Cada cierto tiempo un viejo debate vuelve a la escena política
en este país: ¿qué hacer con el Valle de los Caídos? Generalmente el debate se
abre desde la izquierda que, con cierto criterio, arroja un poco de atención
sobre un asunto que no deja de ser, todavía, una herida abierta: en el Valle,
un monumento franquista que el régimen dedicó a los caídos de la guerra civil,
aún persiste la distinción entre los vencedores, que descansan en tumbas con
nombres y apellidos, y vencidos, aquellas otras tumbas de quienes no tuvieron ni
reconocimiento ni una sepultura digna. El argumento que esgrime la izquierda no
carece de razón, más cuando encuentra enfrente un comentario tan poco sólido
como el de “no remover”. Los partidarios de mantener la sepultura del máximo
sepulturero no van más allá de decir eso: no removamos las heridas, no
reescribamos la historia, no nos metamos a reabrir heridas ya cerradas.
No obstante, mi propósito en esta entrada no es el de
escoger bando y argumentar sobre la conveniencia o inconveniencia de encontrar
o no encontrar otra sepultura para el dictador, sino reflexionar en torno al
sentido profundo de este debate, que tiene todos los indicios de hacerse
recurrente, como un sueño que, de cuando en cuando se repite, ofreciéndonos el
indicio de que algo no funciona, y sigue sin hacerlo una y otra vez. El Valle
de los Caídos, como problema no resuelto, como debate abierto y reabierto una y
otra vez, supone un horizonte en el que izquierda y derecha pueden encontrar su
sitio simbólicamente, reafirmar una identidad. Es por eso que, en rigor, no hay
una verdadera intención de “hacer algo con el Valle de los caídos”, puesto que
eso impediría el reconocimiento propio, la adopción de una identidad grupal,
tanto de la izquierda como de la derecha.
Lo importante, por tanto, está en identificar en qué
consiste esta identidad. Que esto se produzca con respecto al Valle de los Caídos
no es baladí; la identidad proviene siempre de la historia, ya hablemos de un
solo hombre, que cifra su identidad en su nombre, en sus logros, en el que fue
en aquella ocasión, en el triunfo o fracaso que tuvo, o hablemos de grupos y
colectivos, que encuentran su identidad generalmente en modelos de identificación
y en elementos comunes con el otro. Y el Valle es aquí una buena forma de
encontrar esos modelos de identificación. En la derecha, empeñada en “pasar página”
y considerar a Franco y el franquismo ya como parte de la historia, como lo es
Isabel II, Fernando VII o el Cid, se entreve una disposición política que
parece minimizar los efectos del relato de la Historia, y mira al futuro. No es
difícil encontrar argumentos del tipo “eso es cosa ya del pasado, lo importante
es trabajar por el presente y mirar al futuro”. Pero lo cierto es que ese
ninguneo del pasado y en especial del franquismo es impostado y su pretensión
es precisamente la contraria. El tratamiento de Franco y del franquismo como un
hecho más del pasado, de nuestra historia, lo eleva a la categoría de Historia
con mayúsculas, de Historia oficial, lista para ser ya fijada en los libros de texto
como un paso más en la andadura de este país. Pero lo cierto es que, lo que
queda ninguneado aquí no es el franquismo, sino sus víctimas. Y también esa
mirada al futuro y la preocupación por el presente, tampoco carece de interés
político; en el fondo, la escritura que algunos quieren hacer del franquismo es
el de un “mal necesario”: Franco fue un dictador, sí, y en muchas cosas fue
duro, nefasto y cruel, pero al fin y al cabo, sacó a España de un régimen
descarriado y levantó España, desarrolló el turismo, la agricultura y alfabetizó
el país. Lo que hay que ser es, como lo fue el dictador, audaces y valientes,
no temer las decisiones difíciles y tirar para adelante. Tal es el modelo de
identificación.
El modelo de identificación de la izquierda no es mucho más
esperanzador. La izquierda se ve a sí misma como una pura negación, la
tachadura de lo otro, de lo que no es ella misma. Por eso mismo necesita como
el agua alguien y algo que tachar. Más allá de eso, no ha logrado evocar una identidad
verdaderamente significativa. Recuerda, siguiendo un símil futbolístico, a ese
hincha deportivo, que antes de que gane su equipo, lo que verdaderamente desea es
que pierda el equipo rival. Por eso no ha conseguido generar una identificación
positiva, un proyecto colectivo de país, puesto que todo el ser del colectivo
se cifra en la oposición a aquello que se cifra como el enemigo, el otro.
Que la derecha se agarre a esta identificación y se vea a sí
misma como ejemplo de eficacia y pragmatismo, ocultando una auténtica veneración
de la historia, no es algo nuevo ni original
en la derecha española frente al resto del mundo. Pero que la izquierda
sea incapaz de provocar una identidad positiva, que mire al futuro, que trabaje
por sus ideales históricamente constituidos, especialmente por aquel que busca
reducir al máximo las desigualdades, sí es un mal endémico de nuestro país. Y
esto se puso de manifiesto hace ya unos años, cuando se desató en las plazas de
todas las ciudades, una verdadera explosión de ilusión por forzar cambios
verdaderamente significativos en el país, y la izquierda política fue incapaz
de reaccionar, desprevenida e incompetente, sin saber cómo mirar ya al futuro.
