No hay dos canciones de Springsteen más opuestas ni más
complementarias que Born to run y The River. En la primera, Born to run (1975), una canción escrita hacia
el futuro y llena de emoción, Springsteen nos habla de una vida al margen de la
ley en una sociedad que nunca cumple lo que promete; es la historia de un antihéroe
americano que quiere tensar las cuerdas de lo posible. La segunda, The River, Springsteen la grabó en 1980
y supone una exposición cruda y sincera del verdadero sueño americano, ya
truncado. En ella, atravesada por una insuperable melancolía, un antihéroe
americano, obrero de la construcción, recuerda cuando aún su vida se jugaba en
una promesa sencilla, cuando aún no estaba ya todo dicho y la realidad era
amable y jovial. La promesa de un futuro brillante, pero al margen de la
sociedad en 1975, se convierte en un genio melancólico y pesimista en 1980,
pero dentro del sistema.
Springsteen contrapesa una y otra identidad en dos canciones
que bien podrían poner banda sonora a la vida cotidiana del hombre contemporáneo.
En un mundo que es in-mundo, sólo cabe la vida en el margen del sistema,
tensando la contradicción de vivir esquizofrénicamente la cotidianidad diaria
de un “sueño americano fugitivo”, con
la nocturnidad de “conducir por mansiones
gloriosas en máquinas suicidas” y escapar mientras aún se es joven de esa
ciudad-sociedad que no es más que una trampa mortal. Y sólo en 1980, cuando
escuchamos The River, comprendemos qué pasa cuando no aprovechamos esa condición
de vagabundo que es la juventud, en que aún nos quedan fuerzas para romper las
cadenas y escapar. Allí, ya nos
olvidamos que “nacimos para correr” y la vida se ha hecho inmunda, la vida de
un trabajador en paro de la Johnstown Company, que mira de
soslayo a su mujer Mary, y recuerda con melancolía cuando aún podía mirar al
futuro con ilusión.
Pero los dos temas, al fin y al cabo, no dejan se ser
ambas dos canciones de amor, dos canciones que desvelan dos formas de
relacionarnos con el otro. La primera, un amor que quiere llegar al final, que
busca explorar todos los límites, que quiere comprobar hasta donde de real
puede llegar la emoción, el deseo y el sentimiento, que tiene la firme voluntad
de redimir una realidad gris y vacía: “correremos
hasta desfallecer, nena, nunca volveremos atrás. ¿Caminarás conmigo por el
alambre? Porque nena, sólo soy un asustado y solitario jinete y tengo que
averiguar qué se siente. Quiero saber si el amor es salvaje. Quiero saber si el
amor es real”. La segunda, una relación traspasada por el demonio de la
melancolía, que ya no sabe de promesas y que se sostiene sobre el recuerdo de
lo que ya nunca más volverá a ser: “Yo
actúo como si no me acordase y Mary hace como si no le importara”.
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