El concepto de ciudadano emergente en la modernidad localiza tal condición en el saber, en el destierro de la ignorancia; ciudadano es aquel que posee un conocimiento indispensable de la Matemática, la Geografía y la Historia, la Ciencia y la Filosofía… Hoy se pretende que, no sabiendo nada de todo eso, el ciudadano lo sea a través de un curso acelerado; se quiere sustituir el saber por una especie de saber del saber capaz de suplantarlo. Frente a la costosa adquisición de la categoría de ciudadano, su asimilación en la fórmula cómoda de las pastillas farmacéuticas: recetillas morales, eslóganes y la insistente repetición de la fórmula “hay que ser solidarios”. Después de todo, al político sólo le interesa poder dirigir (sin grandes esfuerzos intelectuales, ya que, en general, se sabe incapaz de tamaña gesta) la voluntad del votante, como si modelara un material infinitamente plástico, o como si escribiera en una página en blanco. Para ello necesita solamente dos cosas: individuos desposeídos de cualquier clase de conocimiento, quiere decir, prepolíticos, pero poseedores del derecho al sufragio, esto es, de condición política formal. La educación se convierte en un simple trámite por el que se reparten títulos de ciudadanía con el fin de alimentar la ilusión de que todos están igualmente preparados para pertenecer a la polis, cuando nadie sabe realmente qué es. La ilustración consumada, de acuerdo con la lógica que destina a ciertas ideologías a realizar lo opuesto a su propósito confesado, se manifiesta como negación de todo fin ilustrado, y el liberador, como tirano.
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