Immanuel Kant distinguía entre filosofía mundana y filosofía
académica; la primera es la filosofía ejercida por cada uno de
nosotros en nuestra vida cotidiana y la segunda es la filosofía
propia de la academia, de la Universidad. Contrariamente a lo que
pudiéramos pensar el profesor de la universidad de Königsberg no
defendía que la verdadera filosofía es la académica, sino más
bien lo contrario: las ideas filosóficas surgen en la vida mundana,
ella es la “legisladora de la razón”, la verdadera fuente donde
manan las ideas de la razón, mientras que los académicos serían
los “artistas de la razón”, es decir, los que recogen las ideas
mundanas y, de alguna forma, las pulen, las relacionan y finalmente
las presentan de un modo sistemático; de la misma forma que los
miembros de la RAE no inventan las palabras sino que se limitan a
recogerlas del ámbito mundano donde surgen.
Si Kant está en lo cierto la filosofía de los académicos no es
más cierta ni más verdadera que la del resto de ciudadanos; no es,
por tanto, labor del filósofo ilustrar al pueblo acerca de “verdades
filosóficas” que pudiera desconocer. La prueba más evidente de
que el filósofo no tiene una puerta de acceso a la Verdad es la
disparidad de tesis filosóficas acerca de todo tipo de cuestiones.
La actitud más apropiada por parte de la filosofía académica
sería, conforme a la distinción kantiana, permanecer a la
escucha de lo se cuece en el ámbito de la filosofía
mundana. Y lo que se cuece hoy es una interesante controversia
en relación al aborto.
Todos tenemos alguna opinión en relación al aborto. Esta
opinión, seamos conscientes de ello o no, está condicionada por
ideas filosóficas; ideas sobre el valor de la vida humana, sobre la
libertad individual, los límites del Estado, el papel de la mujer en
la sociedad, etc. La opinión del filósofo puede resultar
interesante porque, en ocasiones, podemos “ver” las “costuras”,
lo que hay detrás, las ideas en las que se apoya. Pero la opinión
del filósofo –como la del médico o el jurista– no es más
cierta o verdadera que la del resto de ciudadanos.
Sirva lo anterior como recordatorio para lo que sigue. En las
siguientes líneas voy a exponer mi opinión sobre el aborto pero,
como bien sabía Platón, contraponer una opinión a otra es un juego
pueril y estéril. La filosofía nace y se forja en la lucha contra
la opinión -la doxa-, en la búsqueda de un saber firme que
cancele y anule las meras opiniones. Pero, por razones que no podemos
abordar aquí, este saber firme -la episteme– no es posible
en todas las parcelas del conocimiento humano; es más, me atrevería
a decir que no es posible en relación a los problemas más
importantes, aquellos que nos interpelan en nuestra condición de
humanos. Este es el caso que nos ocupa. Si no es posible una episteme
sobre el aborto habrá que conformarse con doxa, pero, como
afirma Platón en el Teeteto, no todas las opiniones son
iguales; algunas, las mejores, se apoyan en el logos común,
es decir, en el razonamiento y la argumentación. Intentaremos ser
fieles al mandato platónico construyendo una opinión lo mejor
fundada que podamos.
1. Distinción entre ética y política.
Antes de entrar en materia estableciendo clasificaciones y
haciendo valoraciones conviene partir de una distinción previa: una
cosa es la ética y otra la política; una cosa es la valoración
ética del aborto voluntario y otra la valoración política de la
presente o de las pasadas leyes sobre el aborto; una cosa es decidir
sobre si el aborto es moralmente lícito y otra si, con independencia
de lo que se piense acerca de su inmoralidad, es pertinente su
castigo como delito.
Por mi parte, quisiera marcar distancias con dos posturas que
considero equivocadas. Por un lado la de algunas personas y
colectivos pro-vida que pretenden hacer coincidir e identificar su
moral, su sistema de valores, con el ordenamiento jurídico; por otro
lado, discrepo también de aquellos que reducen el aborto a un
problema de salud pública, niegan la
problemática ética que conlleva el aborto voluntario y lo reducen a
una operación rutinaria. Considero que el aborto suscita problemas
éticos y políticos y conviene abordarlos de forma separada.
La distinción entre ética y política puede establecerse, a mi
juicio, en dos planos diferentes:
a) En cuanto a los objetivos. Ética y política persiguen fines
diferentes. Recordemos que el término "ética" procede del griego
ethos que viene a significar carácter. La ética, por tanto
tiene que ver con la ”forja del carácter”, con la construcción
de la propia personalidad que va unida a un ideal de vida. Una ética
es ante todo un proyecto de vida. Son decisiones éticas aquellas que
contribuyen a una “buena vida” aquellas que nos hacen más
fuertes, autónomos y responsables.
El término “política” deriva polis, es decir, apunta
a la sociedad, a la mejor forma de organizar la convivencia mediante
leyes y normas. Es el espacio público el ámbito propio de la
política. Las mejores políticas son aquellas que articulan del
mejor modo posible el espacio público, aquellas que favorecen la
concordia y posibilitan la pervivencia del grupo en el tiempo.
Es habitual que las “buenas” decisiones éticas están en
sintonía con “buenas” medidas políticas. Así, por ejemplo,
condenamos el asesinato, el hurto o el abuso sexual tanto desde un
punto de vista ético como político. Sería de desear que en la
medida de lo posible los “malos” comportamientos éticos fueran
sancionados legalmente y, a la inversa, que las leyes tuvieran una
orientación ética, es decir, apuntaran a lo que los ciudadanos
consideran bueno y justo. Pero como cada esfera apunta a un fin
distinto es inevitable que surjan conflictos. Por ejemplo, el
adulterio en tanto que supone una vulneración de la palabra dada, es
un comportamiento antiético, propicia la mendacidad, la doblez y la
hipocresía. Sin embargo, en la mayor parte de las sociedades, no
esta legalmente prohibido, es decir, una acción que es políticamente
admisible es reprobable desde la perspectiva ética: el adúltero es
un inmoral, pero su conducta no es punible. Puede ocurrir también al
contrario, que una conducta positiva desde el punto de vista ético
acarree inconvenientes sociales que la hagan políticamente
indeseable. Por ejemplo en China solo muy recientemente se ha
suavizado la política del hijo único vigente desde 1979 como medida
de lucha contra la superpoblación. La decisión de una pareja de
procrear y formar una familia es, si cabe decirlo así, un “derecho
ético”, corresponde a la pareja optar por tener o no descendencia
y, en caso afirmativo, decidir cuántos hijos criar, siempre y
cuando puedan alimentarlos y proporcionarles una una vida digna. Sin
embargo un importante problema social lleva al Estado a intervenir
con una ley contraria a la ética.
