Para Lacan el estatus ontológico del sujeto es
el puro vacío. El sujeto surge como un algo que gira en torno a la
falta de ser. Lo explica mostrando cómo un individuo infantil (un
bebé), que inicialmente no es conciencia de nada, sino que
únicamente es un haz desordenado de sensaciones sin referencias,
pasa a ser una cosa que sabe de sí
mismo y del mundo que le rodea. Nos dice que en un momento muy
prematuro de la existencia, el infante sólo puede experimentar la
identidad de una forma muy precaria como la de ser un objeto en
manos de un otro, una cosa arrojada ahí (da-sein)
para que los otros hagan algo con él, le tomen en brazos o le dejen
reposar en soledad, le den alimento o dejen que aparezcan esas
sensaciones orgánicas de tensión y malestar, sin nombre y sin
causa, le proporcionen calor o le abandonen al frío, le den un
nombre, le dirijan la palabra, o no lo hagan. Si en este momento
inicial de la existencia pudiéramos saber qué sabe un bebé sobre
sí mismo, probablemente descubriríamos que ese sí
mismo es una pura alteridad, una
cosa del otro, una continuación del otro, o dicho al modo lacaniano
“el deseo del otro”.
Pero en este momento aún no se ha constituido
la subjetividad como tal, aún no somos un sujeto. Somos más bien un
objeto frágil, una sutil “alteridad
radical”. Pero esta identidad es
demasiado precaria, pues, en un momento dado, esa cosa que somos
fracasa, esto es, muestra sus inconsistencias a la hora de erigirse
como un objeto de pleno derecho en el mundo. Al constituirse como una
cosa para ser dominada y tomada por el otro, no resiste la dura
experiencia de enfrentarse, de repente, al deseo del otro como un
enigma. Esa incógnita irremediablemente invade y permea
todo el ser que somos. El infante encuentra algunas cosas decisivas
en el otro que van a alterar para siempre su propia constitución.
Descubre, para empezar, que él mismo no satura la totalidad del
deseo del otro, puesto que el otro quiere otras cosas, le abandona y
se marcha a buscar otros objetos que él desconoce. El descubrimiento
cae sobre la joven cosa como la noche negra puesto que este hallazgo,
que los lacanianos llaman la
castración, no es otra cosa que la
constatación del vacío constitutivo de
la propia subjetividad. ¿Por qué? Porque por una parte el infante
descubre que el otro es un ser en falta, quiere algo que le falta,
que no le es dado, y que él mismo es incapaz de llenar. Y del
mismo modo descubre también que él mismo es también un ser en
falta, puesto que su posición es la de no saber qué quiere el otro
de mí cuando, inicialmente, es el deseo del otro lo que constituyó
al individuo como un algo. Al mismo tiempo surgen el sujeto, el deseo
y la angustia alrededor de la pregunta ¿qué soy yo para el deseo
del otro? El sujeto es aquel que, resultado de haber fracasado al
constituirse como un objeto, es una constitución vacía, la pregunta
histérica que gira incesantemente alrededor de una pura nada.
Sujeto,
deseo y falta son
tres
palabras para nombrar lo mismo, puesto que somos sujetos en el mismo
momento que aparece nuestro deseo frente al enigma de no ser un algo
determinado, un objeto dado en el mundo, una falta constitutiva.
No hay que entender este relato del nacimiento
del sujeto como una cuestión de estadios temporales, como si primero
nos constituyésemos
como una cosa en el deseo del otro y después esto se pierde
irremediablemente. Más bien ocurre que la cosa que somos nace ya
como algo perdido, como la cosa
anhelada que uno nunca tuvo. Por eso no es algo recuperable, no hay
una posición subjetiva en la que el sujeto alcance, al fin, de
manera constitutiva su auténtico ser, su completud ontológica. La
situación subjetiva es ya, desde el comienzo y para siempre, la
posición del que no sabe lo que es, no sabe qué lugar ocupa frente
a la pura alteridad y, pese a todo, quiere saberlo. Existir como
sujeto es existir como un ser que desea ser sin llegar jamás a ser.
Nacemos ya como expulsados del paraíso, como errantes sin patria en
un constante retorno.
De acuerdo con esto, si hubiera que nombrar a
una posición subjetiva verdaderamente ontológica, esta sería la
más insatisfactoria de todas, la melancolía. La melancolía no es
otra cosa que la conciencia de que no hay ningún objeto que tenga
las propiedades de llenar ese vacío constitutivo de la subjetividad
y la única respuesta posible frente a
la falta es la reiteración de la
pérdida: la reiteración compulsiva y fantasmática del momento de
la pérdida, de cualquier pérdida, como metonimia de la misma
posición ontológica de un ser en falta. Se puede decir que el melancólico adopta la posición de saber
lo que se es, ser el resultado de un
fracaso, un ser de ruina, un objeto roto para el que nunca han
existido piezas de recambio. El melancólico sabe que ya perdió
aquello que pudo significar su completud, y renuncia a buscarlo
porque sabe que eso es una cosa perdida para siempre.
