"Ellos andan todos desnudos como su madre los parió, y también las mujeres, aunque no vide más de una farto moça, y todos los que yo vi eran mançebos, que ninguno vide de edad de más de XXX años, muy bien hechos, de muy fermosos cuerpos y muy buenas caras, (...) d'ellos son de color de los canarios, ni negros ni blancos..."
En la primera Historia General de las
Indias, las Décadas Orbe
Novo de Pedro Mártir de Anglería, concretamente en la primera
Década, Libro III, se hace la descripción del “filósofo
desnudo”, un “salvaje” de la isla de Cuba que expone a Diego de
Colón los principios fundamentales que él mismo ha aprendido de su
contacto con la naturaleza. El mito del buen salvaje se extiende por toda Europa y no
hace más que reforzarse con la Leyenda Negra española que describe
a los indios como seres humanos en estado de naturaleza, virtuosos,
amables, ingenuos y confiados; perfecto contrapunto de sus
conquistadores, descritos como abyectos y sanguinarios torturadores,
entregados a la codicia y al fanatismo, que resumirían todos los
vicios y la degeneración del hombre civilizado. Este mito alcanza renovada fuerza en el
Siglo de las Luces gracias a los descubrimientos de las islas de los
Mares del Sur y al nuevo rol teórico que desempeña la noción en el
seno de las teorías contractualistas. Algunos ilustrados como
Diderot y, especialmente, Rousseau son considerados como los más
destacados portavoces del mito. Sin embargo, tal es la tesis de estas
líneas, una atenta lectura de sus textos lleva a una visión más
compleja y menos ingenua del ser humano y del progreso social de lo
que en principio hubiéramos podido suponer.
(I)
Tomaremos como punto de partida la
publicación en 1755 de la obra de Rousseau el Discurso sobre el
origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres. Los
manuales de Historia de la Filosofía o de Filosofía Política
suelen apuntar, aunque sin extraer de ello las debidas consecuencias,
que Rousseau repite varias veces (en el Prefacio y el Prólogo del
Discurso) que el estado de naturaleza no corresponde a un periodo
real de la historia de la humanidad. “Estado de naturaleza” es
pues una “ficción del espíritu”, una construcción conceptual
destinada a facilitarnos la comprensión de los hechos reales:
“Pues no es tarea fácil la de desentrañar lo que hay de original y de artificial dentro de la actual naturaleza del hombre y de conocer un estado que ya no existe, que quizá jamás haya existido, que probablemente nunca existirá, y del cual, sin embargo, es necesario tener conceptos justos para poder juzgar bien nuestro estado presente” (Prefacio al Discurso)
Rousseau, que nunca viajó a tierras
lejanas pero poseía una documentación tan completa como era posible
para un hombre de su tiempo, sabe perfectamente que la sociedad es
inherente al hombre, pero entraña males. La cuestión es averiguar
si esos males pueden ser mitigados de algún modo y cómo hacerlo. El
enfoque de Rousseau es más trágico que primitivista: sabe que la
sociedad corrompe al hombre, pero el hombre no es verdaderamente tal,
más que por el hecho de haber entrado en sociedad. El hombre
“limitado a su instinto físico, no es nada, es una bestia”
(Carta a Beaumont). Sin embargo es obligado reconocer que el mismo
Rousseau, con su imprecisiones, es responsable del malentendido que
denunciamos, hablando en ocasiones del estado de naturaleza como si
fuera un estado real. Pero aunque hubiera existido un estado
semejante tiempo atrás, el filósofo ginebrino afirma de modo
tajante -ahora sí- que es imposible regresar a él. Entre el regreso
al pasado o la mejora de la sociedad presente, Rousseau opta siempre
por la segunda opción. De nada serviría, por ejemplo, prohibir las
artes y las ciencias para recuperar la inocencia originaria; el mal
ya está hecho y es irreversible. Si fuera posible sería hasta
contraproducente pues se agregaría la barbarie a la corrupción.
Pero entre el Estado natural y la
corrupción propia del Estado moderno hay un tercero intermedio, una
forma de asociación en la cual el hombre ya no es una bestia pero
todavía no es el ser miserable y mezquino que llegará a ser. De
nuevo Rousseau genera confusión con el desafortunado nombre que
elige para este “ser intermedio” entre el animal salvaje y el
hombre moderno: el hombre salvaje. Pero aquí el “hombre
salvaje” no es, como pudiera parecer, el hombre en estado de
naturaleza sino, por traducirlo al lenguaje de la antropología
moderna, el hombre del neolítico, un hombre que ya ha superado la
vida “salvaje” -la vida paleolítica- y, gracias a la
agricultura y ganadería, se ha liberado del yugo que la
naturaleza ejercía sobre él, condenándole a una mera vida de
subsistencia. La vida neolítica es concebida por Rousseau como la
realización del justo medio aristotélico entre la indigencia e
indolencia del hombre paleolítico y la necia y petulante actividad
de la civilización mecánica. El estado medio no es pues un estado
primitivo sino que tolera y hasta exige cierto grado de progreso.