b) Por otro lado conviene atender a un aspecto sobre el que los
liberales hacen hincapié: en las sociedades occidentales
contemporáneas no hay una ética, hay muchas. En realidad siempre ha
habido una pluralidad de éticas, de proyectos de vida, pero en el
pasado, como afirma Marx, siempre se ha impuesto una clase dominante
que impone su modelo de vida, su ética, al conjunto de la sociedad.
En la actualidad, quizá porque la clase dominante, como señala
Marcuse, ha sabido asimilar y hacer suyos los modos de vida
alternativos y anticapitalistas, no existe un modelo de vida
hegemónico, en la sociedad capitalista avanzada conviven distintos
modos de vida, distintas éticas.
Los liberales defienden que la mejor forma de garantizar la
convivencia entre grupos que sostienen éticas distintas es construir
unas reglas básicas de justicia: dado que vivimos en sociedades
pluralistas, las distintas concepciones del bien deberían aceptar
que la vida pública exige normas morales comunes con pretensión de
validez universal. Estas normas, por ser racionales, podrán ser
defendidas por todas y cada una de las distintas concepciones del
bien. Para ello, darán razones fundamentadas en sus propias
convicciones, lo que permitirá alcanzar lo que John Rawls llama
“consenso entrecruzado” que es el resultado de la aceptación de
una propuesta común que se juzga adecuada en función de la
valoración que cada persona hace por razones propias, no públicas.
Esta distinción es un punto central en la teoría del liberalismo
político de Rawls que es asumido por la izquierda política
cuando defiende, por ejemplo el Estado laico frente al Estado
confesional. Liberales y socialdemócratas coinciden, en teoría, en
defender la separación entre ética y política. Las sociedades
occidentales en las que vivimos son esencialmente pluralistas, en
ellas conviven múltiples, etnias, razas, ideologías y ... éticas.
Pero, a pesar de la necesidad y conveniencia de separar ética y
política, no cabe concebir un ordenamiento jurídico exento por
completo de valores morales. Toda norma existe para garantizar un
valor, de tal modo que el Estado, para garantizar la convivencia, ha
de guiarse por unos pocos valores – como la vida, la libertad, la
igualdad, la justicia o la paz- que están presentes en todas las
culturas que han alcanzado un grado importante de desarrollo,
aquellas que se han convertido en civilizaciones. Pero, al mismo
tiempo, ha de abstenerse de promover ningún modelo de “vida buena”
para no identificarse con ninguna ética en concreto. El tipo de
problemas que el Estado intenta solucionar tiene que ver con la
organización del espacio público, en cambio la ética se interesa
por los derechos de los individuos en
tanto que personas, antes que como ciudadanos.
Sin embargo distinguir entre ética y política, sostienen algunos
liberales contrarios al aborto libre -como Jon Juaristi (aquí)-,
no soluciona el asunto que estamos planteando, pues la vida humana es
uno de esos pocos valores universales en torno a los cuales cabe
articular una concepción universal de la justicia. Pero la defensa
del “derecho a la vida”, pienso, no implica necesariamente una
posición política favorable a la penalización del aborto voluntario por dos
razones:
- Primera, porque el derecho a la vida rige el ordenamiento jurídico del Estado de derecho, se refiere, claro está, a la vida humana y, en primer lugar, habrá que demostrar que el embrión o feto es un sujeto humano para ser portador de derechos (apartado 3.2).
- Segunda, porque el derecho a la vida no es el único que está implicado en este problema. La madre, la mujer, tiene derechos que deben ser garantizados: el derecho a la dignidad, a la libertad, a la integridad física, a la intimidad y a la autonomía. El aborto es una cuestión muy polémica porque implica un conflicto básico de derechos o valores positivos: la autonomía y libertad de la madre y el derecho de la vida que está en gestación.
Además, defender que el Estado toma como valor
fundamental el derecho a la vida no significa que la vida humana sea
sagrada e inviolable, quiere decir que la vida de una persona está
protegida y el Estado no puede quitársela arbitrariamente. Sin
embargo, como es sabido, existen Estados que aplican la pena de
muerte y en caso de conflicto armado el derecho a la vida queda en
suspenso: si un soldado arrebata la vida a otro en el campo de
batalla no es juzgado por homicidio y de igual forma la muerte
infligida a una persona puede no ser considerada como un homicidio si
es en legítima defensa. Los pro-vida aducen que el nasciturus
tiene más derecho a la vida que un preso condenado a la pena capital
o que un soldado de una nación enemiga porque es una criatura inocente. Pero la inocencia del feto ha de entenderse como una
confusa metáfora de resonancias religiosas –inocente como libre
de pecado- . Al margen de este léxico religioso hablar de la
inocencia del feto carece de sentido porque los términos “inocencia” y
su contrario “culpabilidad” se predican de personas que actúan
de forma libre y responsable. El feto no es inocente, ni culpable,
tales predicados carecen de sentido si no son aplicados a un ser
racional y libre.
Así pues la mera distinción entre ética y política no
soluciona por si sola esta problemática, pero es un primer paso
necesario para una reflexión más rigurosa y sistemática.
