Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 13 de noviembre de 2024

El neoliberalismo de Hayek y la erradicación de la política (III)
Borja Lucena

1- Una poderosa nostalgia agita íntegra e internamente el pensamiento de Hayek. Es la nostalgia de la naturaleza. Todo el edificio neoliberal, esforzadamente revestido de convincentes argumentaciones y notables esfuerzos teóricos, se descubre a veces como el inconsolable deseo de una vida en común que no requiera de decisiones políticas y no pague el alto precio de éstas; una vida en común que, antes de desenvolverse en torno a deliberaciones y decisiones problemáticas o contingentes, obedezca a la estructura profunda de un devenir gobernado por la necesidad natural.

Hayek es dolorosamente consciente de que “decidir” significa “partir”, de que toda elección política quiebra la unidad inconsciente y amable del cuerpo social e inaugura el espacio de alguna confrontación. La política exhibe el signo de la discordia y, por esa razón, el pensador neoliberal añora el funcionamiento automático de las leyes cósmicas, la distribución impersonal de fuerzas y equilibrios que tejen la continuidad y la indiferencia del universo. Esta fijación histérica en la evitación del conflicto marca, quizás, el verdadero punto de fuga de toda la composición teórica de Hayek, para quien la política se halla dolorosamente unida a la fractura y el enfrentamiento. La política, en consecuencia, no señala el lugar de una libertad que tenga cabida esencial en la conceptualización hayekiana de la "libertad individual", sino, más bien, un obstáculo evitable; la "libertad individual" obedece, de este modo, a una operación de recorte, de abstracción y apartamiento con respecto a las libertades concretas y operativas que sólo una comunidad política, dotada de instituciones y leyes convenientes, puede habilitar. La posición de hayek es inequívoca: "(...) nadie necesita participar de dicha libertad colectiva para ser libre como individuo" ("Los fundamentos de la libertad", p. 35)

El pensador austríaco no supo liberarse de la personal y parcialmente comprensible percepción del aparente exacerbamiento de la política que, a su parecer, había desembocado finalmente en los grandes totalitarismos del siglo XX; por ello, inscribió su proyecto en el núcleo trágico de la filosofía política, que no es otro, a los ojos de Hannah Arendt, que la búsqueda de un sustitutivo para la política. Su pensamiento, en efecto, se dirige a la localización de una forma de convivencia que se libre de estar amenazada por los riesgos de la política. En esta dirección se puede comprender que la voluntad de sustituir las decisiones y acciones políticas por simples preferencias en el seno de un mercado abierto atrajera irresistiblemente el imaginario neo-utópico del neoliberalismo de Hayek, que pudo fantasear con una organización en la que la elección no significara quiebra del cuerpo social. También Milton Friedman cobijó entusiasmado la idea utópica de una sociedad sin política; la política, afirma, es siempre una amenaza para la “cohesión social”, dado que, por su propia naturaleza, implica una última conformidad, imposible, de todas las partes, lo que conduce a la coerción y el sometimiento final de unos a otros; al contrario, al hacer “que la conformidad sea innecesaria con respecto a cualquier actividad que abarca, el uso generalizado del mercado reduce la presión sobre el tejido social”, pues “el mercado permite a cada uno satisfacer sus propios deseos -representación proporcional efectiva-, mientras que el proceso político impone conformidad” (Friedman, M., “Capitalismo y libertad”, pp. 65 y 145). Desde entonces, las contemporáneas sociedades neoliberales se han gobernado por una voluntad incansable, callada o explícita, de sustituir a la política por los “anónimos e impersonales” mecanismos del mercado.


2- La concepción hayekiana de una sociedad libre se ajusta al modelo de un universo natural en el que todo es subsumido en un “mecanismo anónimo e impersonal” - el mercado - situado más allá de la eventualidad de las frágiles acciones y elecciones humanas. El pensador austríaco subraya constantemente cómo un orden de mercado nunca obedece a una voluntad consciente, sino al despliegue de un mecanismo sin dueño en el que resulta vano procurar la localización de una dirección deliberada. Del mismo modo que la ciencia descubre en la naturaleza leyes que nadie ha diseñado o impuesto, “el liberalismo deriva del descubrimiento de un orden que se autogenera, un orden espontáneo de la realidad social” (Principios de un orden social liberal, p. 28). El mercado supone la integración natural de los objetivos individuales diversos, al igual que la naturaleza integra la diversidad de trayectorias de distintos cuerpos sin implicar la intervención de voluntad alguna: “(…) en la catalaxis, el orden espontáneo de mercado, nadie puede prever lo que obtendrá cada miembro y los resultados que cada uno consigue no están determinados por la intención de nadie” (ibídem, p. 41).

El lenguaje que Hayek utiliza a la hora de describir el orden de mercado se adhiere a las metáforas y a las claves semánticas de la explicación científica de la naturaleza, recorriendo un arco que incluye la “adaptación” de los individuos a las variables ambientales cambiantes, la neutralidad moral de los procesos desatados en el medio natural o la inexistencia de propósitos inmanentes en cualquier cambio o movimiento. Por ende, el mercado exhibe el rostro de un universo impersonal y no comprometido con resultados, de manera que “hablar, con referencia [al mercado] de una distribución justa o injusta carece (…) totalmente de sentido” (ibídem, p. 42). Al igual que ante el mudo reinado de las leyes cósmicas, el individuo, ante los efectos del mercado, no puede más que buscar la adaptación y desechar la posibilidad de búsqueda de cursos alternativos de acción, dado que esto no sería más que una reacción ciega e impotente ante lo inevitable: “El hombre ha llegado a odiar las fuerzas impersonales (…) y a rebelarse contra ellas porque a menudo han frustrado sus esfuerzos individuales (…). Una civilización tan compleja como la nuestra se basa necesariamente sobre la acomodación del individuo mismo a cambios cuya causa y naturaleza no puede comprender. Por qué poseerá más o menos, por qué tendrá que cambiar de ocupación (…) ninguna mente aislada será capaz de comprenderlo” ( “Camino de servidumbre”, p. 245).

La única providencia con la que el individuo puede contar para asegurar el éxito de sus acciones se encuentra en el orden de los signos, y no en el de la comprensión de lo real y la iniciación de acciones fundados en ella. Los precios, de acuerdo con Hayek, se erigen en el signo capital de expresión de la verdad presente en los cambiantes fenómenos sociales, de manera que pueden guiar la adaptación de los individuos a circunstancias sobre las que no tienen ningún poder de intervención. Sólo los precios pueden ofrecer, en el seno de la sociedad neoliberal, “una guía eficaz para la acción del individuo”, dado que el sistema de precios coordina las innumerables decisiones de los sujetos individuales de acuerdo con el fundamento inconcuso de lo social y sus leyes inmanentes. A través de la variación de los precios, los “esfuerzos separados se coordinan por este mecanismo impersonal de transmisión de las informaciones importantes (…) una técnica que no requiere de un control explícito” (Ibídem, pp. 79-80). El precio, que “no está determinado por la voluntad consciente de nadie” (ibídem, p. 125), convierte en superfluo, por lo tanto, el recurso a cualquier decisión o acción de naturaleza política.

sábado, 2 de noviembre de 2024

Crítica de la ética del sentimiento: Un amor «imaginario» frente a un amor «Real»

Eduardo Abril Acero

 

No sería erróneo decir, siguiendo a Terry Eagleton, que las éticas británicas del siglo XVIII son éticas del amor, entendiendo por esto, un intento de que sean los sentimientos filiales de apego  lo que fundamente la moral social. Son autores británicos como Hume o Hutcheson quienes están convencidos de que una ética basada en principios abstractos y máximas morales carece de fuerza suficiente para mover la voluntad de los ciudadanos en dirección de la defensa y el cuidado del otro. Por eso, los filósofos «ingleses» verán más factible hacer de los sentimientos de amor, compasión y pertenencia, la base para fomentar una ética pública que mantenga la comunidad cohesionada y promocione una cierta cooperación social. 

Hemos argumentado en otro texto, también siguiendo a Eagleton, cómo este modelo ético puede comprenderse a través de la categoría lacaniana de «lo imaginario», señalando que estos sentimientos que unen a unos individuos con otros, se sostienen sobre una construcción imaginaria del otro. Por eso Terry Eagleton no duda en contextualizar este modelo como una moral de tenderos, pero fundamentalmente como una moral burguesa o, diríamos hoy, de «clases medias». Es fácil fantasear con la imagen del otro como una extensión especular de mi propio yo cuando ese otro tiene una apariencia y una vida claramente similar a la propia. En este sentido, las éticas sensualistas británicas podrían también ser pensadas, freudianamente, mediante la categoría del narcisismo, mostrando cómo ese amor a los otros, no es más que una variante del amor a uno mismo. Lo que resulta más difícil es ver en los otros la propia imagen especular cuando éstos son abiertamente diferentes, porque son pobres, porque son extranjeros, o porque son mujeres u homosexuales. En estas condiciones, la construcción imaginaria que uno tiene que realizar para verse reflejado en el otro se complica y, a la vez, se vacía de contenido, pues para buscar la «humanidad» propia en el diferente, uno debe desposeerle de todas sus peculiaridades. El amor narcisista es precisamente eso: se ama la imagen del otro, no al otro, pero precisamente porque esa imagen refleja mi propio yo o, cuando menos, lo engorda.

En este planteamiento resulta interesante ver las diferentes posiciones de dos de estos filósofos sensualistas, Hutcheson y Hume, quienes, desde posiciones similares van a mostrar, de un modo diferente, de qué forma terminan por desembocar en un callejón sin salida. Por un lado Hutcheson, como veremos, resulta un iluso metafísico, empeñado en creer en la posibilidad real de que el otro sea efectivamente la construcción imaginaria que yo hago de él. Por el otro lado, Hume, mucho más realista, cae en un provincianismo ético en el que el otro se circunscribe casi a los límites de mi propio barrio, y eso cuando hablamos de barrios no multiculturales.

Francis Hutcheson (1694-1746) fue un filósofo y académico escocés-irlandés, precursor de la Ilustración escocesa, muy influyente en la ética y la teoría moral del siglo XVIII, sobre todo en Hume. Su teoría del sentimiento moral defiende que los humanos poseen un sentido interno que les permite discernir el bien del mal y les impulsa hacia acciones benevolentes. Argumentaba que la moralidad se basa en la capacidad natural de experimentar sentimientos de aprobación o desaprobación hacia las acciones de los demás. Su principal influencia fue, sin duda, Shaftesbury, quien había roto con el racionalismo continental y defendía que el fundamento de la sociabilidad humana estaba en el placer. Para Shaftesbury, la virtud era una cuestión relacional, no una cualidad que se poseía o alcanzaba de forma individual. Cuando realizamos actos que son apreciados por los demás, recibimos una respuesta que produce placer en nosotros, placer que es un indicativo fiable de la calidad ética de nuestras acciones. De este modo, para Shaftesbury, como si quisiera anticipar una cierta moral propia de las actuales redes sociales, nuestros actos recibían su auténtico valor en la relación de aprobación y desaprobación por parte de los demás. Uno está tentado de añadir aquí que es el número de «likes» y comentarios positivos, lo que atestigua el valor moral de una acción; más aún cuando sabemos que Shaftesbury no pensaba esta aprobación en términos de relación con el prójimo, un amigo por ejemplo, siempre dispuesto a decirnos la verdad, sino de un modo más general con el Gran Otro, con el orden social en su conjunto. 

Hutcheson, por su parte, yendo un poco más allá que Shaftesbury, estaba convencido de que este placer que me reporta algunas acciones, no era una cuestión simplemente de mis propios sentimientos, sino que estos sentimientos estaban de alguna forma conectados con las emociones de los demás, como si verdaderamente hubiera una continuidad ética entre las personas a través de sus afectos. Para Hutcheson, poseemos una facultad especial, el sentido moral, que «apueba espontáneamente las acciones desinteresadas y condena las insensibles, sin la menor referencia a nuestro propio interés o ventaja».[1] Hutcheson, de hecho, se oponía al egoísmo filosófico de Thomas Hobbes, y entendía que el estado de naturaleza era un amable estado de libertad, no de violencia y anarquía. Por eso fue pionero en la defensa de la igualdad de derechos entre todos los hombres, incluyendo a las mujeres, los niños, los indígenas, incluso los esclavos. Por supuesto que esta posición es algo que debe ser reconocido y alabado, más si recordamos que el siglo que vivió Hutcheson fue el del comienzo de la expansión colonial británica y, especialmente, el siglo en el que la esclavitud adquirió el nivel máximo de crímenes contra la humanidad. Pero lo que nos importa destacar aquí es cómo esta posición se fundamentaba en una construcción imaginaria, irreal y paternalista, acerca de quién es verdaderamente el otro. Hutcheson veía al indígena, al esclavo o a la mujer, como seres dignos de compasión y ayuda, basándose en una construcción imaginaria de su condición de ser humano, sin incluir aquello que hacía del otro un auténtico Otro.

Podría pensarse, no obstante, que Hutcheson estaba proponiendo una auténtica ética materialista, ya que el fundamento de la moralidad se encontraba en las propias sensaciones corporales. Pero en rigor esto no podía ser así. Los sentidos, como señaló Adam Smith, «nunca nos llevaron, ni pueden llevarnos más allá de nuestra propia persona»,[2] pues empiezan y terminan con nuestro cuerpo, son receptores pasivos del mundo. Por eso, realmente se trataba de una ética que se asentaba en la imaginación, pues los sentimientos universales de los que hablaba Hutcheson no eran más que la proyección del propio yo, de mis emociones amables en los cuerpos de los otros a través de la  imaginación. Tal como señala Eagleton, «los sentimentalistas tienen una idea defectuosa del cuerpo pues necesitan suplementarlo con estos apéndices imaginarios»[3] ya que ven el cuerpo como un cadáver, como un objeto similar a una silla o una mesa, del que sólo nos diferencia la presencia de un alma: «no logran comprender que hablar del alma es simplemente una forma de intentar definir lo que distingue a los cuerpos animados y auto-organizados, como avispas o altos funcionarios públicos, a diferencia de los muebles».[4] Es una ética imaginaria porque la comprensión del otro se realiza en términos del propio «yo», pues aunque el otro nunca está realmente disponible para mí ni es transparente a mi mirada, sí que puedo aceptarle si lo tomo como un reflejo de mí mismo. Por eso se trata de una ética un tanto ingenua, propia de una clase media acomodada y satisfecha. Uno puede proyectar en los otros imaginariamente sus sentimientos de generosidad porque está satisfecho con lo que tiene y no se siente amenazado. Tal como afirma Eagleton, para autores como Hutcheson, «la virtud parece tan disponible como el clarete».[5] La prueba de esto está en que esta proyección especular de sentimientos negativos no se contempla. Obtener placer de la proyección del dolor y el tormento, de modo que uno encuentre satisfacción en el sufrimiento del otro, sería propio de un ser inmoral, depravado, atormentado y resentido (esta es la posibilidad que explorará un poco después el Marqués de Sade). Por eso es una ética únicamente aplicable espíritus autosatisfechos.

