El terrible asunto de Marta del Castillo exige que hagamos una reflexión acerca de la sociedad futura. Este caso, igual, que algunos otros que han convulsionado nuestra tranquilidad en los últimos años, no es sólo una anécdota en las páginas de sucesos o un pretexto para algún morboso programa de televisión, es la punta de un iceberg de deriva impredecible.
No voy a entrar en consideraciones más o menos acertadas acerca de la psicología del criminal y su execrable acto y me voy a detener en reflexionar acerca de sus compinches, los otros tres detenidos. Las investigaciones de la policía apuntan, como ya se ha dicho en todos los medios, a que tanto el hermano del homicida como sus dos amigos, no participaron directamente en el acto homicida, pero colaboraron activamente en la desaparición del cadáver y el encubrimiento del crimen. Y este hecho me parece que es un indicativo de una terrible perturbación en la sociedad española: una deficiente socialización de los actuales adolescentes.
Como es bien conocido, la convivencia en una comunidad implica un proceso en el que sus miembros admiten como propios ciertos valores, ciertas creencias y ciertas reglas; este proceso es el que garantiza que los distintos miembros de una sociedad se van a sentir participantes activos y comprometidos con este grupo. Este desarrollo, en las sociedades democráticas modernas, tiene lugar a través de los medios de comunicación, de la escuela y, en menor medida, en los entornos cotidianos de las personas y, por supuesto, en las familias. En estos últimos casos digo “en menor medida” porque considero que la socialización consiste en un proceso de aprendizaje de lealtades, lealtades que no están supuestas ni en la familia, primeramente, ni en los grupos de amigos que más tarde formamos.
Tanto en la familia, como en los grupos sociales ampliados, como es el caso de las pandillas de amigos, por ejemplo, las lealtades aprendidas son, principalmente a estas pequeñas comunidades o clanes, que dirían los sociólogos. Sólo en algunas familias y grupos sociales, aquellas que se encuentran comprometidas activamente con la sociedad democrática, se da un aprendizaje de esto que podríamos llamar “lealtad ampliada”, un concepto que Richard Rorty ha sabido darle mucho alcance. Pero, de forma generalizada, la socialización primaria que tiene lugar en las familias, trae consigo el aprendizaje de una lealtad incondicional para con los miembros de este grupo; en el caso de que sólo se produjese esta socialización, como ocurre en las sociedades de clanes, de las que aún contamos con ejemplos en algunos países africanos, frente a un conflicto, el individuo resolvería haciendo valer sus lealtades primarias, pues no existen otras: siempre se defiende, se cuida y se protege a los miembros del propio clan.
Afortunadamente, el proceso socializador en las democracias modernas no termina aquí y se añade a lo aprendido un nuevo conjunto de lealtades: los valores, reglas y creencias que todas estas comunidades pretenden darse a sí mismas. La pretensión de toda sociedad democrática, a nivel ético, es lograr que los individuos que la componen, no sólo sean capaces de identificarse con los miembros de sus clanes respectivos, sino que amplíen esta lealtad a la sociedad en su conjunto y, si fuera posible, a la humanidad entera. O lo que es lo mismo: se identifiquen con la sociedad a la que pertenecen. Esta sería la aspiración de los ilustrados que hace doscientos años promulgaron la declaración universal de los derechos humanos: lograr que cada uno de los hombres se sienta igual que todos los demás y miembro de pleno derecho de la “humanidad”.
Los ilustrados, a mi juicio, habrían equivocado el tiro, al defender que este proceso identificativo sería la conclusión de lo que Emmanuel Kant llamó “la mayoría de edad del ser humano”, es decir, la “autonomía moral”; un proceso racional en el que todo hombre, liberado de los prejuicios de la ignorancia, y con el sólo auxilio de su razón, se descubriría a sí mismo como miembro activo de la humanidad, igual en derechos que todos los demás. Contrariamente a esto, pienso con Rorty, que este proceso es similar al que se produce cuando una familia logra que un nuevo miembro quede indisolublemente unido a todos los demás participantes del clan mediante lazos afectivos. Y en este sentido, si de lo que se trata es de hacer surgir una “lealtad”, tiene mucho más valor la poesía generadora de afectos, que la filosofía racionalista. Por esta razón Rorty considera necesario, en pequeña dosis, cierto nacionalismo: sólo a través de los discursos bellos, de la apelación a una historia de héroes y grandes hombres, de la identificación con símbolos universales y de la movilización de los afectos, se logra que un individuo se sienta movido a identificarse con un clan ampliado, más allá de su familia y sus amigos.
Todo esto falló en el caso de Marta del Castillo; su asesino, hizo valer las lealtades de su hermano y sus amigos para que, dado un conflicto, ayudar a un criminal o no hacerlo, la decisión acarrease un inevitable cierre de filas. Los cómplices, no pensaron en la repugnante acción que el homicida acababa de cometer y no se identificaron con la víctima porque sus lealtades estaban claras desde el principio y no incluían a miembros no participantes de su propio clan. Nadie valoró la triste situación de Marta y en todo momento prevaleció la urgencia de ayudar a “mi hermano”, “mi amigo”…
Desgraciadamente los casos en los que la lealtad al clan y no al conjunto de la sociedad se dan, no son anecdóticos entre los jóvenes españoles. En las zonas de discotecas de todas las ciudades de este país se producen los fines de semana peleas y altercados en los que grupos de jóvenes, leales a un miembro del clan, agreden brutalmente y hasta el desánimo a presuntos ofensores. Y en la memoria aún tenemos blandito el recuerdo de Sandra Palo o de la incineración de Rosario Endrinal en un Cajero de Barcelona. En todos estos casos, y en los que por desgracia nos quedan por vivir, impera todo menos una lealtad ampliada.
