Me parece interesante plantear en estos días una reflexión que
el azar ha querido que caiga en mis manos también “estos días”.
Se trata del libro “Identidades asesinas” del escritor
libanés Amin Maalouf. En esta obra se plantea una pregunta
muy interesante: ¿por qué se dan en el mundo musulmán unas
actitudes tan terribles de intolerancia y rechazo del otro? El otro
como occidental, como mujer, como musulmán de otras confesiones. En
resumen ¿qué hay en el Islam que conduce al islamismo -si es que
hay algo-, al menos hoy en día?
Maalouf se aleja por completo de la consideración
de que tales actitudes sean consustanciales al Islam, sin por ello
ser tan ingenuo de pensar que los talibanes de Afganistán nada
tienen que ver con la religión de Mahoma, del mismo modo que es
imposible de negar que Pol Pot nada tenga que ver con Marx. Pero
hallar el vínculo entre unos y otros no equivale, evidentemente, a
afirmar que está en la esencia del Islam el terrorismo, o en la
esencia del marxismo el genocidio. Es tan absurdo negar la relación
entre ambos acontecimientos como afirmar su implicación lógica. Por
las mismas, también sería un error pensar, nos dice Maalouf, que
está en la esencia del cristianismo el gusto por la tolerancia y la
libertad de expresión de que parecen gozar, hoy en día, los países
occidentales que, en otra época, fueron de confesión cristiana.
Basta con consultar algunos libros de historia para darse cuenta que
a lo largo de la larga vida del cristianismo, se ha torturado, se ha
perseguido y se ha matado tanto en esta religión, que difícilmente
podría establecerse una comparación beneficiosa con el Islam. Con
esto el escritor libanés no pretende criminalizar el cristianismo
para descriminalizar el Islam, y tampoco pretende justificar las
terribles actitudes de muchos millones de musulmanes comparándolas
con las fechorías de pasados cristianos, esto está ya muy visto.
Pero los hechos son los hechos, y hay que
constatar que, mientras que la religión cristiana era, hasta hace
nada una religión intolerante y, pese a eso, los países cristianos
han desarrollado cierto gusto por la tolerancia, la religión
musulmana era, desde su comienzo, una religión que aceptaba la
convivencia con otras creencias y que, sin embargo, y eso hay que
subrayarlo, hoy en día es la religión por la que mucha gente está
dispuesta a matar, a torturar y a morir. No sería justo pensar que,
mientras que el cristianismo llevaba en su seno la esencia de la
democracia, también en los momentos en que se mostraba como su
contrario, el Islam lleve en el suyo, desde el comienzo, la del
integrismo, incluso en aquellos momentos en los que aceptaba la
presencia, en las tierras que conquistaba, de los fieles de las otras
religiones monoteístas. “Si mis antepasados –escribe
Maalouf- hubieran sido musulmanes en un país conquistado por las
armas cristianas, en vez de cristianos en un país conquistado por
las armas musulmanas, creo que no habrían podido vivir catorce
siglos seguidos en sus pueblos y ciudades, conservando su fe.
Pero el escritor no pone paños calientes, y afirma
sin tapujos que “ese mundo musulmán que ha estado durante
siglos en la vanguardia de la tolerancia se halla hoy rezagado”.
Y la explicación de esta situación no pasa por buscar la
justificación en la lógica interna de la propia religión, tanto en
un lado del Mediterráneo, como en el otro. “Con demasiada
frecuencia -nos dice- se exagera la influencia de las
religiones sobre los pueblos, mientras que por el contrario se
subestima la influencia de los pueblos sobre las religiones”.
Es un error creer que la historia de los pueblos no es más que el
despliegue de sus ideas, como pensaba Hegel, sin tener en cuenta que
esas ideas, una vez puestas en marcha, tienen tanta influencia en la
historia de los pueblos, como las propias vicisitudes de éstos,
junto a sus trasiegos, tienen en las ideas. Por eso mismo es difícil
pensar qué habría sido del cristianismo si no hubiera germinado en
la Europa del derecho romano, de la filosofía griega y de Galileo,
del mismo modo que podríamos imaginar también un Islam que no sea
la religión de una cultura vencida.
La religión cristiana no configuró, sin más, el
carácter de los europeos, como algunos piensan, sino que más bien
los occidentales conformaron, en cada momento, la religión y la
iglesia que necesitaron, del mismo modo que también los musulmanes
han ido adaptando su Islam al momento histórico que les ha tocado
vivir. Y aquí llega una de las ideas fuertes de Maalouf: en
los tiempos en los que los árabes triunfaban, cuando tenían la
sensación de que el mundo les pertenecía, interpretaban su fe con
un espíritu de tolerancia y de apertura. Pero después, cuando
empezaron a verse en un mundo que dejaba de pertenecerles, y en el
que a penas tenían cabida, su religión adoptó, en muchos casos,
una actitud defensiva al modo del gato que saca las uñas.
“Las sociedades seguras de sí mismas se reflejan en una religión
confiada, serena, abierta; las sociedades inseguras se reflejan en
una religión pusilánime, beata, altanera [...].