David Hume (1711-1776), el gran filósofo escocés del siglo XVIII, también propone una ética imaginaria del amor, aunque su propuesta es menos ingenua que la de Hutcheson. Para Hume, el sentimiento que explica la moralidad es la empatía: «‘Las mentes de los hombres’, comenta Hume, ‘son espejos entre sí’. En un movimiento dialéctico, el placer que un hombre rico recibe de sus posesiones, al ser proyectado sobre el espectador, causa placer y estima; estos sentimientos, al ser percibidos y compartidos, aumentan el placer del poseedor y, al ser reflejados nuevamente, se convierten en una nueva base para el placer y la estima en el espectador. Lo imaginario, con su reflejo de espejo en espejo, es una especie de sociedad de admiración mutua».[6] Como vemos, Hume es consciente de que una ética basada en la empatía se apoya claramente en la imaginación. La propiedad privada, que es el pilar básico de la sociedad burguesa, no podría sostenerse si los individuos no construyesen imaginariamente un vínculo existente entre un propietario y sus propiedades, vínculo que no puede ser derivado de la experiencia o la razón. La moralidad es una construcción que mantiene esta misma estructura. Igual que el niño que se mira en el espejo imagina que su imagen reflejada es un objeto del propio mundo, al cual puede manipular mediante su movimiento, sin darse cuenta de que es su imagen especular, la mayoría de los ciudadanos abordan la cuestión de la moralidad del mismo modo, convencidos de que sus propios valores morales «son parte del mobiliario del mundo material. No reconocen que tales valores son, en realidad, imaginarios en el sentido de que son creados por el sujeto».[7] Al reconocer esta absoluta condición imaginaria de la moral, la posición humeana resulta mucho más fría que la de Hutcheson: un acto es bueno o malo debido al sentimiento de aprobación o desaprobación que provoca en nosotros, pero eso no tiene ninguna relación con las propiedades objetivas del acto en sí, algo que sí creía metafísicamente Hutcheson. Para Hume, los distintos objetos del mundo provocan ciertos sentimientos morales en nosotros, pero no hay forma de conectar estos sentimientos con las propiedades objetivas de tales objetos y acciones.  Por esto mismo, es en Hume en quien podemos decir que la ética es un asunto plenamente imaginario. Y también por eso, Hume está menos convencido de la benevolencia humana que Hutcheson. Al no poder garantizar de ningún modo que mis sentimientos se prolongan en los sentimientos de los demás, de pronto, los otros se vuelven inciertos. De ahí que Hume añada un elemento más al orden imaginario, un elemento que podríamos considerar simbólico: la costumbre. Escribe en el Tratado de la naturaleza humana: «Las costumbres y las relaciones, nos hacen penetrar profundamente en los sentimientos de los demás; y cualquier fortuna que supongamos que les acompaña, es presentada ante nosotros por la imaginación, y opera como si originalmente fuera nuestra».[8] En otras palabras: Hume se comporta, respecto de la moral, de la misma forma escéptica que se comporta respecto de su empirismo epistemológico. Puede que mis sentimientos morales no puedan conectarse de forma indeleble con las acciones y sentimientos de los otros, como pensaba Hutcheson, pero la costumbre me lleva a considerar que estos sentimientos no son, en principio, desacertados, por lo que puedo evitar de un modo razonable caer en la paranoia de ver en el otro un potencial enemigo. Para Hume no valía simplemente con el elemento afectivo imaginario, eran necesarios otros elementos como las instituciones políticas. De hecho, concibe  la ley y la política como «el fruto del fracaso de la imaginación».[9] De ahí que sean indispensables las instituciones simbólicas que compensen la insuficiencia de lo imaginario. Lo que está haciendo Hume es complementar una ética imaginaria basada en lo sentimental, con una ética simbólica basada en la tradición. Mediante la costumbre, el orden emocional de lo imaginario se diluye y la racionalidad, el orden de lo simbólico, cobra un poder creciente.

Pero la consecuencia de todo esto era, inevitablemente, una ética provinciana. Para Hume los sentimientos morales solo funcionaban con las personas más cercanas, con las que compartimos una vida más o menos semejante, los familiares, los amigos, los vecinos, pues este espacio compartido permitía matizar y orientar correctamente a los sentimientos morales a través de una tradición común. Pero, desde luego, no podían extenderse a toda la sociedad como imaginaba Hutcheson y, mucho menos ampliar el círculo a las otras culturas. Puede que si vemos sufrir a alguien nuestro lado, nuestros sentimientos se conmuevan y eso nos mueva a la compasión y la ayuda, pero cuando se trata de sufrimientos lejanos y ajenos, nuestros sentimientos pierden fuerza. Se trataba del mismo argumento que el filósofo escocés aplicaba a las impresiones sensibles en su epistemología: cuanto más viva es una impresión más sensación de realidad me produce. Sólo los sentimientos intensos, los que me vinculan a mis semejantes más cercanos, me mueven a actuar. 

También la propuesta humeana puede ser caracterizada como una ética del amor, pues son los sentimientos de compasión y apego que despiertan en mí los otros, ya sea por cercanía o por tradición, lo que me mueve a actuar, a incluirles en la comunidad de la que me siento co-partícipe y a promover su defensa y su ayuda. La diferencia con Hutcheson estaba en que, mientras que éste entendía el amor como una suerte de construcción imaginaria deslocalizada, un sentimiento común universal, para Hume, el amor era mucho más local. Pero en ambos casos comprendían el amor como una experiencia absolutamentre individual que, gracias a algún procedimiento, podía compartirse pero que no dejaba de ser tan local como el propio cuerpo.