“Este periodo del desarrollo de las facultades humanas, en el que se guarda un justo medio entre la indolencia del estado primitivo y la petulante actividad de nuestro amor propio, debe haber sido la época más feliz , y la más duradera. Cuanto más se piensa en ello, más se comprende que este estado era el que menos sujeto estaba a las revoluciones, el mejor para el hombre, y que seguramente no salió de él más que debido a algún azar funesto” (Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, II,1755 pag 78, Ediciones Península,1970)
(II)
Denis Diderot, el director de la
Enciclopedia, representa, en cierto sentido, una figura opuesta a
Rousseau: es el ilustrado por antonomasia; sus
textos, especialmente sus entradas en la Enciclopedia, son un himno a
los progresos de las Luces en sus distintas esferas. Sin embargo en
su última etapa nos encontramos con otro Diderot, podemos constatar
en sus textos un desplazamiento de la idea de Progreso en favor de la
idea de Naturaleza, al sostener, por ejemplo, que “la opresión del
hombre natural le viene de la ley civil y de la creencia religiosa en
lo que tienen de artificio”, es decir, de la manipulación y
tergiversación de la simpleza y espontaneidad de la naturaleza
humana. Estas ideas son desarrolladas por Diderot principalmente en
el Suplemento al viaje de Bougainville escrito en 1772 y publicado póstumamente en 1796. El Suplemento pretende completar el relato que el capitán Louis-Antoine de Bougainville había publicado sobre el viaje de investigación realizado entre 1766 y 1769, el cual había sido ampliamente difundido, alcanzando cierta
notoriedad. El centro y la clave del éxito del relato es la
descripción de las costumbres de los indígenas de Tahití porque
eran presentadas como una de las últimas posibilidades de observar
al “buen salvaje” y contraponerlo al “hombre civilizado”.
Bougainville destaca la belleza y generosidad de la naturaleza en las
islas de los mares del Sur, el estilo de vida apacible, nada
ajetreado, de los indígenas y, por encima de cualquier otra
consideración, la liberalidad y desinhibición de las costumbres
sexuales.
Diderot queda fascinado por el relato
de Bougainville y encuentra en la sociedad tahitiana una base para
explicar la relación entre el hombre y la naturaleza. La vieja
Europa frente a la simplicidad originaria. De ahí la necesidad de un
“Suplemento” al relato de Bougainville. Diderot formula en el
Suplemento toda una
una antropología, según la cual hay tres códigos de la humanidad:
el de la naturaleza, el de las leyes civiles y el de las leyes
religiosas. Los males del hombre moderno provienen de los conflictos
y tensiones generados entre estos tres códigos por no respetar la
debida jerarquía que debe existir entre ellos. La primacía, claro
está, ha de ser para el código natural. Una vida feliz exige lo que
no ocurre en Europa: una ley civil y una ley religiosa que no
contradigan la ley natural. La correcta jerarquía, viene a sugerir
el francés, permite reconocernos primero como hombres, después como
ciudadanos y finalmente como católicos, protestantes, musulmanes
etc. La supremacía del modo de vida tahitiano sobre el europeo es
que, de forma inconsciente, ordena de forma armoniosa estos tres
códigos sometiendo los dos últimos al primero. La vida y la
sociedad humana no puede, o al menos no debería, contradecir lo que
la naturaleza estipula. Francis Bacon, un siglo antes, ya había sostenido que
“a la naturaleza sólo se la domina obedeciéndola”. Lo que
Diderot propone es enjuiciar a la civilización desde la plataforma
de la naturaleza, volviendo, de algún modo, a los cínicos al
identificar naturaleza y virtud (al contrario que Sade donde la
naturaleza es el reino del egoísmo y del goce insolidario).
Diderot alaba el modo de vida de los
tahitianos por no dejarse llevar por la dinámica ilimitada de los
deseos y las necesidades ficticias, por haberse detenido en una
“feliz mediocridad”, lo que les permite el progreso suficiente
para satisfacer sus necesidades elementales (los deseos naturales,
diría Epicuro) y evitar el “océano sin límite de las fantasías”
del que ya no se sale. La tarea del futuro, el objetivo de un sabio
legislador, sería idear una vida sencilla que “retardase el
progreso del hijo de Prometeo” y supiera esbozar un lugar
intermedio entre “la infancia salvaje” y “nuestra decrepitud”.
