Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

jueves, 2 de octubre de 2025

Los enemigos de Larsen.
Eduardo Abril Acero

 «Un alternador acústico con número de período ajustable para corrientes débiles» es el título del artículo que Søren Absalon Larsen publicó en 1911 en la revista alemana Elektrotechnische Zeitschrift. Este estudio constituye el origen de lo que más tarde se denominaría, en el ámbito académico, «efecto Larsen», y en el mundo de la música electrificada se conoce simplemente como «acople».

No resulta difícil imaginar cómo el físico y teólogo Larsen descubrió este fenómeno mientras investigaba las propiedades de las ondas sonoras, experimentaba con micrófonos y amplificadores. Le bastó acercar un micrófono con una sensibilidad adecuada a un amplificador para comprobar que, aparentemente de la nada, emergía de la membrana un aullido tan molesto como obsceno. 

Al investigar qué ocurría, descubrió que se producía una retroalimentación del sonido captado por el micrófono que, a través de un circuito cerrado, el amplificador volvía a alimentar de forma constante. El micrófono recogía un sonido y lo enviaba al amplificador; este lo intensificaba y hacía que el micrófono captara de nuevo el mismo sonido, ya amplificado. Así, el proceso se repetía una y otra vez, generando un bucle que aumentaba en intensidad con cada retorno. El resultado era ese pitido penetrante que se nos mete en el cerebro y nos rompe los tímpanos cuando escuchamos música en directo. Es la némesis de los técnicos de sonido que intentan que las ondas sonoras no discurran anárquicas por las esquinas imprevistas de las salas de conciertos, retornando insospechadamente al micrófono que les dio origen. Llevan décadas luchando contra él. 

Sin embargo, no para todos los músicos era un invitado indeseado. Jimi Hendrix lo convirtió en un arte cuando, en 1969, tocó el Star Spangled Banner desfigurando sus notas con acoples tan irritantes que convertían el himno americano en un aullido lleno de lamentos y explosiones de ruido. No era baladí que quien tocaba fuera negro, que estuviera en Woodstock y que fuera el peor momento de la guerra de Vietnam. Con todo, fue más obscena la forma en que Robert Merrill, un reputado cantante de ópera, había cantado el himno en el estadio de los Yankees un año antes, que los alaridos que el zurdo de Seattle le sacó a su Stratocaster en aquella granja lechera del condado de Sullivan. 

Sin embargo, Hendrix no había sido el primero, aunque sí lo había convertido en su sello personal. Pete Townshend, de los Who, lo usó de forma controlada para grabar Anyway, Anyhow, Anywhere, la clásica canción rock que, como otras, hablaba de romper reglas y vivir de acuerdo con uno mismo. De hecho, Townshend, en los conciertos solía acercar la guitarra a los amplificadores para generar acoples, algo que imitaba Roger Daltrey con su micro, creando una atmósfera de dramatismo y rebeldía. También en Woodstok, de madrugada, un día antes que Hendrix, el cuarteto londinense había tocado My Generation de forma que los feedback de Townshend se intercalaban miméticamente e incesantemente con los gritos de Daltrey.

Pero parece que los que iniciaron esta tradición, como casi todas cuando hablamos de música tocada con amplificadores y guitarras, fueron, una vez más, los Beatles. En 1964, grabando su primer disco, Lennon había apoyado su guitarra casualmente en el amplificador, generando un ligero acople que después incluyeron en la grabación como inicio del tema I Feel Fine. No fue un error, la inclusión había sido intencional. Son apenas seis segundos de acople, pero representan a la perfección la esencia de un concierto de rock: la inmediatez, la distancia inexistente entre el show y los espectadores, la retroalimentación de la energía creciendo sin control…

El efecto Larsen fue una marca de personalidad de la música rock: Hendrix, Jimmy Page, Van Hallen, Randy Rhoads, con sus acoples, parecían decir «escuchad esto, estamos dentro, no nos podemos salir de este río que nos arrastra, ya no hay un paso atrás». Era fácil ese mensaje cuando uno llevaba en la sangre más alcohol, marihuana, Lsd o cocaína, que glóbulos rojos, pero la experiencia estaba ahí, y era como ser arrastrado por un río de dulce néctar. 

La clave del feedback, como sabe cualquier guitarrista de rock, es la distancia. Sin distancia, el sonido se retroalimenta y genera su propia dinámica hasta un punto que resulta incontrolable. Para evitar la escalada, uno debe dar un paso atrás, alejarse de la escena en la que se está incluido, salirse del plano. Pero el rock parecía querer lo contrario: zambullirse en la experiencia; acortar la distancia entre el escenario y el espectador; iniciar un ritmo que aumentase en cada vuelta hasta el éxtasis místico. 

Sin embargo —y aquí viene la caída— todo era un simulacro en el mejor sentido al que alude Baudrillard. Tal vez un simulacro del verdadero simulacro, pues el este feedback llegaba al delirio en la sociedad del espectáculo que estaba generándose. Para Baudrillard, el efecto Larsen representa a la perfección el fenómeno de la hiperrealidad en el mundo de los medios de comunicación masiva.  Los medios —y más aún las redes sociales— impiden la distancia entre la escena y quien contempla la escena, incluyendo a todos en un río de información que se retroalimenta en cada vuelta —cada reel, cada tweet, cada post— creando un circuito cerrado de «acople» que anula la realidad misma del acontecimiento originario. La amplificación en bucle, constantemente retroalimentada mediante ciclos exponenciales, hace que un evento original —si es que eso puede ya significar algo— y su representación mediática, se vuelvan indistinguibles. Ya no es posible que un acontecimiento contenga cualquier tipo de dimensión histórica, pues todo queda subsumido bajo el peso de la inmediatez. La memoria, de hecho, no es otra cosa que cierta inmediatez que insiste una y otra vez, dominando la escena. Se trata de un gigantesco feedback en el que, al acercar las pastillas de la guitarra al amplificador, el bucle de retroalimentación es tan rápido y efectivo que ya no es posible hablar de un sonido «original» o siquiera «inicial». La sobreexposición y la circulación instantánea de la información sobre un suceso lo saturan, lo distorsionan y lo disuelven, reemplazándolo por un simulacro mediático que carece de profundidad y constituye algo más real que la propia realidad, una hiperrealidad. En otras palabras, en la visión de Baudrillard, la difusión instantánea de un evento (el sonido del altavoz) es captada de inmediato por la propia esfera mediática (el micrófono), creando un bucle en el que la representación del evento se sobrepone y finalmente aniquila al evento original. Habría que decir, incluso, para ser verdaderamente posmodernos, que el evento original nunca fue realmente original, sino que el feedback lo generó. Algo que Žižek le da el nombre de «presuposición retroactiva».

Por eso, lo que se impondría ahora es retirarse un poco de tanta intensidad e interrumpir ese bucle delirante. No participar psicóticamente en la amplificación de la paranoia. No se trata de tirar del freno de mano, como pedía Benjamin, puesto que no es una máquina lo que genera el mundo hiperreal de los medios de comunicación «posmo». Es un delirio, un grito molesto y estridente —pero lleno de sentido— que, igual que Hendrix con el Star Spangled Banner, convierte algo insoportable, inasumible, intolerable, en una experiencia gozosa, concreta, brillante y liberadora. Da igual que Hendrix tocase el himno de las barras y las estrellas llenándolo de alaridos psicóticos, eso no hizo que dejase de ser el mismo himno de los que vertían napalm en aldeas del norte de Vietnam. Da igual que Daltrey cantase «I hope I die before I get old» delante de medio millón de jóvenes en la granja de Max Yasgur. Había demasiados «yoes» en una única frase para que la experiencia de liberación significase algo verdaderamente liberador. 

Tal vez, si uno se toma en serio la descripción de Baudrillard, lo único que podríamos hacer es, siguiendo a Slavoj Žižek, simplemente nada. Invertir la Tesis once de Marx: no se trata de cambiar el mundo, sino dar un paso atrás, separar la guitarra de los amplificadores, rebajar un poco el ruido y volver a leer (en el Reading Room del British Museum si queremos seguir siendo marxistas, o donde sea), volver a pensar, volver a conversar con nuestros enemigos y olvidarnos un poco de nuestros amigos. Hablar con un amigo siempre tiene algo de impostura: él amplifica lo que tu dices, y tu amplificas lo que él dice que tu dices, y así en bucle hasta el delirio. Conviene recordar lo que Nietzsche tomaba del Evangelio de Mateo: «en el propio amigo debemos honrar incluso al enemigo» (Así habló Zaratustra). 

sábado, 27 de septiembre de 2025

Todo y Nada (II)
Óscar Sánchez Vega

¿Existe tal cosa como el Todo y la Nada? Conforme lo expuesto en la entrada anterior, el todo (e) y la nada (n) son para Priest objetos plenamente legítimos. En esta entrada vamos a recorrer los argumentos de Gabriel según los cuales e y n no existen y además ni siquiera son objetos.

Recordemos que para Priest e y n son objetos formales, es decir, entidades acerca de los cuales no nos comprometemos ontológicamente acerca de su existencia. En principio y mientras no se demuestre lo contrario ni existen ni dejan de existir, habitan, por así decir, en un limbo ontológico. Son objetos de la metafísica.