Tratar de fundamentar la moralidad en el amor era algo muy loable, pues esto es lo que impulsa a los seres humanos a entregarnos desinteresadamente a los demás, pero el problema del amor que proponían los sensualistas británicos, nos dice Eagleton, es que no entendían que el amor no es únicamente una emoción local, una respuesta corporal frente al otro, sino que también tiene una dimensión que podríamos denominar, en cierta forma, como «simbólica», aunque el amor sea algo que desborde completamente los límites de lo normativo. El amor puede entenderse como un mandato simbólico, pero no desde luego como la ficción ingenua y patética de amar a todo el mundo, sino como la instancia que prohíbe la crueldad y obliga a respetar la dignidad de todos. Por eso, señala muy acertadamente Eagleton, que el mandato universal del amor que reclama la ética, no puede ser un imperativo universal que obligue a una acción positiva movida desde nuestras emociones. Ya hemos mostrado cómo esto sólo es posible desde ficciones imaginarias que pueden ser tan ingenuas como perversas. En cambio, sí que puede ser una instancia universalizadora que niegue la exclusión y la totalización. En otras palabras, el amor en el que está pensando Eagleton no tiene la forma universal del «para todos», sino la estructura Real del lacaniano «no-todo». En palabras de Eagleton: «No se trata de que "debo amar a todos", una proposición vacía si alguna vez hubo una, sino de que "no hay nadie a quien no deba amar"». Que no existe alguien a quien no tengo la obligación de amar, aunque esta obligación no se concrete en una relación, significa que estoy en disposición de amar a cualquiera. Lo que está diciendo Eagleton es que una ética que se fundamenta en el amor al otro, rechaza la distinción entre el amigo y el extraño, no porque sea indiferente a los afectos personales, afectos que existen y nos mueven, sino porque considera que el amor no debe estar determinado por esas pasiones. En otras palabras, no es necesario sentir ningún afecto en particular para poder amar al otro,[10] por consiguiente uno puede amar a cualquiera. Aquí sitúa Eagleton, por ejemplo, la diferencia entre el amor judío y el amor cristiano-paulino del Nuevo Testamento: para los escritores del Antiguo testamento el mandato de amar al prójimo era fundamentalmente un mandato de amparar al desamparado, al pobre, al que sufre, al que necesita nuestra ayuda. En cambio, los judíos de la diáspora y especialmente los cristianos, ampliaron el mandato del amor para señalar que el amor al prójimo era amor a cualquiera, dado que cualquiera era digno de amor, estuviera o no desamparado. El amor al desamparado corría el riesgo de convertirse en una forma de superioridad moral que convierte al otro en un fetiche, la del paternalista que ama al débil precisamente porque es débil, lo que le coloca a uno en una situación de superioridad. Esto nos devuelve a la ética imaginaria en la que el otro sólo es el espejo en el que me reflejo para construir una buena imagen de mí mismo, una imagen autista que excluye toda la carga real del Otro. Esto es, precisamente lo que Žižek critica del multiculturalismo y el mandato de la tolerancia europea, que es una forma velada de paternalismo que «ama» al otro no porque sea digno de amor, sino porque se le coloca en una situación insuperable de inferioridad, permitiendo al europeo mantener su posición de superioridad. Por regla general, los europeos estamos dispuestos a tolerar la cultura de los otros a condición de que ninguno de sus elementos pueda ser universalizable. Estamos dispuestos a reconocer los valores religiosos del otro como parte de su folclore, pero no a tomar estos mismos valores desde su dimensión ética y política.

Finalmente, el fundamento último de este mandato simbólico del «no todo» rebasa completamente su propio marco normativo, por lo que no puede prescribirse realmente como una máxima moral. En realidad, Eagleton deja claro que el fundamento de una ética basada en esta clase de amor, no es simbólica, sino Real en un sentido lacaniano. Esto significa que la aparente máxima de «no hay nadie a quien no le debas amor» no funciona como un mandato simbólico, un imperativo traducible en un «debes amar a todos», puesto que, como hemos dicho se trata de un imperativo imposible. De hecho, si comprendemos la dimensión Real lacaniana como un imposible, la constatación de la insuficiencia de lo simbólico (o la constatación de la insuficiencia de lo imaginario), podemos comprender que la máxima de que no hay nadie a quien debas excluir en tu obligación de amar al otro, lo que constata es nuestra propia insuficiencia. No es que el otro sea un extraño al que se me hace difícil amarle, es que yo mismo soy un extraño incapaz de alcanzarme a mí mismo y mucho menos de rozar la imagen del otro con mi amor. No se trata de que debamos amar al otro porque es un ser insuficiente y desasistido, es que yo mismo soy un ser insuficiente y desasistido, incapaz no sólo de alcanzar al otro, sino de alcanzarme a mí mismo. La ética imaginaria británica nos emborracha con la fantasía de la autosuficiencia, igual que el niño cree que controla el mundo porque la imagen del espejo se mueve como una marioneta que responde a su voluntad. En realidad, como sabemos, ocurre al contrario: es la contemplación de esa imagen la que le sugiere al niño cierta consistencia de sí mismo. Paradójicamente, el amor Real recupera al otro renunciando a él, puesto que sólo renunciando a que el otro sea una imagen especular de mí mismo, y sólo constatando que no llego de ninguna forma al mandato simbólico de acogerle, podemos percibir que es el otro, en su insuficiencia, quien me acompaña en mi propio desvalimiento. En la relación que Hegel nos propone entre el amo y el esclavo, es el amo el que más necesita al esclavo y no al revés. Cuando un hombre blanco europeo cae en la cuenta de lo mucho que necesita al otro desvalido para seguir siendo ese hombre blanco europeo, es cuando puede dejar de serlo y acompañarse verdaderamente del Otro, constituyendo una auténtica comunidad. En palabras de Eagleton, «no se trata simplemente de tratar a los desconocidos como prójimos, sino de tratarse a uno mismo como extraño; es decir, de reconocer en lo más profundo de nuestro ser una demanda implacable que es en última instancia inescrutable y que constituye el verdadero fundamento, más allá del espejo, en el que los sujetos humanos pueden establecer un encuentro. Esto es lo que Hegel conocía como Geist, lo que el psicoanálisis conoce como lo Real, y la tradición judeocristiana como el amor de Dios».[11]

 


[1] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle, Posición 440: «there is a special faculty within us - the moral sense - which spontaneously approves selfless actions and condemns callous ones, without the slightest reference to our own interest or advantage»

[2] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, in Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1, p. 258. Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle5000-5001). Edición de Kindle.

[3] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle, Posición 567: «he sentimentalists have a defective idea of the body that they need to supplement it with these imaginary appendages».

[4] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle, Posición 572: «The empiricists fail to grasp the point that soul talk is simply a reifying way of trying to define what is distinctive about animate, self-organising bodies such as wasps or senior civil servants, as opposed to pieces of furniture».

[5] Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle, Posición 555.

[6] ` Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle682-684). Edición de Kindle: «The minds of men', Hume comments, `are mirrors to one another'(414). In a dialectical motion, `the pleasure, which a rich man receives from his possessions, being thrown upon the beholder, causes a pleasure and esteem; which sentiments again, being perceiv'd and sympathised with, encrease the pleasure of the possessor; and being once more reflected, become a new foundation for pleasure and esteem in the beholder'. The imaginary, with its flashing of mirror upon mirror, is a sort of mutual admiration society».

[7] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle704-707). Edición de Kindle. «It is not hard to imagine the duped infant before the looking glass regarding ing his image as an object in the world autonomous of himself, unaware that it is simply a projection of his own body. This, in Hume's view, is how most unreflective citizens approach the question of morality, convinced as they are that moral values are part of the furniture of the material world. They do not recognise that such values are in fact imaginary, in the sense of subject-created».

[8] David Hume, A Treatise of Human Nature (London, 1969), p. 457.

[9] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle773). Edición de Kindle: «law and politics are the fruit of a failure of the imagination».

[10] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle832-836). Edición de Kindle: «In this sense, genuine love conforms to the Lacanian logic of the `not-all'. all'. It is a matter not of `I must love everyone', a vacuous proposition if ever there was one, but `There is nobody whom I must not love'. Universal love is a question of global politics, not of fuzzy vibrations of cosmic togetherness. As far as individuals go, it means loving everybody in the sense of loving anybody who happens along. As such, it rejects the distinction tion between friend and stranger - not because it is calloused to personal affections, but because it does not regard love as being chiefly concerned with such things. One need not feel in the least affectionate in order to be able to love».