2. Planteamiento ético.
Es habitual un malentendido cuando se concede que el aborto
plantea problemas éticos o morales. Muchos traducen esto así:
depende de las creencias de cada uno y de sus sentimientos, a unos
les parece bien y a otros mal, en cualquier caso no hay nada que
discutir. Pero la ética nunca ha sido la respuesta a un capricho
arbitrario, las propuestas éticas siempre han presentado razones y
argumentos. Defender una propuesta ética implica estar abierto
abierto a la deliberación racional.
Hemos sostenido que no existe una ética sino muchas. Cuando se
condena o justifica una práctica -como el aborto voluntario- se
hace, conscientemente o no, desde un ética, es decir, desde un
modelo y proyecto de vida. Una valoración ética honesta habría de
ser transparente, o sea, debería hacer explícita la ética desde la
cual hace la valoración. Pues bien, la ética que voy tomar como modelo, para hacer una valoración de los distintos casos de
aborto voluntario, es una ética antropocéntrica que toma como
referencia a los individuos corpóreos pertenecientes a la especie
humana; se trata de la la ética de Spinoza. No podemos aquí hacer
una exposición de la misma, así que nos limitamos a recoger tres
aspectos:
a) Crítica a la visión dualista del ser humano. En abierta
oposición al dualismo cartesiano, Spinoza plantea una visión
monista del ser humano en la que, en cierta forma, se diviniza el
cuerpo y se materializa el alma. El ser humano es a la vez alma y
cuerpo y todo intento de concebirlo por separado, como mera materia o
como espíritu incorpóreo, piensa el holandés, es un desatino.
b) Teoría de las virtudes. Me limitaré aquí a comentar de qué
forma entiende el holandés tres virtudes - la fortaleza, la firmeza
y la generosidad –que nos permiten formular lo que podríamos
llamar un “sistema de deberes éticos” que complementan los
conocidos “derechos”- la vida, la libertad la salud etc- . Los
deberes éticos tienen que ver con la “construcción de nosotros
mismos” y la fortaleza la principal virtud ética. La fortaleza del
cuerpo es la salud, pero la fortaleza de la razón se despliega como
generosidad hacia los otros y firmeza hacia uno mismo. La firmeza es
entendida por Spinoza como “ el deseo por el que cada uno se
esfuerza por conservar su ser”, deseo que hemos de complementar con
“el deseo de ayudar a otro hombres y unirnos a ellos mediante la
amistad”, esto es, la generosidad. De esta forma las virtudes
éticas se concretan en acciones que permiten conservar y mejorar
tanto nuestra vida como la de nuestros semejantes. Spinoza desconfía
de cierta forma de entender la generosidad como altruismo
desinteresado y también de aquellos que entienden la fortaleza como
egoísmo insolidario. La ética de Spinoza aspira a trascender esta
oposición -egoísmo/altruismo- . Una acción es “buena”, por
tanto, cuando despliega fortaleza cuando contribuye a la vida, a la
conservación de ser, tanto en mi persona como en la de los otros.
c) Teoría de las pasiones. Como hemos señalado cada cosa se
esfuerza por perseverar en su ser, pues bien, la alegría es el
afecto o la pasión que acompaña a la conciencia de aumentar la
potencia de existir y la tristeza es el afecto contrario. De tal modo
que existe una íntima conexión entre los valores morales y las
pasiones: es bueno lo que nos alegra, lo que favorece el esfuerzo de
cada uno por existir y malo lo que nos entristece, lo que nos
debilita y perjudica.
3. Problemas éticos que plantea el aborto voluntario.
3.1 ¿Soy la dueña de mi propio cuerpo?
Acaso sea este uno de los argumentos más esgrimidos por algunas
feministas para justificar la decisión de la mujer que pretende
interrumpir su embarazo. Sin embargo, por mi parte, reconozco que los
argumentos de los antiabortistas me parecen más consistentes: el
embrión no es una parte del organismo de la madre, no es una
excrecencia que pueda eliminarse sin más contemplaciones. Todos los
médicos y biólogos coinciden en señalar que el embrión tiene una
identidad genética propia e individualidad orgánica. El feto es más
un “alguien” que un “algo” y, sin duda, es una realidad
distinta a la mujer gestante.
Es curioso que este sea un argumento usualmente esgrimido por
anticapitalistas cuando en realidad es una apología de la propiedad
privada y del mercantilismo: el embrión es mío y hago con él lo
que me dé la gana. Desde el punto de vista de la ética materialista
de Spinoza no tiene sentido decir que una persona es propietaria de
su cuerpo puesto que no es nada más allá de un ser corpóreo. La
propiedad es un relación que se establece con un “otro”, no con
el propio “yo”. La única manera de dotar de inteligibilidad a la
fórmula (“yo soy el propietario de mi cuerpo”) es asumir una
antropología espiritualista que identifique al “yo” con el alma
o el espíritu. Una filosofía materialista, como la que aquí se
ejerce, identifica el “yo” con el cuerpo y reconoce que el
embrión o feto es, al menos, “otra cosa” distinta al propio
cuerpo con la que cabe relacionarse de un modo u otro.
3.2 ¿El feto es una persona?
Algunos antiabortistas insisten en que desde el momento mismo de
la fecundación estamos ante un individuo humano nuevo al que deben
otorgársele todos los derechos que le correspondan, esto es, todos
los que disfrutan los seres humanos adultos. El argumento que se presenta como decisivo es el de la identidad genética: desde el
momento mismo de la fecundación se inicia la existencia de una nueva
vida específicamente humana dotada de un código genético único e
irrepetible, no idéntico ni al de la madre ni al del padre. Este
genoma humano controla y fija irreversiblemente su desarrollo
sucesivo. De esta primera célula o cigoto, no podrá resultar sino
un hombre, y precisamente ese hombre. Los conocimientos actuales de
biología molecular nos han permitido constatar que el genoma único
e irrepetible que está presente en el momento mismo de la concepción
es el mismo que encontramos en cada una de las células del embrión,
del feto, del niño, del joven, del adulto y del anciano. Pero el
argumento de la identidad genética no es tan decisivo como parece:
“algo” no es una persona por estar compuesto de células con un
código genético humano único e irrepetible, todas las células de
nuestro organismo tienen identidad genética humana: las uñas, el
pelo... y no por ello entendemos que tengan derechos o deban ser
protegidas de algún modo.
