(Publicada originalmente en 2007)
No deja de asombrarme el magnífico poder mixtificador de la ideología, su facultad cuasi-maravillosa de convertir en cuestión secundaria la realidad cuando de hablar y operar sobre la realidad se trata. La ideología hace de las cosas mera emanación de las palabras, encarnación interina de un lenguaje que, susceptible a voluntad de acoger nuevos e indefinidos significados, modela el mundo a su imagen y semejanza. Por esta razón, el creyente, y mucho más el ideólogo, sufren de una exaltación desmedida de la voluntad, concibiendo lo real como material conformado de acuerdo a los decretos del deseo. Freud describió este fenómeno patológico, asignándole el nombre de “ilusión de omnipotencia de las ideas”. La ideología consuma este proceso de sustitución del mundo existente por el mundo deseado, aislando al individuo de la consideración elemental de lo que las cosas son en su realidad inesquivable. Además, en tanto producto del propio pensamiento, la realidad deformada ideológicamente se organiza necesariamente en torno al sujeto de manera exageradamente narcisista. Algunos se creen Napoleón, o encarnación de la Voluntad Germánica. Otros llegan a identificarse con Dios.
No deja de asombrarme el magnífico poder mixtificador de la ideología, su facultad cuasi-maravillosa de convertir en cuestión secundaria la realidad cuando de hablar y operar sobre la realidad se trata. La ideología hace de las cosas mera emanación de las palabras, encarnación interina de un lenguaje que, susceptible a voluntad de acoger nuevos e indefinidos significados, modela el mundo a su imagen y semejanza. Por esta razón, el creyente, y mucho más el ideólogo, sufren de una exaltación desmedida de la voluntad, concibiendo lo real como material conformado de acuerdo a los decretos del deseo. Freud describió este fenómeno patológico, asignándole el nombre de “ilusión de omnipotencia de las ideas”. La ideología consuma este proceso de sustitución del mundo existente por el mundo deseado, aislando al individuo de la consideración elemental de lo que las cosas son en su realidad inesquivable. Además, en tanto producto del propio pensamiento, la realidad deformada ideológicamente se organiza necesariamente en torno al sujeto de manera exageradamente narcisista. Algunos se creen Napoleón, o encarnación de la Voluntad Germánica. Otros llegan a identificarse con Dios.
El progresismo es, en sí mismo, una ideología que, concibiendo la historia como desarrollo de la idea, sitúa al ideólogo en la posición de espectador transmundano. Conoce el principio, sabe las causas que producen la constante inquietud del devenir humano, y, por último, posee la visión del fin al que las sociedades humanas necesariamente se dirigen. Aunque el fenómeno “progre” que hoy soportamos sea sencillamente una devaluación infinita de las filosofías hegeliana o marxista que constituyeron su más poderosa versión en el siglo XIX, el centro teológico, si bien pervertido, sigue funcionando en su seno. Cuando Freud, por otra parte, habla de “ilusión de omnipotencia”, el símil teológico es también evidente. Ideología y neurosis son dos aspectos parejos de una misma egolatría y quizás la clave interpretativa más adecuada para comprender el fenómeno ideológico sea la perspectiva clínica; así debemos procurar entender, probablemente, el caso del creyente progresista que asume como propio el punto de vista de Dios.
Aquel que tiene una ideología tan determinista, tan férrea e incontestable como la progresista, se cree el centro mismo de la realidad, ya que supone que ésta obedece a la lógica que su pensamiento prescribe. La ilusión teológica de la omnisciencia se da casi como un complemento necesario, aunque en la mayor parte de los creyentes sea de modo inconsciente; no obstante, en los ideólogos o propagandistas la megalomanía llega al género de lo fantástico, y la confusión de su propia persona con la persona divina es constante. A menudo esta posición es denominada “de equidistancia”, lo que es sólo otra manera de asumir el lugar de Dios y renunciar a la condición humana, que, por propia consistencia, nunca puede ser “equidistante”.