Es por todo esto que considero que algo muy mal se está haciendo en este país, que no logramos que los adolescentes, y futuros ciudadanos, admitan como propios los valores de la comunidad a los que pertenecen. Y no es culpa, como generalmente se argumenta, y en este sentido hemos oído muchas veces al estupendo juez, Emilio Calatayud hablar, de la falta de educación en las familias que trae consigo una actitud hedonista, insolidaria y desdeñosa para con las normas y los valores comunes por parte de los jóvenes. Nuestros adolescentes son capaces de admitir reglas, valores y lealtades en la misma medida que cualquiera de nosotros. Tengan en cuenta, por ejemplo, el fenómeno de las “bandas” que, desde hace un tiempo, empiezan a ser más que habituales en los institutos; estas bandas exigen un estricto cumplimiento de reglas y normas que muchas veces implican un riesgo físico difícil de admitir para una persona que no esté dispuesto a comprometerse con nada; los ritos de iniciación en estos clanes suelen ser peleas y palizas por parte de los miembros del grupo al que se desea pertenecer.
No se puede culpar a las familias o a cualquier otro clan de no fomentar la lealtad a un grupo que excede sus propios límites. Por esa razón, la responsabilidad principal de esta situación no puede ser otra que la del Estado político que sufrimos.
Las sucesivas y nefastas políticas educativas, fragmentadas y reinventadas por cada una de las comunidades autónomas y la ausencia de un discurso –poético- común, que nos describa a todos los ciudadanos como miembros de una misma sociedad, la española, con la que identificarnos y a la que guardar ciertas lealtades, han hecho, después de años de reincidir en el error, que las nuevas generaciones, destinadas a sucedernos en el mantenimiento de esta democracia, sean las más antidemocráticas que hayamos conocido. No sería de extrañar que nos asistieran los mismos problemas que aquejan a las sociedades liberales, incapaces, en virtud del fomento del individualismo como virtud fundamental, que sus ciudadanos se involucren con el Estado y hagan propios algunos valores y reglas deseables en una comunidad que pretenda una convivencia pacífica. Si el estado se inhibe, como se lleva haciendo en España los últimos treinta años, en el fomento de las “lealtades ampliadas” que lleven a un adolescente de dieciséis años a admitir como un igual a una chica de un año más, recién asesinada, entonces preparémonos para una sociedad de clanes en la que la hobbesiana guerra de “todos contra todos” no sea sólo la idea de un filósofo.
Y se me dirá, con razón, que no es cierto que en España no exista un proceso socializador que obligue a los ciudadanos a admitir más lealtades que la familia o los amigos. Es cierto que, también desde hace treinta años, hay numerosos procesos abiertos que tratan de que los individuos se identifiquen con sus comunidades; me refiero a los nacionalismos evidentemente. Éstos también pueden entenderse como un proceso de identificación entre el individuo y la comunidad. El problema es que esta socialización sigue sin hacerse desde lo “común” y se insiste en lo particular, en la diferencia. El nacionalismo vasco, catalán, gallego o español no es un proceso de socialización destinado a que el individuo admita al otro como miembro de su propio clan sino, precisamente, que lo excluya.
Luego, a las nefastas políticas educativas y a la inexistencia de un discurso común, se une la existencia de léxicos excluyentes que fomentan de forma sistemática y constante comprender al otro no como un igual, sino como un enemigo.
Una isla solitaria se divisa en el horizonte, acaso para descubrir que no tiene un puerto en el que atracar: “educación para la ciudadanía”. Reivindico no la necesidad, sino la urgencia de una verdadera y sustantiva “educación para la ciudadanía”. Un proyecto, no solo educativo, que lleve a la creación de un discurso poderoso, capaz de describirnos a todos como miembros de una comunidad y capaz de afectarnos de tal modo que incline nuestras pasiones hacia la consideración del otro como miembro del mismo clan, como un igual. Un discurso capaz de hacer de nosotros “ciudadanos”.
Coño, Eduardo, yo estoy de acuerdo en que el estado socialice un poco en aspectos normativos básicos, que ponga un pequeño granito de arena en el engranaje de la MiraCorta.Sin embargo , cada vez que alguien me habla de formar ciudadanos me hecho a temblar.Yo ya he dicho que al único ciudadano que respeto es al hoplita.Ciertamente las revoluciones modernas debieron inventarse una cimentación nueva para grupos sociales muy amplios que escaparan del clan ,el señorío, la etnia o la religión, pero cad vez que el cemento se ha hecho más duro se han hecho boquetes en el muro tan brutales que los albañiles se han comformado con hacer tapias para sustituirlos.Soy un firme convencido en que el estado me toque muy poco los cojones, ni que nadie me adoctrine.Estoy de acuerdo en lo que dice Rorty sobre la ampliación de los sentimientos y de ampliar los circulos de la empatía, como decía el eximio Darwin.Pero la razón es otro mecanismo para ensanchar sentimientos, no hay que disociarla de ellos.
