(I)
Simone Weil nace en 1909, en Paris, en el seno de
una familia judía. Es hija de un prestigioso médico y hermana de
André Weil, uno de los más importantes matemáticos del siglo XX.
Como cabe suponer recibe una sólida y esmerada educación; a los 19
años ingresa, con la calificación más alta, seguida por Simone de
Beauvoir, en la Escuela Normal Superior de París. Se gradúa a los
22 años y comienza su carrera docente en diversos liceos. Pronto
tendrá ocasión de demostrar que es una funcionaria muy poco
convencional. Además de sus clases organiza cursos para ilustrar y
educar a los obreros, les enseñaba matemáticas, literatura,
historia y teoría marxista. En 1931 siendo profesora de instituto
apoya a los huelguistas de Puy entregando a la caja de resistencia su
sueldo excepto la misma cantidad de dinero con la que cada huelguista
debe subsistir. Mientras tanto escribe en pequeñas publicaciones
comunistas advirtiendo de los peligros del dogmatismo, la ingenua
creencia en el progreso, critica la visión reduccionista del
materialismo histórico y la burocratización de los partidos
políticos. En esta época (1933) se encuentra con Trotsky en Paris
con quien polemiza sobre el marxismo y la situación política rusa.
A los 25 años, después de una amplia
experiencia como activista vinculada a los sindicatos de trabajadores
escribe Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la
opresión (que comentaremos más adelante). A estas alturas Weil
entiende que no puede seguir hablando del trabajo y de la condición
obrera como intelectual sin haber experimentado ella misma la
situación concreta de la opresión a la que se somete el trabajador
todos los días. Por ello, en 1934, pide licencia docente e ingresa a
trabajar como operaria en la compañía eléctrica de Alshtom en
París, con la esperanza de poder observar desde cerca qué
modificaciones deberían hacerse para mejorar la condición de los
obreros. En 1935 se traslada a una fábrica metalúrgica y a mediados
de ese mismo año ingresa a la fábrica Renault en
Boulogne-Billancourt. En ellas trabaja a un ritmo agotador todo el
día en cadenas de montaje o en prensas industriales. El trabajo
fabril se convierte en una experiencia decisiva en la vida de Weil:
“allí he sido marcada, y para siempre, con la impronta de la
esclavitud” (carta al sacerdote J.M. Perrin). Su falta de
fuerza física y su escasa salud determinan su despido a fines de
1935 a raíz de su bajo nivel de producción.
Distintos textos y cartas (del 34 al
37) donde reflexiona sobre su experiencia en la fábrica son
publicados por primera vez en francés 1951 con el título de Ensayos
sobre la condición obrera (libro reeditado este año, con nuevos
textos en castellano, por la Editorial Trotta). En estos textos Weil
denuncia la opresión a la que es sometida la clase obrera, que viene
dada por varias circunstancias: la velocidad exigida en la
producción, con la cual el trabajador queda sometido a la máquina,
la humillación de las órdenes de la patronal, la completa
marginación del obrero en la toma de decisiones y lo más terrible
de todo, la perpetua fatiga e inanición con las que vive el
trabajador, por las cuales le es imposible pensar, a la vez que le
hacen perder el sentimiento del valor y dignidad de la propia vida y
los deseos y esperanzas de revertir tal situación.
Cuando estalla la Guerra Civil
española, en 1936, Weil no puede permanecer inactiva e impasible y
se enrola de miliciana con los anarquistas de la CNT en la columna
Durruti. Es adiestrada en el uso de las armas y rápidamente
trasladada al frente de Aragón con un fusil en sus manos que, según
propia confesión, nunca se atrevió a usar. De la Guerra Civil le
queda el recuerdo de la brutalidad y el desprecio por la verdad por
parte de ambos bandos. Weil se siente frustrada su participación en
esta guerra y se niega a celebrar las pequeñas victorias bélicas de
su grupo. Comprueba con desagrado que también el bando que parece
“justo” recurre al abuso del poder y se regocija en el
sometimiento y humillación del otro. El enemigo no es considerado un
ser humano, se mata “al fascista” o al “cura” tal y como son
concebidos por la imaginación espoleada por la propaganda. La mujer
instruida y sensible que era Weil no puede dejar de lamentar la
distancia entre la guerra tal y como es descrita en la Iliada,
donde todo acto de valentía provenga de donde provenga merece ser
ensalzado, y la mezquindad de la guerra real.