No creo que lo referido arriba sea una verdad de la especie invisible o trascendente, sino que se despliega todos los días en discursos y actos, en telediarios y periódicos. Estos días, el ministro del interior del gobierno de España, cargándose del excesivo peso de ese excesivo providencialismo, ha asumido la liberación de una sabandija asesina como “decisión personal”. Todos conocemos el caso al que me refiero; a la vez, para justificar su decisión ante las reacciones airadas de los que ven peligrar con ello no sólo la justicia, sino incluso la ley siempre perfectible, ha argüido que comprende que su determinación no sea entendida porque, más o menos ha afirmado, “no es fácilmente comprensible”. Nos encontramos en este momento con la nueva deidad que, frente al conjunto de la humanidad anegada por el barro caótico y mundano de las pasiones y las perspectivas parciales, gobierna el cosmos contemplando íntegramente el todo; los hombres, en contraposición, sólo habitan fragmentos de realidad y horizontes limitados. Al modo leibniziano, lo que para el ser finito parece ser una injusticia manifiesta, se desvela ante los ojos del hacedor como elemento necesario en la economía de la totalidad; los designios del Altísimo, por lo tanto, aunque incomprensibles para los hombres, han de ser aceptados por éstos sin llegar siquiera a comprender por qué. “No es fácilmente comprensible”. El lenguaje, el tono mezcla de paternalismo y desprecio por los que no son capaces de ver más allá de la finitud, nos señala a alguien que comprende. Comprende y actúa en consecuencia. “Razones humanitarias” incomprensibles para la humanidad, “salvaguarda de la ley” a través del escarnio hacia los principios fundamentales del derecho… toda paradoja se resuelve cuando, elevándose sobre la tormenta del desorden mundano, el nuevo Dios formula sus decretos desde la apolínea claridad de los arquetipos.
He nombrado las “razones humanitarias” esgrimidas. Esa confusa expresión señala también la apropiación del punto de vista de Dios por el conspicuo ministro. En este caso, viene a decirnos, su punto de vista equivale al punto de vista de la Humanidad. Esta posición, no obstante, no cambia nada, pues comparte también el carácter absoluto y trascendente de aquélla, y, por ello, no puede identificarse de ningún modo con el punto de vista de los hombres existentes. Por encima del insignificante dolor del individuo el Orden del Todo se abate sobre el mundo como un ave incomprensible. No hay víctimas ni asesinos, no hay diferencia cualitativa entre el dolor de un criminal marrullero y el de sus masacrados; no hay distinción posible entre una muerte y otra para el Dios impasible. Sólo comparece a sus ojos el engranaje de la máquina del mundo triturando a los hombres empequeñecidos.
Addenda: Los periódicos del domingo repiten la terrible teodicea. El presidente del gobierno, suponemos que una divinidad mayor, como un Zeus tonante en un comité federal de dioses y diosas, enuncia de nuevo palabras que justifican la excarcelación del asesino: “No es un acto de miedo, sino de responsabilidad (…) porque nuestro valor supremo es la vida y no ha de haber más muertos por terrorismo". Sólo dos observaciones:
- El punto de vista de los dioses de la violencia ha sido ya plenamente aceptado por quien ha de velar por el cumplimiento del derecho y defender la vida política de la intromisión de la nuda fuerza: el estado, al castigar a los terroristas, es también terrorista, si no el auténtico terrorista; la condena, la cárcel, la aplicación del derecho son formas de tortura, tal y como han repetido durante años los patriotas y gudaris vascos. De Juana Chaos es víctima del terrorismo, tan inocente como aquellos a los que asesinó.
- El Dios se libera del fragor confuso y sudoroso de las vidas humanas existentes para contemplar el arquetipo: La Vida. Para la serenísima mirada de la divinidad toda vida es equivalente: no defiende las vidas concretas, sino La Vida, ante cuya inmaculada transparencia se desdibuja toda distinción individual. La vida del asesino es exactamente “vida”, lo es tanto como las de los asesinados, y vale tanto como la de éstos.
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