ResponderEliminarPara acabar, el conflicto entre intereses individuales y colectivos es inherente a la condición humana, es decir, social.Hasta que no seamos una mente colectiva de telepatas no se resolverán(En cuanto a complicidades frente a ciudadanías, me remito a Antígona,a Camus, etc).De verdad que no creo que ni nosotros ni nuestros padres seamos más y mejores "ciudadanos" que los que vienen.Echemos una ojeada a la historia criminal, ya sea privada o estatal y no tenemos nada que envidiar a los gloriosos ciudadanos de Atenas ante los milesios
Santi, te doy la razón en parte, pero sólo en parte; de hecho cuando escribí esto pensé en que si lo leías seguramente me harías estas dos críticas.
ResponderEliminarRespecto de lo último que señalas, haces bien en seguir fiel a tu gremio y señalarme, una vez más, los hechos. Evidentemente no creo que ningún estado y ninguna formación ciudadana vaya a acabar con el crimen, pero también estoy persuadido que eso no impide que la criminalidad tenga ciertos aspectos sociológicos que merece la pena tener en cuenta; yo estoy convencido que buena parte de las conductas indeseables en nuestros jóvenes se explica por la vuelta al "clan", frente a modelos más ampliados de socialización, lo que no invalida las explicaciones del crimen que pudiéramos hacer en épocas pretéritas.
Coincido contigo en el temor a que el estado se ponga a formar ciudadanos pero interpretaría tus palabras en otras claves: en realidad el significado profundo de esta afirmación que haces sería más bien decir "me echo a temblar cuando el estado se pone a formar ciudadanos distintos del ciudadano que soy yo, puesto que entonces me convertiré en un paria, excluido de la sociedad". Y es que, Santi, el ciudadano que eres tu, también es el producto contingente de un estado político y una sociedad. El deseo que expresamos cuando decimos que queremos un estado "que no nos toque mucho los cojones" equivale también a defender que queremos un estado que eduque (o adoctrine, que desde mi perspectiva viene a ser lo mismo) a ciudadanos decididos a que el estado no les toque mucho los cojones.
La idea de Rorty de "justicia como lealtad ampliada" me parece estupenda, una de sus mejores ideas ya que puede seguir usando categorías como "justicia" sin tener que acudir a otras palabras más problemáticas como "emancipación", "autonomía" o "razón". Es una reformulación, mucho más operativa, del problema de la justicia y también de la libertad. La ilustración, universalista, pensaba que la "racionalidad" era justificación suficiente para poder usar universalmente expresiones como "justicia" o "libertad"; pero cuando descubrimos, con Nietzsche, con Derridá, con Heidegger o con la Escuale de Frankfurt, que la racionalidad ilustrada también puede concebirse, sin salirse del léxico ilustrado, como un producto contingente de su época, entonces resulta demasiado problemático hablar de "justicia" o "libertad" en términos universalistas. Rorty sólo se hace eco de una idea cuya paternidad está en Hume y que ahora constantemente redescubre la psicología cognitiva: son los sentimientos los que mueven la voluntad, no la razón. Si, además, convenimos con Heidegger que todos los discursos (racionales o no) tienen una disposición afectiva, entonces no somos capaces de salir de aquí a menos que reformulemos el problema; Para Rorty, nos sentimos movidos a hacer algo por los demás, como por ejemplo, respetar sus bienes, su vida o tener en cuenta sus puntos de vista, sólo cuando experimentamos cierta "lealtad" para con esa persona (esto la etología lo llamaría "instinto gregario" o "conducta social" y la sociobiología lo tomaría en términos de genes coincidentes). Es fácil tener este tipo de conductas para con hermanos o amigos, como es nuestro caso. Pero no está tan claro por qué tendría que valorar, por ejemplo, la vida de un extraño; por qué es justo que tenga en cuenta sus deseos, sus necesidades, o sus lamentaciones, como tengo las mías o las de mis padres. Por eso es imprescindible hacer surgir ciertos afectos, es decir, ciertas lealtades. Estas lealtades empiezan a faltar en España, embalados, como vamos, a una sociedad de clanes y etnias.
Es dificil decir si nosotros somos mejores o peores ciudadanos que nuestros padres; lo que sí está claro, es que somos mejores que nuetros abuelos, que tuvierosn que limar asperezas a través de una guerra civil y un régimen de "no ciudadanos" que duró cuarenta años. Puesto que la "ciudadanía" es un producto contingente de una sociedad contingente, no una conquista dialéctica del individuo, que ciertas contingencias sociales deterioren la ciudadanía es una amenaza constante, igual que otras vicisitudes pueden avivarla y renovarla (como sabeis que defiendo que es el caso de la sociedad de la información). Una tarea fundamental del estado, desde mi punto de vista, es cuidar esta delicada contingencia en la medida de sus posibilidades (y en una sociedad de transmisión libre de la información y control bajo es difícil). Sino... ¿para qué está entonces la educación? ¿por qué no derrumbamos las leyes educativas y que cada hombre se produzca a sí mismo desde la contingencia aleatoria de sus propias circunstancias cotidianas? ¿qué sentido tendría mantener un sistema educativo?
