En el libro IX de la Ilíada,
Áyax, Odiseo y Fénix, en calidad de embajadores, le piden a Aquiles
que se reincorpore a la lucha, que vuelva con los aqueos y que acepte
las disculpas que Agamenón, el jefe de los griegos, le ofrece.
Aquiles había participado en la primera batalla de la Guerra de
Troya pero se había retirado al sentirse ofendido por Agamenón
cuando le arrebató su botín de guerra: Briseida, la hija de Briseo,
la cual había pasado a ser su concubina. Los mensajeros son
conscientes de que el rey había despreciado a Aquiles al arrebatarle
su botín y traen consigo una humide súplica de perdón del rey supremo por la injusticia cometida con él, y la promesa de devolverle a Briseida y entregarle ricos presentes de oro, caballos, esclavos, muchas tierras y hasta su propia hija en matrimonio cuando regresaran a sus países de origen. Pero Aquiles se niega tajantemente a ceder, se siente ultrajado y no está
dispuesto a combatir junto al resto de los aqueos. Los mensajeros
quedan perplejos. Aquiles no se queja porque los regalos sean
insuficientes sino porque la afrenta no puede ser reparada de este
modo, porque el honor de un hombre no se mide por las recompensas que
recibe. No es extraño que los mensajeros no lo entiendan pues
Aquiles está enunciando una idea nueva, una forma de pensar que no
tiene cabida en la Grecia arcaica. Aquiles está separando lo que
para sus interlocutores es indiferenciado: el honor, por un lado y
las recompensas por el otro. A pesar de que nosotros podemos
comprender fácilmente que son cosas distintas esto no era así, en
absoluto, para un griego de esta época. El honor no era algo
distinto al reconocimiento social del mismo. Un hombre con honor
tiene un papel preponderante en la batalla, en la asamblea y en las
ceremonias públicas y es acreedor de regalos y privilegios. El honor
consiste en eso: “vete ya a buscar / los regalos, pues a ti van
a honrarte / los aqueos igual que a un dios”, dice Fénix, y
añade “ que si en la guerra que varones mata / llegas a entrar
sin tomar los regalos, / no serás ya estimado de igual modo / aunque
hayas la guerra rechazado”. El hombre honorable es quien es
reconocido como tal por el resto de la sociedad y tal reconocimiento
se expresa mediante regalos y privilegios. Pero Aquiles dice otra
cosa, algo que no acaban de comprender sus interlocutores: una cosa
es el honor y otra las recompensas y privilegios que lo acompañan o,
dicho de otro modo, una cosa es la Realidad y otra las
Apariencias. Esta escisión entre las apariencias y la
realidad no concuerda con la visión homérica del mundo y está en
el origen del logos, del pensamiento racional.
Ahora bien ¿cómo es posible que
Aquiles pueda siquiera enunciar esta nueva idea? Si asumimos la tesis
de Lee Worf, que sostiene que el pensamiento es modelado por el
lenguaje, la nueva idea no puede siquiera ser enunciada, pues la
sintaxis y el vocabulario del griego arcaico no permiten tal
posibilidad. Homero sencillamente no dispone de las palabras
adecuadas para designar esta dicotomía. Sin embargo ideas
semejantes comienzan a propagarse rápidamente durante el siglo VI
aC. ¿Cómo es posible? ¿cómo es posible pensar lo que no puede ser
dicho?
Paul Feyerabend niega que el lenguaje
determine el pensamiento. La vida humana está sometida a múltiples
factores de los cuales el lenguaje es sin duda uno de los más
importantes, pero no el único. Los griegos de aquella época se
vieron inmersos en procesos de cambio social que no alcanzaban a
comprender del todo, pero que favorecieron una nueva forma de pensar
caracterizada por la preponderancia de la abstracción sobre la
experiencia concreta. Es la historia -no el lenguaje, ni la
imaginación o inteligencia de algunos- quién explica mejor el
advenimiento de una nueva cosmovisión. Algunos de los factores a
tomar en consideración son los siguientes:
En política las relaciones familiares
y de vecindad son sustituidas, con Clístenes, por el principio de
isonomía, es decir, por una relación formal que establece la
igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. El dinero reemplaza al
trueque en las transacciones económicas con todo lo que ello supone:
la pérdida de atención al contexto y al detalle concreto, la
emergencia de un nuevo tipo de realidad, una realidad abstracta, el
dinero, que, en sí mismo, no es nada, pero puede cambiarse por todo
tipo de bienes. Las relaciones entre los jefes militares y los
soldados ya no son de camaradería sino que cada vez son más
distantes e impersonales. Los dioses locales se fusionan en el curso
de los viajes dando lugar a nuevas divinidades más poderosas pero
menos humanas. Las máscaras del teatro imponen estereotipos fijos
sobre el continuo de las expresiones faciales. El comercio favorece
el conocimiento mutuo y el intercambio pero, por eso mismo, socava y
debilita las idiosincrasias culturales. Todos estos procesos están
iniciándose cuando el poeta escribe la Ilíada. El discurso
de Aquiles es otro factor -uno más- que contribuye a este cambio que
desemboca, en el siglo VI aC. en la constitución de un nuevo léxico
-la filosofía- y una nueva cosmovisión.
Las palabras, poco a poco y de forma no
intencionada, se hicieron cada vez más ambiguas y genéricas y la
distinción entre Realidad y Apariencia pudo finalmente ser formulada
y establecida. Esta nueva idea, desde una perspectiva
racional-ilustrada, supone un importante paso adelante en la
historia del pensamiento. Sin embargo Feyerabend, siguiendo la estela
de Nietzsche, analiza con suspicacia todo este proceso: el
pensamiento se hizo más abstracto y monótono, los ricos
vocabularios que habían descrito con detalle la relación entre los
seres humanos y el medio natural se empobrecieron y estandarizaron,
muchos términos desaparecieron y otros redujeron su campo semántico.
Algunas ideas, como la distinción que nos ocupa, contribuyeron a una
reducción significativa de la riqueza de los léxicos y fomentaron,
a la larga, un pensamiento más superficial y tedioso.
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