César Rendueles ha publicado
recientemente una obra de inclasificable género: en parte es un
ensayo de economía política, en parte una autobiografía y, en
parte, crítica literaria. El resultado se deja leer con agrado y
provecho. Me temo que esta entrada no le haga justicia al libro
porque voy a prescindir de lo mejor; me voy a limitar a resumir
algunas tesis políticas y económicas que, por otra parte, no son
especialmente originales, despojándolas de lo que verdaderamente les
confiere interés: el entramado de relaciones literarias y
autobiográficas que envuelven su presentación. Debo pues remitir al
lector de estas líneas a la obra original para suplir las carencias
de esta reseña. Solamente voy a destacar cuatro tesis que
se exponen en el libro:
Primera: Debemos distinguir y
hasta contraponer el trabajo tradicional y el trabajo asalariado. Es
verdad que no se puede vivir sin trabajar, también es verdad que el
trabajo, como señaló Marx, acompaña desde siempre a la humanidad.
Pero el trabajo asalariado es un invento muy reciente, casi una
anomalía histórica de la cual felizmente hemos prescindido durante
milenios y no estamos obligados a soportar en el futuro. El trabajo tradicional
era diversificado y estaba centrado en las necesidades humanas.
Durante siglos las personas realizaron multitud de tareas diferentes
a lo largo de su vida (cosechar, construir, cazar, sembrar,
recolectar, reparar, cuidar...) que, por una parte, exigían pensar y
encontrar soluciones oportunas para todo tipo de problemas y, por
otro lado, permitían dedicar la mayor parte del tiempo a disfrutar
de la compañía de familiares y amigos (no digo que quedaba tiempo
para "vivir" porque el trabajo entonces era una parte de la vida). El
trabajo asalariado acabó con este estado de cosas. ¿Cómo es
posible? ¿cómo es posible que de manera voluntaria millones de
personas cambiaran su modo de vida tradicional para convertirse en
proletarios? La respuesta es que el cambio no fue voluntario en
absoluto. Durante mucho tiempo y en muchos lugares los empresarios
han tenido dificultades para contratar mano de obra porque, con buen
criterio, los obreros en cuanto tenían la menor oportunidad huían
del trabajo fabril como de la peste. Fue un proceso violento y
continuado de expropiación masiva lo que obligó a millones de
campesinos a buscar un salario para sobrevivir. Es la violencia y no
la elección libre lo que está en el origen del trabajo asalariado.
Segunda: El capitalismo es ante todo una peculiar forma de organizar el trabajo que toma como modelo las plantaciones esclavistas de las colonias. Podemos y debemos
desvincular el capitalismo y la revolución industrial. El
automatismo de la producción es un fenómeno tardío, las máquinas
entran relativamente tarde en las fábricas -a mediados del XIX- y no
explican lo característico del modo de producción capitalista. Es
el trabajo de los esclavos en las colonias (monótono, reiterativo,
centralizado, alienante...) el que sirve de modelo para organizar el
trabajo fabril. Las primeras fábricas textiles no se crearon gracias
a los telares mecánicos que, por otra parte, hacía tiempo ya que se
conocían. En la novela Opus Nigrum, Marguerite Yourcenar nos dice que
en Brujas, a principios del siglo XVI, ya se tenía conocimiento de
estos artilugios, pero no fueron incorporados a las industriales
textiles hasta mediados del XIX. Lo que sí fue incorporado desde el
principio, la esencia del trabajo fabril, es la cadena de producción
en serie que sigue el modelo esclavista de producción. Una vez que
los obreros estaban convenientemente disciplinados se introdujo la
maquinaria.
Tercera: El capitalismo y el
socialismo real son dos variantes del mismo modelo disciplinario.
Ambos participan del mismo interés en maximizar la producción a
toda costa, la misma exacerbación de la técnica y del control
estatal, idéntico afán alienante. Frente a esta tendencia Rendueles destaca la ejemplaridad y vigencia de las revueltas comunitarias que, primero en Europa y
después en América Latina, han combatido al mercantilismo defiendo
el valor de los bienes y tierras comunales o la restitución del derecho a la caza y recolección
frente a la ofensiva expropiadora del Capital y el Estado. Son los lazos comunitarios los que nos permiten resistir el implacable avance capitalista. El individuo aislado no es una persona, es un
consumidor abocado a la infelicidad y la neurosis.
Cuarta: Rendueles arremete
también contra uno de los valores más sólidos del capitalismo: la
elección libre. ¿Podemos acaso negar que una sociedad respetuosa
con la libertad individual, que permite a cada ciudadano elegir lo
que es más conveniente para él, es sin duda preferible a un Estado
totalitario? El autor, según mi punto de vista, no analiza con
suficiente rigor toda la problemática que acarrea este asunto, pero
esboza una respuesta que, para mí, va en la buena dirección: ni
imposición ni elección libre; plantear el problema en estos
términos supone un falso dilema. Las “cosas” más importantes de la vida no llegan a nosotros en forma de obligación o imposición, pero tampoco las elegimos. De
alguna manera “tropezamos” con ellas: los amigos, la pareja, los
hijos, las experiencias más impactantes, la vocación profesional, etc. ¿Sería una vida mejor aquella en la que
pudiéramos “elegir” a nuestra pareja en un catálogo sopesando las ventajas e inconvenientes como si fuera un
electrodoméstico? ¿Somos libres de “elegir” despreocuparnos de nuestros
mayores o desentendernos de toda obligación social? La sociedad
capitalista nos invita continuamente a ejercer el derecho de elección
libre pero este camino conduce al individuo neurótico. La vida
humana adquiere sentido cuando se orienta en dirección opuesta: es
el cuidado de los otros y de uno mismo lo que enriquece la vida, lo
que genera un vínculo social que precisamos para vivir, al menos,
para vivir bien.
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