Me respondereis con palabras como "adoctrinamiento" o "ideología" pero aviso, para mí, esas palabras han dejado de tener siginificado alguno; se han diluido en una mucho más potente: "información".
En principio, Edu, no tengo nada contra la noción de “lealtad ampliada” pero si la interpretas en términos afectivos no puedo estar de acuerdo. Por ejemplo, lo que hace que me reprima y no le dé collejas a algunos alumnos o me burle de otros o no le ponga por el pasillo la zancadilla al compañero caradura que se borra de las guardias, no es, de ninguna manera, el afecto que siento por ellos.
ResponderEliminarEsto lo supo ver bien Kant, y pienso que en lo esencial tenía razón.
Es el sentido del Deber lo que me impide hacer tales cosas. Como sabes, Kant decía que solo las acciones hechas por mor del deber merecían ser consideradas acciones morales. Pienso que aquí iba demasiado lejos, pero acertaba en lo esencial. Es el sentido de deber el que impide que nos lancemos como alimañas unos contra otros. Defiendes que “eso” es preciso promoverlo desde el estado y las instituciones educativas, mediante una asignatura como EpC , y estoy de acuerdo. Pero “eso” no tiene que ver con los afectos sino con el deber y el respeto.
No es preciso partir de una posición excesivamente racionalista para defender esta posición. Creo que Kant se equivoca cuando sostiene que la ley moral surge de la razón práctica pura: todo tiene una explicación más prosaica. Cuando cumplo con mi deber me siento mejor, me puedo mirar al espejo y soportar la imagen reflejada. Es una cuestión de egoísmo: el bueno de la película no le dispara al malo por la espalda porque si lo hiciera no podría mirarse al espejo. Lo que debemos potenciar en los alumnos es… el orgullo, estimularlos para que se construyan una idea elevada de si mismos, idea que es incompatible con el delito (al menos con algunos delitos) El problema de los cómplices del asesino de Marta es que eran unos pringaos, no sentían aprecio por sí mismos y necesitaban del beneplácito del líder para sentirse importantes. Si hubieran tenido una más alta consideración de ellos mismos, no habrían colaborado con el criminal. Este sano orgullo se puede potenciar en la familia y la escuela y es la base de la “ciudadanía”.
Pero sentir afecto y empatía por el Otro no deja de ser una impostura. Simplemente no estamos “programados” para eso.
Saludos
Pues una vez más discrepo Oscar.
ResponderEliminarEn primer lugar, para mantenernos en tu postura del deber, tendríamos que hacer una genealogía del mismo y averiguar de dónde demonios viene esta disposición, el deber, que nos hace sentirnos comprometidos con algo. Kant pensaba que podía transformar el deber en un fin en sí mismo y vaciarlo por completo de contenido, convertirlo en una pura ley formal; se equivocaba, por supuesto.
sentirse obligados a hacer algo por pùro deber tiene todos los componentes de una disposición afectiva: no es la conclusión de un cálculo, hay un estado de cierta embriaguez y procede a través de sentimientos muy fuertes. ¿por qué siendo similar a uyn afecto vamos a considerarlo de manera diferente?. Todorov en la obra que ha nombrado ya unas cuantas veces, señala que la "cultura del deber" que empezó a instalarse en la sociedad alemana en época de Kant, cristalizó por completo en la Alemania Nazi, en la que un padre de familia, amante de su esposa e hijos, podría mandar a las cámaras de gas a niños mujeres y hombres, por puro deber, sin que esto le causase problemas de conciencia. Y es que distinguir el estado afectivo de embriaguez por el que un revolucionario exaltado se marcha al palacio de los Zares, un nazi conduce auna fila de niños al crematorio, un palestino se inmola en un autobús o un etarra coloca una bomba lapa debajo del Golf de un concejal del PP, del puro acto de cumplir con el deber, me parece imposible.
Es más, un antropólogo americano, Scott Atran que lleva mucho tiempo estudiando el fenómeno de los terroristas, en un monton de estudios con Yihadistas ha puesto de manifiesto que sus motivaciones rara vez tienen que ver con compromisos abstractos más o menos nobles, sino con compromisos muy concretos en los que hay una enorme carga emocional, generalmente vinculados a personas cercanas; habla concretamente de las lealtades respecto de las personas con las que establecemos un vínculo de algún tipo. En el fondo, esto mismo es el deber, un compromiso de no defraudar a algunas personas.