En 1937, desencantada de la política,
regresa a Francia y se reincorpora a la docencia. A partir de
entonces sus escritos y sus preocupaciones giraran principalmente en
torno a cuestiones religiosas. Weil, a pesar de ser judía, se siente
más próxima a la mística cristiana que a la religión de sus
antepasados. Pero, claro está, esta conversión cuenta muy poco a
los ojos de los nazis y cuando, en 1940, invaden Paris Weil se ve
obligada a huir y refugiarse en Marsella. En 1942 visita por última
vez a su familia que, por aquel entonces, estaba exilada en EEUU,
pero incapaz, de nuevo, de permanecer al margen de la contienda
bélica se traslada a Londres con la esperanza de incorporarse a la
Resistencia. Debido a su precaria salud sólo consigue trabajar como
redactora en los servicios de Francia Libre, liderada por el general
Charles de Gaulle. Muere en 1943 de una tuberculosis que se agravó
por su negativa a comer más alimentos de los que les estaban
permitidos a sus compatriotas detenidos en Francia. Su desnutrición
–que ya había comenzado mucho tiempo antes- y su debilidad física
le ocasionan la muerte cinco meses después.
Todas sus obras aparecieron después de
su muerte, editadas por sus amigos. Desde entonces, ha atraído la
atención creciente de literatos, filósofos, teólogos, sociólogos
y lectores corrientes por su autenticidad, lucidez y honestidad
intelectual.
(II)
Paso a comentar brevemente algunas
ideas de Weil expuestas en Reflexiones sobre las causas de la libertad y de la opresión. En este texto Weil asume algunos
principios metodológicos propios del materialismo histórico, para,
a continuación, criticar a Marx porque, según Weil, no analiza
suficientemente el fenómeno del poder y la opresión.
Marx considera que la dominación es un
fenómeno transitorio, característico de la prehistoria de la
humanidad, pero destinado a ser superado una vez que comience la
auténtica historia de la humanidad, es decir, una vez que el
Estado socialista ponga fin a la lucha de clases. Weil no es tan
optimista. No parece lógico pensar que si la dominación ha sido una
constante en el pasado, debamos suponer el fin de la misma con el
triunfo de la revolución. Además Weil no participa de la fe en el
progreso característica tanto de los capitalistas como de sus
adversarios comunistas. Marx no explica, por ejemplo, porqué las
fuerzas productivas han de tender a acrecentarse indefinidamente ni
tampoco la conexión entre su desarrollo y la emancipación de la
humanidad. Weil critica la idea de progreso y el determinismo
histórico que llevan al marxismo a constituirse como una religión,
tan nefasta como el resto: “creer que nuestra voluntad converge
con una voluntad misteriosa que actúa en el mundo y nos ayuda a
vencer es pensar religiosamente, es creer en la Providencia”
La opresión, debemos reconocerlo, es
una constate en la historia de la humanidad y no tenemos buenas
razones para anunciar su fin … antes al contrario. La dominación
se ejerce por la fuerza y, a fin de cuentas, toda fuerza proviene de
la naturaleza. Marx acertó al sostener que la opresión no es un
problema psicológico, que los opresores no lo son por su carácter
desalmado, sino que la opresión viene determinada por condiciones
objetivas. Los hombres no son iguales ni en fuerza, ni en habilidad,
inteligencia etc; la desigualdad es la condición natural del hombre.
La desigualdad genera privilegios y estos dominación. No es posible
escapar a esta lógica, no es posible concebir y mucho menos realizar
una sociedad con total ausencia de dominación.
Por otro lado nos equivocamos
gravemente si reducimos el poder a dominación económica. No es así.
La lucha de clases y las contradicciones entre las relaciones de
producción y el desarrollo de las fuerzas productivas no explican
todos los conflictos. La mayor parte de guerras interestatales no
pueden ser explicadas a partir de la lucha de clases. Weil destaca la
importancia del prestigio y el papel de lo que Platón denominaba
thymos, la parte irascible del alma. Las condiciones
económicas no son suficientes para explicar el dominio y la
opresión, detrás está el prestigio, esto es, lo que imaginan ser
unos y otros. Si los seres humanos se enfrentaran por algo tan
material como la riqueza las guerras no serían tan devastadoras, se
impondría el cálculo del máximo beneficio y se pondría fin a la
destrucción. Pero cuando la imaginación entra en escena la
racionalidad retrocede. Por eso son tan peligrosas las banderas.
