Vivimos tiempos de confusión, difícil es negarlo. Tiempos que muestran un estado de desorientación de la existencia europea, de descomposición de su estructura profunda. Tiempos así son aquellos en los que el valor natural de las cosas se retuerce, se manipula, se esconde y camufla. El esplendor de oropel en que se afana por vivir la juventud democrática y progresista oculta una tramoya moral y política putrefacta. Las preferencias subjetivas se revisten de la máscara de juicios morales, la inteligencia se posterga y la muchedumbre se reivindica como aristocracia selecta; la monstruosidad se vende como Belleza, la ignorancia como Cultura, y los proclamados Intelectuales muestran un desconocimiento completo del uso del intelecto.
La denuncia de los tiempos oscuros es tarea que Macintyre acoge en este que fue su primer intento de desenmascaramiento de la ética indigente que Europa y el mundo civilizado han terminado por asumir. Una civilización dotada de una ética decadente, promovida antes por la complacencia que por el esfuerzo de hallar el verdadero valor de las cosas, se condena necesariamente a la decadencia, a la invasión repetida de los bárbaros. Occidente fue fuerte porque compartió una ética poderosa, pero, una vez que esa lectura compartida del mundo se diluyó en las fracasadas éticas modernas, parece que no le aguarda más destino que una lánguida extinción.
I
El que la confusión de la clase sacerdotal (perdón, quería decir "intelectual") es notable se advierte decididamente en el prólogo que Victoria Camps dedica al libro de Macintyre. En él llega a afirmar que el autor inscribe el libro en un relativismo muy cercano a lo posmoderno. Aparte de demostrar un uso brillante de los etiquetados, la prologuista parece, o bien no haber leído el libro, o bien haberlo malentendido gravemente. Desafortunadamente, en lo que afecta al grado de formación de los catedráticos de la universidad española, es más plausible inclinarse por esta segunda fórmula.
Lo que defiende Macintyre, tal y como lo entiendo y de manera claramente opuesta al pensamiento débil posmoderno, es que una ética sin pretensiones de verdad no es, de verdad, una ética. La modernidad, para él que se reconoce antimoderno, se negó a mantener el vínculo existente entre ética y ontología, y así produjo nada más que propuestas morales carentes de ligazón con lo real, es decir, sin contenido, incapaces de proporcionar el proyecto que, para los hombres, ha de constituir su ethos[1]. Porque no debemos engañarnos: todo proyecto ético, en su sentido auténtico, constituye siempre la voluntad de ser algo, la vara de medir con respecto a la cual se distingue una existencia valiosa de las vidas despreciables. Como ya Nietszche afirmaba, toda ética fuerte distingue de un modo irrenunciable entre lo alto y lo bajo, lo valioso y lo vulgar, y por ello propone modelos que encarnan virtudes y modelos que muestran los vicios que las excluyen. Homero, por ejemplo, muestra en el enfrentamiento de Odiseo y el cíclope, y en el marco de la épica, la contienda entre lo humano y lo infrahumano, entre la astucia y la fuerza invidente, entre los habitantes de la polis y las bestias que viven apartadas del trato entre iguales, entre las normas de hospitalidad y la ignorancia de todo trato civil. De modo similar, Macintyre expone cómo la ética se relaciona siempre con géneros narrativos[2] en los que se caracterizan modelos, y cómo, precisamente, la modernidad, al desasir la reflexión ética de lo narrativo, se condena a la inanidad. El terrible vacío de la ética moderna, lo que supone la necesidad de su carácter inefectivo, se percibe de modo claro en su inhibición ante el contenido concreto de la vida, ante los componentes que han de integrar la existencia humana para dirigirla al gozo y, en último término, a la eudaimonía. Es incapaz de relatar, de narrar, de insertar acciones en tramas que proporcionan sentido. La ética moderna deja de ser una reflexión sobre la buena vida porque, renunciando a su grosor ontológico, evalúa la vida del hombre sin reconocer relación alguna a fines; de este modo despoja a la reflexión ética de su pregunta fundamental: ¿cómo se forja un destino?