Pero, en segundolugar, creo que el ejemplo que escoges para ejemplificar tu argumento no vale para ilustrar lo que estoy defendiendo. El problema es por qué alguien va a tener que implicarse en la defensa de alguien a quien no conoce en lugar de, por ejemplo, ignorarle o agredirle. Tu, con tu ejemplo, responde la pregunta de ¿por qué no vamos a agredir a alguien a quien nos apetece hacerlo? La respuesta a la primera pregunta es dificil de responder y, en mi opinión, nos obliga a acudir al concepto rortyano. La respuesta a la segunda pregunta no exige que salgamos del interés como explicación (que la lealtad pueda ser una buena plabra para explicar algo, no siginifica que sea la única). No le doy una colleja a un alumno de segundo de la ESO cuando me apetece por la simple razón de que no me interesa: seguramente me denuncie, me expedienten y finalmente el resultado de mi acción sea peor que los beneficios; inferencias de este tipo estamos todo el rato haciéndolas.
Marta, tu muerte virginal y primera nos habla de tu misma muerte y de la misma "sociedad futura".
ResponderEliminarMarta, el día que te arrojaron al Guadalquivir, algo cambió. Tras miles de cadáveres, la sociedad española vio que balbuceaba y descubrió que a sus herederos les faltaba un hervor. Los orígenes quedaron enterrados en simpáticas historias tabernarias.
Andrés entró en el café, al final de la barra estaban sus amigos de siempre. Pidió una caña y se aproximó hacia ellos coqueteando con las sombras que olían a mujer, así preparaba los gestos inmediatos. Le presentaron un nuevo miembro del grupo, Marta. Les hablaba de su muerte, les dijo lo penoso que era dejar la invisibilidad para convertirse en parte del circo. Todos asentían, quien más, quien menos, reconocía haber visto imágenes de lo que aconteció aquellos días. Los más honrados reconocieron que cuando la periodista mencionó la diferencia entre "homicidio" y "asesinato" ante la posibilidad de que la arrojaran viva al Guadalquivir, tuvieron un momento de emotividad. No la conocían, como no conocían a Marta hasta que acompaño a Gerardo. La noche se encendió, Marta se tomó alguna cerveza de más, los demás también, pero solo ella mencionó un nuevo vocablo, Socialización.
"lealtades, lealtades que no están supuestas ni en la familia, primeramente, ni en los grupos de amigos que más tarde formamos."
La película era sueca, Andrés que conectó bien con Marta le preguntó si la había entendido, Marta le dijo que no lo sabia, que creía que sí pero que en todo caso era irrelevante porque aún no sabia si flotaba viva o muerta por el Guadalquivir. Pedro hizo una broma con Ofelia y Marta le lanzó una mirada heladora.
"Sólo en algunas familias y grupos sociales, aquellas que se encuentran comprometidas activamente con la sociedad democrática, se da un aprendizaje de esto que podríamos llamar “lealtad ampliada”, un concepto que Richard Rorty ha sabido darle mucho alcance."
La cosa iba de ganar tiempo, nadie se atrevía a dar el primer paso, todos vieron a Marta en Youtuve, ya habían visto "La novia cadáver" de Tim Burton, y todos estaban un poco enamorados de ella.
En el Capitol echaban una Española, era un documental, Marta dijo que nunca había ido al cine a ver uno. Todos se apiñaron a la taquilla, al final fue Pablo quien triunfó y pagó su entrada.
Marta salió muy seria.
No te ha gustado, dijo Gregorio.
No es eso, esta muy bien, simplemente, me acuerdo de mis padres.
¿Porque?, intervino osé.
No son mis padres, es todo, joder!, dijo Marta.
Andrés: ¿todo?
Marta se había sentado, jugaba con un calcetín y fijaba su mirada en un vaso de plástico tumbado al que restaba alguna rebaba de cerveza calentada, dijo: Hasta la sociedad democrática no había valores, nada, no existía el amor, el compromiso, el respeto, el altruismo..... lealtad.
sabeís que os digo, que mi padre es un hijo de puta aunque le comprendo, si me pusiera a mirar mi árbol genealógico vomitaría. Esa pobre gente, desde tantos años sin democracia, era imposible que tuviera valores.
Miguel que había pasado desapercibido la vio tan desesperada que le echo la mano sobre el hombro y le dijo que viera la parte buena de su holocausto.
-Tu eres gilipollas, que me han matado cabestro.
Ya - insistió Miguel - pero antes no había valores, es nuevo, la democracia moderna, España siempre va detrás. No tenemos un Rorty, "lealtades ampliadas".
-Pero que me estas diciendo, Filosofía de salón. que te maten Cabrón.
Miguel: ahora me sales filosofa.
-salgo por donde me sale del coño que estoy muerta.
Miguel: te veo un poco excitada.
-No me ves, no estoy con vosotros, no me puedes ver, estoy muy tranquila, imagina si lo estoy.
Miguel: entonces..
-entonces déjalo...
Andrés: venga que no es muy tarde, son las 02:00, quien propone algo.
Marta dijo que fueran todos a su casa, total están todos en otras cosas y de todos modos a su habitación no entraria nadie.
Julio dijo que tenía examen de Edc el lunes, que tenia que estudiar.
Mira -dijo Marta- en mi instituto lo hicieron la semana pasada y mi ex lo aprobó, se descojonaba y decía que era la "c".
Pero el esta loco, dijo Gregorio.