Cuando se combate por la Patria o contra el Fascismo, como en la
Guerra Civil española, el adversario es deshumanizado, es
considerado como un obstáculo que debe ser aniquilado para la
completa victoria del ideal. Nada de todo esto puede ser concebido
en términos económicos.
Un análisis profundo de la dominación
ha de comenzar necesariamente con una indagación sobre los orígenes
y, a continuación, seguir el rastro hasta nuestros días. Podríamos
suponer que si retrocedemos suficientemente en el tiempo toparíamos
con sociedades igualitarias, no jerarquizadas, con ausencia de
dominación. Pero esto sólo es verdad en parte. La explotación del
hombre por el hombre no es la única forma de dominación. En las
sociedades igualitarias la dominación viene dada por la naturaleza,
por las duras condiciones de la existencia que hacen imposible una
vida digna y libre. Toda la fuerza y energía del hombre primitivo
está orientada a la satisfacción de las necesidades primarias más
acuciantes; todo su ser está sometido al dictado de la naturaleza,
su vida es tan dura y precaria que no es más que un juguete en manos
de la necesidad.
Con la irrupción del Estado y la
división del trabajo el hombre se libera, en parte, del dominio de
la naturaleza pero solo para caer en una estado de servidumbre más
acusado: se sustituye la opresión de la naturaleza por la opresión
social. Toda organización del trabajo requiere, con independencia de
quien sea la propiedad de los medios de producción, especialistas en
“coordinación”, liberados del trabajo manual que, objetivamente
adquieren un poder sobre los trabajadores manuales que se traduce en
dominación y opresión. “Toda nuestra civilización implica la
servidumbre de los que ejecutan con respecto a los que mandan”.
La separación creciente a lo largo de la historia entre la actividad
manual y la actividad intelectual ha sido la causa de la relación de
dominio y poder que ejercen los que manejan la palabra sobre los que
se ocupan de las cosas. Weil, consecuentemente, deviene en
proletaria, en trabajadora fabril, pues sostiene que el intelectual,
el profesional de la palabra, es necesariamente una parte del
mecanismo de dominación y, por consiguiente, no puede erigirse en
portavoz de los oprimidos.
Weil defiende, como veremos más
adelante un proyecto utópico racional, pero, sin embargo es crítica
con lo que podríamos denominar ensoñaciones utópicas. El
mesianismo comunista no tiene fundamento: la dominación no puede
abolirse por decreto. Es más, la victoria de los débiles sobre los
fuertes es lógicamente imposible. Cuando una revolución ha
triunfado es porque, objetivamente, los revolucionarios eran más
fuertes que la decadente clase opresora, pero ello nunca ha traído
consigo el fin de la opresión sino tan solo el cambio de unos amos
por otros. Esta idea de la revolución ya está apuntada en Marx y
antes, de manera más general, en Spinoza; se trata de la idea de que
tanto en la naturaleza como en la sociedad las condiciones materiales
determinan nuestras posibilidades de acción. Por ello Weil insiste
en la necesidad de conocer de las condiciones objetivas de una época
histórica y de una sociedad pues estas determinan el ámbito de lo
posible. La libertad es eso: pensamiento y acción.
Hay una clave que Weil no menciona
explícitamente pero puede ser importante: el influjo que siempre
ejerció sobre ella su hermano André. El modelo que tiene presente
Weil es el de las matemáticas: cuando un matemático resuelve un
problema las condiciones previas determinan ya el resultado. La
libertad no consiste en inventar una solución a nuestra medida. La
libertad más bien es la opción de volcarse hacia fuera, fuera de la
subjetividad de la conciencia, volcarse en las dificultades que
tratamos de solventar, dejarse llevar por la necesidad y renunciar a
la imaginación. En cualquier caso el problema no se soluciona solo,
es preciso actuar, pero no de un modo caprichoso o arbitrario. Del
mismo modo el revolucionario debe conocer la situación social en la
que vive a fin de trazar las líneas de acción política más
acertadas, aquellas que sirvan para mitigar la opresión de los más
débiles.