Si defendemos que el el cigoto o el embrión es un ser humano
debemos dar algún argumento adicional más contundente que el de la
identidad genética. Ese argumento, esgrimido, entre otros, por la
Iglesia católica, suele ser el de la continuidad biológica: una vez que se produce la fecundación se inicia un proceso biológico, gradual y continuo, en el que no es posible, con rigor científico, establecer un umbral a partir del cual,
aquello que no es todavía humano, se volviese humano. Por tanto, se
ha de desechar toda tentación de marcar un antes y un después, pues
no existe ningún salto cualitativo, ninguna transformación en su
esencia por la cual el feto, embrión o cigoto se convierta en algún
momento de su desarrollo en algo distinto a lo que fue en la concepción.
El argumento de la continuidad biológica debe ser justamente
ponderado, pero la mera existencia de una continuidad biológica
celular no está reñida con la distinción de fases o etapas en el
desarrollo embrionario -cigoto, blástula, mórula embrión y feto-
que son significativas, pues suponen una reorganización total o
parcial de la estructura celular que acaba desembocando en un
neonato. Estas fases son necesarias para la constitución final de un
ser humano pero no hay porqué identificarlas como otras tantas
etapas en la vida de un individuo humano. Apreciar las
potencialidades futuras de un embrión es importante para no
considerarlo como un montón de células carentes de valor
intrínseco, pero es injustificado valorar el embrión o el feto no
por lo que es sino por lo que puede llegar a ser. Esto que es
evidente cuando lo referimos a otros procesos biológicos se muestra
intencionalmente confuso en el caso del ser humano. Una bellota no es
un roble. Los cerdos se alimentan de bellotas, no de robles. Un roble
es un árbol, mientras que una bellota no es un árbol, sino sólo
una semilla. Es lo que Aristóteles expresaba diciendo que la bellota
no es un roble de verdad, un roble en acto, sino sólo un roble en
potencia, algo que, sin ser un roble, podría llegar a serlo. Un
hombre vivo es un cadáver en potencia, pero no es lo mismo enterrar
a un hombre vivo que a un cadáver. A los vegetarianos, a los que les
está prohibido comer carne, se les permite comer huevos, porque los
huevos no son gallinas, aunque tengan la potencialidad de llegar a
serlas. De igual forma un embrión no es un hombre, y por tanto
eliminar un embrión no es lo mismo que matar a un hombre.
El contrargumento que acabo de exponer es más convincente cuando
se ejemplifica con las primeras fases del desarrollo fetal que con
las últimas: el cigoto no es una persona es “otra cosa” que
potencialmente puede dar lugar a un ser humano, pero... ¿existe una
diferencia significativa entre un neonato y un feto de siete meses?
Parece que no. De tal modo que, aun reconociendo que el proceso que
desemboca en un ser humano es gradual y continuo, es útil y conveniente buscar hitos, etapas o momentos que nos permitan tomar una decisión
ética: la de fijar el momento en el cual vamos a considerar al
embrión o feto como humano, y, consiguientemente, otorgarle una
protección más rigurosa.
Algunos, como David Alvargonzalezi,
señalan como el momento clave la implantación del blastocisto en el
útero porque es entonces cuando tiene lugar la organización y
especialización celular, hacia los quince días después de la
gestación. Antes no cabe hablar de individuo humano porque no cabe
hablar de individuo: el conjunto de células indiferenciadas que es
la mórula y el blastocisto antes de la implantación todavía puede
evolucionar hacia uno o dos individuos (gemelos homocigóticos) de
tal forma que solo cabe hablar de un organismo individual a partir de
los 15 días, cuando se constituye el embrión, que ya puede
considerarse un individuo orgánico, un sujeto individual de nuestra
especie.
En el otro extremo el filósofo australiano Peter Singerii
sostiene lo que está en discusión no es si el feto pertenece o no a la especie humana, sino si es persona, y lo que define a las personas, según Singer, es
la autoconciencia, la capacidad de tener deseos y capacidad de sentir
dolor de forma consciente; pero estas capacidades no se adquieren
hasta, al menos, un mes después del nacimiento. Así pues, ni siquiera el recién nacido es una persona en sentido estricto, por lo que carece de derechos
éticos -al contrario que un delfín, una ballena o un chimpancé que
sí son, o al menos así deberían ser considerados, personas- . De
esta forma la propuesta de Singer nos conduce a un extraño mundo donde se justifica el infanticidio antes del
primer mes de vida, tal y como era practicado por los civilizados
griegos y romanos, y se prescribe el vegetarismo.
De forma semejante argumenta Mary A. Warren (aquí) al analizar el aborto como un conflicto entre el derecho a la vida del feto y los derechos de la mujer. Después del parto, dice la americana, los derechos del niño pueden ser salvaguardados porque no colisionan necesariamente con los derechos de la mujer (pues en caso de conflicto grave es posible respetar tanto el derecho a la vida del niño como los derechos de la mujer entregando al niño en adopción), pero durante la gestación el derecho a la vida del feto puede entrar en colisión con los derechos de la mujer y esta oposición no puede analizarse como un conflicto entre iguales sino que se trata de los derechos de una persona frente a los derechos de una no-persona. En este caso deben prevalecer los derechos de la persona, o sea, los derechos de la mujer. Aun cuando el feto pueda ser considerado una persona en potencia, la mujer es una persona en acto y, conforme a la doctrina aristotélica, el ser en acto tiene prioridad sobre el ser en potencia.
De forma semejante argumenta Mary A. Warren (aquí) al analizar el aborto como un conflicto entre el derecho a la vida del feto y los derechos de la mujer. Después del parto, dice la americana, los derechos del niño pueden ser salvaguardados porque no colisionan necesariamente con los derechos de la mujer (pues en caso de conflicto grave es posible respetar tanto el derecho a la vida del niño como los derechos de la mujer entregando al niño en adopción), pero durante la gestación el derecho a la vida del feto puede entrar en colisión con los derechos de la mujer y esta oposición no puede analizarse como un conflicto entre iguales sino que se trata de los derechos de una persona frente a los derechos de una no-persona. En este caso deben prevalecer los derechos de la persona, o sea, los derechos de la mujer. Aun cuando el feto pueda ser considerado una persona en potencia, la mujer es una persona en acto y, conforme a la doctrina aristotélica, el ser en acto tiene prioridad sobre el ser en potencia.