Al renunciar a una ética de las virtudes, la modernidad condenó sus esfuerzos a la derrota, ya que se vio incapaz de ofrecer una propuesta dotada de efectividad y craso realismo. Las más audaces tentativas modernas son generalmente especulaciones cuya atención a una concienzuda fundamentación racional aparta de ellas la verdadera esencia ética, las virtudes, para sustituirla por la mera obediencia a normas[3]. Según Macintyre, una ética exclusivamente ordenada en torno al cumplimiento de normas renuncia a satisfacer la naturaleza narrativa de la existencia humana, de la que arriba hablaba, ya que sólo en el marco de una conformación narrativa es concebible el establecimiento de fines que proporcionen consistencia a las acciones. Es, como afirmaba Aristóteles de la política de Platón, una ética construida para los hombres que alguien imagina, no para los reales. De resultas del carácter fraudulento del proyecto ético moderno, afirma Macintyre, hoy nos vemos presos de una ética, tanto popular como culta, que hace imposible la discusión racional, ya que protege las valoraciones del campo público de la argumentación, convirtiéndolas en mera expresión de sentimientos. Así, cualquier polémica referida a juicios morales y valoraciones se presenta como una disputa vana entre posiciones inconmensurables que hace imposible, no sólo el acuerdo, sino el diálogo mismo. Cada uno de los contendientes posee un lugar seguro e inexpugnable, ya que hablan sus sentimientos y emociones, irrebatibles por definición. En su lugar sólo podemos habérnoslas con discusiones de carácter engañosamente técnico, y cualquier otro criterio es sustituido por uno solo: la eficiencia burocrática. La renuncia a la moral, reducida al ámbito de lo privado e inaccesible, sin embargo, es de por sí una decisión moral: la de usurpar la toma de decisiones; sólo el burócrata puede, de este modo, y ante la inutilidad de discutir cuestiones morales, resolver cualquier disputa mediante el conocimiento de lo meramente eficiente. En el primado de la eficiencia burocrática resplandece la artificial separación de ética y política, quiere decir, la sustracción del ethos de su campo natural, la polis, lo que convierte a la ética en una fantasmal nadería al estar desvinculada de su hábitat natural y concreto[4]. La recuperación del proyecto aristotélico que este libro postula tiene como significado el reunir de nuevo dos mitades que la modernidad desgajó.
Macintyre reparte generosamente ataque y críticas por todo el paisaje de la ética moderna y, guste a Victoria Camps o no, posmoderna. El libro es deliberadamente una refutación constante de los proyectos éticos modernos, que para el autor se aúnan en una misma voluntad: la de desterrar a Aristóteles y proscribir así una ética basada en las virtudes. La modernidad, sigue Macintyre, se ve atravesada de un odio profundo hacia la tradición, y ésta es identificada plenamente con el pensamiento aristotélico y sus diferentes versiones cristianizadas[5], por lo que, junto a la exclusión del paradigma aristotélico del campo de las ciencias naturales, también procuró eliminar el correspondiente paradigma ético. La gran diferencia es que, si bien en lo referente a las ciencias sí podemos afirmar que el nuevo paradigma fue capaz de afirmarse por propios méritos, en el caso de la ética ninguna de las propuestas ha sido capaz, no sólo de compararse con la aristotélica, sino simplemente de sostenerse por sí misma sin hacer surgir permanentemente aporías irresolubles. A continuación prestaré atención a algunas de las argumentaciones sobre las que Macintyre hace descansar su rechazo de las éticas no-aristotélicas. Este recorrido será necesariamente selectivo y se circunscribirá a lo que me ha parecido más revelador, dejando fuera mucho de lo que el libro contiene.