1. El mundo como objeto (e).

Quizá e no exista (al no ser causa eficiente), reconoce Priest, pero, en todo caso, es un objeto del pensamiento y por tanto pertenece al Ser.

Lo que Priest denomina “ser” cumple la misma función que los “campos de sentido” de Gabriel (en lo sucesivo cds). Cuando Priest dice que algo es un objeto, esta afirmación, traducida al lenguaje de Gabriel, equivale a decir que algo aparece en un cds. Hasta aquí estamos ante dos léxicos diferentes que vienen a decir lo mismo con distintos términos. El problema surge cuando pasamos de los ejemplos de  los duendes o don Quijote al mundo. ¿Podemos afirmar que existe el mundo (e) de manera semejante a como decimos que existe don Quijote o cualquier otro objeto ficcional? Según Priest sí: e es un objeto tan válido y coherente como cualquier otro. Por el contrario, Gabriel apunta una discontinuidad radical entre unos casos (los objetos ficcionales) y otro (el de e).

Vemos los argumentos de Gabriel en contra de e.

a) El Aleph de Borges.

Como había destacado Priest, el aleph es “uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos”, o como dice Daneri: “el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del mundo, vistos desde todos los ángulos”.

En primer lugar, cabe matizar que, conforme a la definición del propio Borges, el aleph no es e porque hay cosas, como números u objetos de ficción, que no están contenidos en el espacio. Además, incluso atendiendo a las restricciones que impone el autor argentino, es imposible imaginar el aleph porque el mismo espectador que contempla el aleph forma parte del mundo, es decir, forma parte del aleph. No hay manera de contemplar el aleph “desde fuera” (ni tampoco “desde dentro”), por lo que, a diferencia de Daneri o don Quijote, el aleph ni siquiera es un objeto de ficción, pues no puede ser imaginado. El aleph más bien es un pseudoobjeto (como la idea Dios para Gustavo Bueno) que no se refiere a nada.

En resumen, el aleph, a juicio de Gabriel, no es un ejemplo “suficientemente coherente” de la noción de mundo, no es un ejemplo de la posibilidad conceptual del mundo, tal y como afirma Priest.

b) Compatibilidad con la mereología.

Priest argumenta que e es un objeto no contradictorio en mereología y lo define como la suma o fusión de todos los objetos, a lo que responde Gabriel que la mereología ignora los aspectos intensionales de los cds. Un cds no es una mera suma. Una seta, el número 3 y un dolor de muelas son, en términos de Priest, objetos y como tales pueden sumarse, es decir, pueden fusionarse; pero la suma de tres objetos tan dispares no constituye en absoluto un cds, pues no comparten ningún "sentido". Por lo tanto, una fusión de objetos no siempre equivale a un cds. Pero además la noción de “la fusión de todos los objetos” es incompatible con la ontología de los cds. Los objetos que aparecen en un cds tienen alguna propiedad común en base a la cual se constituye dicho campo, pero…¿qué propiedad podrían compartir “todos los objetos” para constituir un cds?

Gabriel entiende que su propuesta ontológica no puede ser reducida ni formalizada mediante un modelo mereológico. Los sistemas formales, tanto la teoría de conjuntos como la mereología, precisamente por ser “formales”, carecen de contenido ontológico. Solo son relevantes para la ontología si son interpretados, pero por sí solos no constituyen argumento alguno a favor o en contra de cualquier ontología. En resumen, no es un argumento en favor del mundo la existencia del objeto e en mereología.

c) El bucle mereológico.

Gabriel reconoce que, del mismo modo que algunas proposiciones están incluidas en sí mismas, algunos cds aparecen en ellos mismos. Él llama a esta propiedad autocontención.

El problema aquí es combinar autocontención y totalidad absoluta. Gabriel no puede concebir de qué manera una totalidad absoluta puede contenerse como parte de sí misma. Pero, en todo caso, lo que Priest lograría demostrar con el argumento del bucle mereológico es que no existe imposibilidad lógica para la existencia de e. Gabriel responde que la tesis de la no-existencia del mundo no es lógica, es decir, no es a priori, sino que es una tesis ontológica que se deduce de la evidencia fenomenológica. Primero Gabriel reflexiona sobre cómo se nos aparecen los objetos y después llega a la conclusión que el mundo no es un objeto pues le falta un trasfondo donde aparecer. La tesis de la no-existencia del mundo es el final de una reflexión filosófica, no una petición de principio o un axioma lógico que tomamos como punto de partida.

d) El mundo no tiene sentido.

Frente a la acusación de Priest de que negar la existencia del mundo entraña una contradicción lógica, Gabriel responde aceptando, en parte, la crítica y escudándose, ahora él, en el dialeteísmo. Es cierto que hay una contradicción entre la tesis de la no-existencia del mundo y la afirmación que e no tiene sentido, pero se trata de una contradicción verdadera.

Para salir de este embrollo, en la medida de lo posible, Gabriel se apoya en Wittgenstein: el problema es el mismo que cuando Wittgenstein reconoce que todo cuanto dice en el Tractatus no tiene sentido. Como sabemos, para el primer Wittgenstein solo tienen sentido aquellas proposiciones que representan estados de cosas posibles en el mundo y las proposiciones del Tractatus no cumplen con tal exigencia. Es la famosa metáfora de la escalera (aforismo 6.54) cuando Wittgenstein dice que las proposiciones de su propio libro son como peldaños de una escalera: sirven para subir y alcanzar una cierta visión, pero una vez alcanzada, la escalera ya no tiene utilidad y debe ser "tirada".

El caso de la ontología de los campos de sentido es idéntico: la reflexión de Gabriel lleva a la tesis de la no-existencia del mundo, pero para llegar a esta conclusión ha tenido que considerar la posibilidad de que el mundo tuviera un sentido. Este es el único camino: se piensa en el mundo como si tuviera un sentido para finalmente negar esta posibilidad.

Además, la posición de Priest no está exenta de problemas lógicos. Priest sigue a Meinong al afirmar que todo lo que puede pensarse y nombrarse es un objeto. De este modo, tanto Meinong como Priest separan la referencia intencional del compromiso ontológico. Por aquí va la sugerencia de Priest a Gabriel: primero debería reconocer que e es un objeto y después –si acaso- negar su existencia real. Podemos pensar un objeto sin comprometernos con su existencia real (su referencia), de tal modo que podemos pensar objetos reales (Marte) o ideales (don Quijote).  Ahora bien, pregunta Gabriel: ¿qué tipo de objeto es e? ¿Es e un objeto real o ideal? Ninguna respuesta a este dilema es satisfactoria. Este es un callejón sin salida. Si e es un objeto ideal entonces depende de la mente y el mundo no existiría la margen de la mente (tesis idealista de Berkeley). En otras palabras: si e es un objeto ideal entonces el mundo no es el mundo. Pero si, por el contario, e es un objeto real entonces es independiente de la mente. Pero ¿cómo explicar entonces las partes de e (don Quijote) que dependen de la mente? En conclusión, e no puede ser ni un objeto real ni un objeto ideal.

Para Gabriel e no es un objeto (ni real, ni ideal) es como una representación fallida, una palabra (o letra) que no corresponde con ningún objeto.

2. La nada como objeto (n).

Para Gabriel, la “posición” que correspondería a la nada está ocupada por el mundo, precisamente porque éste no existe. En su planteamiento, pensar el mundo (el todo) equivale, en realidad, a pensar la nada.

Ahora bien, “pensar la nada” no constituye un acto cognitivo propiamente dicho, sino más bien una vivencia análoga a un sentimiento (Freud hablaba del “sentimiento oceánico”) que carece de objeto definido. La metafísica, según Gabriel, se ha sostenido con frecuencia en este tipo de experiencias y en la tendencia de la mente a intentar sobrepasar cualquier marco conceptual. Sin embargo, por definición, pensar la nada es imposible: todo acto de pensamiento tiene un objeto, algo de lo cual se piensa. Incluso cuando se concibe un conjunto vacío o un cds sin objetos, lo que se piensa no es la nada, sino un “algo” definido (un “vacío de objetos”).

En consecuencia, tanto e como n, los supuestos objetos de Priest, son para Gabriel indistinguibles y carecen de legitimidad ontológica. Se trataría de representaciones fallidas, pseudoobjetos que ni siquiera pueden sostenerse como objetos intencionales.

martes, 23 de septiembre de 2025

Todo y Nada (I)
Óscar Sánchez Vega

Introducción.

Markus Gabriel y Graham Priest, dos de los filósofos contemporáneos más influyentes y reputados, mantienen una cordial pero intensa disputa metafísica acerca de dos nociones fundamentales en cualquier ontología: el todo y la nada.

Como en todo diálogo filosófico, su discusión parte de ciertos acuerdos básicos que, en este caso, son especialmente relevantes: ambos buscan superar la posmodernidad y recuperar los grandes temas de la tradición metafísica occidental; ambos defienden ontologías pluralistas, es decir, sistemas que reconocen múltiples formas de ser en lugar de reducir la realidad a un único principio; y ambos ejercitan en su argumentación una lógica paraconsistente (dialeteísmo) que sostiene que, en algunos casos, una proposición y su negación pueden ser simultáneamente verdaderas. Esto no implica que toda contradicción lo sea, sino que existen contradicciones reales y significativas que merecen ser pensadas filosóficamente (como la paradoja del mentiroso).

