Confieso que no soy excesivamente perspicaz a la hora de buscar tramas ocultas y maniobras dirigidas desde la sombra; acepto, generalmente, que la apariencia es la presentación de algo que no podemos desterrar como falso, lo que Hegel expresó de modo más bello y preciso al afirmar que la apariencia es la aparición de la esencia. Sin embargo, hay veces que es imposible no advertir, en la manipulación de la apariencia, la voluntad de mostrar una realidad distorsionada, una no-esencia que usurpa el lugar de la verdadera. Denominamos propaganda a la consciente sustitución de la realidad por la ficción de acuerdo con fines ideológicos; sus mecanismos son, a veces, semejantes a los de la publicidad, aunque existen entre ambas importantes diferencias que, a menudo, no son percibidas. La más clara es que la publicidad intenta, con el fin de venderlo, situar al producto anunciado en clara superioridad con respecto a los demás; la propaganda, al contrario, elimina toda competencia, condena a lo que no es ella misma a la no-existencia. La propaganda pretende la creación de un mundo ideológico aislado de la dura realidad de hechos y experiencias, y para ello tiene que negar que exista otra realidad que la que ella misma presenta como incontestable. Todos los mecanismos pseudo-argumentativos se dirigen al mismo fin: aislar al creyente de lo externo a la ideología para que habite exclusivamente el mullido nido de la doctrina. Tanto da si hablamos de nacionalsocialismo, con su conspiración judía y sus leyes naturales de la raza, o de bolchevismo, con su eterna lucha de clases o su sociedad secreta de las 300 familias dueñas del mundo. El creyente, en cualquiera de los casos, percibe la realidad de acuerdo con lo establecido por el partido porque su realidad ha sido sustituida por una construcción ideológica que le impide relacionarse directamente con hechos o acontecimientos externos a la propia creencia.
Es evidente que en una sociedad como la española no se ha alcanzado el virtuosismo de la propaganda que alcanzaron los regímenes totalitarios, ya que es muy difícil aislar completamente al creyente actual de los embates de la realidad; aun así, se hacen maravillas. A este respecto, parece imposible alcanzar el aislamiento absoluto que alcanzó el sistema soviético. Es preciso representarse el poder inmenso que en el sistema comunista, así como en el reich nacionalsocialista, llegaron a alcanzar los aparatos de propaganda; el poder, en estos casos, desveló su asombrosa capacidad para imponer como real la realidad mentirosa que se propusiera. Lo omnímodo de la propaganda se hace patente, por ejemplo, en la sorprendente aceptación general de la afirmación de que el metro de Moscú era el único del mundo, imposible de refutar por el súbdito soviético al estar completamente separado de la realidad exterior por la coacción estatal e ideológica. En rigor, para el súbdito sometido al imperio soviético, la realidad era exclusivamente prescrita por el partido, por lo que era perfectamente verdadero que el metro de Moscú era el único del mundo. En España, hasta el momento, nos encontramos lejos de tal perfección. Sin embargo, también es cierto que funcionan ciertos mecanismos de naturaleza propagandística que suponen, al menos, una amenaza para el pensamiento libre. En realidad, al escribir esto, sólo quería mostrar un par de ejemplos concretos de propaganda ideológica localizados en la prensa y la radio y concernientes a la multitudinaria manifestación del sábado. La primera se refiere a la reforma de la realidad a través del lenguaje, de cómo una descripción se hace dependiente de una valoración ideológica previa; la segunda hace referencia al modo ideológico de filtrar y, finalmente, eliminar los hechos con el fin de que prevalezca siempre la inmaculada verdad del dogma. En este segundo caso me refiero a uno de los mecanismos que acorazan a la ideología frente a la irrupción de los hechos, que consiste en impedir la refutación mediante la introducción de justificaciones ad hoc que desactivan el peligro que la realidad presenta a la verdad de lo afirmado por la ideología.