II
El final conclusivo del desarrollo moral moderno es, según Macintyre, el emotivismo. Hoy occidente es emotivista, a pesar de que la práctica totalidad de los europeos o americanos no sepa siquiera qué quiere decir tal palabra o no conozca a los que crearon dicho movimiento. La plena comunión en este credo moral se constata en el carácter interminable de las discusiones morales o políticas: El rasgo más chocante del lenguaje moral contemporáneo es que gran parte de él se usa para expresar desacuerdos; y el rasgo más sorprendente de los debates en que esos desacuerdos se expresan es su carácter interminable (…). Parece que no hay un modo racional de afianzar un acuerdo moral en nuestra cultura. La pérdida de un suelo moral compartido no es lo natural, aunque, como emotivistas, así lo aceptemos, sino más bien una excepción desafortunada. El juicio al emotivismo no es el juicio a una teoría moral concreta, sino a toda una reflexión moral, la moderna, que ha provocado la cancelación de cualquier ética al entregarla al reino de lo subjetivo.
El emotivismo es la doctrina que define los juicios morales como mera enunciación de una preferencia personal, sin relación alguna a nada que trascienda el simple arbitrio subjetivo. Por lo tanto, siguiendo la venerable tradición moderna, establece que los juicios morales no son verdaderos ni falsos, lo que los separa terminantemente de los juicios de hecho. Debido a ello, de partida, hoy es imposible concebir acuerdos morales, porque en la raíz misma de nuestra concepción de lo moral se encuentra necesariamente el desacuerdo entre voluntades individuales que excluyen la posibilidad de ofrecer la razón de sus elecciones: la única razón es la elección misma. La razón es apartada del enjuiciamiento de los valores y los fines, es obligada a callar, ya que se considera éste un coto cerrado de los sentimientos y emociones. No es posible, entonces, apelar a otra cosa que a una arbitraria decisión personal, y, contra ella, la razón no posee validez alguna. El desacuerdo es inevitable, y, como modo de dignificarlo, se le presta el rótulo de pluralismo[6].
Para G. E. Moore, consecuentemente, la bueno es una propiedad simple y autónoma sólo aprensible a través de intuiciones. Además, niega la existencia de contenido propio de las acciones justas, ya que éstas son en cada momento aquellas que se muestran preferibles por la utilidad que procuran: ninguna acción es “justa” o “injusta” en sí[7]. De esta manera, Macintyre encuentra que en nuestra cultura la discusión moral, aunque frecuentemente se arrope entre principios u otros tipos de referencias impersonales u objetivas, se reduce a la expresión encontrada de preferencias personales pues una de las tesis básicas del emotivismo es que no hay ni puede haber ninguna justificación racional válida para postular la existencia de normas morales impersonales y objetivas, y que en efecto no hay tales normas[8]. El juicio moral, tal como lo percibe el ciudadano democrático moderno, se fundamenta en una decisión subjetiva, y es por lo tanto irrefutable al descansar meramente sobre el acto de decisión personal. De esta manera se instituye por doquier el imperio de la opinión, toda vez que todo lo que podemos decir de las cosas se refiere al gusto o al disgusto.
Macintyre confiesa que su tesis ha de comprenderse como un enfrentamiento con esta popular cosmovisión ética. En tiempos de relativismo y laissez-faire intelectual, le ennoblece su abierta denuncia del terror a lo verdadero. Trasladar la discusión moral, o de cualquier otra naturaleza, a terrenos subjetivos, significa usurpar a la razón y a la facultad de juzgar su cometido irrenunciable. Claramente lo enuncia Macintyre, sin miedo a hacerse llamar fascista o intolerante: (…) al decir esto no afirmo meramente que la moral no es lo que fue, sino algo más importante: que lo que la moral fue ha desaparecido en amplio grado, y que esto marca una degeneración y una grave pérdida cultural[9]. Al arrancar lo moral del capricho individual, Macintyre procura devolverla a su ámbito natural, que no puede ser otro que el de cierta relación con la verdad. Afirmar que la renuncia a una ética como la aristotélica supone una pérdida cultural no representa otra cosa que decir, por ejemplo, que la renuncia al uso de la rueda significaría un claro empobrecimiento de la cultura humana; no nos encontramos ante un juicio de gusto, sino ante una constatación fáctica… pero, ¿es que niega Macintyre la consabida distinción humeana entre juicios de hecho y juicios de valor? ¿Niega la tesis que afirma que de un es no se puede deducir un debe?