En 2022 apareció en inglés el libro Everything and Nothing —traducido al español en 2024—, estructurado en dos partes complementarias. La primera reúne los ensayos en los que Markus Gabriel y Graham Priest presentan de manera sistemática sus respectivas posturas; la segunda transcribe un encuentro celebrado en Bonn en 2021, en el que ambos filósofos confrontan directamente sus teorías. El origen de la obra se remonta a noviembre de 2017, cuando Markus Gabriel invitó a Graham Priest a impartir la Conferencia de Excelencia Robert Curtius en la Universidad de Bonn, dedicada precisamente al tema “Todo y Nada”. A partir de aquel primer intercambio se generó un diálogo sostenido de réplicas y contrarréplicas que, con el tiempo, cristalizó en la publicación conjunta del volumen.

Comenzamos esta reseña con los ensayos de la primera parte del libro en los que Graham Priest fija su posición.

1. Graham Priest.

El filósofo australiano aborda la cuestión del todo y la nada a partir de la mereología, que es la rama de la lógica formal que estudia las relaciones entre partes y totalidades. Desde esta perspectiva, sostiene que tanto “todo” como “nada” constituyen objetos extraños y paradójicos, cuya interpretación exige distinguir cuidadosamente entre su uso como cuantificadores y como sintagmas nominales.

Cuando funcionan como cuantificadores estos términos no presentan dificultades mayores para la lógica ni para la filosofía. El problema aparece cuando se utilizan como nombres: por ejemplo, en expresiones como “Dios creó el mundo de la nada” o “el todo es mayor que las partes”. Para evitar equívocos, Priest propone emplear las palabras “todo” y “nada” en su sentido habitual de cuantificadores, y reservar las notaciones e (everything) y n (nothing) para cuando estos términos se usan como sintagmas nominales.

1.1 Objeto y existencia.

La tesis central de Priest es que e y n son objetos. Ahora bien, ¿qué es un objeto? Según él, un objeto es todo aquello que puede ser nombrado, es decir, aquello de lo que se puede predicar propiedades o lo que puede constituirse en objeto intencional. En consecuencia, cualquier cosa es un objeto.

Sin embargo, no todos los objetos existen, no todos los objetos son reales. Ejemplos como don Quijote ilustran cómo algo puede ser nombrado, tener propiedades y ser objeto intencional, sin por ello formar parte de la realidad efectiva. Para Priest, existir equivale a pertenecer al orden causal. Don Quijote o Dios, por ejemplo, no existen porque no participan en cadenas causales que engranan con nuestro mundo. Sin embargo, los electrones y otras partículas elementales existen porque, a pesar de ser imperceptibles, mediante los aparatos adecuados, es posible establecer relaciones causales entre tales entidades y nosotros (como en el experimento mental del gato de Schrödinger). Por tanto hay multitud de objetos, algunos de ellos son reales y otros no.

1.2 El todo como objeto (e)

En términos mereológicos, e corresponde a la fusión de todos los objetos, la suma mereológica de todo lo que hay. Priest sostiene que e es un objeto legítimo, aunque permanezca abierta la cuestión de su existencia. Por ejemplo, Badiou sostiene (en El ser y el acontecimiento) que e no existe porque no hay ni puede haber un conjunto universal, es decir, no puede darse el conjunto de todos los conjuntos. En todo caso, lo que para Priest es claro es que e es un objeto y deja abierta la cuestión de si existe o no una referencia para él. En torno a este asunto gira el tema central del debate con Gabriel: si el mundo es un objeto o si existe en un campo de sentido. Priest admite que hay partes de e que no existen (don Quijote). Ahora bien, ¿puede existir un todo real con partes que no existen? Podría ser... ¿por qué no? Por ejemplo, en la Antigüedad se pensaba que la Atlántida formaba parte de la Hélade; pues bien, la Atlántida no existe, pero Grecia sí. En todo caso, Priest reconoce que esta es una cuestión abierta que se presta a discusión. Lo que él defiende de manera firme es que e, el mundo, es un objeto que tiene un sentido (exista o no).

A continuación, resumo algunos de los argumentos de Priest en favor de e, es decir, argumentos que apoyan la idea que el mundo es un objeto de pensamiento legítimo que no acarrea contradicción alguna:


a) El Aleph de Borges. En el célebre relato de Borges aparece un objeto singular que organiza toda la narración: el aleph mismo. Borges lo describe como “un punto del espacio que contiene todos los puntos”. Aunque se trate de una invención literaria, su coherencia interna nos permite comprender su sentido. Precisamente ahí radica su relevancia filosófica: el aleph constituye una representación ficcional que muestra cómo la idea del todo puede concebirse sin caer en contradicción lógica.
Priest retoma este ejemplo para sostener que e, entendido como la suma mereológica de todos los objetos, es un objeto de pensamiento legítimo. Si la literatura puede representar de manera inteligible un punto que contiene la totalidad de los puntos, ello demuestra que la noción del todo no es conceptualmente incoherente, aunque permanezca abierta la cuestión de su existencia real.

b) Compatibilidad con la mereología. A diferencia del llamado “conjunto de todos los conjuntos”, cuya admisión conduce inevitablemente a la paradoja de Russell, la fusión mereológica de todos los objetos no genera contradicción. Mientras que la teoría de conjuntos estándar (Zermelo–Fraenkel) impide postular un conjunto universal, la mereología opera con un marco distinto, en el cual resulta coherente concebir la totalidad como una suma de partes. En este sentido, e, entendido como el todo, puede considerarse un objeto legítimo dentro de la ontología mereológica.

c) Bucle mereológico. Gabriel insiste mucho en que el mundo concebido como totalidad no puede formar parte de sí mismo, pero esto en mereología es más que discutible. En lógica, existen casos en que una parte puede contener al todo y viceversa (proposiciones mutuamente incluyentes). Por ejemplo, sean las proposiciones p y q; tal que: p = “q o la nieve es blanca” y q = “p o la hierba es verde”. Cada proposición forma parte de la otra y es, de este modo, parte y todo. Esta propiedad lógica se denomina antisimetría y es importante porque permite que  un objeto pueda incluirse a sí mismo como parte.  Además, Gabriel admite expresamente la antisimetría al afirmar que algunos campos de sentido aparecen en ellos mismos (una frase puede contenerse a sí misma, por ejemplo), pero niega  que esta propiedad pueda aplicarse a e. La cuestión, por tanto, no es si la antisimetría es coherente, sino si e < e es coherente. Y, a juicio de Priest, Gabriel no ha dado un argumento plausible que niegue esta posibilidad.

d) Negar el sentido del mundo es contradictorio. La ontología de Gabriel identifica existencia y sentido, por lo que es lo mismo decir que el mundo no existe a decir que no tiene sentido. Pero si el mundo no es un objeto -en términos de Priest-, entonces no se puede predicar nada de él, ni siquiera afirmar que no existe. La afirmación de Gabriel de que “el mundo no existe” solo es inteligible bajo el supuesto de que el mundo, e, tiene un sentido, pues de lo contrario la tesis principal de Gabriel carecería ella misma de sentido. El interrogante de si e es un objeto real o ideal depende de la filosofía de cada cual, reconoce Priest. Lo que no puede afirmarse es que e carezca de sentido. Si algo se puede nombrar debería existir en algún campo de sentido, por decirlo en términos de Gabriel. 
Priest sigue a Alexius Meinong al afirmar que todo lo que puede pensarse y nombrarse es un objeto. Gabriel, en parte, también sigue a Meinong: si podemos pensar y nombrar algo (duendes, dioses, estados mentales, etc.) entonces existe en algún campo de sentido… salvo el mundo. Pero... ¿está justificada esta excepción? Según Priest no. Una posible solución al problema que apunta Gabriel sería afirmar que e es un objeto ideal que tiene un significado, pero no un referente real (como, por ejemplo, un hada); entonces la proposición “el mundo no existe” podría ser verdadera. Pero para ello el mundo, e, debería existir al menos como objeto intencional. Sin embargo, Gabriel rechaza esta posible solución y sostiene que todo discurso sobre el mundo es un sinsentido. Pero… ¿cómo puede Gabriel escribir libros cuya tesis central es un sinsentido?
Gabriel afirma que cuando supuestamente pensamos en el mundo en realidad no estamos pensando en nada, a lo sumo en una palabra cuyo significado no alcanzamos a comprender, pero este argumento no convence a Priest: puedo pensar en cualquier cosa y distinguir claramente  cuando estoy pensando en el referente o en el significante: puedo pensar en Oviedo como una ciudad o una palabra y lo mismo con cualquier otro término… también con el mundo.

 

1.3 La nada como objeto (n)

Gabriel no presta demasiada atención a la nada; de forma un tanto apresurada, identifica la nada con el todo y niega el sentido de ambos. Pero en mereología son dos cuestiones diferentes si existe una fusión de todos los objetos y si existe fusión de los no-objetos. Gabriel, acusa Priest, no da razones en contra de la nada y, a menudo, confunde el cuantificador con el sintagma nominal (n).