Y es que hay un hecho incontestable desde ya hace
algunos siglos: el surgimiento de Occidente como una cultura que ocupa el lugar de todas las demás y con vocación global. A lo largo de los
últimos siglos, la cultura occidental se ha convertido, tanto en el
plano material como en el intelectual, en la civilización de
referencia para el mundo entero, de modo que todas las demás se han
visto frente a la tesitura de occidentalizarse o verse marginadas,
reduciéndose a la condición de culturas periféricas, amenazadas de
desaparición. Occidente hoy en día, y desde hace ya un par de
siglos, ya no es una opción, es la única alternativa. Y es que,
cuando la civilización de la Europa cristiana comenzó a tomar
ventaja, las demás, inevitablemente iniciaron su declive. Esta
situación es absolutamente nueva dentro de la historia de la
humanidad; ha habido grandes civilizaciones que se han extendido por
amplias zonas del mundo, pero ninguna ha tenido ni la vocación ni la
capacidad de erigirse como una cultura planetaria, como sí lo ha
hecho la europea. “¿A partir de cuándo ese predominio de la
civilización occidental se hizo prácticamente irreversible? ¿A
partir del siglo XV? poco importa. Lo que es seguro, y capital, es
que un día una civilización decidida tomó en sus manos las riendas
del carro del planeta. Su ciencia se convirtió en la ciencia, su
medicina en la medicina, su filosofía en la filosofía, y desde
entonces ese movimiento de concentración y "estandarización"
no se ha detenido.
Y la consecuencia de este hecho sin parangón, nos
dice Maalouf es que, para los habitantes de cualquier zona del
planeta, toda mejora de sus condiciones de vida, hoy en día,
significa occidentalización. Y ocurre, inevitablemente, que este
hecho no es vivido del mismo modo por quienes han nacido en el
seno de la civilización triunfante y los que pertenecen a las
culturas derrotadas. Para los primeros, cualquier transformación
supone una incidencia en sí mismos, mientras que los segundos no
pueden dejar de percibir que toda mejora es, en cierto modo, una
renuncia, el abandono de una parte de sí mismos. “Cuando
la modernidad lleva la marca del "Otro", no es de extrañar
que algunas personas enarbolen los símbolos del arcaísmo para
afirmar su diferencia [...].¿Cómo no
van a tener la personalidad magullada? ¿Cómo no van a sentir que su
identidad está amenazada? ¿Cómo no van a tener la sensación de
que viven en un mundo que les pertenece a los otros, que obedece a
unas normas dictadas por los otros, un mundo en el que ellos tienen
algo de huérfanos, de extranjeros, de intrusos, de parias? ¿Cómo
evitar que algunos tengan la impresión de que lo han perdido todo,
de que ya no tienen nada que perder, y lleguen a desear, al modo de
Sansón, que el edificio se derrumbe?”.
Pero la cosa no es tan simple, afirma Maalouf,
porque si echamos un vistazo a la reciente historia de los países
musulmanes, nos damos cuenta de que no siempre tuvo vigor este
rechazo de Occidente. En muchas ocasiones ocurrió justo al revés.
Maalouf nos cuenta la historia de uno de los Gobernadores de
Egipto, Mehmet Alí, quién ya a comienzos del siglo XIX tuvo la idea
de modernizar el país, occidentalizándolo, para ponerlo a la altura
de las grandes potencias europeas. Hizo grandes reformas y estuvo a
punto de hacer salir a Egipto del club de los países que importaban
una mierda, pero ocurrió que a las potencias europeas, Francia e
Inglaterra, les venía mal un país fuerte y orgulloso justo a medio
camino de la ruta hacia la India, y preferían un devaluado y
moribundo Imperio Otomano. Esta fue la última vez, señala Maalouf,
que el mundo musulmán tuvo la oportunidad que estar entre los países
de cabeza y no en el pelotón de cola.
Y, sin embargo, ni aún así, el Islam se convirtió
en una religión de odio y rechazo. Con la desintegración del
Imperio Otomano, las distintas regiones que se fueron configurando
como países en lo que antiguamente había sido el mundo islámico,
ni siquiera se aglutinaron en torno a ideas religiosas. Fue, como
estaba ya siendo en Europa, el nacionalismo lo que forjó estos
nuevos países. El radicalismo religioso tenía un papel meramente
anecdótico en estas nuevas sociedades, constituía “durante
mucho tiempo, durante muchísimo tiempo, una actitud sumamente
minoritaria, grupuscular, marginal, por no decir insignificante”.
El ejemplo paradigmático es el de Nasser, el padre de la patria
egipcia. Éste era un enemigo acérrimo de los integristas a los que
se enfrentó en todo momento. Y Nasser no era, ni mucho menos, un
líder minoritario en el mundo musulmán, sino todo lo contrario:
contaba no sólo con una aceptación altísima en su propio país,
cuyos ciudadanos tenían verdadera devoción por él, sino que
inspiraba simpatías similares en el resto de países árabes. “Me
acuerdo –escribe Maalouf- que, en aquella época, el
hombre de la calle consideraba a los militantes de los movimientos
islamistas como enemigos de la nación árabe, y muchas veces como
"agentes occidentales” (a modo de comentario: la conexión
entre el islamismo y los países occidentales, se ha mentado muchas
veces; tal vez fueran las potencias europeas y americana quienes, en
su afán por debilitar una cultura naciente, creasen un monstruo que
ahora padecen).
Y al final, fue necesario que los distintos
experimentos occidentales, nacionalismo y socialismo, que se llevaron
a cabo en el mundo árabe, fracasasen una y otra vez en sus
intenciones de construir sociedades dinámicas y avanzadas que
compitiesen en condiciones de igualdad con Occidente, para que una
parte significativa de la población empezara a prestar oídos a los
discursos del radicalismo religioso y encontrasen un poco de sutura
para una identidad fracturada y vapuleada. Pero el radicalismo
religioso no fue la opción elegida de manera espontánea y natural
por los árabes o los musulmanes, sino, a lo sumo, el lugar donde
esta cultura milenaria quiere ir a morir. Antes de que se sintieran
tentados por esa vía, fue necesario que todas las demás se
cerraran, y conviene pensar por qué todos los otros caminos quedaron
impracticables. El mundo musulmán, cuando quiso aceptar a Occidente,
descubrió con amargura que occidente no quería iguales, sino
dominados. Y hay pocas viviendas que habitar en un mundo que siempre es
de los otros.
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