No lo sé. Tiene un problema mayor, se excedió en la discusión y confesó, lo hubieran pillado de todos modos. Pero no es mal chico, le perdono. Los valores prístinos y las lealtades ampliadas llegaron tarde. Soy un fantasma del que algunos sacan réditos económicos los más honrados, los otros no sacan nada.....
Y Kant dijo Ernesto.
- No hubiera abierto la boca - dijo Marta -.
"Creo que Kant se equivoca cuando sostiene que la ley moral surge de la razón práctica pura: todo tiene una explicación más prosaica. Cuando cumplo con mi deber me siento mejor, me puedo mirar al espejo y soportar la imagen reflejada. "
ResponderEliminarJoder, tan sencillo como reconoceros que la historia continuaba para demostrar que lo entrecomillado es una imbecilidad supina, lo he borrado y no puedo igualarlo, estaba muy bien y no puedo superarlo.
os juro que me comen los demonios
Como imaginaréis, creo que la conexión que establece Eduardo entre una "Educación para la Ciudadanía" y cualquiera de estos crímenes me parece artificiosa: ¿Es que si el asesino hubiera tenido la asignatura correspondiente, incluso varias horas a la semana, podríamos asegurar que no hubiera cometido el crimen? ¿Por qué no nos dedicamos todos nosotros a matar a nuestras ex-novias, o a quien más nos moleste, ya que no hemos tenido nunca una asignatura como ésa? No creo que tenga nada que ver, Edu; lo que sí me parece más acertado es ampliar ese concepto de forma, aunque no sólo, socilógica, como decís por ahí: La educación para la ciudadanía sólo se refiere a la vida en la ciudad y la cantidad inaprensible de estímulos que la ciudad produce. Nada más.
ResponderEliminarLo de la lealtad me parece, de nuevo, el dictado del estado para someter afectos que han de permanecer en el ámbito propio y privado en el que alcanzan sentido. El estado, como dice Óscar, debe guardarse de que yo no mate o pegue, pero no que tenga cariño a nadie o sienta amistad "por imperativo legal" hacia mis congénres. La auténtica "educación para la Ciudadanía" no es, en este sentido, un discurso cognitivo y director de la dirección de los afectos, sino la única práctica concebible para un estado apartado de inmiscuirse en las "razones del corazón". La única educación para la ciudadanía es que la ley se cumpla, cosa que, fatídicamente, no está garantizado en España.
Borja creo que haces un poco de demagogia cuando insinuas que yo digo que la EpC vaya a acabar con el crimen. Creo ue no lo he dicho y creo que tampoco se deduce eso de mis palabras. Si es así, entonces es un defecto en mi escritura. Cuando hablo de EpC creo que cargo las tintas, no sobre una asignatura bastante irrelevante, por mucho que se empeñe la Iglesia en asegurarnos que es la mismísima obra de Satán, sino en la construcción de un "discurso", de un nuevo léxico al que puede contribuir la nueva asignatura aunque sea en una escala mínima; también las leyes y su aplicación, como insistis en señalar, tendría un papel fundamental en la configuración de ese nuevo léxico. En el fondo lo que estoy diciendo es que esta sociedad carece de una herramienta de la qué si disponen otras sociedades: un conjunto de palabras, significados y usos lingüísticos que nos permitan hablar de nosotros mismos precísamente desde un "nosotros". Y señalo precisamente que el proyecto ilustrado que consistía precísamente en esto, en la creación de un "nosotros" ha fracasado precísamente por lo que tu me acusas a mi, por su artificialidad, por su (en una palabra que tu gustas mucho de usar) carácter puramente ideológico (entendiendo eso como tu lo haces usualmente: un discurso que violenta y falsea la realidad). Es que, por mucho que nos empeñemos, el hombre que describe Kant no existe, es tan invento como el "pueblo" de los nacionalistas o el "proletario" de los marxistas. Pero que quede claro que yo no lo rechazo porque sea una ficción, lo rechazo porque es una ficción completamente inútil y a la vista está.
ResponderEliminarVosotros, fieles a vuestra tradición racionalista ilustrada, seguis empeñados en describir la realidad (tu dirías falsear) con categorías que se desmoronan por su propia incompetencia; es el caso cuando insistis en hablar de los afectos como algo opuesto a la razón, sin caer en la cuenta que esta distinción que haceis tiene el mismo carácter ideológico que en otras partes no dejais de denunciar. De hecho, la distinción le permite a Borja considerar la Razón como algo común y los afectos como algo privado y sobre esa base argumentar el hecho de que el estado (lo común) no invada la intimidad de las personas (sus privados afectos). Lo que ya te resultaría un poco más difícil, Borja, es argumentar en la dirección de considerar esos afectos algo privado; de hecho todas las investigaciones que se hacen sobre la base del estudio de las emociones te quitan la razón (tengo pensado un día de estos comentar algunas ideas acerca de cosas que pasito a pasito van descubriendo las neurociencias, cosas que, entre otras cosas desdicen la visión racionalista-ilustrada de la voluntad, la razón, los afectos... etc).