1- El diario “El País”, el domingo, relataba la manifestación del día anterior acogiéndose a supuestos medios asépticos y garantizados científicamente: cálculos sobre la participación expresados en número de personas por metro cuadrado, gráficos de ocupación de las calles involucradas. El uso de la supuesta comprobación científica, como bien sabían los propagandistas de los años treinta, es un medio eficacísimo de presentar los clichés ideológicos de manera incontestable. Las comparaciones pretendidamente objetivas se referían también a la participación en otras manifestaciones, entre las que destacaba la que reunió a “un millón de ciudadanos” (sic) en contra de la guerra de Irak. Aquí es donde, de manera aparentemente inocua, hallamos que una descripción se convierte en interpretación ideologizada, no sólo de un hecho, sino de un universo dicotómico y estrictamente dividido entre “ciudadanos” de izquierda y simples “multitudes” o neutras “personas” de derecha: el reportaje se refería a “la multitud” y otorgaba la mera condición de “personas” (quiere decir, lo mínimo que se puede otorgar a un ser humano) a los asistentes a la manifestación contra la libertad atenuada del asesino De Juana, mientras que los que acudieron a manifestarse contra la guerra de Irak hace unos años eran, con exclusividad, considerados “ciudadanos”; el significado de todo esto, silenciosamente presente por la diferencia cualitativa entre meras “personas” y “ciudadanos”, no es en absoluto cuestión menor, sino que delata la maniobra ideológica básica: cambiar la realidad a través del lenguaje, de tal manera que sea posible la construcción de una realidad ficticia capaz de operar como si de la realidad se tratara. En este caso, establecer una distinción cualitativa clave entre unos y otros, calificados por su relación con la polis misma: unos, miembros de pleno derecho de la comunidad, otros, señalados por poseer ideas políticas que los destierran de la comunidad de ciudadanos y les convierten en amenazas externas. En todo el artículo, los manifestantes del sábado, retratados en fotos que mostraban a ancianos de estética tardofranquista, eran excluidos de la condición de ciudadanos, que sin embargo sí poseían los que se manifestaron contra el anterior gobierno.
2- Esa misma mañana, escuchando una tertulia en un programa de la SER, pude comprobar el modo en que la ideología se protege de la refutación aislándose completamente de los hechos, separándose de la realidad y evitando así cualquier posible falsación (dicho en lenguaje popperiano). La ideología blinda sus afirmaciones de modo que, literalmente, no hay hecho alguno que pueda demostrar su falsedad; el recurso a las argumentaciones ad hoc es revelador del ánimo exhaustivo de protegerse de los hechos para afirmar invariablemente la verdad de la doctrina. El tertuliano que hablaba en el programa “A vivir que son dos días” había encontrado el modo de hacer incontestable que los manifestantes del sábado eran una multitud fascista empujados al radicalismo por líderes incendiarios; los hechos, ante la creencia dogmática, retroceden a un grado derivado, así que, cuando tuvo que explicar que no hubiera banderas del régimen franquista, tomó su no presencia como muestra del deseo de enarbolarlas; los manifestantes, decía este señor cuyo nombre no recuerdo, habían renunciado a traer banderas que deseaban traer, y el mismo hecho de que no las portaran demostraba que guardaban el deseo oculto de hacerlo. La afirmación, en este caso, se protege de los hechos al contemplar como demostración de su verdad el hecho mismo de que lo afirmado no se cumpla. Así, no hay manera de demostrar la falsedad de un aserto, ya que, si se cumple, es verdadero, y si no se cumple, también. Tanto si los manifestantes hubieran llevado banderas franquistas como si no, estaba prejuzgado que eran “fachas”, porque la ideología no concebía un acto así más que como la eterna recurrencia de la “derecha cavernaria” y, ante la Doctrina Verdadera, incluso la realidad ha de callar.
Borja Lucena. Feacio
09:14 - 13/03/2007
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