En la enseñanza de Lacan
el sujeto nunca es un “sí mismo”, un algo que somos y que se
desenvuelve en el mundo como, por ejemplo, tiende a pensar la teoría
evolutiva, como en una analogía botánica, una semilla que ya
contiene en el inicio los principios de su propio desarrollo. El
sujeto, por el contrario, se constituye siempre en el campo del otro:
somos solamente en la medida en que se nos reconoce como un algo que
“está ahí”, en algún respecto dispuesto a que un Otro se
dirija a nosotros. Esta idea la condensa Lacan en la bella expresión
de “el deseo del otro”, somos el “deseo del otro”. A este
Otro se le pueden dar muchos nombres, y el psicoanálisis desde su
descubrimiento freudiano no ha dejado de investigar en la clínica
este campo tan amplio y rico: por eso surge una y otra vez en el
diván la figura de la madre en su deseo, del padre que castra, de la
sociedad en su imposición superyoica, ese gran Otro socio-simbólico
del lenguaje...
Pero este sujeto que
surge en el tejado del otro, sin embargo, no es capaz de alcanzar una
verdadera relación con él. El sujeto que somos es un fantasma, o
dicho en el lenguaje de la filosofía, la idealización de una
realidad acabada e integrada en una sociedad junto a otros sujetos,
en la que no hay cortes ni fisuras. Esta constitución de la
subjetividad en el deseo del otro nace fracturada puesto que,
inmediatamente de ser arrojados a la existencia y nos reconocemos
como un algo, experimentamos la imposibilidad de ser eso que colma el
deseo, lo que es lo mismo: la imposibilidad de ser. Ese lazo que nos
hace creer que hay una continuidad entre nosotros y los demás, entre
los amigos, entre los amantes, entre los conciudadanos, es un lazo
fantasmático, una idealización, un cordón imposible de anudar. Por
eso el amante nunca ve colmado su amor y desiste en su amargura, los
amigos se reprochan el vacío que los separa, los hijos repudian a
las madres por su indolencia, los ciudadanos se miran unos a otros
con recelo. No hay ese común que
una y otra vez imagina la filosofía, condensándolo en palabras como
esencia, naturaleza, genoma. Lo
realmente común es la soledad.
El
vínculo social no se constituye a partir de un fundamento común
entre los sujetos, sino al contrario: la imposibilidad de la
relación, del anudamiento con el otro, a lo que Lacan ponía el
nombre de imposibilidad de la relación sexual es,
precisamente, lo que conduce a que se responda a esta situación con
un suplemento, el vínculo social, la pobre pero maravillosa
estrategia del sujeto que trata de superar la separatidad, imaginando
fantasmáticamente que el amor o la amistad son posibles. Esta
soledad común, y no un común sustancial, es el fundamento de toda
ética y toda política, pues éstas no son más que el saber
que el sujeto trata de condensar a partir de su experiencia imposible
del amor, de la amistad y del sexo. Dicho de otra forma: el sujeto
que somos no es más que la fractura irreconciliable de la lucha
entre lo imposible y lo posible de vivir. En esta lucha acontece
nuestra historia, y más aún la Historia.
Pero
esta dialéctica no está dada como una necesidad, sino que es más
bien, en terminología heideggeriana, un acontecimiento propicio,
evento, ereignis, y por tanto bien puede alterarse. Esto es lo
que ha ocurrido en el mundo moderno con la aparición de un poderoso
Otro socio-simbólico, al que Lacan dio el nombre de discurso
capitalista, una variante perversa del discurso del amo. El
sujeto que ha sido alumbrado en el campo del otro socio-simbólico,
siempre ha constituido su identidad dentro de una jerarquía, con
amos, héroes, villanos y esclavos, y ha sido insertado en un linaje,
con un nombre y una situación más o menos precaria. Pero en este
nuevo discurso del amo que es el capitalismo, como ya avisaba
proféticamente Marx, todo lo sólido se iba a desvanecer en el
aire. Para el capitalismo sólo cabe una única identidad, una
única forma de habitar la tierra, da igual que hablemos de hombres,
mares, ciudades, espacio, tiempo, o cualquier otro asunto
categorizable: la mercancía. Todo deviene mercancía, entendiendo
por ésta esa forma de estar consistente en la absoluta
disponibilidad para su gasto, su uso, su agotamiento. El hombre sólo
se identifica a sí mismo como mercancía y sólo encuentra un poco
de paz quien se dispone como un producto listo para su desgaste: el
que cuenta con un buen currículum, a modo de prospecto de un
medicamento, que muestra las indicaciones y contraindicaciones, una
buena campaña de marketing publicitándose como algo digno de ser
gastado en redes sociales, y asiste diariamente a su uso y desgaste
por parte de la máquina que todo lo engulle cinco días a la semana,
diez horas al día, permitiendo el barbecho dominical, en el que, en
la lógica capitalista, el sujeto sólo encuentra satisfacción
desde esta identificación mercantil que le hace adoptar la forma del
combustible del parque temático, transeunte de la marea humana en el
centro comercial, o usuario de una naturaleza acotada para reproducir
los horarios y los hábitos de la fábrica o la oficina.