Podemos, si quereis, seguuir apostados en la ficción ideológica de que el estado no debe educar los afectos y podemos si os parece imaginar una situación utópica en la que eso no suceda, podemos darle completamente la espalda la realidad y convertir nuestra propia ficción en algo preferible a la "realidad"... ¿no es eso lo que quereis? porque el hecho mismo de nacer y pertenecer a una sociedad política ya significa que nuestros afectos van a ser completamente conformados (pero no por una mierda de asignatura, sino por muchas muchas muchas otras situaciones)... Pero tal vez lo que estais insinuando es que merece la pena soñar con la utopía Y ASPIRAR A ELLA ¿es eso?
La cuestión no es si educar o no educar afectos. Educar coinsiste precisamente en eso y no en otra cosa. La cuestión es de qué forma hacerlo y en qué medida; por ejemplo ¿debe el estado aspìrar a ser la única fuente de educación como pretendía Platón? mi respuesta ya sabeis cuál es: evidentemente NO. Pero no porque el estado vaya a "ideologizarnos" sino más bien porque sea la UNICA FUENTE DE INFORMACIÓN.
PD. nótese que he hecho el intento de utilizar las mismas palabras en las que os gusta moveros, aunque eso signifique tal vez morderme la cola.
Siento haberte malinterpretado en lo referente a la asignatura. Por otro lado, creo que de tu postura se deduce que deberíamos desmontar tode el aparato de garantías legales que protegen al individuo de la intromisión del estado, ya que, por un lado, los afectos son en tu teoría un bien público más; por el otro, el mismo individuo es, según tú, una ficción ideológica, por lo que cualquier garantía que se refiera a bienes individuales -o lo que es en la teoría liberal: exclusivamente individuales- ha de ser abandonada por trasnochada y adversa a las últimas investigaciones científicas.
ResponderEliminarNo estoy en absoluto de acuerdo, y a veces me parece que de una teoría así sólo puede extraerse una conclusión terrorífica: lo único existente es el estado. No sé si estarás de acuerdo.
Borja creo que estiras lo que digo hasta posturas que ya no coinciden con la mía. En primer lugar ¿por qué deberíamos desmantelar el aparato de garantías legales que protegen al individuo de la intromisión del estado? ¿por qué habría que considerar los afectos "bien público más"?...
ResponderEliminarLo "público" no coincide sin más con lo estatal; decir que los afectos sólo tienen sentido dentro de una sociedad y que son todo menos una cuestión privada, no equivale a decir que deban considerarse cono un bien del estado que debe regularlos y conformarlos; cuando esto se ha intentado (lease "totalitarismos") siempre ha sido un rotundo fracaso y ha implicado mucho sufrimiento para las personas. Pero negarse a esto no puede significar que debamos admitir una afirmación que implica, como tu dirías, negar la realidad: afirmar que loa afectos es algo meramente privado. Lo que llevo defendiendo ya muchas intervenciones es que lo público no debe identificarse sin más con el estado; si bien el estado es parte de "lo público", lo "público" no es identificable, sin más, con el estado.
Ahora bien, el estado, en su calidad de agente público ejerce una influencia innegable sobre otros aspectos de esto que estoy llamando "lo público"; es una influencia no determinante si la sociedad es plural, aunque no debe desdeñarse. Esa influencia es perfectamente patente, como habeis señalado, a través de la aplicación de las leyes, pero no exclusiva; el sistema sanitario, por ejemplo y el sistema educativo también son influencias importantes en configurar los afectos. Ver, por ejemplo, la actitud emocionada de un paciente en el servicio oncológico de un hospital, preguntando los por resultados de su biopsia al celador o a una enfermera que pasa por allí, tras una ventanilla, dice hasta qué punto identificarnos con un expediente hospitalario limita por completo los afectos públicos. Compara eso con la actitud del alumno que te exige la nota tras un exámen; y esos son sólo dos ejemplos de lo que significa el Estado, sin tener por qué acudir a las EpCs de turno.
Pero el Estado no es lo único, afortunadamente, ni siquiera en aquellos modelos políticos que aspiran a serlo. Ya he comentado alguna vez que pese a todas las "formaciones del espíritu nacional" y demás monsergas, los españoles llegaron al año 75 peparados para una democracia, más o menos imperfecta. Y no porque el estado hubiera favorecido más o menos la conformación de estos afectos, sino porque había muchas otras fuentes para esto... por ejemplo las macizorras vikingas aireando cachas en las playas de Benidorm y Torrevieja.
Pero negar que este sea el papel del estado es precisamente negar el estado. El estado moderno, y en esto seguramente nos podría iluminar Santi o Joaquín, surge cuando es necesario hacer convivir grupos de personas tan amplios que ya no funcionan los lazops filiales habituales; para lograr esto los estados tuvieron que destruir algunas costumbres e imponer otras, del mismo modo que tuvieron que proscribir ciertos afectos y promocionar otros. Es más, podría asegurar qe precisamente los estados existen para garantizar que algunos afectos y algunas costumbres son obligatorias; cosas como, por ejemplo, la costumbre de no matar a los demás por demostrar nuestra fuerza o el afecto de considerar a éstos como "iguales". O si no, ¿por qué los mismos teoricos del estado liberal consideraron que era imprescindible una educación oficial?