En todo caso, pienso, lo que está en juego aquí es la condición
de “ser humano”, no la de “persona”. Desde el punto de vista
jurídico la persona surge y adquiere derechos desde el momento de su
nacimiento -no antes- cuando adquiere su condición de ciudadano,
tal y como lo establece en España la doctrina del Tribunal
Constitucional. Si el feto muere en el vientre de la madre a efectos
legales es como si no hubiera existido jamás. Aun así, esta
atribución no es más que una ficción jurídica que consiste en
otorgar al neonato todos los derechos y cualidades de una persona
antes de que se las haya ganado. Una persona, tiene razón
Singer, ha de poseer autoconciencia, desear vivir y sentir dolor ...
pero no sólo eso. La noción de “persona” surge en el seno de la
tradición filosófica cristiana y designa, como señala G. Buenoiii,
a un sujeto ético que actúa en el seno de una comunidad, que
comparte ciertos valores con otras personas, que goza de derechos,
pero también está sujeto a obligaciones morales. El niño se va
haciendo persona paulatinamente, en la medida en que participa en una
comunidad y asimila el lenguaje y los valores imperantes en su grupo;
poco a poco el niño se va construyendo como sujeto ético. La
tradición católica instituye como rito iniciático la ceremonia de
la Primera Comunión, la cual marca la entrada del infante en la
comunidad de creyentes, lo que puede interpretarse, desde otros
parámetros, como la adquisición de la cualidad de “persona”.
Obviamente los niños, antes de ser personas, precisan y merecen
protección legal y disfrutan de derechos por su condición humana
que podemos retrotraer incluso antes del parto.
Por mi parte tiendo a pensar que - tanto desde la perspectiva de la ontogenia como de la filogenia - eso que entendemos por vida o condición humana es una emergencia, es decir, una propiedad que surge en un
sistema como consecuencia de una mayor grado de organización y
complejidad, como defiende el biofísico H.J. Morowitziv.
La humanidad, sostiene el americano, está asociada a un cierto
desarrollo de la corteza cerebral lo que sucede aproximadamente a
partir de la veinteava semana después de la gestación. A las
veintinueve semanas el feto ya tiene espina dorsal, tálamo y cortex
donde encontramos receptores somatosensoriales susceptibles de
recibir “señales de dolor”. Pero no hay ningún fundamento para
creer que el dolor es posible antes de que se produzca la conexión
entre el tálamo del feto y su neocortex en desarrollo (con toda
seguridad después de la segunda mitad de la gestación, aunque éste
es un asunto actualmente en discusión: 22-23 semanas de gestación).
A partir de la semana 22 de gestación, considerada como fecha que
delimita el comienzo de la viabilidad del feto independientemente de
la madre, el derecho a la vida del feto debería prevalecer sobre los derechos de la madre -a la libertad, la autonomía, la integridad física etc- en
sintonía con las directrices de la Organización Mundial de
la Salud (OMS), que define el aborto como "la interrupción
voluntaria de la gestación desde la implantación en el útero hasta
la viabilidad fetal".
Pero lo que hay antes de un sujeto humano no es una mera “cosa”;
el nasciturus merece cierta consideración ética gradual: no es lo
mismo un blastocisto de unos días compuesto por células
indiferenciadas que un embrión de cinco semanas o un feto de veinte
semanas con todos sus órganos formados. Debemos abandonar la lógica
binaria para abordar este tipo de cuestiones pues es imposible fijar
un momento exacto a partir del cual lo no humano deviene en humano.
Sin embargo, sí es posible aplicar una lógica difusa semejante a la
que empleamos de forma inconsciente, por ejemplo, para decidir si una
persona es rubia o morena: no es posible determinar cuánto color ha
de tener un pelo para pertenecer al conjunto de los rubios o de los
morenos; lo que no quiere decir que sea arbitraria o gratuita está
distinción. Del mismo modo entiendo que es razonable sostener que un
cigoto no es un ser humano, pero un feto de siete meses sí lo es y
que alrededor de las 20 semanas después de la concepción se
producen las transformaciones más determinantes en el desarrollo
fetal.
De todas formas no tenemos más remedio que admitir el relativo fracaso de esta indagación. Por un lado encontramos cierta base científica para sostener una decisión ética -una convención- que encaja con la información de la que disponemos acerca del desarrollo embrionario y fetal: a partir de la semana veinteava -no antes- es razonable tratar al feto como a un sujeto humano. Pero por otro lado debemos reconocer que es posible dar con buenas razones para defender otras tesis más radicales y opuestas: que el embrión es ya -después de la implantación en el útero- un organismo individual perteneciente a la especie humana o que el feto no es una persona. Obviamente argumentaremos en sentidos opuestos según hagamos hincapié en una u otra tesis.
Una decisión política en relación al aborto precisa, entiendo, de bases más sólidas que las que aquí hemos encontrado.
De todas formas no tenemos más remedio que admitir el relativo fracaso de esta indagación. Por un lado encontramos cierta base científica para sostener una decisión ética -una convención- que encaja con la información de la que disponemos acerca del desarrollo embrionario y fetal: a partir de la semana veinteava -no antes- es razonable tratar al feto como a un sujeto humano. Pero por otro lado debemos reconocer que es posible dar con buenas razones para defender otras tesis más radicales y opuestas: que el embrión es ya -después de la implantación en el útero- un organismo individual perteneciente a la especie humana o que el feto no es una persona. Obviamente argumentaremos en sentidos opuestos según hagamos hincapié en una u otra tesis.
Una decisión política en relación al aborto precisa, entiendo, de bases más sólidas que las que aquí hemos encontrado.