III
El ataque que Macintyre emprende, y que tiene como objeto al grueso de la ética moderna, se desarrolla en distintos tiempos. No obstante, él contempla como núcleo esencial a batir lo que denomina el proyecto ilustrado, que domina por doquier el imaginario de la modernidad, hasta el punto de identificarse con sus presupuestos. Quizás a veces de manera algo simplificadora, Macintyre concibe la modernidad como un posicionamiento constante ante el proyecto ilustrado. De manera parecida, afirma que el descalabro de tal proyecto es el descalabro de todo movimiento político moderno, incluyendo de la misma manera a teorías tan dispares como el marxismo y el liberalismo[10].
La fuente del proyecto ilustrado es localizada, como antes ya dije, en una tentativa sistemática de erradicar todo lo procedente de la tradición. Por ello se atribuye a la razón, esa razón abstracta y descarnada, toda la autoridad que antes se repartía entre distintas instancias, entre ellas la tradición misma. La negación del aristotelismo y la tradición, en lo que se refiere al concepto de hombre, encuentra su centro en la negación de la idea fundamental de naturaleza humana, que en el aristotelismo surge como piedra angular, en tanto comporta fines, de justificación racional de las virtudes. Las virtudes, según Aristóteles, son las cualidades que permiten a un individuo satisfacer o acercar los fines que su naturaleza comprende. El proyecto ilustrado elimina esta noción de naturaleza humana y la sustituye por la propia de la ciencia newtoniana, quiere decir, por un concepto de naturaleza despojado de fines. Aunque los términos morales que a menudo utilizan sean los mismos, al erradicar la referencia a fines naturales los ilustrados desfondan y tornan absurdo gran parte del vocabulario moral[11].
El segundo gran frente de oposición de la moral ilustrada al aristotelismo y la ética antigua es el explícitamente abierto por Hume. Recordemos su cuidadosa separación de juicios de valor y juicios de hecho. Para no ser prolijo, sólo recordaré que, según el escocés, las cualidades que llamamos morales no forman parte del ser de las cosas, sino del sujeto que las contempla. No existe naturaleza que disponga fines a lo existente, por lo que tampoco hay, en principio, nada bueno o malo. No hay sustrato objetivo, acerca del cual pueda juzgar rectamente la razón, que permita localizar lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, ya que el área de conocimiento racional se restringe a lo relativo a hechos, no a valores. Sobre esta arquitectura se sostiene todo el edificio moderno: negación de la teleología de la naturaleza y separación de juicios de hecho y juicios de valor. Macintyre no se arredra ante lo que parece escandaloso para el piadoso moralista moderno: afirma la existencia de una naturaleza humana dotada de fines, y, a la vez, afirma que es posible extraer un juicio de valor de un juicio de hecho porque los juicios de valor son, a su vez, juicios factuales[12]. La argumentación que defiende es larga y no voy aquí a repetirla, sólo mencionar algunos elementos relevantes y valientes.
