Aquellos que, como yo mismo, hemos llegado a Schopenhauer desde Nietzsche cometemos con él una habitual injusticia: vemos en él a un Juan Bautista que anuncia al Mesías. Propongo recorrer el camino inverso: ver en Schopenhauer el final – no el comienzo- de una aventura filosófica que empieza en la filosofía trascendental kantiana.
Para ello, en primer lugar hay que hacer frente a un tópico de la historia de la filosofía, aquel que sostiene que el idealismo alemán – de Fitche, Schelling, Jacobi y Hegel- es la culminación natural del idealismo trascendental kantiano. Schopenhauer dedica algunas de sus más corrosivas, sarcásticas e inspiradas líneas contra los supuestos herederos: son traidores y embaucadores, mercachifles de conceptos, han llevado la oscuridad a donde había luz, etc. A pesar de las invectivas de Schopenhauer - y debido, pienso, a la fecundidad de la filosofía hegeliana- la opinión predominante entre los historiadores de la filosofía es otra; intentan conectar a los idealistas alemanes con Kant a partir de la noción de “cosa en sí”: el “Yo”, la “Naturaleza” o el “Espíritu Absoluto” son concreciones de la abstracción kantiana, de tal manera que el desarrollo de las filosofías idealistas no es más que la culminación lógica de lo que ya estaba apuntado en la Crítica de la Razón Pura. No es así. Schopenhauer tenía razón, no estamos ante un progreso conceptual sino ante una reacción racionalista-escolástica disfrazada con un nuevo lenguaje.
En cualquier caso los historiadores de la filosofía aciertan cuando fijan su atención en la misteriosa “cosa en sí” kantiana. Como es sabido Schopenhauer va a identificar la “cosa en sí” con la “Voluntad”. Unos apuntan al “Yo”, otros a la “Naturaleza” y otro, finalmente, a la “Voluntad” ¿qué más da? ¿dónde está la diferencia? La diferencia la podemos marcar desde el maestro, desde Kant. Uno es leal a los parámetros fijados en la Crítica de la Razón Pura y los otros no, así de simple. Los idealistas alemanes incumplen todos y cada uno de los requisitos que Kant había exigido al conocimiento legítimo: confunden pensar y conocer, pretender conceptualizar lo incondicionado, abandonan la intuición sensible, aplican categorías más allá del fenómeno etc. Toda su filosofía pretende ser una refutación de la filosofía crítica kantiana que establecía contundentemente que el único conocimiento posible era el fenoménico y que la ciencia de lo incondicionado – Absoluto- era del todo imposible.
Schopenhauer procede de un modo diferente. En su primera obra, su tesis doctoral, Sobre la cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Schopenhauer hace una interpretación de la filosofía trascendental que no cuestiona ninguno de los pilares de la Crítica de la Razón Pura, básicamente procede a hacer una simplificación –que falta hacía- de la farragosa cuestión de la deducción trascendental de las categorías. La metafísica de Schopenhauer debe esperar hasta ser expuesta por primera vez en su obra principal, El mundo como Voluntad y Representación, pero nada en esta obra contradice lo sostenido en su tesis doctoral y, por tanto, tampoco en la Crítica de la Razón Pura. Lo más interesante de la metafísica de Schopenhauer es, desde mi punto de vista, la compatibilidad con las férreas exigencias de la filosofía trascendental- cosa que no ocurre, en modo alguno, en el caso de sus coetáneos compatriotas- .
Tomemos, por ejemplo, como hilo conductor la importante distinción kantiana entre conocer y pensar. Tal distinción había sido “superada”- presuntamente- por la filosofía idealista que no se cohibe en presentar como ciencia las más extravagantes divagaciones en torno al “Yo”, la “Idea”, el “Espíritu” etc... Pero la”cosa en sí” o noúmeno, como decretó Kant, no puede ser conocida, no tiene sentido alguno elaborar un complicado juego conceptual, una lógica, para desplegar su esencia, todo ello no es más que palabrería desbocada. No ocurre lo mismo con la “Voluntad” de Schopenhauer: la voluntad se intuye como la esencia del mundo, como el mundo “en sí”, al margen de la representación del mismo, que es lo único que puede ser conocido o en término más estrictos (conforme a Wittgenstein), lo único que puede ser “dicho”.
Conocer la “cosa en sí” es una expresión contradictoria, porque todo conocimiento es representación. Y “cosa en sí” significa precisamente la cosa en cuanto no es representación.(Portafolios 1824)
Para poder intuir el noúmeno, el mundo en sí, es preciso salir de la conciencia empírica pues para esta todo es “para sí”, es decir, representación. Schopenhauer duda en como llamar a un estado de consciencia superior – no empírico- desde el cual aprehender la esencia del mundo, a lo largo de toda su obra utilizará distintas expresiones - “consciencia mejor” “experiencia estética” “vida contemplativa” “compasión” “negación de la voluntad”...- para referirse a ello.
La cuestión es que Schopenhauer sabe, por experiencia propia, que en alguna ocasión es posible entrar en un estado de consciencia desde el cual las categorías del entendimiento quedan superadas, en esos momentos las distinciones básicas de la razón, como la escisión entre sujeto y objeto, o la categoría de causalidad quedan en suspenso. Schopenhauer tiene experiencias semejantes (¿trances místicos?) en diferentes momentos de su vida: en las altas cimas de los Alpes, contemplando una obra de arte o escuchando el réquiem de Mozart, por ejemplo (aquí nuestro filósofo se muestra como un hombre de su tiempo, como un romántico al fin y al cabo). Pero es importante destacar que tal experiencia es inefable, en la medida en que intentamos traducirla en palabras y conceptos la estamos traicionando, no debemos pues detenernos en este punto demasiado porque al fin y al cabo, no hay nada que decir. La cuestión es que desde una experiencia tal es posible captar la esencia del mundo, la voluntad, que no es otra cosa que voluntad de vivir, que experimento en primer lugar en mi mismo, en mi propio yo.
El filósofo de Danzig es malinterpretado a menudo en este asunto, la voluntad de la que habla Shopenhauer no es una voluntad individual o intencionalidad consciente sino algo que se apodera de mí (como queda patente, por ejemplo, en el deseo sexual) pero que puedo y debo extrapolar al conjunto de todo lo existente – otras personas, animales, plantas, materia inorgánica...- que percibo solo en tanto que representación (y que, por tanto está sujeto a condiciones trascendentales de la sensibilidad y el entendimiento). Pero de la misma manera que puedo desdoblar mi propio yo como representación (fenómeno) y como voluntad (noúmeno), he de suponer esa misma voluntad como subyacente en todos los demás objetos que se me muestran, en principio, como mera representación.
Lo fascinante de la metafísica de Schopenhauer es la extraña y paradójica síntesis que realiza: una parte, que bien pudiéramos decir mística, desde la cual postula la esencia del mundo y otra parte trascendental, rigurosamente kantiana, que delimita los límites dentro de los cuáles el conocimiento es posible. (Sigue)
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