4. Valoración ética de distintos supuestos de abortos voluntarios.
4.1 Aborto humanitario o aborto por violación. Es muy claro que en
este supuesto la madre no es responsable del embarazo y en esta
situación tan grave y dolorosa, la tristeza -en el sentido, nada
trivial, que Spinoza da a esta noción- se apodera de la vida de la
mujer. El derecho de la mujer a su autonomía, libertad e integridad
se impone al derecho a la vida del feto o, dicho de otra forma, la
voluntad de la madre por continuar con su vida, esto es, la firmeza,
pesa más que la generosidad hacia una nueva vida. En este caso,
pensamos muchos, el aborto está sobradamente justificado.
Convendría destacar que este caso el aborto es admitido o
tolerado por muchos antiabortistas, pero lo hacen violentando en
núcleo mismo de su argumentación porque si, como muchos de ellos
dicen, el embrión es una persona con los mismos derechos que el
resto, especialmente el derecho a la vida, el hijo de un violador
debería disfrutar de esos derechos en las mismas condiciones que
cualquier otra persona. Esta contradicción ha sido puesta de relieve
por R. Dworkinv.
El filósofo americano sostiene que una cosa es lo que algunos dicen
cuando polemizan públicamente sobre el aborto y otra lo que
verdaderamente creen. Los antiabortistas dicen, pero no creen, que
los fetos tienen derechos e intereses propios porque si así fuera,
mostrarían mucha más intolerancia contra el aborto humanitario de
lo que en ellos es habitual. En realidad el desacuerdo entre las
personas es menos profundo de lo que parece. Pocos realmente creen
que que el feto es una persona normal y pocos también son los que
piensan que es una mera cosa. La mayoría estamos de acuerdo en que
el aborto no es un método que pueda sustituir a los anticonceptivos,
que es preferible un aborto temprano a uno tardío y compartimos una
idea fundamental: el valor intrínseco de la vida humana.
4.2 Aborto terapéutico.
a) Aborto por riesgo (físico) para la vida o la salud de la mujer
embarazada. Es quizá el caso más claro en que la firmeza de la
madre por seguir viviendo es incompatible con la generosidad hacia el
embrión. Casi todos estamos de acuerdo en que, con independencia de
si consideramos o no al feto como una persona, la vida de la madre es
más valiosa que la del feto, por lo tanto, el feto debe morir si es
necesario para salvaguardar la vida de la madre. En este caso no
solamente está justificado el aborto, pienso, sino que es la
conducta ética más apropiada, la que apunta de un forma más clara
a la fortaleza que es, como hemos venido diciendo la virtud ética
fundamental.
b) Aborto por riesgo para la salud psíquica de la madre. Este
supuesto estaba contemplado en la ley de 1985 (hasta el 2010) y a él
se acogían más del 90% de las mujeres que abortaban. El nuevo
anteproyecto de ley del ministro Gallardón recupera este supuesto,
si bien ahora serían precisos dos informes –no uno- que avalen
está situación. El aumento de la burocracia que conlleva esta
exigencia tiene que ver con lo difícil que es establecer de manera
mínimamente rigurosa la noción de “salud psíquica”. Lo ambiguo
de la expresión y las dificultades para trazar una frontera entre
salud y enfermedad mental han favorecido que durante años -los que
estuvo en vigencia la ley del 85- este supuesto haya sido un
constante “coladero”: es del todo inverosímil que la salud
psíquica de cientos de miles de mujeres españolas haya peligrado
por quedarse embarazadas. En la práctica, el supuesto de grave
riesgo psíquico para la vida de la madre conducía al aborto libre o
interrupción voluntaria del embarazo previo informe psíquico, pero
sin límite de semanas, lo que suponía una inseguridad jurídica
para las mujeres y para los profesionales de la salud que intervenían
en el aborto.
En cualquier caso la consideración ética de este supuesto, en el
caso de que estuviera bien acreditado, sería la misma que la
relacionada con la salud física de la embarazada: la firmeza de la
madre por perseverar con su vida se impone a la generosidad hacia el
feto. Además también es pertinente considerar el derecho del hijo
a disfrutar de las atenciones de una madre mentalmente equilibrada;
la vida ya es suficientemente difícil de por sí, como para añadir
la complicación extra de no recibir los debidos cuidados maternales
por culpa de un trastorno mental ocasionado por el nacimiento de la
criatura.
4.3 Aborto eugenésico o aborto por malformaciones graves del embrión
o feto. En primer lugar conviene destacar que, a día de hoy, este
supuesto no está contemplado en el anteproyecto de ley del
ministerio de Justicia, lo que es especialmente sangrante en un
contexto de políticas restrictivas que ponen en peligro el sistema
público sanitario, lleno de copagos, y de una Ley de Dependencia en
rápido proceso de desmantelamiento. De nuevo este caso puede
interpretarse como un conflicto entre firmeza de la madre por
continuar con su vida y la generosidad hacia el embrión. Aunque
sería discutible que llevar adelante la gestación en estas
difíciles circunstancias sea un acto de generosidad: traer a este mundo a un
ser humano con una importante minusvalía que le haga imposible una
vida normal no tiene porqué ser un acto de generosidad. Incluso
podría ser considerado un acto cruel. En los países anglosajones
existen procesos judiciales, denominados “wrongful life”, en los
que la parte demandante es el niño que sufre malformaciones (por
medio de sus representantes legales) contra los servicios médicos,
por no detectar las malformaciones e incluso contra los propios
padres por no haberse interesado por el diagnóstico prenatal y no
haber tomado la decisión de abortar.
Los casos más habituales en los que se aplica este supuesto son
los de embriones afectados por el Síndrome de Down o por parálisis
cerebral. Aunque las personas afectadas por estas minusvalías pueden
alcanzar una calidad de vida aceptable, no todos los progenitores
tienen la fortaleza -y los medios económicos– para llevar
adelante la crianza de niños así. La decisión de continuar con el
embarazo en una situación semejante es un comportamiento
extraordinario, heroico, que merece ser ensalzado, pero no puede ser
exigido como norma ética general.