Para Priest, n se define como “la suma mereológica de las no-cosas, es decir, de todas las cosas que no son objetos”. En mereología el caso de n resulta bastante más problemático que el de e. Mientras que en el caso de e, una vez que aceptamos la antisimetría, estamos ante un objeto plenamente coherente, con n la situación es más compleja. Por un lado, n puede considerarse un objeto: se le puede nombrar, pensar, e incluso —siguiendo a Heidegger— experimentar o sentir. Sin embargo, al mismo tiempo, n no es un objeto, pues designa precisamente lo que queda una vez eliminados todos los objetos. Esta duplicidad genera una tensión irresoluble: la nada es, a la vez, objeto y no-objeto. De aquí se deriva su carácter contradictorio. N es efable e inefable simultáneamente: de la nada podemos decir cosas, y a la vez no podemos decir nada. Solo bajo el marco del dialeteísmo —que admite la coexistencia de afirmaciones contradictorias— resulta posible pensar n.

Por otra parte, la propuesta de Priest no constituye una novedad radical dentro de la tradición ontológica. Ya en el Parménides (162a), Platón sostenía que pensar el no-ser implica, paradójicamente, reconocerle algún tipo de ser. En este sentido, la reflexión sobre la nada resulta crucial para la metafísica: es necesario pensar n para comprender qué es un objeto. Un objeto se define precisamente por su capacidad de sobresalir sobre un trasfondo que no es objeto. De ahí la pertinencia de la etimología: ex-sistere significa literalmente “estar fuera” o “destacar”. Así como una montaña existe en la medida en que se recorta sobre el valle, todo objeto existe porque se perfila frente al trasfondo de la nada.

De acuerdo con Priest, n constituye, entonces, el fundamento de la realidad, la condición de posibilidad de todo lo existente. Esta concepción lo sitúa en sintonía tanto con intuiciones de la filosofía asiática (por ejemplo, en Nishida) como con las reflexiones de Heidegger, para quienes la nada no es mera ausencia, sino aquello que hace posible la manifestación de los entes. (Sigue)

sábado, 12 de julio de 2025

Una breve teoría de la educación.
Óscar Sánchez Vega

“Solo me queda rogarle que pida a los maestros de esa II Convención que se anden con mucho tiento con eso de la experimentación pedagógica, que el niño no es rana, ni cuino, no se hizo para la Pedagogía, como el enfermo no es para la Patología, y que no importa tanto cómo se ha de enseñar como qué es lo que ha de enseñar, que del qué ya saldrá el cómo. Adviértales los peligros de ese experimentalismo pedagógico norteamericano, que quita toda el alma a la Enseñanza, que es ante todo arte, y arte poética”.

Párrafo de un mensaje enviado por Unamuno a la Segunda Convención del Magisterio American celebrada en Uruguay en febrero de 1930.


Recientemente he tenido el dudoso honor de formar parte de un Tribunal de oposiciones para profesores de secundaria, con lo cual me he visto obligado a enfrentarme a lo que, durante estos últimos años, he intentado esquivar en la medida de lo posible: la jerigonza pedagógica que envuelve y atraviesa todo el trabajo docente. Antes de esta experiencia compartía con muchos de mis compañeros de profesión cierta aversión instintiva a este extraño entramado conceptual que podría ser analizado como un mecanismo de defensa frente a lo desconocido que, en el fondo, no haría más que esconder un complejo de inferioridad, como aquel torpe alumno de filosofía que desprecia a Hegel porque no entiende nada de La Ciencia de la Lógica. Ahora lo veo de otra manera; interpreto tal aversión en términos nietzscheanos como síntoma de salud frente a la enfermedad del formalismo pedagógico.

Quisiera exponer en este texto una breve teoría materialista de la educación. Ahora bien, “teoría” no en el sentido estricto del término, sino en su modesto significado originario: la visión propia del espectador. En otras palabras, pretendo exponer humildemente la manera que tengo yo de ver o concebir la educación. Pero es necesario acotar más el asunto para poder ser abordado en unas pocas líneas. Lo que pretendo pensar es en qué medida las programaciones didácticas, elaboradas bajo las directrices de la actual ley educativa, la LOMLOE, inciden en el trabajo docente y el aprendizaje de niños y jóvenes.

A mi modo de ver el problema fundamental de la LOMLOE es el formalismo. Los pedagogos entienden que hacer programaciones consiste en aplicar un molde conceptual (el que ellos proponen) a un material amorfo, de igual manera que el molde la de figura de Apolo puede servir para realizar multitud de estatuas en distintos materiales: barro, mármol, bronce, etc. (matemáticas, química, plástica, etc.). Pero las competencias, criterios, indicadores, descriptores, etc. desconectados de los “saberes básicos” (los contenidos de toda la vida) son abstracciones formales carentes de realidad. Esta es la tesis que sostengo. El triunfo de los mandarines pedagógicos ha sido posible a costa de relegar los saberes básicos a una posición marginal en las Programaciones didácticas. Después de la reciente experiencia, puedo asegurar que un pedagogo que maneje la jerga propia del gremio tiene muchas más posibilidades de defender con éxito una programación de Filosofía, Matemáticas o Plástica que un especialista en estas materias ajeno a este léxico; lo cual, a mi modo de ver, es manifiestamente absurdo.

Para que el no versado en estos asuntos se haga una ligera idea de lo que es una Programación didáctica hago un breve resumen de uno de sus apartados. Los docentes tenemos que explicitar cómo vamos a evaluar y calificar a nuestro alumnos y esta evaluación ha de seguir unas pautas: la evaluación de los estudiantes ha de tomar en consideración unos “indicadores de logro” que dan la medida en la que ciertos “criterios de evaluación” han sido alcanzados; estos criterios nos permiten valorar si ciertas “competencias específicas” propias de cada asignatura han sido adquiridas por el alumnado; competencias que, a su vez, por medio de ciertos “descriptores operativos”, se vinculan con ciertas “competencias clave” comunes a todas las materias que todos los docentes deben trabajar y que apuntan a ciertos “objetivos generales” que se espera que el alumnado alcance al final de cada etapa educativa. Está claro… ¿verdad? Al menos tan claro como aquello de: “la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte”

El error de fondo, creo yo, consiste en considerar a los contenidos como amorfos y perfectamente intercambiables, como si fueran la materia primera de Aristóteles. De este modo, quien maneja los criterios puede aplicarlos a cualquier contenido. Pero todo este supuesto está equivocado de raíz. Los saberes tienen su propia morfología que conocen aquellos que han dedicado años de su vida a su estudio; cada saber, incluso cada unidad didáctica, tiene su propia idiosincrasia que permite organizarla y enseñarla de determinada forma, en base a ciertos criterios que conocen los especialistas en la materia (no es lo mismo, por ejemplo, enseñar un tema de lógica que otro de ética). No se trata entonces de ejecutar una misma competencia en ámbitos diferentes, sino que son esos mismos ámbitos o saberes los que piden ser abordados de manera muy diferente. En cualquier disciplina no se pueden fijar objetivos ni estrategias de aprendizaje al margen de los contenidos mismos que se pretenden enseñar. De este modo, lo razonable y sensato sería que una programación de Educación física, por ejemplo, poco o nada tuviera que ver con otra de matemáticas o filosofía. Pero lo que ocurre, sin embargo, es exactamente lo contrario: las programaciones de las distintas materias son básicamente idénticas.

En conclusión, la LOMLOE, a mi modo de ver, es una mala ley, la peor que yo he conocido en mis años de docente, pues es la más intervencionista, la que menos libertad deja a los profesionales para que puedan hacer su tarea del mejor modo que sepan. Pero las anteriores padecían el mismo mal, si bien más atenuado. Lo mejor sería, creo yo, acabar con el exceso de formalismo y burocracia y devolver la educación a los docentes. Una mínima estructura formal que dé coherencia a las distintas etapas educativas es sin duda necesaria, pero nada parecido al corsé ideológico al que nos vemos sometidos todos los docentes. Tal y como yo lo veo, la función de los pedagogos o expertos en educación debería limitarse a fijar los objetivos generales de cada etapa educativa y dar libertad a los docentes, los especialistas de cada materia, para diseñar y aplicar las mejores estrategias para alcanzarlos. 

Todo lo expuesto anteriormente sería un mero asunto gremial si no fuera porque afecta gravemente a la educación de nuestros niños y jóvenes. La solución tampoco es una vuelta atrás: sin duda la educación tradicional y memorística tiene graves dificultades y carencias de las que los profesionales somos plenamente conscientes. A menudo se ha querido caricaturizar a los críticos de la LOMLOE, presentándonos como viejas momias casposas añorantes de tiempos pasados, pero esta acusación es manifiestamente injusta: lo que reclamamos es, precisamente, una educación no autoritaria, es decir, no sometida a los mandamases pedagógicos.

martes, 8 de julio de 2025

""El ruido del tiempo" de Julian Barnes.
Por Diego Margallo



En 1930, tras la buena acogida de la primera, titulada “La nariz” y basada en el cuento homónimo de Nikolái Gógol, Dimitri Shostakóvich, que entonces tenía 24 años, comenzó a componer su segunda ópera, “Lady Macbeth de Mtsensk”, sobre el relato del escritor ruso Nokolái Leskov. Tras estrenarse en 1934, la obra tuvo un éxito inmediato, que la llevó a ser representada no sólo a lo largo de la Unión Soviética, sino también en múltiples teatros de todo el mundo: Buenos Aires, Nueva York, Estocolmo, Zúrich, Praga, Londres, Copenhague, Cleveland… 

Todo cambió, sin embargo, la noche del 26 de enero de 1936. Esa noche, en el Bolshói de Moscú, asistió a la representación de “Lady Macbeth” la cúpula del PCUS, el Partido Comunista de la Unión Soviética. Allí estaban Viacheslav Mólotov, presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo; Andrei Zhdánov, custodio de la pureza ideológica del arte soviético; y Anastás Mikoyán, miembro del Politburó. Todos ellos liderados por Iósif Stalin, secretario general del Comité Central del Partido Comunista de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el cual, oculto tras una cortina del resto del público asistente, seguía el desarrollo de la ópera. 

