El izquierdismo, decía Lenin, es la degeneración infantil del comunismo. No seré yo quien desautorice su autoridad venerable, pero creo que es necesario conceder que, aunque de manera deformada y, digamos, tibia, el izquierdista infantil de hoy en día conserva una parecida repugnancia a la libertad. A pesar de todo, los adalides del progresismo no cesan de repetir la palabra “libertad”. La insistencia en su uso, sin embargo, no logra ocultar que, en sus labios, oímos un mero flatus vocis, una palabra que, despojada de significado, sólo sirve para adornar discursos vacíos. Al fin y al cabo, sólo sirve para embellecer una voluntad desmedida de poder, y, en ese sentido, recoge la herencia cierta de la "dictadura de la libertad" que pedía Robespierre. Esa “libertad” está hecha de excepciones, de paréntesis, de anomalías difícilmente excusables; en rigor, para comprender exactamente qué persigue tal reivindicación, es necesario preguntarles: pero, ¿quién merece la libertad? En la respuesta a esta pregunta surge de la boca del progresista toda una casuística de la libertad selectiva: evidentemente, no los empresarios para disponer de sus bienes, ni los propietarios de pisos para tenerlos vacíos o alquilados; no los fumadores, ni los reaccionarios para defender su pensamiento, ni la derecha para criticar la política “antiterrorista” del gobierno; tampoco los individuos para conservar su memoria insustituible (mejor legislar una “memoria histórica” prescriptiva e igual para todos)…Entonces, ¿quién será libre en el reino de la libertad? Los progresistas, convencidos de estar salvados por la historia, pueden ya afirmar: Nosotros. Sólo nosotros merecemos la libertad.
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