4.4 Aborto libre o interrupción voluntaria del embarazo (IVE), que no
entra en ninguno de los supuestos antes considerados.
La filósofa americana Judith J. Thompsonvi
desarrolla lo que se ha convertido en un clásico argumento numerosas
veces citado y discutido, que justifica éticamente la decisión de
una madre de interrumpir su embarazo. Lo original del razonamiento de
Thompson es que no discute el baluarte argumentativo de los
antiabortistas: el feto es una persona. Thompson concede que
cualquier línea que marquemos en el proceso fetal, para separar lo
que es un ser humano de lo que es una cosa, es del todo arbitraria y
concede que el feto pudiera ser considerado una persona. Ahora bien
el derecho fundamental que quiere hacer valer la americana es el
derecho de una mujer para decidir lo que acontece en su propio
cuerpo. Es cierto que el embrión o feto no forma parte del cuerpo de
la mujer, pero precisa de él para sobrevivir. Sin duda es un noble
acto de generosidad el que las madres permitan disponer de su cuerpo
al feto para su supervivencia pero esta cesión no puede ser una
obligación moral y legal. El Estado no tiene autoridad moral para
obligar a una madre a ceder su cuerpo para la supervivencia de otra
persona. Si las mujeres lo hacen será por un loable acto de
generosidad, pero no por un deber moral o legal.
Desde la perspectiva que estamos sosteniendo en este artículo, la
filosofía de Spinoza, no encontramos inteligibilidad, como ya se ha
dicho, a la disociación entre el yo y el propio cuerpo por lo que
las analogías que propone Thompson (en las que no vamos a entrar por
motivos de espacio y tiempo) no están bien planteadas. Las
decisiones de una madre afectan a ella por entero y al embrión. El
cuerpo de la madre no es un tercero en discordia propiedad de una de
las partes, como sugiere Thompson cuando afirma que “la madre es la
dueña de la casa”.
Otro argumento que justifica el aborto libre es el que sostiene,
por ejemplo, Italo Calvino (aquí)
que se apoya en el derecho del niño a ser querido y deseado. El niño
habría de contar al llegar al mundo con la aceptación y el cariño
de sus progenitores. Bastante complicada es y la vida por si misma
como acarrear el lastre de ser un niño no deseado. El aborto sería
entonces el último instrumento para garantizar los derechos del
niño. Reconozco mi simpatía por un argumento semejante que no
considera el feto como un potencial estorbo o inconveniente del cual
nos podemos desprender con la conciencia tranquila. Sin embargo un
planteamiento tal otorga a los progenitores o a la madre un poder
omnímodo: los padres como demiurgos que deciden cuando una vida es
digna de ser vivida y cuando no. Tiendo a ver la vida como algo que
acontece, que, de algún modo, se nos viene encima y desconfío
instintivamente de la voluntad planificadora que aspira a tenerlo
todo bajo control.
Por mi parte entiendo que una valoración ética del aborto libre
es imposible, no estamos ante un caso o supuesto sino ante un “cajón
de sastre” donde entran supuestos muy diferentes. No es posible
hacer una análisis casuístico que contemple todos los factores.
Encuentro que pueden existir circunstancias que permitan justificar
éticamente el aborto voluntario: si los jóvenes viven en un país
con un difícil acceso a los medios anticonceptivos o si no disponen
de la suficiente información, si las circunstancias económicas de
la familia son muy penosas, si la madre tiene alguna discapacidad
intelectual etc. Pero si estamos ante una decisión frívola, por
ejemplo, abortar un embarazo porque los progenitores no desean una
niña o por priorizar un viaje o facilitar un ascenso profesional, y
si no se han utilizado métodos anticonceptivos por dejadez o
negligencia, entonces, según mi opinión, el aborto no está
éticamente justificado. En estos casos la falta de responsabilidad y de generosidad de los progenitores denotaría un egoísmo que no puede interpretarse
como fortaleza sino como mezquindad. La mera incomodidad que pudiera
ocasionar la llegada de un recién nacido no justifica éticamente el
aborto. Al menos desde la perspectiva ética que estamos ejercitando
en este artículo, la ética de Spinoza, que, claro está, no es de
obligado cumplimiento. Desde una ética hedonista o utilitarista –que pueden considerarse como proyectos éticos mayoritarios en las
sociedades occidentales avanzadas- puede justificarse el aborto
voluntario en cualquier circunstancia o al menos siempre que las
consecuencias de un embarazo acarreen más dolor y sufrimiento que
placer o felicidad. Lo que nos lleva a reconocer que la ética no
puede tener la última palabra.
5. Problemas políticos que plantea el aborto voluntario.
En los países de tradición católica suelen primar los
argumentos éticos a los políticos o, por decirlo de otro modo, se
subordina las decisión política de prohibir o despenalizar el
aborto voluntario a la decisión ética acerca de su moralidad. Sin
embargo la decisión de prohibir o fomentar el aborto puede ser
debida a razones estrictamente políticas: Lenin legalizó el aborto
en la unión Soviética en 1920, en el contexto de una política que
pretendía incorporar las mujeres al trabajo y Stalin lo prohibió en
1936 con el objetivo de incrementar la población; la Alemania nazi
fomentó el aborto eugenésico entre los colectivos que eran
considerados indeseables o inferiores; la China comunista o la India
de Indira Gandhi utilizaron el aborto como instrumento en su lucha
contra la superpoblación y el infanticidio femenino, etc.
De igual modo, la progresiva despenalización del aborto en los
países occidentales –en el 67 en Reino Unido, en el 73 en EEUU,
en el 75 en Francia, en el 78 en Italia...- ha sido un medio de
lucha contra un problema de salud pública: el aborto ilegal y
clandestino. La falacia mayor de los argumentos antiabortistas, es
que se esgrimen como si el aborto no existiera y sólo fuera a
existir a partir del momento en que la ley lo apruebe. Confunden
despenalización con incitación o promoción del aborto. Pero
despenalizar el aborto significa, simplemente, permitir que las
mujeres que no pueden o no quieren dar a luz, puedan interrumpir su
embarazo dentro de ciertas condiciones elementales de seguridad y
según ciertos requisitos, y no lo hagan, como ocurre en todos los
países del mundo que penalizan el aborto, de manera ilegal,
precaria, con riesgo para su salud y, además, puedan ser
incriminadas por ello.