[11] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle851-854). Edición de Kindle: «It is not simply a matter of treating strangers as neighbours but of treating oneself as strange - of recognising at the core of one's being an implacable demand which is ultimately inscrutable, and which is the true ground, beyond the mirror, on which human subjects can effect an encounter. It is this which Hegel knew as Geist, psychoanalysis knows as the Real, and the Judaeo-Christian tradition as the love of God. For all the admirable tender-heartedness of an imaginary ethics, it is a horror and a splendour which lies beyond its limited comprehension».

jueves, 24 de octubre de 2024

Terry Eagleton: del sentimentalismo a la compasión.
Eduardo Abril Acero

Trouble with Strangers (2009)

En su libro Trouble with strangers (2009), el filósofo marxista y católico (algo que no está de más señalar), Terry Eagleton, traza un recorrido a través de los aportes a la ética que hicieron autores como Hume, Hutcheson, Kant o Lévinas. Lo interesante de este trazado intelectual, más allá de las múltiples cosas que ya se han dicho sobre estos autores, está en que Eagleton se apoya en las categorías lacanianas de un modo original y sugerente. Estas herramientas conceptuales le permiten conectar el nivel del análisis filosófico de las distintas propuestas éticas con la cuestión inevitable del sujeto. Eagleton no muestra únicamente el alcance de una propuesta ética determinada, como pueda ser la de Hume o Kant, sino que, además las contextualiza, mostrando cuál es la subjetividad resultante de una determinada moral, su alcance y sus peligros. De este modo, problematiza el hecho de que una determinada reflexión moral no es algo que pueda ser pensado al margen del sujeto, un pensamiento abstracto que después puede concretarse en una determinada conducta, sino que explica por qué pensar éticamente de un modo u otro es ya, de hecho, estar constituido subjetivamente de forma concreta. Se comprende así cómo el nivel de la ética y la política que establecen los contornos del cuerpo social, se conectan con el nivel de las construcciones del sujeto, los llamados «modos de subjetivación».

Las tres principales categorías de la teoría lacaniana, como se ha repetido muchas veces, describen los tres órdenes de la realidad, esto es, las tres formas en las que un sujeto se estructura a sí mismo en su encuentro con la alteridad del mundo: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. No voy a detenerme aquí en explicar el significado y alcance de estas categorías, simplemente haré una breve descripción aproximativa.

Lo imaginario se refiere, como en la Caverna de Platón, al nivel más básico en la que un individuo se encuentra con el mundo. Es de sobra conocida la experiencia del espejo, a la que no dejamos de acudir, para explicar este término: el niño recién nacido no tiene ninguna experiencia de realidad, vive completamente sumergido en el mundo caótico de las pulsiones, un haz de fuerzas ciegas que agitan el cuerpo carente de unidad. Este momento es lo que Lacan describía como «el cuerpo fragmentado»[1] o Schelling nombró en Las edades del mundo, como el «movimiento rotatorio involuntario».[2] En esta situación de salida, la criatura inmadura utiliza la contemplación de su propia imagen en el espejo para construir una primera unidad de sí mismo, que queda articulada a través de lo imaginario. Por eso, para Lacan, la primera experiencia del mundo y de nosotros mismos que podemos tener, es una experiencia imaginaria, nos reconocemos en la alteridad de las imágenes.

El nivel de lo simbólico se refiere al mundo organizado y constituido lingüísticamente. Este es al mundo de sentido en el que vivimos los «parlantes», en el que nosotros mismos y la realidad se nos presenta a través de los nombres. También es el espacio de una nueva alteridad, ya no la de las imágenes especulares de nosotros mismos, sino del mundo compartido de los significados en el que el otro puede ser realmente otro.

Por último el orden de lo Real designa el fracaso de los dos órdenes anteriores. Ni las imágenes ni el lenguaje son capaces de saturar nuestra experiencia de la realidad, presentando un mundo y un sí mismo coherente y organizado. Por el contrario, son registros inconsistentes, precarios, sostenidos de una forma frágil, siempre a punto del derrumbe. Si quisiéramos comprender este Real lacaniano a la luz de las categorías psiquiátricas diríamos que tanto el lenguaje (lo simbólico) como las fantasías (lo imaginario) son modos de estabilizar el desbocado automatismo mental de la psicosis (lo Real), pero son modos siempre al borde de su propio derrumbe, por lo que siempre estamos bordeando la locura.[3]

Dicho esto, y volviendo al libro de Eagleton, éste nos presenta inicialmente el concepto de lo imaginario como la categoría clave para comprender una determinada propuesta ética, la llamada «teoría de los sentimientos morales». Se refiere principalmente al sentimentalismo inglés del siglo XVIII, del que se pueden extraer numerosas conclusiones para la comprensión del pathos de nuestro tiempo. Este sentimentalismo que, como hemos dicho se fundamenta en una subjetividad imaginaria, es la respuesta que el siglo XVIII inglés le dio al psicótico siglo anterior. Podría pensarse que la locura pulsional que tuvo su expresión en el sangriento siglo XVII, se pudo estabilizar a través de la producción de una cierta ética de lo imaginario, el sentimentalismo. Igual que en el espejo el niño reconoce su propio mundo interior al comprobar la contigüidad entre su cuerpo y la imagen, dotándole de una precaria pero estabilizadora identidad, una sociedad que necesitaba construir un cuerpo social, lo hizo a través del elemento imaginario sentimental que incluía en una comunidad a cada pequeño y frágil cuerpo fragmentario individual. El sensualismo inglés fue, entonces, una defensa.
"La sensibilidad era, entre otras cosas, una respuesta al sectarismo sangriento del siglo anterior que había ayudado a moldear el status quo político pero que ahora, habiendo cumplido su labor subversiva, debía ser borrada de la memoria y relegada al inconsciente político. Dentro de un patriarcado aún despótico, se hacían llamados a profundizar los lazos emocionales entre hombres y mujeres, junto con la aparición de la “infancia” y la celebración de la compañía espiritual dentro del matrimonio."[4]
El sentimentalismo o la teoría de los sentimientos morales, como sabemos, propia de autores como Hume, defiende que la moral juega más en el terreno de los sentimientos que en el del debate racional. Es verdad que el concepto de «sentimiento» es ambiguo, pues puede referirse tanto a una sensación corporal, como al impulso emocional que es vivido más como una fuerza espiritual, que como una pasión que soporta el cuerpo. Pero esta ambigüedad es, precisamente, un elemento fundamental del sensualismo, pues permite establecer como premisa que «la sensibilidad es el lugar donde el cuerpo y la mente se mezclan»[5]. Para la teoría del sentimiento moral, son los sentimientos los que dan cuenta de las acciones moralmente deseables, no es la conversación racional que distingue lo pertinente de lo impertinente o el código de normas morales dictadas por una autoridad. Y dado que los sentimientos están en esa barrera entre lo corporal y lo espiritual, en una ética sentimentalista «la moralidad corre el riesgo de ser reemplazada por la neurología».[6]

Pero el punto que destaca Eagleton es la evidente equivalencia entre el registro lacaniano de lo imaginario y una ética basada en sentimientos morales. En ambos casos, lo que se da es una correspondencia entre el mundo sentimental interno del sujeto y el mundo exterior de los otros, que se convierten en figuras especulares del propio yo. De este modo, señala Eagleton, en la sentimentalidad moral encontramos buena parte de los elementos de lo que podríamos denominar una «estructura subjetiva atravesada por lo imaginario»: «una proyección o transposición imaginativa en el interior del cuerpo de otro; la mimesis física en la que “por la misma expresión y gesto (del otro) nos elevamos y caemos en su condición”; la “contagiosidad” por la cual dos sujetos humanos comparten el mismo estado interior; la inmediatez visual con la que el estado interior del otro se comunica, de modo que lo interior parece estar inscrito en el exterior; y el intercambio de posiciones o identidades ("los ojos de un hombre son espejuelos para otro")».[7] Igual que en la imagen del espejo, las cosas parecen pasar de dentro a afuera sin mediación, «es como si pudieras colocarte en el mismo lugar desde el que estás siendo observado, o verte a ti mismo al mismo tiempo desde dentro y desde fuera».[8] [...] En el dominio de lo imaginario, hay una contigüidad entre el yo y los otros, de tal modo que cada semblante de otro hombre se comporta como una imagen especular del propio yo. Y el nexo que permite esta relación son los sentimientos, pues ambos, el yo interior y la alteridad del prójimo, comparten una misma sensibilidad. Como ejemplo, Eagleton propone el fenómeno del «transitivismo», la experiencia compartida por la cual, cuando observamos que una persona sufre algún tipo de accidente fortuito, tendemos a trasladar la respuesta a nuestro propio cuerpo, como si nosotros mismos fueramos un espejo: un espectador recibe un balonazo en un partido de futbol e, inconscientemente, cerramos los ojos y arrugamos la nariz para recibir el golpe. Se trata de una especie de «resonancia entre cuerpos».

