Freud no es el primero en señalar que el discurso, las palabras que usamos, son decisivas en la mediación entre el sujeto y la realidad. Esto estaba en Kant, lo señala claramente Nietzsche y lo eleva a principio el marxismo. Lo que sí que es nuevo en el psicoanálisis, y es seguramente una de las aportaciones más importantes, es relacionar el lenguaje con el deseo. Nietzsche, por ejemplo, se lamenta en “El crepúsculo de los ídolos” de que es imposible que prescindamos de Dios si seguimos presos en la gramática. Sin embargo no acierta a ver cuál es la prisión en la que nos encarcela la gramática. Marx por su parte, es consciente de que la conciencia es el producto de una época histórica, y que si los trabajadores del siglo XIX no se revelaban contra el poder, es porque su ideología, una mezcla de cristianismo y fidelidad a la autoridad, se lo impedía. Sin embargo, no acertaba a describir por qué cuando esto había sido superado, cuando el trabajador es consciente de su situación y comprende que está siendo explotado, no se revelaba contra el poder. Marx nos dice que el proletario, una vez haga conciencia de su estado, tome conciencia de su situación, constituirá el sujeto de la revolución rechazando el poder establecido. Sin embargo esto no ocurre generalmente; lo que abunda es lo contrario: muchos trabajadores que, siendo conscientes de la dominación y del estado de injusticia adoptan una actitud pasiva y sumisa. La izquierda marxista suele achacar esto a un defecto en la conciencia: están dormidos, alienados, pero lo cierto es que son perfectamente conscientes de su situación y aún así, la mantienen y la defienden.
Freud, y después Lacan, nos dan una explicación de esto, mucho más satisfactoria. El sujeto es siempre un sujeto alienado y no es posible superar esta alienación; pero precisamente por eso esta situación deja de ser vista como algo negativo y se torna un existenciario. El sujeto no nace como sujeto, un ser autoconsciente y racional, capaz de tomar decisiones, con una inclinación natural a la libertad. El sujeto, por el contrario es un estado alienado permanente, pues nace desde el reconocimiento que hace otro. Somos un sujeto porque alguien nos reconoce como tal, no porque nosotros encontremos ese reconocimiento en el germen del alma. Y ese reconocimiento se da siempre de forma inevitable, como seres parlantes que somos, entre palabras. Al ser reconocidos como algo real en el mundo, se nos otorga un lugar entre las palabras, se nos ubica dentro del discurso. Somos un sujeto solamente porque ocupamos en algún momento un lugar en el deseo de otro, porque alguien que hablaba quiso algo de nosotros, nos hizo ser una cosa necesaria, necesitada en alguna realidad concreta. “Hacerse real” significa para un hombre, ocupar un lugar en el que se nos requiere para algo entre las palabras de un ser parlante.
Y volviendo al comienzo, es por eso que la mediación entre el sujeto y la realidad mediante el lenguaje es mucho más de lo que atisbaron Kant, Nietzsche o Marx. Ellos, de una u otra forma, supusieron que la liberación advendría cuando el sujeto se limpiase los cristales de sus lentes, oscurecidos por la ignorancia. Kant estaba convencido de que la ciencia moral y la física conducirían a un mundo sin conflictos, un país poblado por “Sheldons Coopers”. Marx suponía que la toma de conciencia de la opresión nos conduciría a una sociedad más humana, sin contradicciones de clase. Y Nietzsche, tal vez el que mejor apuntaba, confiaba en una liberación ciega, un individuo liberado porque ya no necesitaba saber, y convertía a su voluntad en la sustancia del mundo; ignoraba Nietzsche que es esto precisamente lo que le pasa a los esquizofrénicos, sustituyen el mundo por la voluntad. En estos tres casos, se trata de una apropiación del lenguaje, ya sea que queramos convertirlo en una ecuación matemática, un lenguaje que describa fielmente la realidad dialéctica, o un lenguaje que se sabe poético y re reivindica así.
Contra esta pretensión de apoderamiento, Freud, Lacan o Heidegger supieron ver que nos es imposible apropiarnos de ninguna manera del lenguaje, convirtiéndolo en una herramienta para un “para” (para la liberación, para la dominación, para el goce, para el placer, para el conocimiento, para la crueldad, para la amistad). No nos valemos de las palabras para un “para”, sino que sucede al contrario: para ser quien somos, para vernos reconocidos y simplemente ser un “ser” capaz de querer un “para”, las palabras se sirven de nosotros. Y es el psicoanálisis quien ha sabido atisbar de qué modo la mediación que hace el lenguaje entre el sujeto y lo real está traspasado de cabo a rabo por el deseo. La pulsión, el deseo, no es algo previo e independiente de las palabras que usamos, de las palabras en las que “estamos”, sino que es precisamente el efecto de estas palabras. Precisamente por eso no cabe liberarnos de nada, puesto que esa liberación se haría a costa de nosotros mismos. Por poner un ejemplo, el del hombre masa, que consume como modo propio de ser, y que no obstante se sabe alienado y dominado por unas injustas estructuras de poder: solamente deseando consumir y siendo un objeto más entre objetos, un objeto de consumo para, por ejemplo, la industria, que lo trata como un gasto más dentro del balance, el sujeto desea y, por tanto, es. Ese hombre masa, se lamenta más de que no le exploten, que de que lo hagan, precisamente porque el no ser un objeto de consumo dentro de la maquinaria de producción le priva de reconocimiento. Sucede como con el pseudoinsulto dentro de los juegos eróticos, que nos hablaba Lacan: el amor, con su discurso de imposibles, sus promesas y su pretensión de eternidad, no alcanza a rozar al amante, pero el pseudoinsulto le otorga un lugar en el mundo, preciso y gozable. Con el discurso político ocurre algo parecido, la promesa de liberación sólo otorga un lugar a los “liberados” (nótese la ironía de las comillas), pero a penas roza al esclavo, que obtiene su reconocimiento de un amo y lo necesita (desea ser deseado por ese amo: lease, las empresas, el estado o cualquier otro género de amo).
Y a qué nos conduce todo esto, ¿al desánimo?. Pues ciertamente a veces sí, pero también a veces no. El lenguaje, ese fluido extraño en el que nadamos y que un día nos enseñó a ser esclavos y gozar las cadenas, no es sin más el discurso del amo. El amo es poderoso, pero el lenguaje desborda, como la vida, todas sus pretensiones. Es por eso que, aunque la maquinaria de la producción y el consumo, con sus palabras y sus discursos, es poderosa, también nosotros aprendimos a ser muchas otras cosas a parte de trabajadores eficientes y consumidores irresponsables. Hay deseo y placer en lugares insospechados y a veces nos sorprendemos de eso, pero no porque de pronto abramos los ojos, o nos apropiemos del lenguaje, sino más bien porque inevitablemente el lenguaje se apropió de nosotros lenta y calladamente, de muchas e inesperadas formas.
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