Qué duda cabe que Immanuel Kant es una
referencia inexcusable en la Historia de la Filosofía. Sin embargo
la teoría del conocimiento contemporánea, especialmente la de
tradición analítica, no suele tomar en consideración sus
aportaciones y, en ocasiones, adopta un planteamiento prekantiano. En
su momento Marx había reprochado a sus contemporáneos que trataban
a Hegel como un “perro muerto” y otro tanto cabría decir del
trato que recibe Kant por buena parte de los actuales filósofos. Se
reconoce que su valía para organizar y clarificar el panorama
filosófico de los siglos XVII y XVIII, pero no su potencia
explicativa para iluminar los problemas de la epistemología y la
ciencia de los siglos posteriores. Creo que es un error. Kant también
nos ayuda a pensar hoy.
Los problemas ontológicos y
epistemológicos de la Modernidad no han cambiado de manera
sustancial desde el siglo XVII hasta ahora y giran, fundamentalmente,
en torno a las relaciones entre sujeto y objeto. Nos preguntamos por
el vínculo entre la mente y el mundo, lo conocido y el objeto del
conocimiento, la representación y aquello que es representado, el
significado y la referencia, etc. Estos problemas nacen de la mano de
Descartes y, contrariamente a lo que suponen muchos filósofos
analíticos, la respuesta alternativa de Hume no supone superación
alguna de los parámetros fijados por el francés. La cuestión es
que tanto racionalistas como empiristas comparten un postulado
fundamental: afirman que no tenemos acceso a la realidad, que lo que
conocemos son ideas, es decir, no las cosas mismas sino sus
representaciones. Pero, si esto es así ¿cómo garantizar una
correspondencia fiel entre la representación y la “cosa en sí”?
¿cómo superar el solipsismo? es decir ¿cómo podemos al menos
asegurar la existencia de algo exterior a la propia conciencia? Por
otra parte la Realidad o Naturaleza es concebida por la Modernidad en
términos estrictamente matemáticos, de tal manera que no queda
margen alguno para la subjetividad. Incluso cuando el objeto a
analizar es el sujeto humano, la ciencia lo explica de manera
objetiva y cuantitativa. Así que por un lado tenemos un sujeto
encerrado en su esfera de ideas y representaciones y por otro un
mundo objetivo organizado y ordenado de forma mecánica que se mueve
y evoluciona al margen de las expectativas o intereses de los
humanos. Estas son las dos trampas de la Modernidad: el subjetivismo
y el cientificismo, que no son más que las dos caras de la misma
moneda y el resultado del abismo que la metafísica cartesiana
establece entre sujeto y objeto.
Todos sabemos en qué consiste la
solución kantiana que, recordamos, entiende la experiencia y el
conocimiento como una síntesis entre las estructuras formales
que aporta el sujeto y la materia de la sensibilidad, de tal manera
que no cabe hablar de mundo por un lado y sujeto por el otro. En esto
consiste el giro copernicano de la filosofía kantiana, en una nueva
forma de concebir la subjetividad que permite superar una
desafortunada metáfora: la idea de que la mente humana es un espejo
que refleja la realidad. El conocimiento es posible, sostiene el
filósofo prusiano, porque el mundo se ajusta a mi facultad de
conocer. La máxima que kantiana que sostiene que “las
intuiciones sin conceptos son ciegas; los conceptos sin intuiciones
vacíos” merece ser recordada y tomada en consideración. La
filosofía analítica cuando aborda problemas epistemológicos, como
el estatus de los enunciados observacionales, la distinción entre
hechos y proposiciones, la verificación de las teorías científicas,
el problema de la inducción, la formación de los conceptos, el
significado de las palabras, etc, se olvida a menudo de este
planteamiento. Es mérito del filósofo sudafricano John McDowell, en
su obra Mente y Mundo (2003),
transitar por esta vía y actualizar el enfoque kantiano. El
subjetivismo y el cientificismo nos abocan a un callejón sin salida.
La solución pasa por recusar los presupuestos de partida: es preciso
una nueva noción de subjetividad sin subjetivismo y un nuevo modelo
de conocimiento alejado del cientificismo. Y en esta búsqueda de un
nuevo enfoque Kant nos es imprescindible.
