Es sumamente pretencioso determinar cuál debe ser la tarea de la filosofía en nuestros días, además de estéril pues lo más probable es que, después de 25 siglos de tradición acabemos “descubriendo el mediterráneo”. Lo esencial ya está dicho. Sólo tenemos que aplicar las viejas recetas a los nuevos tiempos. Platón y Descartes tenían una concepción similar acerca de cuál ha de ser el proceder del filósofo: el primero planteaba que la dialéctica era un viaje de doble sentido, de regressus hacia las ideas constituyentes de la realidad y de progressus para poder interpretar adecuadamente, una vez que sabemos de los originales y las copias, las sombras de la caverna. El segundo proponía analizar los problemas planteados hasta llegar a ideas claras y distintas, para, a partir de ellas, reconstruir la problemática realidad que ya no se nos muestra confusa sino comprensible una vez determinadas las partes implicadas. Ambos tenían razón. Así pues nuestra labor es, debería ser, “iluminar” aquello que se muestra oscuro, o mejor: que se nos muestra, sin duda de forma intenciona, oscuro y confuso. La oscuridad es mucha y uno, o bien no sabe por donde empezar o bien no sabe desenmarañar la madeja.
Comencemos modestamente, quizá demasiado porque el primer concepto que pretendo considerar es tan burdo que acaso no merezca demasiado la pena. Se trata de la noción de “lengua propia”. La reforma de los diferentes estatutos de autonomía, pero muy especialmente el nuevo estatuto catalán, han puesto de actualidad el sospechoso concepto. Como no pueden menos que acatar la constitución y conceder que el castellano sea lengua oficial en toda España, algunos insisten en la superioridad (¿moral? ¿lingüística? ¿política?...) de la otra lengua oficial, la buena, señalando que está última es la lengua propia del país. Lo hemos visto en Cataluña y lo veremos, no me cabe duda, en Galicia y el País Vasco. El concepto de legua propia de un territorio es un absurdo semántico. ¿Cuál es la lengua propia de un territorio como Valencia donde más de la mitad de la población es castellano parlante? El valenciano, porque es el idioma originario, nos dirán (como si el castellano no fuera la legua de buena parte de la población al menos desde el siglo XVI). Pero la cuestión es…¿Cuánto de “originaria” es la lengua valenciana? ¿Cuál era la lengua dominante en el siglo XII? ¿y en el siglo III? ¿Y en el IV a.C.? ¿Por qué no va a ser la lengua propia de Valencia el árabe, el latín o el íbero? ¿Durante cuánto tiempo ha de ejercer un idioma su hegemonía para considerarse “lengua propia”? ¿Cuánto de hegemónica ha de ser una lengua para ser considerada “la propia” de un territorio? ¿Un 50%? ¿Un 80%? ¿Cuál es la “lengua propia” de Suiza? ¿Es la lengua de los siux, los cheyenes o los apaches la “lengua propia” de USA? Todas estas preguntas son absurdas porque están mal formuladas: el concepto de “lengua propia” sólo es inteligible cuando se aplica a individuos y viene a significar “lengua materna”.
Pero no quiero incidir más en el asunto, sospecho que en el país de los feacios estos argumentos son conocidos y compartidos. Quiero ahora enfrentarme a la crítica, a veces justificada, de los nacionalistas periféricos de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. La constitución española comete una falta semejante al considerar en el artículo 3º el castellano como la lengua oficial del estado y ha dado pábulo a que los nacionalistas continúen con la impostura al oficializar “las demás lenguas españolas”. Es preciso reconocer que, al menos, el concepto lengua oficial es inteligible: designa a la lengua de la administración, la lengua franca necesaria para que la maquinaria del estado pueda funcionar. De todos modos, desde una perspectiva liberal, el concepto es una torpeza jurídica. El estado no debería interferir en la lengua que los ciudadanos eligen para comunicarse y educar a sus hijos. Las lenguas no son entidades metafísicas que sean sujetos de derechos y que, por tanto deban ser defendidas en una constitución. Los derechos lingüísticos, como ha señalado con acierto Jesús Mosterín, no son los derechos de las lenguas a existir y ser habladas, sino los derechos de los ciudadanos a utilizar la lengua que estimen más conveniente. Hace años ya que el gobierno de Singapur ha optado por abandonar toda política lingüística y dejar a sus ciudadanos que, por ejemplo, eduquen a sus hijos en la lengua que estimen más conveniente. El resultado es que progresivamente la educación en inglés se hecho preponderante y sospecho que en el resto del mundo está sería la tendencia a seguir. Probablemente, si los ciudadanos tuvieran la capacidad de elegir, el panorama lingüístico internacional evolucionaría hacía la diglosia, donde la lengua vernácula quedaría reducida al ámbito doméstico y el inglés sería la lengua utilizada para el comercio, la administración y la educación, y, a largo plazo, el monolingüismo acabaría imponiéndose. Algunos pensarán que eso sería un empobrecimiento cultural intolerable para la humanidad en su conjunto. Pero yo no lo tengo tan claro. Si prescindimos de la concepción romántica y metafísica de las lenguas, estas no son más que herramientas que posibilitan la comunicación intersubjetiva. Un mundo con una lengua, un mundo anterior a la Torre de Babel, propiciaría el acceso a los bienes culturales a un número mucho mayor de individuos lo que enriquecería a la humanidad en su conjunto, puesto que no hay más “humanidad” que la suma de hombres y mujeres que pueblan el planeta, no lo olvidemos. En cualquier caso esta no es la cuestión. La cuestión es si el estado tiene derecho a determinar la lengua que los ciudadanos deben usar en su vida diaria y la que deben emplear para educar e instruir a sus hijos. Yo creo que no. En conclusión, pienso que el concepto de lengua propia es un sinsentido lingüístico que debe ser denunciado allí donde surja y el concepto de lengua oficial una figura jurídica que no habría de estar presente en una constitución de raigambre liberal (y por supuesto tampoco en un estatuto de autonomía).
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