Por eso, si algo me parece urgente y necesario para este país,
es que la izquierda encuentre, o si de prefiere “recupere”, una identidad esperanzada
y valiente, que mire al futuro con decisión, y que quiera verdaderamente
producir cambios, más allá de seguir estancada en la búsqueda de enemigos.
Podría para eso cambiar de Valle en sus reflexiones: en
lugar de seguir pensando en el Valle de los caídos, repensar el Valle de Arán,
que es otro Valle de otros Caídos. Hace un par de días, cuando volvió a surgir
en los medios el debate eterno en torno a la sepultura de Franco, me acordé de
un libro que leí este verano, “Inés y la alegría” de Almudena Grandes. La
novela cuenta una historia ficticia que se sostiene sobre una historia real,
algo que en los últimos tiempos se ha puesto muy de moda. (Spoiler) Almudena
Grandes cuenta la historia, a través de los ojos de Inés, una madrileña
republicana que en origen era una niña bien de familia de derechas, de cómo miles de milicianos españoles
invadieron en 1944 el Valle de Arán, con la pretensión de echar a Franco del
poder y restaurar la República. Los soldados que invadieron Arán eran los
españoles que ganaron la Segunda Guerra Mundial, los primeros que entraron en
París luchando contra los nazis, los que combatieron a los Africa Korps de
Rommel en el Sahara. Eran soldados ganadores, que bien habrían podido disfrutar
de su éxito, recibir honores y haber tenido una vida dulce como ciudadanos
franceses o ingleses y que, sin embargo, después de diez años disparando un vejo
Mauser aún tenían ganas de partirse el lomo por los habitantes de esta vieja
piel de toro. Todos ellos, los que entraron en Arán, aproximadamente 13.000
hombres, eran voluntarios y lo mejor que sabían decir de sí mismos es que eran
españoles. Allí murieron unos seiscientos y el resto se retiró algunos días
después de comenzada la operación ante la imposibilidad de romper las líneas
del ejército de Franco, y la falta de apoyo tanto de los aliados como de los “españoles
del interior”. La intención de los combatientes y de su máximo lider, Jesús
Monzón, era la de no abandonar Arán, y establecer allí, en un Valle fácil de
defender, un gobierno alternativo al gobierno de Franco, en territorio español,
y que el reconocimiento internacional hiciera el resto. Sin embargo el nuevo
dirigente del Partido Comunista, Santiago Carrillo, más interesado en complacer
las instrucciones de Moscú que en devolver la legitimidad al Estado español,
ordenó la retirada de los combatientes y defenestró a Jesús Monzón. Esa fue sin
duda la última batalla de la guerra civil, y una de las más valerosas. Sin
embargo, los caídos en ese otro Valle no salen en ningún libro de texto, ni se
les reconoce mérito alguno, pese a que su intención era la de darlo todo por
los que consideraban sus “compatriotas”.
Es ese Valle, el de Arán, y esos combatientes, donde la
izquierda española debería buscar sus modelos de identificación, en esos
hombres quijotescos y valerosos que, o murieron en Arán, o descansan ya en
cementerios franceses. Hombres que volvían a España porque añoraban el
campanario de su pueblo, y sentirse entre los suyos, que no querían hacer la
Revolución sino vivir en un País en paz, pero con justicia. Hombres que creían
en el futuro, pero de verdad. En cambio, prefiere enredarse en seguir buscando
enemigos.
PD. Para no decepcionar diré algo sobre el Valle de los Caídos,
el del Escorial, mucho menos importante que el de los Pirineos. No creo que
haya que sacar de allí al Dictador y entregar los restos a la familia; esa opción
la perdió Franco desde que convirtió su cuerpo corrompido en patrimonio
nacional. Si de mí dependiese desconsagraría la Basílica y la convertiría en un
museo de los crímenes de la Guerra Civil. Entre ellos, tal vez el último, que
Franco descanse bajo la cúpula de una iglesia. Nunca imaginaría el dictador que
su mausoleo sería, finalmente, un museo del horror y su tumba parte del catálogo
de la exposición.
Interesante, y sobretodo, emotiva entrada, Eduardo.
ResponderEliminarEstoy completamente de acuerdo contigo.
Por añadir algo en la misma dirección: la izquierda política, a mi modo de ver, está abusando claramente del “franquismo” como explicación causal de todo tipo de efectos -perniciosos, claro está-. Por ejemplo: el franquismo es la causa de la corrupción política, del mal funcionamiento de la justicia, del independentismo catalán, del fracaso escolar y hasta de la pervivencia de bárbaras costumbres y fiestas populares (como los toros). Como decía Popper si una causa sirve para explicar todo tipo de efectos es como si no explicara ninguno. Especialmente fatua es, a mi modo de ver, la acusación de “franquismo” referida a la LOMCE. Esta, qué duda cabe, es una mala ley, pero no por “franquista”.