¿Cómo se puede extraer un debe de un es? Sólo basta con no cercenar los fines naturales en la consideración de las cosas. El abandono de los fines naturales, afirma Macintyre, fue precipitado e interesado, pero, en rigor, es imposible pensar los seres sin concebir su naturaleza y los fines que incluye: Aristóteles tomó como punto de partida para la investigación ética que la relación de “hombre” y “vida buena” es análoga a la de “arpista” y “tocar bien el arpa”. Los seres, entre ellos el hombre, poseen una naturaleza que tiende a fines, por lo que la calificación moral de las acciones se sigue de su conveniencia con respecto al fin que poseen. De esta manera, una acción es buena o mala por sí misma, según se adecue o no al fin que el agente naturalmente tiende a satisfacer. No es una cuestión de gusto o circunstancia: en cada caso podemos juzgar, de manera racional, sobre la calificación ética de una acción, o sobre si algo es justo o injusto, ya que no es un elemento aislado, un átomo conductual, sino parte de una trama mayor que es el todo al que pertenece y con respecto al cual adquiere consistencia moral objetiva. De este modo, es fácil comprender que los juicios de valor pueden ser concebidos como juicios de hecho[13]. La teoría ética moderna es así despojada de su fuente común que es la desobjetivización de los juicios referentes a cualidades morales, y con ello abre el hoy abandonado territorio de una reflexión moral unida al centro verdadero de la filosofía: la ontología.
IV
La especialización artificiosa que se traduce en la acotación de un terreno específico para el “filósofo moral”, acompañado éste en su condición de plácido propietario por otros especialistas como el “filósofo de la ciencia” o el “filósofo del arte” es, lisa y llanamente, la negación forzosa de la filosofía. El núcleo del que procede la vis filosófica es la ontología, y sólo desde ésta es posible contemplar filosóficamente cualquier sector de lo real. La fuerza incontenible que todavía hallamos en la ética de Aristóteles es la raigambre ontológica con respecto a la cual se enuncia, y esta es la potencia que también encuentra Macintyre en el filósofo griego. Tras la virtud no supone la exigencia de un esfuerzo de fideísmo hacia la ética griega de Aristóteles, sino la exigencia de conservar en toda reflexión moral la orientación hacia lo que el hombre realmente es. Desde esta perspectiva, la apelación a Aristóteles es realmente la condición de existencia de la ética en general: no es ética aquello que no contempla como principio la existencia de una naturaleza humana. No nos encontramos ante la disyuntiva entre distintas éticas, sino ante la de la ética y su negación. No parece que el escocés reivindique una aplicación de Aristóteles a la circunstancia de hoy, sino que, más bien, en él descubre una ética que apela a lo real, y no al capricho, el gusto, o cualesquiera excusa para abandonar el ejercicio de la capacidad de pensar. En ello consiste lo poderoso de un sistema de valoraciones, en que capacite al hombre para soportar la realidad tal cual es, en que haga posible el logro de una vida buena contando con lo que las cosas son, y no con lo que nos gustaría que fueran. De hecho, Macintyre no se dedica a repetir la tabla de virtudes aristotélica, si es que fuera posible elaborar algo así, sino que conserva del griego la idea de que la moral debe darse necesariamente en la forma de virtudes.
Lo demás, el desarrollo de la idea de virtud por parte de Macintyre, su dibujo de una propuesta ética moderna y más fuerte que las para él abstractas posiciones de Rawls o Nozick, se incluye en el libro, y a él habrá que recurrir quien quiera obtener más información que la contenida en estas hojas escuálidas.
[1] En esta dirección cabe citar, una vez más, a Heráclito: El destino del hombre es su “ethos”.
[2] Macintyre se refiere largamente, en el caso de Grecia, a la épica y la tragedia. Para tiempos posteriores considera la narración bíblica y, herederas discontinuas de la antigüedad, algunas novelas.
[3] Es paradigmática la arquitectura racional del kantismo, que reduce la ética a la búsqueda de las normas que todo ser inteligente se vea impelido a seguir, pero impide prestar atención hacia lo que con ellas pretende conseguirse.
[4] Macintyre, en su reivindicación del carácter concreto de la ética, quiere decir, en el convencimiento de que ésta es ininteligible si no es en el seno de una comunidad política determinada, no recurre en ningún momento a Hegel, aunque es imposible no recordar en este caso la distinción hegeliana entre una moral abstracta y lo ético, que es siempre concreto.