Por eso me vuelvo a reiterar en la idea de que el problema no es que el estado se meta en la vida del ciudadano, sino el establecimiento del grado y, sobre todo, la limitación que se hace de las demás fuentes de información.
En segundo lugar, no es que la concepción moderna de individuo sea adversa a las últimas investigaciones científicas y por eso debe ser abandonada; más bien ocurre a la inversa: es que la concepción moderna de individuo es una ficción que ha dejado de servir precisamente para lo que fue inventada y se ha convertido en una herramienta para hacer lo contrario. Eso es lo que hace que deba ser abandonada; la ciencia sólo reacciona a este abandono buscando otras maneras de describir el "alma". Y resulta que estas redescripciones funcionan mucho mejor a nivel teórico y creo que también (auque esto es algo dificil de predecir) a nivel ético y político. Puedes, si quieres, ignorar el desarrollo de la ciencia actual y, especialmente, de las neurociencias, pero en este caso te igualas a los Tomistas que, en el siglo XVII se negaban a ver en el mecanicismo cartesiano y la ciencia de Galileo alguna valía. Afortunadamente porque hubo mucha gente que le dio crédito a la redescripción cartesiana, pudieron llegar los ilustrados con toda su nueva jerga política.
Lo que me desconcierta del todo es tu conclusión: "a veces me parece que de una teoría así sólo puede extraerse una conclusión terrorífica: lo único existente es el estado". Me desconcierta el hecho de que deduzcas de mis palabras algo así porque creo si algo no dejo de repetir y siempre hablo en esa dirección, es que la clave del asunto está precisamente en señalar que EL ESTADO NO PUEDE SER EL UNICO EMISOR Y PROCESADOR DE INFORMACIÓN.
Eduardo, yo te apoyo.En definitiva estamos hablando de la socialización, que es el tema de siempre en política y no vamos a descubrir la sopa de ajo.( por cierto, no contestaste al problema capital¿ por qué Antígona debe ser más fiel a a la polis que a su hermano?Por qué los chavales fueron más fieles a su amigo que a Marta?.No será que la lealtas ampliada no es más que un tibio barniz que a veces salta en pedazos? por qué confiesan los criminales, por socialización o por debilidad psicológica?)
ResponderEliminarMe atrevería a decir que con garantizar la igualdad de oportunidades, las garantías individuales y el acceso a la información, (como dices), se consigue una mejor ciudadanía en forma de subproducto, metiendose el estado en pocas honduras afectivas( entendida la ciudadanía como el comportamiento etico que favorece la vida buena de forma más o menos universal) .
La razón universalista es ,sobre todo y ante todo, una ficción util, que ha inventado conceptos de tan largo alcance para la vida buena como la dignidad humana o la universalidad de la ley.De hecho trata de ampliar los afectos con una armadura que a la vez ata y protege.Su lógica es lo que permite ampliar las lealtades.
Para acabar, siempre ha habido cuatro ciudadanos, muy orgullosos, eso sí.Es el mejor caso de ficción hermosa, de amplio alcance que termina volviendose un poco petulante
En realidad, Edu, es precisamente por lo que dices por lo que considero que el estado no debe legislar en materia de afectos: yo no digo que la genealogía de los afectos sea privada, como si fueran un bien innato o surgido espontáneamente; creo también en su carácter digamos político y surgimiento en el seno del espacio público en el que nos socializamos; precisamente, la acción legisladora del estado no hace más -como bien apuntas al distinguir lo público de lo estatal- que privatizarlos o, lo que es lo mismo, estatalizarlos. Por eso, si bien, en tanto realidad existente, el estado participa en la socialización como un agente más, la consciente legislación de los afectos supone un secuestro de realidades que, si no por formación exclusiva, sí pertenecen al individuo como apropiación.
ResponderEliminarEl que los afectos sean un ámbito prohibido para el estado garantiza que no sean usurpados a su auténtico detentador, el individuo que toma identidad en ellos. El que los afectos se formen en relación a un tumulto más o menos caótico de influencias -aunque no por un determinismo que también sería en este caso un fatalismo místico- no es lo mimso a que sean dirigidos por la acción consciente de un estado que pretende apropiárselos bajo la figura de "bienes de interés públicos". Creo que una filosofía política liberal nos salva precisamente del orden y la organización en materia de personalidad y afectos. Nos condena y nos garantiza el caos. Está claro que, bajo el alcance de estímulos confusos y contrapuestos como los que pueden existir en una sociedad liberal, nuestros afectos son bien imperfectos y contradictorios, pero esa imperfección es preferible a la prometifda felicidad impuesta popr ideólogos o tecnócratas que utilicen el estado para realizar sus dudosas utopías.
Entiendo tu postura Borja, y entiendo también cuál es tu motivación a la hora de expresarte en estos términos. Sé que pretendes evitar llegar a un punto en el que tampoco quiero verme yo. Sin embargo no creo que la descripción que haces del asunto sea la más adecuada.
ResponderEliminarResuélveme una duda, a ver si somos capaces de alcanzar unos míminos. ¿A qué te refieres cuando señalas que el Estado no debe "legislar en materia de afectos". Trata de aclarar qué significa legislar en materia de afectos y qué significa también lo contrario: legislar sin inmiscuirse en los afectos.