Para quien dirigiera su mirada hacia ese palco oficial, resultaba evidente la disconformidad de sus integrantes con lo que escuchaban y veían: risas, aspavientos, gestos de incomodidad y de desagrado… Hasta que, antes del final de la obra, el palco quedó vacío, y el compositor, que también se encontraba presente, no recibió, como era habitual, la invitación de presentarse ante Stalin para recibir su felicitación. Este mal presagio se confirmó dos días después, cuando el diario “Pravda”, publicación oficial del PCUS, difundió un artículo sin firma que se refería explícitamente a “Lady Macbeth de Mtsensk”. Titulado “Caos en lugar de música”, calificaba la ópera de Shostakóvich como “discordante”, “cacofónica”, “epiléptica”, “vulgar”, “espasmódica” y “neurasténica”, ajena a los gustos saludables del público soviético y solo atenta a las enfermizas aspiraciones pequeñoburguesas, terminando con un amenazante “es un juego que puede terminar muy mal”. 

Dicha amenaza inoculó en Dimitri Shostakóvich un germen del que jamás pudo inocularse: el del miedo. Y eso es precisamente lo que nos muestra este libro, “El ruido del tiempo”, cómo el Poder, con mayúscula inicial, trata de someter al Arte, también con mayúscula inicial, hacia sus designios haciendo uso de ese miedo, pero también de otros mecanismos como el chantaje, la humillación, el halago, el privilegio… hasta finalmente destruir el alma de quien intenta contraponer a este Poder casi absoluto la integridad de su Arte.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Sentido y Existencia (IV).
Óscar Sánchez Vega

a) Objeto y sentido: la diferencia ontológica.

Como había señalado en una entrada anterior, Frege no precisa claramente lo que entiende por “sentido”. Por un lado, un concepto no se define solamente por su extensión, es decir, por el conjunto de objetos que caen bajo él, sino que también tiene un sentido: el significado del propio concepto. Pero desplazar completamente el sentido al campo del significado podría llevarnos a un malentendido porque, para Frege, los sentidos no son construcciones mentales o meras herramientas psicológicas que utilizamos para ordenar el caos de las impresiones sensibles (al estilo de Kant). Por el contrario, los sentidos son propiedades de las cosas en sí, por lo cual estas pueden aprehenderse bajo descripciones tal como son objetivamente, o sea, bajo condiciones accesibles de manera pública: la mesa tiene este aspecto desde aquí o se puede juzgar acerca de 4 que es 2 + 2, etc.

Igual que Frege, Gabriel concibe los sentidos no en la parte de las representaciones sino como propiedades de las cosas mismas: el sentido es la manera en la que se nos aparecen los objetos “así y así”. Además, nuestros “sentidos” (vista, oído, gusto, etc.) son la manera en la que entramos en contacto con “el sentido”. Que el mismo término (“sentido”) designe nuestra capacidad para captar algún aspecto de la realidad y la estructura misma de aquello que captamos no es para nada un problema que ofusque el asunto que estamos planteando, sino todo lo contrario: una ambigüedad luminosa que contribuye a su cabal comprensión.

Los sentidos, en Gabriel, preceden ontológicamente a los conceptos. Por medio de los conceptos representamos y precisamos los sentidos que captamos en y entre los objetos. Asimismo, sin sentidos tampoco habría objetos: un objeto no es más que la suma de sus sentidos, es decir, no existe un “objeto puro” o noúmeno por debajo de las apariencias, sino que el objeto se constituye a partir de todo lo que podemos decir sobre él. En resumen, los objetos existen con un sentido, mantienen entre sí ciertas relaciones, que podemos aprehender y expresar mediante conceptos. Además, por lo regular, el sentido es encontrado y no constituido: el sentido de la pintura cubista es creado por los seres humanos, naturalmente; pero el sentido del sistema solar no: los planetas y el sol mantienen entre sí ciertas relaciones que podemos aprehender (o no), pero no son subjetivas ni creadas en modo alguno. Si encontramos un sentido que no nos era conocido todavía, se nos abren propiedades de objetos que antes nos eran desconocidas. Así avanza el conocimiento humano.

Gabriel denomina sentido o haz director al haz de descripciones que unifican un objeto, en otras palabras, a lo que la tradición filosófica llama “esencia”. Por ejemplo: Dinamarca es un objeto que existe en el campo de la Unión Europea y también en Hamlet de Shakespeare, pero… ¿qué es “Dinamarca” en sí? ¿cuál es su “esencia”? Gabriel respondería que su sentido director ha de encontrarse en la intersección de los sentidos que tiene Dinamarca en los distintos campos en que aparece. En este caso sería la historia de Europa: Dinamarca es un país que existe en este contexto, insertado en la historia de Europa; esa es su “esencia”, podríamos decir.

Para acabar este punto, volvemos a recordar algo que ya habíamos señalado en una entrada anterior: la diferencia entre objetos y campos de sentido es funcional, no sustancial (en contra de la distinción de Frege entre objetos y conceptos). Lo cual quiere decir que un campo de sentido existe en la medida en que aparece como objeto en el seno de otro campo de mayor rango; y, por su parte, un objeto pasa a ser un campo de sentido en la medida en que “penetramos” en él para aislar y conocer las partes que lo componen. A esto lo llama Gabriel, inspirándose claramente en Heidegger, diferencia ontológica funcional. Esta característica hace de la ontología de los campos de sentido una propuesta que ciertamente no es jerárquica, pero tampoco del todo plana. Que la ontología de Gabriel no es jerárquica significa que no hay un arriba y abajo ontológico, es decir, no hay una estructura de géneros y especies que nos acerquen o alejen del Ser propiamente dicho. Todas las existencias son igualmente valiosas o reales por lo que no hay unidad sino coexistencia. Pero la ontología de los campos de sentido tampoco es completamente plana porque lo que existe no es una mera suma de individuos singulares. Sin la diferencia ontológica funcional entre campos y objetos no existirían ni los unos, ni los otros.

b) Realidad, posibilidad, contingencia y necesidad.

Como no hay arriba y abajo ontológico, es decir, puesto que no hay una estructura jerárquica entre los campos de sentido, la ontología de Gabriel se despliega como una teoría de las modalidades articulada en torno a los cuatro tipos clásicos: realidad, posibilidad, contingencia y necesidad.

Afirma Gabriel: “Realidad es el hecho de que un objeto aparece en un campo de sentido. Posibilidad es el sentido directivo de un campo de sentido, que se logra por abstracción de aquello que aparece en él.” (p. 295) En otras palabras: “realidad” se identifica con “existencia”, consiste en aparecer en un campo de sentido; mientras que “posibilidad” designa el sentido directivo de un campo que determina lo que puede darse en él. De este modo, Gabriel trata de evitar la noción “mundo posible” porque la considera oscura: “la posibilidad no es una categoría metafísica, es decir, no es un concepto universal que esté definido más allá de los campos de sentido. Lo que es posible está determinado entre otras cosas por lo que es real.” (p 304)

Por tanto, la ontología de Gabriel es actualista:
“La posibilidad es un producto de la abstracción, que se apoya en la realidad, lo cual corresponde a la antigua tesis, discutida entre otros por Aristóteles, Kant, Schelling, Bergson y Heidegger, según la cual no puede haber ninguna posibilidad sin una realidad dada (...), lo real aparece siempre en un campo de sentido, cuyo sentido directivo define posibilidades, a las que tenemos acceso por abstracción.” (Gabriel, Sentido y existencia, p. 303)
Algo es posible solamente si es compatible con el sentido director de un campo dado. Lo posible es lo que queda cuando hacemos abstracción de ciertos rasgos de los objetos reales que aparecen en un campo de sentido. Por ejemplo: lo real es que yo soy profesor de secundaria; lo que es posible es que cambie de trabajo, pero es imposible que me crezcan alas y pueda volar.
“Realidad y posibilidad son relaciones que se dan entre un campo y sus objetos. La realidad es una relación entre un objeto dado y el campo de sentido en el que él aparece, mientras que la posibilidad es una relación entre el sentido director de un campo de sentido y un alcance de objetos que no queda agotado con necesidad por los objetos que aparecen precisamente en este campo de sentido. Las posibilidades están relacionadas con la forma de aparición de objetos, mientras que las realidades siempre añaden además propiedades adicionales, por las que queda individuado un objeto.” (Ibídem, p. 304)
Por otra parte, necesidad y contingencia son relaciones entre objetos inmanentes a un campo. Para Aristóteles, la necesidad se refiere a aquello que no puede ser de otra manera, es decir, lo que no puede no ser. Por otro lado, la contingencia es lo que no está determinado por la necesidad y puede ser o no. Por ejemplo (en términos de Gabriel): en el campo de sentido de mi habitación el flexo está a la izquierda del ordenador y tal relación es, como muchas otras, claramente contingente. El problema filosófico atañe a la necesidad.