Esta sensibilidad es lo Eagleton destaca en los sensualistas ingleses del siglo XVIII, como son, por ejemplo Richard Steele o Joseph Butler:
"Por un encanto secreto lloramos con el infeliz, y nos regocijamos con el alegre; pues no es posible que un corazón humano sea adverso a cualquier cosa que sea humana: sino que por la misma expresión y gesto del alegre y del angustiado, nos elevamos y caemos en su condición; y dado que la alegría es comunicativa, es razonable que el dolor sea contagioso, ambos vistos y sentidos de un vistazo, porque los ojos de un hombre son espejuelos para que otro lea su corazón."[9]
La humanidad está naturalmente tan estrechamente unida, hay tal correspondencia entre las sensaciones internas de un hombre y las de otro, que la deshonra es tan evitada como el dolor corporal, y ser objeto de estima y amor es tan deseado como cualquier bien externo... [...] Los hombres son tan un solo cuerpo, que de manera peculiar sienten por los demás, vergüenza, peligro repentino, resentimiento, honor, prosperidad, angustia.[10]

Butler, por ejemplo, muestra claramente la realidad ininterrumpida entre el propio cuerpo y el cuerpo de los otros, como si todos los cuerpos fueran un continuo comunicado por medio de las emociones. Pero, además, no se trata de cualquier emoción, sino únicamente aquellas que hacen de las relaciones humanas una constante balsa de amabilidad, como la del comerciante siempre abierto a entablar un intercambio educado y carente de conflictos con el cliente. Por eso, el ideal moral de este sentimentalismo inglés, visto por Hutcheson, no se refiere al individuo ejemplar y extraordinario, sino, de un modo más modesto «al comerciante honesto, el amigo amable, el consejero prudente y fiel, el vecino caritativo y hospitalario, el esposo tierno y el padre afectuoso, el compañero sereno pero alegre».[11] Se trata, sin duda, de una ética al servicio del mercado y de la producción que, poco a poco iba abriéndose camino en la Inglaterra ilustrada, en la que las maneras, los gestos, los comportamientos, mostraban una equivalencia entre el interior y el exterior, donde «los estados de conciencia eran asuntos casi materiales, visiblemente inscritos en las superficies de la conducta humana, encarnados en una marcha demasiado servil o en un ángulo de cabeza demasiado altanero».[12] No solamente se proclamaban los sentimientos de la afabilidad propios del tendero, sino que las mismas clases sociales se constituían alrededor de este elemento imaginario. John Millar no dudaba en defender que el proletariado es una comunidad sentimental reunida alrededor de lo que Adam Smith llamó una «solidaridad plebeya».[13] Es fácil ver aquí la «comunidad imaginada» de Benedict Anderson.

Teniendo en cuenta todo esto, se comprende por qué, en la Inglaterra de Jane Austen, el sentimentalismo funcionaba como una ideología y «el culto del sentimiento era el factor de bienestar de una nación mercantil exitosa».[14] Era este sentimentalismo imaginario lo que imponía una subjetividad capaz de hacer de la empatía humana una fuerza política de primer orden,[15] lo que podríamos describir como un «dispositivo de poder».

Pero seríamos injustos si pensásemos que este sentimentalismo creciente que funcionaba como ideología era solo eso, un mero dispositivo de poder. Hay que entenderlo también como una suerte de defensa, una huída hacia adelante que aseguraba un mínimo de cohesión social y bienestar en un momento en que la sociedad cambiaba rápidamente. El desarrollo de la economía de mercado y las formas capitalistas de vida, amenazaban con psicotizar la sociedad, aislando a hombres y mujeres, únicamente relacionados por vínculos económicos, utilitarios, tecnológicos, etc. La cultura del corazón, del llanto y de la ternura, aún cuando tuviera un reverso ideológico tenebroso, también funcionaba como un clavo ardiendo, la tabla de salvación para una sociedad que se atomizaba a un ritmo acelerado. En otras palabras, «el sentimiento —el intercambio rápido, caprichoso y sin palabras de gestos o intuiciones— era quizás la única forma de sociabilidad que quedaba en un mundo de individuos desoladamente aislados».[16] De alguna forma, esta apelación al sentimiento, a la comunidad sentimental, daba cuenta de lo pobre y poco seductora que resultaba la sociedad burguesa. Una virtud basada en la excelencia de los grandes hombres, como se había dado en la antigüedad clásica, que había proporcionado durante siglos un propósito para los hombres y mujeres, convirtiendo la vida en un riesgo que no todos estaban dispuestos a correr, tal como intentó recuperar Nietzsche un siglo después, era ya imposible. Pero en la naciente sociedad burguesa, una comunidad de tenderos, padres de familia e intercambios mercantiles repletos de muecas amables, la vida perdía el tono de lo que es verdaderamente una vida. De ahí que la forma de repararla, era teñirla con el color de las pasiones propias de una subjetividad emocionalmente extaltada. Con el sentimiento moral, igual que con el sentimiento estético, retornaba el misterio de la naturaleza que parecía dejar entrever que por debajo de tanto sentimentalismo se movía el mundo misterioso de lo inefable. Y era así porque «aunque el amor, la generosidad y la cooperación mutua eran las virtudes humanas más resplandecientes, ya no era posible decir por qué».[17] Esto explicaba por qué el filósofo más popular del momento era Edmund Burke quien, en su obra A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757), hablaba de dos sentimientos distintos: por un lado el sentimiento de lo bello, que nos ponía en el orden de una belleza tranquila, amable, armoniosa, delicada, moderada, etc., esa forma de sentimentalismo que hemos dicho que es propia de los tenderos, los padres de familia y las damas de la buena sociedad; por el otro, el sentimiento de lo sublime, la pasión propia de una subjetividad que bordeaba la locura. Un sentimiento que amenazaba con hacer saltar las costuras de la buena sociedad mediante arrebatos de pasión descontrolada, la pasión por lo grandioso, lo poderoso, lo vasto, la intensidad infinita y, a menudo, lo terrorífico. Se dibujaba así una sociedad que ya no era únicamente la de los amables tenderos, sino la de sujetos al borde de caer en la locura y la desmesura. No es baladí que este sea el tiempo de lo que Foucault llamaría «el gran encierro», una sociedad donde convivía la pacífica vida del mercado y los cafés, con el horror indescriptible del manicomio. Al fin y al cabo, ¿dónde está la diferencia entre un cuerdo y un loco cuando son los sentimientos los que tienen que decidir dónde está el bien? Tal como apunta Eagleton, de nuevo, «en el elogio sentimentalista de Laurence Sterne a “la gloriosa lujuria de hacer el bien”, ¿recae el énfasis en la “lujuria” o en el “bien”?».[18]