[5] Es lo que Macintyre define como un rencor profundo de la modernidad contra la tradición de la que surge. No es casual que el estado revolucionario francés, durante el extremismo de la Convención y el Comité de Salvación pública, llevara a cabo una explícita descristianización de Francia, lo que llevó a la parodia de establecer como religión revolucionaria la fe en el Ser Supremo y la Razón, así como sustituir las imágenes de los santos católicos por las de los mártires de la revolución.
[6] Op. cit. Pág. 51. Es preciso tener en cuenta que el libro de Macintyre es del año 1984. En esto, como en tantas cosas, los progresistas españoles copian de manera exacta los modos de expresión que, en los países anglosajones, estaban en boga hace veinte y treinta años. Quizás por ello sea tan común, al comparar a nuestros políticos con los foráneos, la sensación de desfase temporal, de parodia del pasado. Es la misma sensación que debieron causar aquellos ciudadanos franceses de la república revolucionaria cuando, queriendo imitar el ejemplo del virtuosismo romano, vestían toga de senador. Sólo representaban una farsa porque, como Hegel dijo de ellos, no eran más que ciudadanos franceses vestidos con toga romana.
[7] Es muy interesante la versión que Macintyre nos reserva de la justicia al oponerse a la concepción normativa de un Rawls o un Nozick. Para él, en vez de una norma abstracta y desligada de lo concretamente realizado por cada uno de los participantes en la comunidad política, la justicia es una virtud, quiere decir, no puede ser separada del mérito. Frente a una justicia aritmética, que niega el carácter mismo de lo justo, sólo es posible su aprehensión refiriéndola a su naturaleza distributiva, lo que en su acepción clásica quiere decir: a cada uno lo que merece.
[8] Macintyre, Tras la virtud; pág. 35
[9] Op. Cit. Pág. 39
[10] De hecho, Macintyre afirma que el centro de la ética marxista es heredado de la doctrina liberal clásica, lo que, sin duda, es cuestionable. En su oposición a ambas posturas, el autor ofusca su mirada y confunde sus respectivas naturalezas.
[11] Heredaron fragmentos incoherentes de lo que una vez fue un esquema coherente de pensamiento y acción y, como no se daban cuenta de su peculiar situación histórica y cultural, no pudieron reconocer el carácter imposible y quijotesco de la tarea a la que se obligaban. (Por qué tenía que fracasar el proyecto ilustrado, Op. Cit. Pags. 74-86).
[12] Cada actividad, cada investigación, cada práctica apuntan a algo bueno; por “el bien” o “lo bueno” queremos decir aquello a lo que el ser humano característicamente tiende. Interesa observar que las argumentaciones iniciales de Aristóteles en la “Ética” presumen que lo que G. E. Moore iba a llamar “falacia naturalista” no es una falacia en absoluto, y que los juicios sobre lo bueno – y lo justo, valeroso o excelente por otras vías- sean un tipo de sentencia factual. Los seres humanos, como los miembros de todas las demás especies, tienen una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que tiene ciertos propósitos y fines a través de los cuales tienden hacia un “telos” específico. El bien se define en términos de sus características específicas. Macintyre, Op. Cit. Pág. 187
[13] Macintyre expone cómo la ilustración abandonó el carácter funcional de los conceptos al ocultar la noción de fines naturales. Para él, sin embargo, como para Aristóteles, el mismo concepto hombre, posee carácter funcional al atender a fines. Pone el ejemplo del concepto capitán de barco para ilustrar cómo un juicio de valor de deduce de un juicio de hecho: afirmar de alguien que es un buen capitán de barco no es hablar del propio gusto o capricho subjetivo, sino un juicio de hecho que se basa en los fines que ha de satisfacer un capitán de barco para cumplir su función.
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