Frente al subjetivismo, McDowell
insiste en que toda la subjetividad y toda intuición, como subrayaba
Husserl, es intencional, es decir, apunta a algo distinto de
ella misma. Todo conocer es una apertura al mundo, de tal
manera que las “intuiciones” o “ideas” no son contenidos
inmanentes de la mente e independientes del mundo, sino más bien,
como suponía Aristóteles, el conocimiento de las cosas es
directo, inmediato y fiable. Por otra parte el mundo que conocemos no
es algo ajeno a nuestras necesidades subjetivas pues está
condicionado por lo que Kant denominaba estructuras trascendentales,
por nuestra forma de conocer, de tal modo que el conocimiento solo
puede ser fenoménico: no conocemos en mundo en sí, conocemos
el mundo para mí. No hay manera de concebir la mente y el
mundo por separado, lo que hay es un continuo, una conexión
constante y recíproca entre lo subjetivo y lo objetivo. No está,
por un lado, una mente llena de conceptos e ideas y, por otra parte,
un mundo independiente del sujeto. Mente y mundo se implican
mutuamente, son inseparables. Estos postulados kantianos sirven no
solamente para superar la tradicional oposición entre racionalismo y
empirismo de los siglos XVII y XVIII, sino también para abordar
problemas de la filosofía de la ciencia del siglo XX como pudieran
ser las sorprendentes tesis de la mecánica cuántica y el extraño y
decisivo papel que juega el observador en la descripción del mundo.
Pero, en esta puesta al día del
kantismo, McDowell rechaza una tesis fundamental del idealismo
trascendental: la distinción entre fenómeno y noúmeno o
cosa en sí. El filósofo sudafricano afirma que con la noción
de noúmeno Kant se traiciona a sí mismo y vuelve al antiguo
dualismo que trataba de superar: la escisión entre sujeto y objeto
que abre la filosofía cartesiana. Si aceptamos esta distinción,
argumenta McDowell, la experiencia se devalúa a sí misma y volvemos
a separar la experiencia como construcción subjetiva por un lado y
el mundo real por el otro. Lo real y objetivo cae del lado del
noúmeno mientras que lo ficticio y subjetivo del lado del
sujeto. Creo que en este punto McDowell malinterpreta a Kant. La
noción de noúmeno, bien entendida, no remite a dualismo
alguno y cumple una función terapéutica muy necesaria. El noúmeno
(igual que el Dios de Spinoza, la voluntad en Schopenhauer, el Límite
en Trías o la Materia ontológico-general en Bueno) es una noción
límite que evita caer en el dogmatismo al señalar aquello que no
puede ser conocido y, de este modo, hace que reconozcamos la
limitación y finitud del conocimiento humano. No es posible el
acceso a la Verdad -así, con mayúsculas-, todo nuestro conocimiento
es humano y solo humano. Sin embargo -esto se ve más claramente en
Schopenhauer- a veces, es posible, mediante el arte, vislumbrar algo
de ese Ser, el noúmeno, que permanece fuera del alcance de
nuestras capacidades cognoscitivas.
Así pues entiendo, al contrario que
McDowell, que la distinción entre fenómeno y noúmeno cumple
una función importante y que, de una u otra forma, merece ser preservada. ¿Qué ha quedado
entonces obsoleto en el kantismo? Pues, según mi criterio, el
trascendentalismo y un teoreticismo o formalismo excesivo. Kant
partía de un concepción de la naturaleza humana fija e inmutable,
equipada con ciertas estructuras trascendentales que posibilitan el
conocimiento de igual manera en todo lugar y en toda época. Esta
noción remite al ideal universalista característico de la
Ilustración del siglo XVIII que hoy nos parece superado. Además
Kant entiende de manera excesivamente teórica la función de las
categorías. Los conceptos solo existen en el lenguaje y cuando aprendemos
una lengua no solo adquirimos una herramienta intelectual; con el
lenguaje aprendemos -como nos enseñó Wittgenstein en las
Investigaciones filosóficas- una forma de vida, una manera de
habitar el mundo. Los conceptos tienen una dimensión pragmática que
Kant soslaya y debe ser tomada en consideración.
En resumen, una epistemología del
siglo XXI naturalmente no puede seguir al pie de la letra los
dictados del idealismo trascendental kantiano, pero haría bien en
asumir y tener presentes algunas tesis planteadas por el filósofo de
Königsberg como las siguientes: la Realidad, la cosa en sí,
está más allá de nuestro alcance, todo conocimiento es fenoménico,
la experiencia es una síntesis entre lo que aporta el sujeto
y las impresiones que recibimos a través de los sentidos, toda
descripción del mundo está condicionada por el sujeto, el mundo que
conocemos es un mundo humano, es decir, un mundo que se ajusta a mis
necesidades subjetivas. Este es el camino para pensar más allá del
subjetivismo y el cientificismo que lastran la epistemología
contemporánea.
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