Diderot trata de encontrar un punto de equilibrio entre los
partidarios de una visón unidimensional del progreso (Voltaire) y
otra primitivista demasiado arcaizante (Rousseau, acaso
malinterpretado por Diderot).
Lo que aquí me interesa destacar es
que tanto Diderot como Rousseau proponen como modelo de vida un
estado intermedio entre la vida salvaje y la civilizada. Más que el
mito del buen salvaje encontramos en el Discurso y el Suplemento una crítica al mito del
progreso; esta es mi particular lectura. El progreso no es un valor
incondicionalmente bueno. Cierto progreso tecnológico, que nos
libere de las ataduras que la naturaleza nos impone, es positivo y
deseable, pero el progreso a toda costa, esa apuesta por una carrera
desenfrenada hacia ninguna parte, es absurdo y hasta demencial. Tan
simple e ingenuo es quien imagina la edad dorada de la humanidad en
un pasado puro y primigenio como quien, desde la condescendiente
mirada del hombre civilizado, valora otros modos de vida más
sencillos y frugales como incompletos, faltos de esa cualidad, la
civilización, que confiere dignidad a la vida humana. Diderot y
Rousseau se preguntan, cada uno a su modo, si el hombre moderno no
habrá ido demasiado lejos en su dominio sobre la naturaleza. Tanto
Diderot como Rousseau apuntan a lo que hoy conocemos como modo de
vida neolítico como una base desde la cual valorar los distintos
modos de vida que las distintas culturas y la civilización
occidental promueven.
(III)
Si la Francia del siglo XVIII les
parecía a Rousseau y Diderot excesivamente “civilizada” y
artificiosa, es difícil imaginar cuán horrorizados estarían ante
el espectáculo que el siglo XX nos ha deparado. Quien sí transitó, aunque brevemente, por el siglo con una sensibilidad semejante fue
Simone Weil. En Reflexiones sobre las causas de la libertad y la opresión, Weil niega la existencia de ninguna Arcadia en el
pasado libre de opresión y dominación, pero, al mismo tiempo,
subraya que en la sociedad moderna fuertemente mecanizada y
burocratizada, de un modo tan brutal como no podían haber imaginado
Diderot o Rousseau, el estado de servidumbre de la mayor parte de la
humanidad es inaudito e intolerable. También Weil era consciente de
cuál ha de ser la dirección a tomar: “la civilización más
plenamente humana sería aquella que tendría como centro el trabajo
manual”, dice Weil, “aquella que reduce la distancia entre quién
toma las decisiones y quien las ejecuta”; es preciso frenar, o
mitigar al menos, el consumismo, el mercantilismo, la mecanización
y burocratización de la vida humana. De nuevo tales propuestas solo
son inteligibles si suponemos cierta intuición de un ideal, que es
el mismo en los tres filósofos: lo que podríamos denominar una vida
sencilla y frugal, liberada de las ataduras de la naturaleza, pero
alejada del artificio de la civilización, una vida neolítica.
(IV)
Por último, el antropólogo estructuralista Lévi-Strauss también participa de este programa común. El objetivo del etnólogo, afirma el francés, es distanciarse de la cultura materna mediante el estudio de otras formas de vida para desentrañar “los principios de la vida social” que aplicaremos en la reforma de nuestras propias costumbres. La existencia de tales principios pone en cuestión la idea misma de progreso. Lévi-Strauss sostiene que, en último término, los problemas y las tareas a los que se entrega la humanidad (hacer una sociedad buena para vivir) son básicamente los mismos en todos los lugares. Solo cambian los medios. Los estudios etnográficos nos ayudan a construir un modelo teórico de la sociedad humana que no difiere sustancialmente del propuesto por Rousseau y Diderot. Este es el camino: para conocer nuestra sociedad, la civilización que nos formó, debemos empezar por rechazarla. Es el precio que hay que pagar antes de iniciar una “segunda navegación”:
“Los defensores del progreso se exponen a ignorar, por el poco caso que hacen de ellas, las inmensas riquezas acumuladas por la humanidad. A uno y otro lado del estrecho surco sobre el que tienen fijos los ojos, sobreestiman la importancia de los esfuerzos pasados o menosprecian todos aquellos que quedan por cumplir para el beneficio de la civilización. Si los hombres sólo se han empeñado en una tarea: la de hacer una sociedad buena para vivir, las fuerzas que han animado a nuestros lejanos antepasados aún están presentes en nosotros. Nada ha sido jugado; podemos retomarlo todo. Lo que se hizo y se frustró puede ser rehecho: “La edad de oro que una ciega superstición había ubicado detrás (o delante) de nosotros, está en nosotros” (Lévi-Strauss, Tristes trópicos, pag 494, editorial Paidós, 2011)
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