary: a projection or imaginative transposition into the interior of another's body; the physical cal mimesis of `by the very mien and gesture (of the other) we rise and fall into their condition'; the `contagiousness' by which two human subjects share the same inner condition; the visual immediacy with which the other's inner state is communicated, so that the inside seems inscribed on the outside; and the exchange of positions or identities (`one man's eyes are spectacles to another')».
[8] Ibídem, 57: «It is as though you can put yourself in the very place from which you are being observed, or see yourself at the same time from the inside and outside».
[9] Richard Steele, The Christian Hero (Oxford, 1932), p. 77.
[10] Joseph Butler, Sermons, in L. A. Selby-Bigge (ed.), British Moralists (New York, 1965), vol. 1, pp. 203-4.
[11] Francis Hutcheson, An Inquiry Concerning Moral Good and Evil, in Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1, p. 17. «an honest trader, the kind friend, the faithful prudent adviser, the charitable and hospitable neighbour, the tender husband and affectionate parent, the sedate yet cheerful companion».
[12] C.f. Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, (Posición en Kindle255-256). «states of consciousness sciousness are well-nigh material visibly inscribed on the surfaces of human conduct, incarnate in too servile a gait or too haughty a tilt of the head».
[13] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, in Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1, p. 90.
[14] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Posición en Kindle 258-259: Edición de Kindle.«The cult of sentiment was the feel-good factor of a successful mercantile nation, but it was a social force as well as a state of mind» .
[15] Eagleton, sin embargo, también atribuye a este sentimentalismo una dimensión crítica, puesto que los sentimientos podían promocionar tipos humanos parecidos al Flaneur benjaminiano, un tipo abiertamente incompatible con una ética del mercado.
[16] C.f. Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle, Posición 287: «sentiment - the quick, whimsical, wordless exchange of gestures or intuitions - is now perhaps the sole form of sociality left in a world of bleakly isolated individuals» .
[17] Ibídem 327: «amounts to admitting that though love, generosity and mutual cooperation are indeed the most resplendent of human virtues, it is impossible any longer to say why»
[18] Ibídem 355:« In Laurence Sterne’s sentimentalist praise of
'the glorious lust of doing good’, does the emphasis fall on 'lust’ or 'good’?»
[19] Ibídem 321: «of making virtue look far too easy and instinctive, more like a sigh than a struggle»
[20] Ibídem 355.
[21] Ibídem 401: Rather as the child in the mirror phase is cajoled by an idealised reflection of itself, so the sentimentalist misrecognises an exalted image of himself in the act of coming to another’s help. The other is simply a mirror for his own self-delight.
[22] Ibídem 367: «Sentimentalism is feeling in excess of its occasion, passing through its object like Freudian desire so as to curve back upon itself and rejoin the subject; benevolence, by contrast, is feeling in proportion to its object» .
[23] Ibídem 346: «Morality is too vital a question to be left to the capricious big-heartedness of those who can afford to be affable. The vulnerable need a material bond or code of obligations to cover their backs, a precise piece of wording they can brandish when their superiors turn sour. A rule-bound ethics may sound less agreeable than a genial impulse, but its point is that you should behave humanely to others whatever you happen to be feeling. Its point is also that morality is a matter of what you do, not what you feel».