Mencionas también a un personaje polémico, Santiago Carrillo. Creo que la etapa más oscura del personaje no es la que habitualmente se le atribuye -Paracuellos- sino la que va desde el final de la 2ª Guerra Mundial hasta los años 70 con la adopción del “eurocomunismo”. En relación a Paracuellos creo que: por una parte Carrillo estaba enterado de la masacre, nadie se puede creer la acción de “elementos descontrolados” , pero por otra hay que tener en cuenta que estamos hablando de un joven de 18 años miembro de una organización paramilitar en una situación de guerra. Hubiera sido heroico oponerse a las directrices del comité Central y del comisario soviético y a las personas podemos exigirles decencia, pero no heroicidad. Mucha menos excusa tiene en todas las purgas de la posguerra y en la contemporización con el régimen de Stalin.
Saludos
No sé la izquierda política de lo que abusa, ni la izquierda no política, o como lo quieras llamar. No debería ser sólo la izquierda, si no personas coherentes y objetivas, las que reclamen justicia en el segundo mayor genocidio ocurrido en Europa en el pasado siglo. Sin más. Lo demás palabrerías. Somos el único país que no mira para otro lado y deja impunes a los criminales.
Eliminar** que mira, no que no mira.
EliminarÓscar, yo creo que la figura de Carrillo debería revisarse. No soy un entendido, la verdad, pero en la novela de Grandes se trata el tema tangencialmente y Carrillo no sale muy bien parado; un poco en el sentido en el que digo: había muchos exiliados ansiosos por trabajar contra el régimen, pero el partido comunistar, con Carrillo en la cabeza quería administrar el antifranquismo de forma que incluso lo hacía inocuo. Es más, se sugiere que fue Carrillo el responsable de la detención de Monzón en Barcelona por parte de la policía. Monzón era, como he dicho, uno de esos trabajadores por la justicia no reconocido.
ResponderEliminarAnónimo: (la verdad es que preferiría llamarte por un nombre, es más digno) Creo que tu crítica no está justificada. Por supuesto que todos querríamos justicia y que los criminales acaben en la cárcel, algo que desgraciadamente no ha ocurrido; por eso añadí la posdata, para evitar reproches como el que haces. Pero ese no es el tema a mi juicio. Lo que quiero decir es que la postura "antifranquista" de cierta izquierda política es meramente estética, una forma de cobrarse una identidad, pero está lejos de una verdadera petición de justicia. Victimas hay muchas, Anónimo, y en este caso me resultaría mucho más estimulante ponerle cara a los combatientes de Arán, sacarlos del olvido, referirnos la tumba a la que podemos llevar flores, darnos la oportunidad de agradecer, más que ejercer un millón de veces una airada queja contra la tumba del dictador, pero sin mover un dedo al respecto. Me parece más importante arrojar luz en Arán que en el otro Valle.
Edu, muy interesante texto. Da que pensar. Yo, ahora, me inclino a pensar que la transición, entre otras cosas, fue el intento -en gran medida conseguido- de mantener en España un régimen que no sólo no rompiera, sino que heredara las estructuras franquistas de poder. En eso estuvo la elite proveniente del régimen, pero también la oposición oficial. Como clara mediación, que integraron unos y otros, el PSOE, que, al llegar al poder perpetuó el régimen de componendas. Alguien ha llamado al felipismo "etapa superior del franquismo". Con esto quiero decir que tanto unos como otros participaron de ese mantenimiento de un régimen, relegando al olvido a fuerzas opositoras reales como,los anarquistas, o desmantelando las comisiones obreras actuantes en la última etapa del régimen, que fueron fagocitadas por el sindicato integrado en el sistema.
ResponderEliminarPero, ¿por qué ahora la izquierda oficial está empeñada en revisar los crímenes del franquismo? Me parece muy sospechoso que esto se haya empezado a hacer, precisamente, cuando todos los responsables de esos crímenes están muertos, y no cuando estaban aún vivos y disfrutaban de sus pensioones y sus cómodos retiros. Creo que hoy, cuando la "izquierda" y la "derecha", basicmante, manienen un programa similar, una defensa a ultranza del Estado, lo único que queda es escenificar, engrnadecer las pequeñas diferencias para que aparezcan como reales. Y en este juego, que, sin duda, puede tener pocos efectos, estamos.
El problema de la izquierda es su extremado apego al Estado "burgués", que no sólo desea conservar, sino fortalecer. Mentira es que la "derecha" en el poder amenace el poder y dimensión del Estado, sino al contrario. SI en la época de Zapatero, de un estatalismo feroz, el Estado controlaba el treintaypico por ciento del PIB, ahora, con los "defensores de la iniciativa privada", controla el cuarentay pico.
Señalas acertadeamente cómo la izquierda se vació de referencias para poder ocupar el poder vacío. Eso sí, construyó el discurso de la II República, una república que, en su momento, aborrecieron. Pero la república era un Estado, al menos, no como esos desharrapados de Arán de los que hablas, que no podían ofrecer ni siquiera una burocracia al gusto de los "amantes de regalos".