Pero
lo realmente novedoso en este nuevo discurso del amo que es el
capitalismo, es que ya no necesita del vínculo social, el fantasma
sobre el que los sujetos trataban de anudar sus vidas y sus
comunidades a la amistad, el amor y el sexo. Por eso, en el mundo
contemporáneo, colapsan todos los órdenes simbólicos, o dicho al
modo de Lacan, ya no hace falta ningún nombre para el padre:
el sujeto ya no expresa la necesidad de vincularse a un otro que lo
sitúe: no necesita un padre, no le hace falta un rey, ni siquiera
una patria, no se ve como súbdito, ni como fiel, no alcanza a
inscribirse en un linaje. La izquierda o el nacionalismo, aún tratan
de conservar, de forma ineficiente la dialéctica del amo y el
esclavo, como un residuo, un resto propio de otras épocas. En ellos
la realidad se confunde con un nostálgico deseo: que todavía haya
un amo-padre al que matar edípicamente. Pero lo cierto es que, en
la época del capitalismo técnico-científico consumado, ya no es
posible la Revolución porque no hay un Otro contra el
que revelarse (si en los meses pasados la policía hubiera dejado que
los revolucionarios que rodeaban el Congreso lo asaltasen, éstos
hubieran encontrado salones vacíos sin Zares, y no les habría
quedado más remedio que volver a sus casas con extrañeza). El campo
de la identificación sólo permite la existencia como mercancía, y
el sujeto desea ser incluido en la maquinaria de explotación,
y esto es lo que no vio Marx y que nos enseña Lacan: en la
dialéctica del amo-esclavo, Marx suponía que todo el goce quedaba
del lado del amo, y el sufrimiento del lado del esclavo. Lacan nos
enseña que hay un goce también en el esclavo, si cabe mayor, como
el de un amante que desea ser castigado en el caliente lecho.
¿Significa
esto que Heidegger tiene razón y ya sólo un dios puede salvarnos?
¿es el capitalismo el final de la historia y el cumplimiento
maquinario de toda dominación? Jorge Alemán, que se posiciona desde
una frágil izquierda lacaniana, entrevé un resquicio mínimo, pero
como mínimo posible. Y es que, pese a que todos los vínculos
sociales salten, pese a que el capitalismo devenga una estructura sin
corte, anudada sobre sí misma que parece nacida como una galaxia
eterna que gira sobre su centro, sigue existiendo algo irrompible y
común entre todos los seres parlantes: su soledad. Estamos solos, y
con los fantasmas de la amistad, el sexo o el amor, abocados a su
extinción o, lo que es lo mismo, a su mercantilización, convertidos
en un selfie de Facebook, en pornografía onanística o en una postal
de San Valentín, cada vez estamos más solos. Y cuanto más solos
estemos más amenazará una súbita irrupción del vínculo social.
En la enseñanza de Lacan el común no se presenta nunca como una
esencia inmutable sino que emerge siempre a partir del no-hay. Por
eso, el vínculo social que se erija desde el no-hay, desde el
no-soy, desde la soledad radical, es un amor, una amistad y una
sexualidad que nace fracturada y consciente de su fractura. Un amor
menos tonto, sin fantasmas, consciente de su fragilidad, un amor que
los amantes conciben para ser olvidado, un amor de despedidas. Una
nueva voluntad no capturada por las identificaciones del ideal del
Yo ni por los circuitos mortales del superyo. Se trata de lo real
fuera de la ley, no lo real de una ley transgredida. Se trata de la
invención de límites que no procedan del universal del para todos,
sino de la soledad común, invenciones que se dan cada vez a través
de procesos coyunturales (caso por caso) donde una intervención
mínima establece un límite no previsto y por tanto un vínculo
social. Se trata de un amor común solitario, una amistad común
solitaria y un sexo común solitario. Como la soledad que le llevo a
imaginar al poeta la plaza del pueblo:
A la desierta plaza conduce un laberinto de callejas.
A un lado, el viejo paredón sombrío de una ruinosa iglesia;
a otro lado, la tapia blanquecina de un huerto de cipreses y palmeras,
y, frente a mí, la casa, y en la casa la reja ante el cristal
que levemente empaña su figurilla plácida y risueña.
Me apartaré. No quiero llamar a tu ventana...
Primavera viene -su veste blanca
flota en el aire de la plaza muerta-;
viene a encender las rosas rojas de tus rosales...
Quiero verla...
Antonio Machado. Soledades
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