Siendo así la estructura ontológica de la
subjetividad, lo complicado y también la tarea ética y política
fundamental, nos dice Zizek, es cómo hacer para movilizar el deseo
del sujeto, cómo hacer que el sujeto desee algo, dirija su voluntad
sobre un objeto que, a todas luces, no va a rellenar su hueco
constitutivo. La respuesta que nos da es que dicho objeto debería
ser, dicho al modo kantiano, una magnitud
negativa. Un objeto capaz de
designar un vacío, ser en sí mismo la metonimia de un vacío, la
metáfora de una falta. Sólo fijando el deseo en algo, sea lo que
sea, el sujeto puede quedar vinculado al mundo y a los otros,
constituyéndose algo así como “la realidad” .
Un objeto con estas
características es, por ejemplo, el sexo. El sexo es la
teatralización repetitiva e inevitable de un constante fracaso, y
por eso mismo, representa metonímicamente la relación del sujeto
con el objeto de su deseo. El sexo es capaz de erigirse como una
designación negativa de la falta, ya que es una expresión desnuda
del “debe” en el que no hay un “haber”. Pero
pese a eso, la experiencia sexual nos lanza a establecer vínculos
con lo otro, vínculos nunca satisfactorios y siempre necesitados de
su reiteración y modificación.
En el mismo
orden de cosas podríamos considerar que
toda estructura social no es más que una forma de hacer que el
sujeto oriente su deseo hacia ciertos objetos sublimes. La democracia
liberal, por ejemplo, es a
través del capitalismo como dispositivo abrumador y tremendamente
eficaz que
satura el deseo en la dirección de un histérico consumo óntico,
como fija el deseo del sujeto y lo
vincula a un orden simbólico. Su
lógica se basa en una saturación circular e histérica del deseo,
en la que el sujeto toma como fetiches
las mercancías que consume, ya sea un coche, un manjar, un nuevo
teléfono móvil, un viaje a las Islas Fidji, una relación amorosa,
o cualquier otra cosa que pueda ser consumida, creyendo que cada
nueva consumición llenará su vacío constitutivo.
Pero descubre al poco que no estaba ahí,
en ese objeto, aquello que tanto ansiaba. Sin embargo el dispositivo
capitalista no deja que el sujeto haga experiencia de su falta en ese
momento, proponiéndole, incesantemente nuevos objetos que saturen su
deseo. Para el sujeto del capitalismo, y
su consumo desaforado, un puro nunca es sólo un puro y un coche no
es nunca un coche. Cada objeto dado a su gasto incorpora siempre un
enigma, una promesa vacía que va más allá de sí mismo. Un coche
nunca es sólo un instrumento que nos transporta de un lugar a otro
con eficacia, sino que nos promete una posición subjetiva particular
una completud vacía. Pero, dado que la promesa es siempre
incumplida, el sistema debe renovarla constantemente aprovechándose
de la constitución histérica del sujeto. Un hombre se compra el
nuevo Peugeot, Bmw o Mercedes, pero en realidad no está comprando
sólo una máquina, hay algo en todo eso que apunta a un goce, las
líneas curvas del nuevo modelo, sus colores metalizados y
brillantes, el nombre pretencioso. En el momento de la compra el
sujeto se reconoce, por un instante fugaz, justo cuando firma el
documento de compra, el universo gira en torno a sí y por un
instante fugaz todo cobra sentido. Pero sucede aquí como en el
Paraíso perdido, en el momento mismo de su aparición es ya perdido.
Por eso esa posición subjetiva es histérica, porque el sujeto
vuelve a repetirse otra vez “no es esto lo que verdaderamente
quiero, debe haber algo más en alguna parte” y entonces
la máquina capitalista opera para suministrarle un nuevo objeto de
deseo.
Aquí reside el papel de la fantasía
ideológica, ya sea el capitalismo, el estalinismo o el fascismo...
se trata de movilizar el deseo del sujeto para controlar su goce.
Llenar de una u otra forma el vacío constitutivo del sujeto que
fije al sujeto a un universo simbólico y se sienta vinculado de
alguna forma al otro.
Sin embargo, ¿qué ocurre cuando
la ideología no es capaz de movilizar nuestro deseo? ¿entonces qué
deseamos? ¿a qué realidad simbólica
queda fijado el sujeto? La respuesta a
esta pregunta no es única, no nos lleva a una sola situación, del
mismo modo de un conflicto en el sujeto no es causa de la misma
sintomatología. En esta entrada quiero arrojar luz sobre uno de esos
síntomas que puede ser tomado ya como un síntoma social: la
melancolía. Las avanzadas sociedades democráticas son
inevitablemente melancólicas, sociedades
de hombres impelidos a gozar una y otra vez de todos los objetos
suministrados por la máquina capitalista y que, sin embargo se
llenan de hombres tristes sin capacidad para ningún tipo de goce.