Eagleton presenta esta ética del sentimiento como una suerte de pelagianismo moderno al «hacer que la virtud parezca demasiado fácil e instintiva, más como un suspiro que como una lucha».[19] El peligro estaba, como hemos señalado, en una moral que pendulaba entre la fácil y bella virtud de los buenos modales y otra igualmente fácil locura del arrebato. Pero aquí Eagleton piensa que es posible hacer una variación de este sentimentalismo que madure esta ética hacia una región más fructífera, sustituyendo los sentimientos banales y la pasión por la compasión, pasando así del registro imaginario al simbólico, del narcisismo sensiblero a la comunidad de parlantes. Se trata de la versión de Eagleton de lo que Žižek no ha dejado de reivindicar como el rescate de lo valioso de la tradición cristiana. Eagleton distingue así la compasión del sentimentalismo, señalando que mientras que la primera es centrífuga, el sentimentalismo es centrípeto[20], lo que quiere decir que, mientras una ética basada en la compasión está volcada hacia la alteridad del otro, para el sentimentalismo, el otro no es más que la proyección especular del propio yo, por lo que los sujetos viven centrados en su propia autocomplacencia, en la experiencia y el goce de sus propios sentimientos. De ahí que sea tan fácil pasar de los sentimientos delicados al arrebato de la pasión. Se trata, al fin y al cabo, de una relación incompleta con el otro, puesto que éste sólo es tomado como un motivo para el goce solipsista, lo que hace que no haya matices de ningún tipo: el otro, o atiende especularmente mi deseo, o es rechazado como un intruso extraño e incómodo. De este modo, el sentimentalista se mueve dentro del narcisismo, igual que para el niño enamorado de su propia imagen en el espejo «el otro es simplemente un espejo para su propio deleite».[21] En la lógica capitalista del «educado» mercado, el otro sólo tiene cabida en la medida en que respeta los códigos de buena conducta y realiza la transacción en los términos apropiados: se comporta como el complemento especular del propio yo, ya sea en la amable sensibilidad o en la intensidad de la pasión.

En cambio, apunta Eagleton, para la virtud cristiana de la compasión, el otro ocupa el foco principal de la relación y el sujeto debe esforzarse para que eso siga siendo así: «El sentimentalismo es un sentimiento en exceso respecto a su motivo, pasando a través de su objeto como el deseo freudiano, para curvarse de nuevo sobre sí mismo y reunirse con el sujeto; la benevolencia, en cambio, es un sentimiento en proporción a su objeto».[22] Goldsmith, en un ensayo titulado Justice and Generosity, resume esta idea de la generosidad cristiana señalando que la compasión, para el Nuevo Testamento, no tiene nada que ver con el sentimiento que el prójimo nos despierta, no es una emanación del cuerpo, sino una obligación devenida de nuestra pertenencia comunitaria. Por eso, una ética de la compasión no adoptaría la forma del registro imaginario lacaniano, dado que el otro no puede ser percibido de ningún modo como una prolongación especular de nuestro propio cuerpo. El otro puede ser cualquiera, incluso nuestro enemigo, pero es un cuerpo respecto del cual también estamos obligados a deberle compasión y generosidad.

Aquí se explica, por ejemplo, el rechazo constante que el Nuevo Testamento hace de la familia. La referencia fundamental aquí es, sin duda, Mateo 10:35-37, donde Mateo pone en boca de Jesús: «he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí».

Esto significa básicamente que la generosidad no se da desde el reconocimiento empático del otro, sino mediante la aceptación de un mandato formal que se establece simbólicamente por la comunidad, como un imperativo categórico. Aquí ya no nos movemos en el orden imaginario, sino que habitamos el mundo compartido de las palabras propio del orden simbólico, dentro de un discurso que sólo puede obtener su fuerza performativa mediante la referencia a Otro ausente que nos emplaza a obedecer. Es muy pertinente ese ejemplo zizekiano que distingue entre el amo autoritario y el amo manipulador, y que son dos buenas metáforas de la diferencia entre lo imaginario y lo simbólico: imaginemos un padre preocupado porque su hijo visite regularmente a su abuelo enfermo. Un padre autoritario se despreocupará de los sentimientos de su hijo y simplemente le dirá que es su obligación visitar a su abuelo, mientras que un padre «comprensivo» y manipulador, intentará que su hijo sienta la necesidad de visitar a su abuelo apelando a sus sentimientos y su vínculo afectivo. Podríamos decir que la verdadera generosidad y compasión está del lado del hijo que cumple con su obligación, aunque eso le cause alguna contrariedad y visite a su abuelo a regañadientes, no del hijo que se apiada de su abuelo y le visita por su propio compromiso emocional. En realidad, si esto ocurre, el otro, su abuelo, solo es el pretexto para gozar a través de la imagen de la fisionomía crepuscular de su pariente, como si fuera su propio reflejo. Y si no ocurre, seguramente sea porque el adolescente ya se reconoce suficientemente en otros objetos más sublimes que excitan su pasión. Esto podría parecernos un contrasentido a los habitantes de una época tan acostumbrada al sentimentalismo y a apelar a las bellas emociones para que nos muevan a causas justas, pero lo cierto es que, para Eagleton «La moralidad es una cuestión demasiado vital para dejarla en la caprichosa bondad de aquellos que pueden permitirse ser afables. Los vulnerables necesitan un vínculo material o un código de obligaciones que los proteja, un texto preciso que puedan usar cuando sus superiores se tornen adversos. Una ética regida por reglas puede sonar menos agradable que un impulso genial, pero su objetivo es que debes comportarte humanamente con los demás, sin importar cómo te sientas. Su objetivo también es que la moralidad se trata de lo que haces, no de lo que sientes».[23]

[1] Jean Jaques Lacan, Escritos I (Buenos Aires: SXXI, 2005), 90.

[2] Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, Las edades del mundo (Madrid: Akal, 2002), 199.

[3] Vease Laura Martín y Fernando Colina, Manual de psicopatología (Madrid: La Revolución delirante 2022).

[4] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Posición en Kindle 231: «Sensibility was among other things a response to the bloody sectarianism of the previous century, which had helped to fashion the political status quo but which now, having accomplished its subversive work, was like many a revolutionary heritage to be erased from memory and thrust into the political unconscious».

[5] Ibídem 196: «Sensibility is the spot where body and mind mingle» .

[6] Ibídem.

[7] Ibídem 202-205: «We have here some of the primary elements of the imaginary: a projection or imaginative transposition into the interior of another's body; the physical cal mimesis of `by the very mien and gesture (of the other) we rise and fall into their condition'; the `contagiousness' by which two human subjects share the same inner condition; the visual immediacy with which the other's inner state is communicated, so that the inside seems inscribed on the outside; and the exchange of positions or identities (`one man's eyes are spectacles to another')».

[8] Ibídem, 57: «It is as though you can put yourself in the very place from which you are being observed, or see yourself at the same time from the inside and outside».

[9] Richard Steele, The Christian Hero (Oxford, 1932), p. 77.

[10] Joseph Butler, Sermons, in L. A. Selby-Bigge (ed.), British Moralists (New York, 1965), vol. 1, pp. 203-4.

