Por un lado encontramos a los que podríamos denominar escépticos
(entre los que, debo confesar, me incluyo) que al considerar, en el
mejor de los casos, improbable la mejora de la fibra moral del Hombre
buscan en la ventaja mutua el fundamento de los principios políticos.
El padre de todos ellos es, claro está, Hobbes, el cual, como es
sabido, creía que los sentimientos más poderosos eran los egoístas
y que el resto eran demasiado débiles y volubles para motivar la
conducta de un modo estable y consistente. Kant tampoco era optimista
sobre este asunto: como pocas personas podían guiarse por la ley
moral era conveniente la sólida implantación de Iglesias
cristianas para que coaccionen a la mayoría, obligándoles a
comportarse de manera correcta. Incluso su optimismo sobre la
posibilidad de una “paz perpetua” tiene como base la ventaja
mutua y no la benevolencia generalizada. Locke parece tener una
visión más positiva de los sentimientos humanos, pero también él
elabora una teoría del contrato social más basada en la ventaja
mutua que en la benevolencia. Hume, por último, que pese a no ser
contractualista es una importante influencia en el contractualismo
contemporáneo, creía que los sentimientos benevolentes no
prevalecerían en la sociedad a menos que estuviesen fuertemente
ayudados por las convenciones y las leyes basadas en la idea de la
ventaja mutua. Todos ellos, Hobbes, Locke, Kant y Hume, parecen
sostener que el repertorio de sentimientos de un grupo humano está
fuertemente fijado y que la educación tiene un influencia marginal.
Estos pensadores no parecen creer que haya mucho margen para el
cambio personal a gran escala ni para las iniciativas sociales en
apoyo de estos cambios.
Al otro lado están los que podríamos denominar el bando de los
optimistas encabezados, naturalmente, por Rousseau, el cual en el
Emilio atribuye buena parte de las injusticias de este mundo a una
educación sentimental perversa y propone una educación - basada en
la compasión- que favorezca la justicia social. Dos liberales
acompañan al ginebrino en esta batalla: John Stuart Mill y Adam
Smith. El primero, en Utilidad de la religión, confía en que la
virtud del altruismo puede y debe propagarse socialmente mediante la
educación: un pueblo cultivado encuentra la felicidad no solamente
en su propio placer sino en el bienestar de sus conciudadanos. Por su
parte, el que en ocasiones pasa por ser un desalmado capitalista, Adam
Smith, critica, en La teoría de los sentimientos morales, la
concepción excesivamente utilitarista de Hume y destaca la
importancia de la simpatía. Las personas no solamente obramos por
interés propio, también nos ponernos en el lugar del otro,
padeciendo o disfrutando con él sin obtener beneficio alguno. La
simpatía, concluye el escocés, es un importante factor que promueve
la cohesión y el desarrollo social. El enfoque de las capacidades
que defiende Nussbaum también insiste en la necesidad de una
educación de los sentimientos morales y encuentra razones para la
esperanza. Al fin y al cabo, gracias a una educación adecuada, por
ejemplo, el odio y la aversión racial han disminuido en los EEUU. Lo
mismo cabe decir de la discriminación sexual, la segregación de
niños con discapacidades o la homofobia. Una sociedad que aspire a
la Justicia no puede renunciar a avanzar en este sentido; es necesario un sistema educativo público que promueva el desarrollo y cultivo de los
sentimientos morales para gestar una nueva generación más solidaria y benévola. Nussbaum denuncia que, a menudo, somos prisioneros de
una imagen particular de nosotros mismos, pero nada nos impide
imaginar otras formas de vida donde la ventaja mutua no sea el
único aglutinante social posible. Si queremos una vida y una
sociedad más justa debemos, entre otras cosas, romper con la
descripción que Hobbes, Locke, Hume y Kant hacen de quienes somos y
quienes podemos llegar a ser. Sin valentía imaginativa, concluye la
americana, sólo nos quedará el cinismo y la desesperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario