"Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas - ¿no es precisamente esta misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre? ¿No es éste el auténtico problema del hombre?… "
F. Nietzsche. Tratado Segundo de la Genealogía de la moral.
Hace tiempo ya que la “Educación en
valores” constituye el principal objetivo ideológico del sistema
educativo vigente. Cuando una noción adquiere tal relevancia -esta
es mi sospecha- siempre es en perjuicio de otra, siempre hay un
desplazamiento semántico que no es inocente ni gratuito. Sostengo
que la noción menoscabada con el auge de los “valores” es la de
“virtud”, o lo que es lo mismo, la educación en valores es a
costa del cultivo de las virtudes.
El origen de la ética de los valores
está en Scheler y Hartmann, y, si nos remontamos más atrás, en
Platón. Todos ellos defendían que existe un reino objetivo de los
valores y, lo que es más importante, una jerarquía de los mismos.
El proyecto pedagógico actual, sin embargo, niega el carácter
objetivo de los valores y más aún la existencia de una jerarquía
entre ellos. “Valor” parece ser todo aquello que se “valora”
y el acto de valorar es eminentemente subjetivo. Lo que queda de la
ética material de los valores es la idea de que existe una distancia
entre los valores y el yo, es decir, que los valores no forman
parte de nosotros, son cualidades que cabe aprehender,
preferentemente con ayuda de “expertos”, pero que no nos
constituyen. El modelo a seguir es el mercado capitalista: los
valores son como mercancías que están a la mano entre las que
podemos elegir. Sin duda es una elección importante -aunque no
definitiva porque siempre podemos cambiar- y conviene no equivocarse.
El educador, y más aún el profesor de ética, es como el amable
dependiente que acompaña al cliente y le orienta para que la prenda
que finalmente elija le favorezca todo lo posible. Esta es nuestra
tarea como educadores. No es poca cosa; es tan importante o más que
la de los padres porque ellos no conocen demasiado bien el producto
-los valores- y, por tanto, no pueden asesorar adecuadamente a sus
hijos. Nuestros esfuerzos deben ir orientados, naturalmente, a que
las dúctiles mentes de los adolescentes se orienten hacia los
valores democráticos, aquellos que reconocemos no como verdaderos,
sino como más convenientes, aquellos que favorecen la
convivencia democrática. Además esta “orientación” democrática
es obligada, es como la directriz que la empresa da al dependiente y
este debe seguir si quiere seguir conservando su empleo. De tal
manera que los valores dominantes, como siempre, están patrocinados
por el Estado y los educadores son los diligentes funcionarios
encargados de que se difundan de la mejor manera posible.
Pero la educación en valores no es la única posible. La educación
tradicional nunca ha tenido como objetivo alcanzar los valores sino
ejercitar la virtud. Este proyecto toma forma teórica y filosófica
con la ética de Aristóteles y vincula la educación con el
desarrollo del carácter -ethos en griego-. Los psicólogos
distinguen entre el temperamento, que es la parte innata e
involuntaria de nuestra personalidad y el carácter que es la
personalidad aprendida, el tipo de persona que llegamos a ser. El
temperamento no determina lo que somos, del mismo modo que el David
de Miguel Ángel no está determinado por el mármol que lo
constituye; lo fundamental, qué duda cabe, es el trabajo del
artista. Aristóteles afirmaba que las virtudes son hábitos que
adquirimos por repetición de actos. Desde esta perspectiva no
ocurre, por ejemplo, que decimos la verdad porque somos sinceros sino
que somos sinceros porque acostumbramos a decir la verdad. La forja
del carácter, como antaño se decía, es fundamental porque
determina el tipo de persona que acabamos siendo: somos el resultado
de lo que hacemos.
A primera vista estas distinciones son
demasiado bizantinas: todo parece ser más de lo mismo. ¿Acaso no
estamos de acuerdo en que la sinceridad, el valor, la generosidad, la
honestidad, etc son cualidades positivas en las personas? ¿qué más
da que las llamemos “valores” o “virtudes”? Naturalmente, el
empleo de un término u otro no tiene ninguna relevancia pero ocurre
que las prácticas educativas que van ligadas a una y otra noción
presentan importantes diferencias.
En primer lugar, como hemos señalado,
los valores parecen aprehenderse por una misteriosa intuición
intelectual. Scheler reprochaba a sus antecesores, especialmente a
Kant, haber señalado solo dos facultades o fuentes del conocimiento:
la razón y la sensibilidad. Pero los valores no los captamos por los
sentidos ni tampoco de manera estrictamente racional. Es preciso
postular una tercera facultad, la “intuición emocional”, que nos
adentre en el reino de los valores. Las virtudes, sin embargo, son
más prosaicas, son meros hábitos que adquirimos por repetición de
actos. Desde siempre los padres se han encargado de enseñar buenos
hábitos a sus hijos. Pero si resulta que hoy en día lo importante es la
educación en valores y los padres no saben muy qué son y cómo enseñarlos...
mejor lo dejamos para el colegio, pensarán muchos. Por otra parte la distancia que
apuntábamos entre el yo y los valores no existe en el caso de las
virtudes. La persona ordenada y pulcra, por ejemplo, no puede
fácilmente desprenderse de estas “cualidades” porque forman parte de su ser. “Yo soy una
persona ordenada y pulcra -diría si la interpeláramos- y no puedo
dejar de serlo; me siento fatal si mi habitación está desordenada,
si tengo que pasar un largo periodo de tiempo sin asearme o llevando
la misma ropa”. Las virtudes -y los vicios- forman parte de nuestra personalidad, nos
impregnan hasta la médula, no son mercancías que podamos fácilmente
intercambiar.
¿Qué implicaciones tiene una ética
de la virtud para nuestra tarea docente? En primer lugar golpea
nuestra vanidad: somos poco importantes. Las virtudes no se aprenden
de forma teórica en el horario lectivo y menos aún en una hora a la
semana en la asignatura de Valores éticos. Es naturalmente,
en el seno de las familias, dentro de la tribu, como
adquirimos las virtudes. No a la manera de los consumidores que
“libremente” eligen un producto u otro en función de sus
intereses, sino de una forma más inconsciente y definitiva. Quien
adquiere el hábito de la puntualidad, por ejemplo, desarrollará una
conducta virtuosa de manera inconsciente, casi al margen de su
voluntad. Por el contrario la educación en valores
parece una tarea más teórica y compleja que sobrepasa en mucho el
ámbito de actuación de las familias. El Estado debe jugar un importante papel mediante la contratación de ciertos “especialistas”
-entre los que, me temo, me incluyo- encargados de enseñar tan vaporosa
materia. Algunos de estos “especialistas”, para más inri, se
consideran adalides del pensamiento crítico cuando en realidad son
las mejores correas de transmisión del Estado para llevar a cabo su
tarea de adocenamiento, pero lo peor es que con el cuento de la
educación en valores estamos olvidando el objetivo tradicional de la
educación: la forja del carácter.
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