En 1985, poco después de la reelección de Ronald Reagan, la Fundación Ford lanzó una ambiciosa empresa. Motivada sin duda por la preocupación acerca de las crecientes críticas neoconservadoras de la seguridad social y otros programas de bienestar social, la Fundación decidió reunir a un grupo de ciudadanos que, después de la debida deliberación e inspección de la mejor investigación disponible, adoptarían una declaración autorizada de las cuestiones que se discutían en aquel momento con el marbete de "La crisis del Estado benefactor".
En una magistral declaración inaugural Ralf Dahrendorf (miembro, como yo, del grupo que había sido reunido) situó el asunto que habría de ser tema de nuestras discusiones en su contexto histórico al recordar una famosa conferencia dada en 1949 por el sociólogo inglés T. H. Marshall acerca del "desarrollo de la ciudadanía" en Occidente. Marshall distinguía entre las dimensiones civil, política y social de la ciudadanía, y procedía después a explicar, muy en el espíritu de la interpretación whig de la historia, cómo las sociedades humanas más ilustradas habían confrontado una tras otra estas dimensiones. Según el esquema de Marshall, que convenientemente asignaba casi un siglo a cada una de esas tareas, el siglo XVIII fue testigo de las más importantes batallas por la institución de la ciudadanía civil: de la libertad de expresión, desde pensamiento y religión, hasta el derecho a la justicia equitativa y otros aspectos de la libertad individual o, en términos generales, los "Derechos del hombre" de la doctrina natural del derecho y de las revoluciones estadounidense y francesa. En el transcurso del siglo XIX fue el aspecto político de la ciudadanía, es decir el derecho de los ciudadanos a participar en el ejercicio del poder político, el que dio importantes pasos, a medida que el derecho al voto se extendía a grupos cada vez mayores. Por último, el nacimiento del Estado benefactor en el siglo XX extendió el concepto de ciudadanía hasta la esfera de lo social y económico, reconociendo que condiciones mínimas de educación, salud, bienestar económico y seguridad son fundamentales para la vida de un ser civilizado así como para el ejercicio significativo de los atributos civiles y políticos de la ciudadanía.
Cuando Marshall pintó este magnífico y confiado cuadro de progreso por etapas, la tercera batalla por la afirmación de los derechos ciudadanos, la que se libraba en el terreno social y económico, parecía bien encaminada hacia la victoria, particularmente en la Inglaterra de la inmediata posguerra, gobernada por el partido laborista y consciente de la seguridad social. Treintaicinco años después Dahrendorf podía señalar que Marshall había sido excesivamente optimista sobre el particular y que la idea de la dimensión socioeconómica de la ciudadanía como complemento natural y deseable de las dimensiones civil y política había tropezado con considerables dificultades y oposición, y ahora necesitaba ser sustancialmente reconsiderada.
El triple esquema trisecular de Marshall confería una perspectiva histórica augusta a la tarea del grupo y proporcionaba un excelente punto de arranque para sus deliberaciones. Tras alguna reflexión, me pareció sin embargo que Dahrendorf no había ido suficientemente lejos en su crítica.
¿No es cierto que no sólo el último, sino cada uno de los tres movimientos progresivos de Marshall, han sido seguidos por movimientos ideológicos contrarios de fuerza extraordinaria? Y esos movimientos ¿no han estado en el origen de luchas sociales y políticas convulsivas que con frecuencia han producido retrocesos en los programas — pretendidamente progresistas —, así como mucho sufrimiento y miseria humanos? La resaca que ha experimentado hasta ahora el Estado benefactor tal vez es en realidad bastante benigna en comparación con las matanzas y los conflictos que siguieron a la afirmación de las libertades individuales en el siglo XVIII o a la ampliación de la participación política en el XIX.
Una vez que hemos considerado este vaivén prolongado y peligroso de acción y reacción, nos inclinamos a apreciar más que nunca la profunda sabiduría de la conocida y analizada observación de Alfred N. Whitehead: "Los principales avances de la civilización son procesos que casi arruinan a las sociedades donde tienen lugar".' Es sin duda esta afirmación, más que cualquier otra descripción de un progreso suave e incesante, la que capta la esencia de una manera profunda y ambivalente de esa historia tan difusamente bautizada "desarrollo de la ciudadanía". En la actualidad uno se pregunta si en realidad Whitehead, al escribir en un tono tan sombrío en los años veinte, no seguía siendo demasiado optimista: para algunas sociedades, y no las menos, su frase estaría más cerca de la verdad, podría argüirse, si se omitiera en cambio el "casi".
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