Meillassoux ha propuesto fijar la diferencia entre metafísica clásica y pensamiento posmetafísico en la pregunta de si hay una entidad necesaria o no. Contra la idea de que existe tal entidad, ha formulado la tesis de que la única necesidad es que no hay ninguna entidad necesaria. Todo lo que hay es contingente, por tanto, habría podido también no existir, de modo que también podría dejar de existir. Lo único absolutamente cierto es que todo puede irse al infierno en cualquier momento.

La respuesta de Gabriel a la tesis de Meillassoux es que las entidades no pueden caracterizarse como necesarias o contingentes, sino que estos modos caracterizan las relaciones entre objetos en un mismo campo de sentido. Por tanto, no podemos negar la necesidad en general, como hace Meillassoux, sino siempre en referencia a un campo. Por ejemplo: es cierto que el campo de sentido de los relatos de ciencia ficción no hay ninguna relación necesaria puesto que cualquier cosa podría ocurrir; pero en el campo de sentido de la aritmética es estrictamente necesario que haya exactamente un número positivo natural entre 1 y 3. Es el sentido directivo de un campo quien fija si se dan o no relaciones necesarias entre los objetos que lo componen.

c) Pluralismo epistemológico y descripcionismo parcial. 

El libro de Sentido y Existencia es un trabajo de ontología, esto quiere decir que se centra en la indagación sobre la existencia, pero en sus últimos capítulos Gabriel comenta algunas cuestiones sobre la teoría del conocimiento. En este ámbito, la única tesis compatible con lo que venimos diciendo es, naturalmente, la del pluralismo epistemológico, es decir, la afirmación de que hay distintas formas de saber: hay diversos sentidos, diversas clases y maneras bajo las cuales pueden aparecer los objetos.

¿Qué tipos o clases de saber existen? Constatar qué campos de sentido y, por tanto, qué campos de saber hay, responde Gabriel, es tarea ajena a la reflexión filosófica. Además, tampoco se trata de un conjunto cerrado: los diferentes saberes (científicos, tecnológicos, artísticos, etc.) se van constituyendo conforme ciertos sentidos nos son revelados. Lo importante aquí es destacar es que para un realista como Gabriel el conocimiento no es fundamentalmente construcción sino más bien aprehensión de lo hay, de los distintos objetos que aparecen en diferentes campos de sentido. Es más: el pensamiento también pertenece a lo que existe, y no se ocupa «desde fuera» con lo que hay. Los pensamientos son objetos que aparecen en el campo de sentido de la conciencia o mente y se caracterizan por la propiedad de ser verdaderos o falsos y de ser distintos entre sí en virtud de su sentido.

Por último, Gabriel niega el representacionalismo, es decir, la posición filosófica de que el mundo que vemos en la experiencia consciente no es el mundo real en sí mismo, sino simplemente una réplica en miniatura, un mero reflejo o representación de la cosa en sí. Por el contrario...
“conocemos parcialmente cosas en sí, en cuanto las representamos como algo que se expone de una determinada manera, a saber, en cuanto lo describimos. El descriptivismo parcial es una modalidad de una teoría relacional de la experiencia, pues él asume que nosotros experimentamos cosas en sí por el hecho de que estamos en una relación con ellas, que envuelve las cosas mismas bajo determinadas descripciones.” (Ibídem, p. 375)
En otras palabras, la postura que defiende Gabriel en este punto, el descriptivismo parcial, afirma que los pensamientos son reales (sean verdaderos o falsos) y los pensamientos verdaderos enuncian lo que las cosas son, tendiendo en cuenta que todos los objetos nos aparecen solamente bajo condiciones de descripciones parciales. Por un lado, ninguna de estas descripciones es completa y definitiva, pero, por otra parte, el objeto solo puede dársenos bajo alguna de ellas.

Por ello, concluye Gabriel su ensayo con las siguientes palabras:
“Simplemente, no hay ningún mundo oscuro que conste tan solo de partes elementales, al que los conocimientos animales lleven un poco de luz, si bien siempre bajo condiciones muy desfiguradas. La luz resplandece ya. Las cosas son de hecho tal como las representan los pensamientos verdaderos. Esta universal reflexión realista puede defenderse en diversos campos y con diferentes métodos. Por tanto, hay que despedirse del dogma de que sentido y existencia deben distinguirse en el plano conceptual, como si nosotros nos encontráramos frente a un mundo de objetos individuados de manera puramente extensional, acerca del cual opinamos además que es una totalidad, que en caso de éxito podemos reproducir mediante el aparato teórico. El realismo ya no se hace ninguna imagen del mundo." (Ibídem p. 397)

jueves, 8 de mayo de 2025

La civilización de la memoria de pez.
Eduardo Abril


 Leo, en La civilización de la memoria de pez:

«Atlanta, 13 de octubre de 2018. La policía tardó un poco en tomarse en serio las llamadas que llevaba recibiendo desde hacía una hora más o menos. En la voz del vendedor se advertía una gran angustia: hacía muchos minutos que no salía nadie del Ikea donde trabajaba. Un sábado por la tarde, a poco más de un mes de Acción de Gracias, era preocupante. Debía de estar pasando algo, toma de rehenes, accidente, fenómeno inexplicable. Aparentemente, todo era normal, los cajeros consultaban sus móviles para pasar el tiempo, a la espera de los clientes que no llegaban. La explicación era sencilla: alguien se había entretenido en cubrir el suelo de la tienda de flechas que creaban un laberinto indescifrable. Los clientes, disciplinados y ocupados con sus compras, daban vueltas incapaces de encontrar la salida. Pasaban de los dormitorios a los salones, de los salones a las cocinas y a las oficinas y luego aparecían de nuevo en los dormitorios. Era una tienda gigantesca, así que necesitaban tiempo para darse cuenta de que ya habían pasado por allí. Estaban perdidos».

Por supuesto, lo que relata aquí Patino es una fantasía, nunca ocurrió esa escena. Sin embargo, Patino lo utiliza para hacer la habitual crítica de lo virtual: «Este itinerario formado por flechas es la materialización de los algoritmos que nos guían permanentemente en nuestra trayectoria y nuestras decisiones: seguirlas ciegamente creyendo en sus promesas de optimización nos convierte en sonámbulos».

Tal vez, si nos tomamos en serio esta fantasía, deberíamos poner en duda este «deambular sonámbulo». ¿Realmente toda esa gente que deambulaba por Ikea, siguiendo flechas, estaba «perdida»?, ¿no sería que, en realidad, no querían salir? Al fin y al cabo, la fantasía de quedarse encerrado en un gran almacén, es un sueño que todos hemos tenido de niños. Por eso, puede que el problema no sea que seguimos flechas o que los algoritmos guían nuestras elecciones, como habitualmente se dice, sino cuáles son las flechas e instrucciones que seguimos. ¿Y si los clientes del Ikea simplemente preferían seguir los caminos trazados de la tienda, que salir al mundo «real» y recorrer otros itinerarios? Tal vez los algoritmos no sean tan malos al fin y al cabo, y lo realmente terrible sea despegar la cabeza de las pantallas y tener que vivir en ese mundo «real». Igual deberíamos darle una oportunidad a la idea de que ese mundo de algoritmos, más que el problema, sea la solución. Aunque entonces las cuestiones que deberíamos plantear sean otras: ¿solución a qué? ¿no es una solución igual de problemática que lo que se quiere solucionar? Puede que, esta letanía contra el mundo virtual, que se ha convertido en un lugar común de los filósofos, no sea más que un fetiche. Nos permite seguir creyendo en un mundo verdadero y auténtico, el del «valor de uso» que dirían los marxistas, un mundo falseado por unos odiosos gurús de la tecnología mediante un sucedáneo de bits.

El otro día, después del gran apagón,  algunos destacaron que «ocurrió» uno de esos momentos de lucidez en el que, miles de personas, liberados de móviles y redes sociales, se echaron a las calles a disfrutar de sus vecinos y vecinas, hablar con ellos, hacer juegos, bailar, compartir, vivir en el mundo «real». O si no real, por lo menos, un mundo compartido, el de la bella comunidad de los iguales, una recuperada eticidad griega que Hegel sabía perdida para siempre. Enseguida se identificaba el culpable, el monstruo híbrido que impide, o por lo menos entorpece las relaciones «auténticas», la emergencia de esta potencia de la multitud: eran los «malditos móviles», esos instrumentos del capitalismo  que roban nuestra atención y nos impiden vernos y ver a los demás, que nos aíslan, frustrando eso que sabemos hacer bien los humanos: «construir comunidad». Pero lo que no se dijo tanto es que, además de no poder mandar mensajes y mirar nuestras redes, lo que tampoco se podía hacer es trabajar (salvo las tiendas de electrónica viejunas y los comercios chinos, que se hincharon a vender radios analógicas). Pero yo recuerdo que hace años, sin móviles, las cosas no eran tan diferentes. No dedicábamos los días a establecer redes sociales de carne y hueso, no bailábamos con desconocidos por las calles, ni teníamos una relación mejor con nuestros vecinos. Los míos, de hecho, debían estar bastante hartos de mí y de los horribles sonidos que era capaz de sacarle a mi Gibson SG de marca blanca.

