Haydn parece representar, en el carnaval de la historia, un adiós y una bienvenida. Aunque gran parte de su vida transcurrió bajo el antiguo régimen de mecenazgo de los artistas y músicos barrocos, supo a su vez que para ese modelo todo estaba perdido, y que se inauguraba una nueva época, a la vez terrible y luminosa. Es decir: un época nueva como todas, y tan incierta como ninguna. De este modo, mientras vivía bajo el hábito ancestral de la casa señorial y los rituales de la nobleza, era capaz de componer sinfonías o cuartetos ajenos ya a ese escenario. El músico, como el filósofo o el santo, cuando lo es de verdad, parece pertenecer a otra época.
En sus cuartetos de cuerda, Haydn es especialmente revelador. Su Opus 76, formado por seis cuartetos prodigiosos, permite escuchar la música de alguien que se retira ya del siglo y, a su vez, de un mundo que parece haber agotado sus internas posibilidades y se abre a otras insospechadas. En su asombrosa sencillez, en su reducción de la música a sustancia y a arquitectura esencial, en su desentenderse de todo lo accesorio y prescindible, Haydn manifiesta la grandeza de iluminar, una vez más, el propósito interno de todo arte auténtico: perseguir una belleza desterrada, perdida, inadvertida. El mundo moderno, con su avalancha industrial de mal gusto, ruido y fealdad, también supo conservar, en su mismo comienzo, un pequeño altar a la belleza, quizás con la esperanza de legarlo a quien, presente o futuro, sepa todavía creer y adorar.
De entre el amplio racimo de movimientos de estos cuartetos, mi preferido es, al menos últimamente, el movimiento lento -Largo. Cantabile e mesto- del cuarteto nº 4. Los cuatro instrumentos olvidan el silencio cantando el primer violín una melodía entre lúgubre y exultante, acompañado por un mínimo esquemático de densidad armónica. Como decía Eugenio Trías, Haydn tiene la extraña capacidad de convertir la quincalla más despreciable -como esbozos melódicos de notas insignificantes, repeticiones o cadencias conclusivas- en un material transfigurado y deslumbrante. Eso es lo que en este movimiento ocurre, cuando un minimalista desarrollo armónico accede a empujar lentamente hacia delante la corriente de música que pasa, o cuando una nota aguda colgada del primer violín, como un resto fósil dejado atrás por el resto de instrumentos, vuelve a llenarse de sentido al integrarse en una modulación que conmueve, desarbola y a la vez suprime cualquier expectativa razonable.
Efectivamente, Borja, la Modernidad deja de lado la Belleza. Dice Finkielkraut en La ingratitud: " Contra la añoranza de la belleza, la democracia radical moviliza simultáneamente el criterio de lo útil, el principio de la libertad subjetiva y el argumento del relativismo cultural"
ResponderEliminarSaludos
Así es, Óscar. Atinado lo de Finkrielkaut.
ResponderEliminarEstaba escribiendo algo sobre la sustitución de Dios por la subjetividad racional en la Modernidad y se me ocurre que en este desplazamiento por el que el Yo se convierte en nuevo Dios y se lanza a crear de nuevo el mundo a través de la actividad febril y fabril -lo que seguramente es la seña fundamental de esta "modernidad transformadora" que padecemos- hay algo que marca no una distancia, sino un abismo: un Dios que creara un mundo nunca se olvidaría de dotarlo de belleza.
Un abrazo