Otro importante aspecto a considerar, desde la perspectiva
política, es el que hace referencia a la igualdad de todos los
ciudadanos. En teoría las leyes obligan a todos los ciudadanos por
igual, pero en la práctica la penalización del aborto sólo tiene
algún efecto en las mujeres pobres. Las otras, lo tienen a su
alcance cuantas veces lo requieran, pagando las clínicas y los
médicos privados que lo practican con la discreción debida, o
viajando al extranjero. Las mujeres de escasos recursos, en cambio,
se ven obligadas a recurrir a curanderos clandestinos, que las
explotan, malogran, y a veces las matan.
Estos problemas políticos y sociales que acabo de exponer son más
acuciantes que los problemas teóricos que plantea la consideración
o no del feto como un ser humano. Hemos visto como los problemas éticos pueden ser abordados y respondidos de maneras diversas. Sin embargo
los problemas sociales ligados a la práctica del aborto voluntario
nos empujan a tomar algún tipo de decisión. ¿Cuál? En los países
occidentales se ha ido abriendo paso, no sin enormes dificultades y
luego de ardorosos debates, la conciencia de que a quien corresponde
decidir es a quien vive el problema en la entraña misma de su ser,
que es, además, quien sobrelleva las consecuencias de lo que decida.
No se trata de una decisión ligera, sino difícil y a menudo
traumática. Es la madre, no el Estado, quién mejor conoce las
circunstancias en las que una nueva vida llega al mundo, unas
circunstancias que pudieran ser tan difíciles que aceptarlas
significara condenar al nuevo ser a una existencia indigna, a una
muerte en vida. Como esto es algo que sólo la propia madre puede
evaluar con pleno conocimiento de causa, es coherente que sea ella
quien decida. Los gobiernos pueden aconsejarla y fijarle ciertos
límites y la obligación de un periodo de reflexión entre la
decisión y el acto mismo, pero no sustituirla en la trascendental
elección.
Ahora bien ¿qué tipo de ley, respetuosa con la decisión de la
madre, es la más adecuada? En España hemos conocido la ley de
supuestos o indicaciones del 85, a la que, según dicen, quiere regresar el gobierno del PP, y la ley de plazos de 2010. A la luz
de la experiencia pasada y sin entrar en detalles, entiendo que una
ley de plazos es preferible a una ley de supuestos. Por varias
razones.
La principal es que en España durante los años de implantación
de la ley del 85 existió un fraude de ley generalizado que con toda
probabilidad volverá a ocurrir si se establece una ley de
indicaciones. Más del 90% de mujeres que abortaron en está época
se acogió al supuesto que contemplaba riesgo para la salud psíquica
de la madre. No es razonable pensar que tantas mujeres estuvieran al
borde de la enfermedad mental. Desde un punto de vista político no
cabe duda: es preferible una ley que se cumpla estrictamente a otra
que fomente el fraude continuo. Recordemos aquí que Platón en el
Critón nos advertía contra la corrupción que se producía
allí donde no hay un “gran respeto por la ley”. En aras del
respeto a la ley es preferible una ley de plazos.
Además una ley de plazos ofrece más seguridad jurídica a todos
los implicados en la operación pues los términos de la ley dejan
menos margen a las ambigüedades o a las interpretaciones subjetivas;
es una respuesta más realista a un importante problema que afecta a
miles de mujeres; libera a los psicólogos y psiquiatras de la ignominiosa tarea de elaborar informes fraudulentos; es una respuesta en consonancia con la neutralidad
moral que le supone al Estado liberal y, por último, es más respetuosa con la dignidad de
las mujeres pues evita tratarlas como a trastornadas.
El principal inconveniente de una ley de plazos es que todo plazo
es arbitrario. La ley del 2010, en consonancia con otras de nuestro
entorno, establecía 14 semanas como límite para la interrupción
voluntaria del embarazo y 22 semanas si se detecta un grave riesgo
para la vida de la madre o el feto. Pero... ¿por qué 14 semanas?
¿Existe alguna diferencia moral entre un aborto de 12 semanas y otro
de 16? Debemos reconocer que no tenemos una buena respuesta a estos
interrogantes.
Por último acabo con un malentendido habitual: una ley de
despenalización no implica, en absoluto, que el aborto sea un
derecho. Los derechos se basan en bienes o valores, pero el aborto
es una desgracia, un mal; no puede ser considerado un derecho. Además
no podemos ni debemos ampliar arbitrariamente la lista de los
derechos pues es la mejor forma de vaciarlos de todo significado. No
nos confundamos, los derechos humanos son los que están contemplados
en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948.
Bastante difícil es darles una justificación teórica como para
aumentarlos arbitrariamente; encima añadiendo males o contravalores
como derechos. La mujer no tiene derecho a abortar sino que el Estado
renuncia a considerar esta práctica como delictiva siempre que se
ajuste a un plazo temporal o a unos supuestos. Del mismo modo que
tampoco tenemos derecho a ser adúlteros; simplemente el Estado se
inhibe, no considera el adulterio como un delito.
i ALVARGONZÁLEZ, David, La clonación, la anticoncepción y el
aborto en la sociedad biotecnológica (2009)
ii SINGER,
Peter, Ética Práctica. Capt 5, Quitar la vida: el aborto.
(1994)
iii BUENO,
Gustavo, El sentido de la vida, Individuo y Persona (1996)
iv MOROWITZ,
Harold y TREFIL, J. La verdad sobre el aborto. ¿Cuándo empieza
la vida humana? (1992)
v DWORKIN,
Ronald El dominio de la vida (1994)
vi J.J.
THOMPSON, Una defensa del aborto (1971)
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