Weil no encuentra justificación a una
dicotomía clásica del comunismo: revolución vs reformismo.
Reconoce que los reformistas tienen merecida su mala reputación
entre los revolucionarios porque, a menudo, han entendido “reformar”
como “claudicar”, pero la noción misma no es culpable de la
cobarde acción de sus portavoces. Recapitulemos algo de lo dicho: el
fin de la opresión es una quimera, las revoluciones han consistido
en la sustitución de unos amos por otros, mitigar la opresión, sin
embargo continúa siendo un imperativo moral y político, la acción
política debe partir del análisis de las condiciones objetivas de
la existencia... Todo ello nos aboca a algún tipo de reformismo.
Weil no predica la resignación: si no es posible eliminar por
completo la opresión y la servidumbre cabe al menos concebir una
organización de la producción que, a diferencia de la actual,
permita, al menos, “ejercerse sin aplastar bajo la opresión a
los espíritus y los cuerpos”. La lucha que enfrenta a los de
abajo con los de arriba es eterna pero se pueden disminuir sus
efectos más letales mediante la lucha no violenta: la de los
plebeyos romanos, los huelguistas franceses o la de las sufragistas
feministas. Ser revolucionario no debe consistir en cambiar unas
élites por otras sino en atemperar la sinrazón de la opresión
Ahora bien, toda reforma bien entendida
ha de tener un sentido, una orientación. Debemos saber qué reformar
y de qué modo. Es aquí donde la utopía encuentra su función. Una
utopía que no nace de la imaginación sino del estudio y el
conocimiento de las circunstancias que han llevado al hombre moderno
al lamentable estado de servidumbre en el que se encuentra y, puesto
que la mecanización, el poder burocrático del Estado y la
producción en cadena, son características esenciales del modo de
vida capitalista que pretendemos abolir, una sociedad mejor ha de
ser, a juicio de Weil, una sociedad no mecanizada, un Estado no
burocrático, una organización laboral no inhumana. Es preciso
desandar buena parte del camino: es necesaria una progresiva
descentralización de la vida social, acabar con el poder de las
abstracciones que son el Capital y el Estado, retomar una vida más
sencilla y frugal, volver a las pequeñas comunidades... La vida de
un pescador tradicional, por ejemplo, no está exenta de dominación,
pero es más humana, menos opresiva, que la de un obrero fabril.
Aunque el pescador, en su pequeño barco, sufra frío, sueño y fatiga, su trabajo se acerca mucho más al trabajo de un hombre libre
que el de un obrero que trabaja en cadena y es obligado a realizar
una tarea repetitiva y monótona. En cierto modo el trabajo del
pescador asemeja al del matemático: para llevar a cabo su tarea debe
atender a las circunstancias externas: los vientos, las mareas, el
oleaje etc; debe “pensar” en todo ello, elaborar un plan de
acción y llevarlo a cabo. “La sociedad menos mala es aquella
donde el común de los hombres se encuentra más a menudo en la
obligación de pensar al actuar, tiene las mayores posibilidades de
control sobre el conjunto de la vida colectiva y posee mayor
independencia”. Una vida humana es eso: pensamiento y acción.
En cualquier caso Weil no se hace
ilusiones. Las condiciones políticas y sociales en las que vive no
apuntan en esa dirección... más bien al contrario; sin embargo la
utopía es hoy tan necesaria como en el pasado. Weil entiende la
utopía al modo de Platón: el filósofo ateniense consideró
necesario exponer con detalle el proyecto del “Estado Ideal”, no
porque albergara esperanzas de verlo realizado en Siracusa o
cualquier otra polis, sino porque la acción política precisa de una
guía, un modelo a seguir.
“Hay que esforzarse por concebir claramente la libertad perfecta, no con la esperanza de alcanzarla, sino con la esperanza de alcanzar una libertad menos imperfecta que nuestra condición actual, pues lo mejor no es concebible sino por lo perfecto. Sólo podemos dirigirnos hacia un ideal. El ideal es tan irrealizable como un sueño, pero a diferencia del sueño, se relaciona con la realidad. Permite, como límite, ordenar situaciones reales o realizables desde el menor al más alto valor”
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