Por eso, y es sólo un pensamiento a vuelapluma, se me ocurre que si una tormenta solar nos liberase de nuestros mundos virtuales, pero no del trabajo, ese mundo auténtico que defienden algunos, esa potencia colectiva que ansiamos con nostalgia, se volvería más infernal de lo que ya es. Los algoritmos nos marcan el camino, por supuesto, ¿Quién lo duda? Pero el mundo «real» está plagado de de flechas que, en realidad, no son mucho mejores.

domingo, 4 de mayo de 2025

Sentido y Existencia (III).
Óscar Sánchez Vega


“El mundo no existe” o, dicho de una manera más precisa: “ninguna imagen del mundo”. Es esta, sin duda, la tesis más chocante y hasta extravagante de la ontología de Gabriel. ¿Qué quiere decir con ella?

Primero aclaremos que entiende Gabriel por “mundo” y a continuación resumimos y sintetizamos lo que llevamos diciendo en las dos entradas anteriores sobre la existencia.

Gabriel distingue “mundo” y “universo”. Llama “mundo” a la noción que totaliza y unifica todo cuanto existe, mientras que “universo” designa la totalidad de cuerpos que existen en el espacio- tiempo. El naturalismo es la posición filosófica que identifica mundo y universo y afirma que todo cuanto existe (objetos físicos, energía, partículas elementales, funciones de onda, campos gravitatorios o magnéticos, etc.), existe en el universo. Pero, sin ir más lejos, las ciencias que estudian el universo (la física y la cosmología) existen de manera diferente a como existe su objeto de estudio. Naturalmente, la física no podría existir sin los soportes materiales (libros, papel, laboratorios, máquinas, pantallas, etc.) que la sustentan, pero es evidente que cuando hablamos de “la física” no nos referimos a estos objetos sino, principalmente, a las leyes y teorías de esta ciencia. ¿Los conceptos (no solo de la física, sino del resto de disciplinas científicas, artísticas, tecnológicas, etc.) existen realmente o son meras ficciones? Por supuesto que existen, afirma Gabriel, pero no existen en el universo, (puesto que el universo consta solo de cuerpos en el espacio-tiempo). Existen de otro modo. Podríamos decir que existen en el mundo… si esa afirmación tuviera algún sentido.

Lo que podemos admitir, siguiendo a Gabriel, es que el universo no agota todo cuanto existe y que la noción de mundo es más abarcadora y general que la de universo.  Se trata ahora de elucidar ¿qué es el mundo?, de determinar -en términos de Frege- si la totalidad de lo que existe cae bajo el concepto “mundo” y si, por lo tanto, podemos utilizar este concepto como cualquier otro cuya extensión no sea nula. 

En primer lugar, debemos considerar que “mundo” designa siempre una totalidad, un Todo, pero... ¿de qué tipo? Gabriel distingue mundo como totalidad aditiva (lo que Gustavo Bueno llama totalidad distributiva) o como cosmos, es decir, como totalidad cualitativa (lo que Gustavo Bueno llama totalidad atributiva).

Si el mundo fuera una totalidad aditiva, es decir, una mera suma de elementos disímiles, la noción de mundo coexistiría con el resto de conceptos o, en términos de Gabriel, campos de sentido. Pero la cuestión es que una totalidad aditiva no es una verdadera totalidad: el mundo no puede existir sin más entre otros conceptos, como mera adicción, sino que -por ser “mundo”- ha de englobar el resto de conceptos y objetos; en otras palabras: ha de ser el campo de sentido donde existen el resto de campos de sentido. Por ello siempre se ha concebido el mundo como cosmos, es decir, como una totalidad cualitativa o atributiva. El mundo se distingue del resto de cosas y conceptos porque todo lo demás está integrado en él. El mundo es el Todo desde el cual las partes tienen sentido como “partes”; en otras palabras: el mundo ha de ser el campo de sentido de todos los campos de sentido.

Ahora bien, este es el punto clave, si existir es caer bajo un concepto o aparecer en un campo de sentido… ¿en qué campo de sentido aparece el mundo mismo? Parece que aquí solo se dan dos posibilidades: o bien el mundo aparece en otro campo de sentido, o bien aparece en sí mismo. Pero el mundo no puede aparecer en otro campo de sentido porque si así fuera este segundo campo de sentido sería el verdadero “mundo” y no el primero (y para afirmar la existencia de este segundo mundo tendríamos que repetir el procedimiento y así ad infinitum).  Por otro lado, una totalidad cualitativa no puede aparecer dentro de sí misma junto con otros campos de sentido, pues entonces no sería una totalidad, o sea, el mundo no puede incluirse a sí mismo. En esto precisamente consiste la famosa paradoja de Russell.

Así pues, no hay forma de pensar la noción de “mundo”, se trata de un pseudoconcepto. Dice Gabriel:

“El concepto de mundo tiene un origen mitológico y se basa en la representación de que hay un todo donde están inmersas personas y cosas sin excepción; esa representación estuvo referida en primer lugar al escenario entre el cielo y la tierra. Según Blumenberg, el espacio ocupado por el escenario y todo lo que acontece en él está presentado en Hesíodo mediante la metáfora absoluta de un bostezo que se abre, de un caos (χάος). El puesto que asume el mundo en conjunto es un bostezo absoluto, que, por supuesto, no puede ser un bostezo de nadie, pues si fuera de alguien se platearía la pregunta de dónde está la divinidad cuyo bostezo da el marco de todo lo que acontece en ese mundo.” M. Gabriel, Sentido y Existencia, p 219.

Entonces la noción de “mundo” es lo que Blumenberg llama una metáfora absoluta, es decir, un mito que sirve de marco al resto de las representaciones. Pero cuando queremos conceptualizar este marco último incurrimos en contradicciones inevitables. Este es el problema de la ontoteología que nos conduce a un callejón sin salida. De ahí el lema de que el mundo no existe. Pero esta tampoco una afirmación exacta: sobre el mundo no se puede decir nada, ni siquiera que no existe. El nihilismo metafísico no es la postura que defiende Gabriel. Los nihilistas dicen que la Nada es el Todo y niegan los ámbitos. De este modo la posición nihilista sigue siendo monista. En cambio, la propuesta de Gabriel consiste en abandonar toda esperanza de responder a la naturaleza última de la realidad pues sea cual sea la respuesta, de un modo u otro, se sigue en el monismo. En la línea de Wittgenstein, Gabriel sostiene que cualquier enunciado sobre el mundo es un sinsentido mejor o peor escondido. Por eso el lema que defiende Gabriel es “ninguna imagen (intuición) del mundo”. Esta es una posición similar a la de Badiou que comparte un mismo objetivo: una ontología más allá de la metafísica, una pluralidad sin Uno. El error de Badiou, a juicio de Gabriel, es el formalismo, la pretensión de reducir la ontología a teoría de conjuntos, pero hay realidades que no se dejan formalizar... como el amor. 

En la segunda parte de su libro Gabriel elabora una ontología positiva, una teoría de las modalidades (necesidad, contingencia, realidad y posibilidad) que gira en torno a una tesis central: existen indefinidos campos de sentido que no comparten una misma estructura o forma lógica. Para Gabriel lo que existe siempre es un objeto que aparece en un campo de sentido. Esta es la definición de existir: aparecer en un campo de sentido. Y un campo de sentido solo existe en la medida en que es un objeto, es decir, en la medida en que aparece individuado en otro campo de sentido. Por ello la diferencia entre objetos y campos de sentido es funcional, no sustancial (en contra de la distinción de Frege entre objetos y conceptos). Pero no podemos operar un cierre ontológico en este sistema postulando un campo de sentido último -un mundo- que englobe y unifique todos los demás. La relación entre los campos de sentido responde a lo que Gustavo Bueno llamaba el principio de symploké, es decir, algunos campos de sentido están relacionados con otros, pero no ocurre que todos estén relacionados entre sí, pues ello nos conduciría directamente a la idea de mundo con todas las contradicciones que acarrea, ni que no haya relaciones entre ellos (el conocimiento entonces sería imposible, pues conocer significa relacionar conceptos).  (Sigue)

miércoles, 23 de abril de 2025

Sentido y Existencia (II).
Óscar Sánchez Vega


Recordemos en primer lugar que el objetivo de estas entradas es seguir a Gabriel en su objetivo de reflexionar sobre la existencia y, en segundo lugar, que Kant acierta al considerar que la existencia no es una propiedad auténtica.

La siguiente referencia que vamos a tomar en consideración es Frege. La ontología de los campos de sentido de Gabriel debe mucho a Gottlob Frege, como él mismo reconoce, aunque el filósofo contemporáneo se esfuerce en marcar distancias con su ilustre predecesor.

Existir, afirma Frege, es caer bajo un concepto. De este modo las afirmaciones de existencia pueden entenderse como «negaciones de la clase nula», es decir, existen aquellos conceptos que tienen una extensión no vacía. Así existen caballos porque encontramos objetos que caen bajo este concepto, pero no existen unicornios (o mejor dicho: no existen unicornios como especie animal, pero sí existen como dibujo, por ejemplo). Pero la existencia, al contrario de lo que planteaba Kant, no está limitada por nuestra experiencia, ni es subjetiva en ningún sentido relevante del término. Así, por ejemplo, existe un número primo entre 4 y 6, o no hay ningún número natural que sea el máximo. Como matemático, estos son los ejemplos de existencia en los que estaba interesado Frege; se trata de hechos que podemos aprehender, pero son independientes de nuestra experiencia o voluntad.

Las consecuencias ontológicas que se derivan de este planteamiento, y que Gabriel asume, son principalmente dos:

Primera. Descriptivismo ontológico: todo lo que existe, existe bajo una determinada descripción, nada existe en general sino así y así. En otras palabras: todo cuanto existe tiene un sentido. Frege no da una definición rigurosa de “sentido”, habla del sentido como la intensión de un concepto o el “modo de presentación” de un objeto. No es lo mismo referirse a Aristóteles como el hijo de Nicómaco o como el discípulo de Platón. En este caso, los sentidos son diferentes, aunque la referencia es la misma. Lo importante aquí es destacar que el sentido y la existencia están en una conexión conceptualmente indisoluble. Según esto, no hay un “objeto puro”: si algo existe, hay un sentido en el que existe, por ejemplo, como caballo, como número primo, o como rey de Francia.

Segunda. Pluralismo ontológico. Hay muchos conceptos y, por tanto, muchas formas de existencia. Lo que deduce Gabriel de aquí, entre otras cosas, es que la distinción entre realidad y ficción es funcional, no esencial. Por ello obras como Alicia en el País de la Maravillas o Don Quijote no son, sin más, obras de ficción pues en su interior hay ficciones: lo que es una ficción desde una perspectiva exterior al libro, pasa a ser la realidad desde la que se generan ficciones en el interior de la obra. Todo depende del marco de partida. Y del mismo modo que la existencia está sometida a condiciones, pues lo que existe solo puede existir en un ámbito (concepto) y con un sentido, también la no-existencia está sometida a idénticas condiciones. ¿Qué quiere decir que algo no existe? Pues que no existe en un ámbito... pero sí en otro. Los unicornios, por ejemplo, no existen en la naturaleza, pero sí existen en los cuentos infantiles. En términos de Frege, todo lo que cae bajo un concepto existe (excepto el Mundo que, como veremos más adelante, no existe en absoluto).

Como decía al principio de esta entrada Gabriel se esfuerza por marcar diferencias con Frege señalando dos divergencias de poco calado (según mi parecer).

Primera. Frege intenta, en la medida de lo posible, formalizar su teoría y expresarla en términos matemáticos. Así, por ejemplo, el lógico alemán equipara la existencia y el cuantificador universal (lo que está en la base de la teoría de conjuntos y la ontología de Badiou). Gabriel entiende que la formalización aporta poco. El lenguaje formal solo tiene un significado si previamente hemos interpretado los signos en clave ontológica. Pero por sí solo un lenguaje formal, como la teoría de conjuntos, no resuelve los problemas de la ontología.

Segunda. Gabriel sustituye la noción de “concepto” de Frege por “campo de sentido”. Ambos están de acuerdo en que es necesario un trasfondo para que algo se dé, pero la noción de “concepto” es, a juicio de Gabriel, demasiado rígida pues son posibles otras formas de existencia al margen de la conceptual, como el amor, por ejemplo. Además, la distinción entre concepto y objeto en Frege es esencial; en cambio, la distinción entre existencia y campo de sentido en Gabriel es funcional, pues un campo de sentido es objetivo, y con ello “existe”, solamente en la medida en que aparece individuado en el seno de otro campo de sentido de rango mayor.

Pero más allá de estas diferencias lo fundamental es que tanto Frege como Gabriel conciben la existencia como una propiedad de ámbitos, es decir, para que algo exista, ese “algo” debe darse en un trasfondo: un concepto (en el caso de Frege) o un campo de sentido (en el caso de Gabriel).

Por otra parte, Frege y Gabriel no son los únicos que conciben la ontología de este modo. Kitarō Nishida también dice algo parecido: las cosas solo pueden existir en un basho, que es una palabra japonesa que viene a significar “lugar”. Pero el basho en sí mismo no es nada, es la condición previa para que las cosas sean inteligibles. Un basho solo existe en la medida en que se convierte en elemento de otro basho de mayor rango. De este modo, Nisihida elabora una ontología compuesta por nueve bashos concéntricos que descansan sobre la nada absoluta (zettai mu). (Sigue)

lunes, 14 de abril de 2025

Apuntes dispersos a propósito de la Ciencia de la lógica de Hegel.
Borja Lucena

1. En el lenguaje se muestra la inconsistencia interna de la identidad, su necesidad de reflexión en lo otro de sí, su diferencia. En este sentido, tal y como afirma Hegel, el lenguaje más cotidiano ya comporta en sí mismo un "presentimiento de la esencia", porque, en él, la afirmación de una identidad -de una identidad efectiva- incluye necesariamente el doloroso paso a través de lo desigual. La identidad real, en efecto, se asienta sobre la actividad de diferir. Decir "Dios es Dios" es no decir nada. Constituye una simple identidad tautológica, abstracta, deudora del simple intelecto. La identidad real se establece únicamente al abrir en el lenguaje la brecha de la diferencia: "Dios es el ser supremo".

2. La aproximación de Hegel a todo aquello que considera está gobernada por un deliberado dejar-ser que, en algún aspecto, podría evocar a la Gelassenheit heideggeriana. Al afrontar las fuerzas y categorías diversas que asolan a las cosas (del mundo), Hegel aboga por no hacer nada en ni con ellas, no fijarlas clasificatoriamente, no endurecer las distinciones y límites con el solo fin de catalogar la consistencia de lo considerado. Hegel propone, más bien, abandonarlas a su propia negatividad, dejar correr su movimiento intrínseco, permitir que choquen contra sí, se agoten, se consuman y enfrenten los designios inscritos en su propia finitud. Sólo en este abandono es posible situarse en el dinamismo que levanta la existencia de la cosa y marca sus radicales necesidad y contingencia.

3. Si pretendemos comprender la auténtica naturaleza de la contraposición que todo lo anima, Hegel nos ofrece una bella imagen que evoca poderosamente la necesaria co-pertenencia de los opuestos y puede ayudar a erradicar la nefanda idea de una realidad auto-transparente, bondadosamente estática o carente de negaciones y dolorosas contradicciones. Los imanes, al ser partidos por la mitad, no resultan en dos polos magnéticos separados, sino que sus dos mitades generan sendos imanes completos y dotados de ambos polos. Los términos opuestos, de acuerdo con esto, sólo encuentran existencia sobre la tensión, la negación, la resistencia de lo otro; lo positivo, por propia necesidad, no es nunca sin la referencia al íntimo no-ser que lo acecha.

4. No es de extrañar que Hegel recogiera, como primera de sus doce tesis en latín redactadas en Jena, la siguiente y perturbadora declaración: "La contradicción es regla de lo verdadero, la no contradicción de lo falso".
En su examen de los resultados rendidos por la filosofía crítica de Kant, Hegel se muestra, a la vez, como portador del testigo dejado por el filósofo de Königsberg y como crítico inmisericorde. Su juicio se ve entreverado por la admiración hacia un nuevo principio filosófico y la decepción de comprobar cómo las innumerables contenciones del idealismo trascendental no habían sabido conducirlo a una realización vigorosa.
Uno de los principales caballos de batalla de Hegel se identifica con el intento de desmontar la subsistencia kantiana de una cosa-en-sí resguardada de los avatares fenoménicos. Tal y como subraya Hegel, se trata de una hipótesis inconsistente, pues la propia mismidad de una cosa-en-sí, que parece resultar garantizada, se ve inmediatamente destruida: sin la "variedad multiforme" que agita la existencia fenoménica, toda cosa-en-sí habría de ser indistinguible con respecto al resto de cosas-en-sí.
De acuerdo con la doctrina de la esencia, el principio mismo de la existencia consiste en dejar atrás, para siempre, el abrigo de un fundamento inconcuso y tranquilizador al que poder volver. Frente a la imagen (metafísica) de un fundamento de las cosas positivo, sólido, aquietado, modelo que el mismo Kant, pese a sus protestas, no había realmente desechado, el fundamento tematizado por la Ciencia de la lógica es asunción del torrente de contradicciones que vivifican todo lo real y lo desajustan con respecto a sí. Las cosas, bajo este horizonte, obedecen a multitud de tensiones irreductibles, de las que son resultado; no poseen firmeza comparable a la de núcleos de tierra firme, sino más bien a la de instantáneos equilibrios siempre asomados a un fondo de inestabilidad inevitable:
"Todo es precisamente en la misma medida un ser contradictorio y, por consiguiente, imposible"
La diferencia, la pérdida, la enajenación en lo otro no suponen carencia, sino momento imprescindible en una real consistencia ontológica. Este es el elemento crucial que Kant no supo advertir o se negó a admitir. La suya, en consecuencia, es una filosofía que libera lo infinito, sí, pero lo neutraliza a través de la sujeción a categorías finitas.