Y cuando más avanzada es esa sociedad,
cuando mayor posibilidades de goce ofrece, parece que más hombres
tristes y deprimidos la habitan. La
depresión es una enfermedad que
afecta fundamentalmente a las sociedades del consumo y la opulencia,
y puede ser vista, desde la perspectiva que aquí se contempla, como
una fractura ideológica, la incapacidad por parte del sistema de
movilizar el deseo del sujeto y su irremediable caída en el vacío
de la locura. La depresión o melancolía es una disposición
subjetiva paradójica en las sociedades capitalistas puesto que, en
una estructura social en la que toda la estructura económica,
institucional, legal y política se sustenta sobre el deseo y el goce
del sujeto, aparecen unos hombres fantasmáticos, que se arrastran
penosamente por las calles y que lo que les pasa es básicamente que
carecen de esa capacidad para desear
que sustenta los vínculos sociales y el orden político. La
melancolía es, en sí misma, una fractura abierta en el seno de la
ideología capitalista, puesto que anula la posición subjetiva
histérica que sujeta a los hombres a
este particular orden simbólico. No es
la única y, desde luego, no es la más deseable pero sin duda es una
de las más presentes.
El melancólico subvierte el orden social
puesto que, para él, ningún objeto puede ocupar el lugar de la
falta y, por tanto, ninguna ley, ninguna promesa, ninguna
experiencia, y ninguna cosa de ningún tipo puede anclarle al orden
social y hacerle participar en la ley, el deseo y el goce. El
melancólico, carente de una magnitud negativa que nombre a su falta,
se encuentra frente al abismo absoluto y aterrador de su propia falta
de ser. En estos hombres tristes el
deseo no está, y cuando hace acto de
presencia en su posición subjetiva, lo hace como un fuerte y
profundo deseo de abismo. Ese sujeto que parece no tener voluntad
para nada, que vive su vida desde una desesperante abulia, muestra
una firmeza infinita en el propio acto de su aniquilación, en el
salto abismático hacia su desaparición,
porque expresa ahí, finalmente, todo el poder de su deseo, un deseo
de vacío absoluto, sin los intermediarios del goce. Para el
melancólico suicida nunca es tan firme su voluntad como cuando salta
al vacío o aprieta el gatillo porque sólo ahí su voluntad es
verdadera.
Si miramos a la escena que estos días se
describe en las páginas de todos los periódicos del mundo, y abre
todos los informativos, esto mismo se nos muestra con una verdad
descarnada. Como se ha repetido en muchos sitios ya, respecto del
accidente del vuelo de German Wings,
el piloto presa de sus necesidades fisiológicas le dice al copilóto
Lubitz
“vete preparando el aterrizaje
mientras yo voy al baño”, a lo que éste contesta melancólicamente
“Espero, ya veremos”. Su
contestación melancólica muestra que ese deseo, “espero”
no es el suyo, sino el enigmático deseo del otro frente al que él
ya no se siente anclado ya
que ha descubierto su constitución vacía. Aterrizar el avión es lo
que haría alguien que aún se siente vinculado al orden social, el
poderoso deseo del otro. Alguien que, por ejemplo, aún crea de
alguna forma en un orden moral y no conciba la atrocidad estrellar un
avión matando a cientocincuenta pasajeros. Pero ese no es el deseo
de alguien para quien ya no hay anclajes sociales y su vida se ha
soltado del otro, para alguien para el que ya solo cabe un único
deseo, el abismático deseo de nada. Por eso su languidez en ese
“ojalá” contrasta poderosamente con su firme voluntad de
encerrarse en la cabina de pilotaje y pulsar
voluntariamente con firmeza el botón de descenso, poniendo
rumbo hacia el desastre.
La reacción social contra este hecho no puede
ser de otra forma que “defensiva”, y
lo pone de manifiesto la caza desesperada de información por parte
de los medios de comunicación, buscando alguna seña de la
enfermedad del piloto que permita apuntalar de nuevo el orden social.
Se trata ahora de construir sobre el piloto suicida el relato de la
locura y de la enfermedad, bien descrita
por los mecanismos tranquilizadores de la ciencia.
Por necesidad debía ser un loco, por necesidad debía estar enfermo,
por necesidad esta debe ser una excepción traumática que confirme
la regla. Sin embargo, debajo de esa
búsqueda histérica ya se puede ver la inconsistencia que tendrá el
relato, pese a documentales y sensacionalistas especiales
televisivos, que traten de sacar conclusiones apresuradas del
testimonio de un vecino, de un fugaz parte médico, de un bote de
pastillas ansiolíticas... etc. Lo que la sociedad no está dispuesta
a admitir, ni siquiera a tomar en consideración, es la idea de que
Lubitz sea sólo un piloto melancólico,
uno de esos hombres tristes, como tantos
otros, que arrastran
sus vidas por las sociedades del goce, que ya no se sienten
vinculados de alguna forma a los otros y para los que el imperativo
posmoderno del goce es una máscara caída. Sólo un hombre más de
tantos que muestran en su tristeza a una sociedad enferma.
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