El programa de festejos de la reunión anual de los feacios siguió la tónica de los últimos años: comer con moderación, beber sin mesura, hablar exageradamente. Desde el mediodía deslumbrante de Madrid, que estrenaba primavera, hasta la noche oscura y tumultuosa, el evento se desarrolló dentro de la más absoluta anormalidad.
Este año, el lugar elegido para reunirnos fue un restaurante ruso que se esconde donde Madrid aún parece un pueblo apacible, entre la Plaza de la Paja y la Calle Bailén. Como todo en Madrid: entre la belleza y la degradación. Antes de la comida nos sentamos a tomar unas cervezas pecaminosas. Bajo la cúpula inmensa de la Iglesia de San Andrés realizamos las libaciones rituales, dirigimos nuestros ruegos a los dioses y nos arriesgamos a entrar en conversaciones insensatas. Alrededor de esa primera mesa, estábamos cinco valientes feacios: Edu, Santi, Óscar, Diego y yo mismo; enseguida, después de dejar atrás el primer bar, encontramos, a la puerta del restaurante, a Alfredo, de pies ligeros, y a Javi, de vibrante casco. Mientras nos observaban llegar, gesticulaban y lanzaban voces, como si las ganas de reencontrarnos no les permitieran esperar siquiera unos segundos más.
Comimos Borsch y otros platos rusos de nombre enigmático, y todo bajo la atenta mirada del busto de Rasputín, que vigilaba nuestra conversación con rostro severo. Por fortuna, parece que a los encargados no se les había ocurrido adornar el local con la representación de las partes más célebres del monje ruso. Comimos animadamente, entre risas ruidosas y comentarios que se perdían en el entrechocar de las copas. Brindamos por motivos que, desafortunadamente, he olvidado. Javi nos contaba cómo Ana ya es toda una niña; Santi hablaba de su paternidad y de cine -Doctor Zhivago, si no recuerdo mal- con Óscar, Edu y Diego; en una pausa para fumar un cigarro, Alfredo me hizo observar los tejados sobre los que se derramaba el sol como un caldo espeso. Para terminar, chocamos todos el vaso con un vodka de pimienta que exigía una temeridad difícil de mantener a esas horas.
A la salida del restaurante la urgencia nos hizo buscar desesperadamente una terraza para tomar una copa. Madrid estaba poblado de multitudes que salían a la calle tras meses de invierno. "El país necesitaba sol", comentó Santi. Todas las terrazas estaban llenas, y la tarde se estremecía bajo la euforia de la primavera. Tomamos la copa tan necesitada, y a continuación deambulamos por las calles gastadas del centro buscando alguna iglesia en la que meternos. Entramos a San Isidro -fría, muda, monumental- y nos acercamos a San Nicolás de los Servitas, que nos enseñó su magnífica torre medieval; nos avenimos a entrar también a esa apoteosis del mal gusto que es la Catedral de la Almudena, donde nos impresionamos profundamente ante los altorrelieves que adornan sus puertas: unas representaciones esperpénticas de la unión de trono y altar, versión monarquía socialdemócrata. No le falta de nada a esas puertas. Están los reyes observando, y la madre del monarca con su silla de ruedas; hay ángeles suspendidos sobre la escena; hay un crucificado, y todo alrededor del Arzobispo, que inaugura solemnemente la Catedral.
Finalizada la visita cultural, los feacios cruzamos el viaducto de Segovia sin ninguna gana de suicidarnos. Nos surtimos de cerveza en un chino y nos tiramos en la hierba que cae, desde la Plaza de las Vistillas, sobre la calle Segovia. Desde ese lugar se divisa la más bella tarde de Madrid. El sol cae cada día sobre la masa nevada de la sierra lejana y azul, y las sombras se alargan y condensan a medida que se acerca al horizonte. Allí permanecimos hasta la puesta del astro. Me tumbé y cerré los ojos entre los sonidos de la tarde, y, como si de un mar lejano se tratara, oí cómo los demás entablaban la inevitable conversación sobre mujeres equívocas.
Comenzó a anochecer y nos volvimos a perder por las calles oscurecidas. Anduvimos por la calle Mayor, Sol, calle de La Montera, Fuencarral, Hortaleza... hasta sentarnos a cenar algo en una cervecería de la Plaza de Santa Bárbara. La noche ya había caído, y el día se nos terminaba. Tomamos una penúltima copa a precio de joyería en el Populart, calle Huertas, y tras ésta una última -ya sólo supervivientes Santi, Edu y yo- en el Rainbow. La jornada había terminado. Después quedó la despedida triste, y un taxi que atravesó un Madrid borroso.
Extraordinario. Enviame la foto al correo. Foto generacional. Ya es hora de que nos impliquemos en algo mas. Un abrazo
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ResponderEliminar¿Qué querría decir Javi? Simepre nos lo preguntaremos...
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