[11] Francis Hutcheson, An Inquiry Concerning Moral Good and Evil, in Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1, p. 17. «an honest trader, the kind friend, the faithful prudent adviser, the charitable and hospitable neighbour, the tender husband and affectionate parent, the sedate yet cheerful companion».

[12] C.f.  Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, (Posición en Kindle255-256). «states of consciousness sciousness are well-nigh material visibly inscribed on the surfaces of human conduct, incarnate in too servile a gait or too haughty a tilt of the head».

[13] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, in Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1, p. 90.

[14] Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Posición en Kindle 258-259: Edición de Kindle.«The cult of sentiment was the feel-good factor of a successful mercantile nation, but it was a social force as well as a state of mind» .

[15] Eagleton, sin embargo, también atribuye a este sentimentalismo una dimensión crítica, puesto que los sentimientos podían promocionar tipos humanos parecidos al Flaneur benjaminiano, un tipo abiertamente incompatible con una ética del mercado.

[16]  C.f. Terry Eagleton, Trouble with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle, Posición 287: «sentiment - the quick, whimsical, wordless exchange of gestures or intuitions - is now perhaps the sole form of sociality left in a world of bleakly isolated individuals» .

[17] Ibídem 327: «amounts to admitting that though love, generosity and mutual cooperation are indeed the most resplendent of human virtues, it is impossible any longer to say why»

[18] Ibídem 355:« In Laurence Sterne’s sentimentalist praise of 'the glorious lust of doing good’, does the emphasis fall on 'lust’ or 'good’?»

[19] Ibídem 321: «of making virtue look far too easy and instinctive, more like a sigh than a struggle»

[20] Ibídem 355.

[21] Ibídem 401: Rather as the child in the mirror phase is cajoled by an idealised reflection of itself, so the sentimentalist misrecognises an exalted image of himself in the act of coming to another’s help. The other is simply a mirror for his own self-delight.

[22] Ibídem 367: «Sentimentalism is feeling in excess of its occasion, passing through its object like Freudian desire so as to curve back upon itself and rejoin the subject; benevolence, by contrast, is feeling in proportion to its object» .

[23] Ibídem 346: «Morality is too vital a question to be left to the capricious big-heartedness of those who can afford to be affable. The vulnerable need a material bond or code of obligations to cover their backs, a precise piece of wording they can brandish when their superiors turn sour. A rule-bound ethics may sound less agreeable than a genial impulse, but its point is that you should behave humanely to others whatever you happen to be feeling. Its point is also that morality is a matter of what you do, not what you feel».

viernes, 11 de octubre de 2024

Del darwinismo a la erradicación de la política (II)
Borja Lucena

1- El político solicitado en la obra de Hayek es ya legión. Se define por el desarrollo de prácticas dirigidas, no a abrir la novedad de la acción concertada o la deliberación en el seno de la vida social, sino, más bien, a erradicar todo conato de propuesta política ante las tareas que aquélla constantemente plantea. Adquiere, de este modo, la paradójica figura del que, desde el poder político, se esfuerza por anular lo político mismo, reducirlo a su expresión mínima, subordinarlo a las exigencias de la gestión, la eficacia, el bienestar, la creación de riqueza y los requerimientos que ésta prescribe. Lo que de la iniciativa de un político se pide es que despeje el espacio en el que el mercado está en condiciones de organizar el campo totalizado de la vida en común, supliendo, de este modo, a los problemáticos procedimientos políticos. “Lo que hace el mercado es reducir en gran medida la gama de problemas que deben decidirse mediante medios políticos” (Friedman, M., Capitalismo y libertad, p. 53). El político -lo político mismo- ha de abandonar la totalidad, lo común, en tanto que destino de su acción, pero eso no quiere decir que su iniciativa desaparezca; se reduce en su campo de aplicación, pero gana en fuerza e intensidad. La política, de este modo, se redefine, desplazándose desde el ámbito de la acción humana y sus posibilidades al de la instauración de las condiciones de posibilidad de un mercado de funcionamiento auto-regulado.

2- Frente al mito del anarquismo neoliberal, lo cierto es que el Estado propugnado por Hayek se contrae sólo para reunir una potencia mayor sobre el punto crucial desde el que ha de estructurarse la integridad de la vida en común: el marco jurídico, institucional y práctico que dispone a la competencia como ley universal del comportamiento humano: “(…) la economía de mercado presupone la adopción de ciertas medidas por el poder público” (Hayek, F.A., los fundamentos de la libertad, p. 307). Hayek rompe el dualismo fetichista de los liberales clásicos, que sólo concebían un dilema esencial: o economía dirigida o total eliminación de la intervención del Estado. El gran poder de su reflexión radica en la ingeniosa habilidad con la que rompe esa antítesis engañosa. El Estado no debe abandonar los instrumentos de la intervención, sino dirigirlos – agresivamente, sin contemplaciones para con lo existente- hacia la racionalización del espacio social. Para que no existan obstáculos al movimiento de individuos, bienes, servicios o prestaciones mutuas el espacio de la vida en común ha de ser alisado, despojado de las rugosidades sedimentadas por obra de la costumbre y los modos arcaicos de vida, despejado de impedimentos, fluidificado hasta la disolución de todo grumo que trabe la libre e indeterminada circulación. En palabras de Hayek, “hay una diferencia completa entre crear deliberadamente un sistema dentro del cual la competencia opere de la manera más beneficiosa posible y aceptar pasivamente las instituciones tal como son. Probablemente, nada ha hecho tanto daño a la causa liberal como la rígida insistencia de algunos liberales en ciertas toscas reglas rutinarias, sobre todo en el principio del laissez-faire” (Hayek, F. A., Camino de servidumbre, p. 47). Como efecto de la contundencia ejecutiva en el aseguramiento y fijación del marco de posibilidad de la sola actuación de las fuerzas de la competencia, la intervención decidida del Estado levanta una esfera donde no pueda existir ya posibilidad de intervención (política), pero que exige una constante intervención del poder administrativo, regulativo, policial y burocrático que mantenga esa esfera libre de intervención (política). La refutación de la planificación “socialista” de la economía no implica la renuncia al poder e intervención del Estado, sólo señala y acota la dirección de esta intervención con la intención de suministrarle completa eficacia. “(…) no hay Estado que no tenga que actuar” (ibídem, p. 113), dado que “estas funciones coactivas del gobierno (...) son las que están encaminadas a la preservación de un orden de mercado que funcione (…) asegurar el nivel de competencia que exige un eficaz funcionamiento del mercado” (Hayek, F.A., Principios de un orden social liberal, 53, p. 50).

3- Es sorprendente, no obstante, cómo Hayek deja en suspenso su propio principio evolucionista al exigir del poder del Estado la erradicación de los obstáculos y barreras que, tradicionalmente, todas las sociedades humanas, y, específicamente las europeas, habían levantado contra la expansión ilimitada de los mercados. Si bien asegura que las instituciones humanas obedecen a la lógica de la selección natural, no se pregunta por qué las sociedades históricas habían introducido esos impedimentos al libre desenvolvimiento de las fuerzas propiamente mercantiles, ni tampoco por qué esos frenos obtuvieron un refrendo exitoso durante milenios. De esta tarea se hará cargo Karl Polanyi, quien, en "La gran transformación" ya advirtió cómo fue precisamente el desarrollo espontáneo de la vida comunitaria lo que condujo secularmente a regular y encerrar en límites la natural potencia expansiva de la riqueza y las fuerzas productivas.