Hannah Arendt, a lo largo de una extensa obra dedicada al examen de
la realidad política y a la crítica de la categorización
filosófica de su complejo ámbito, ofreció notables herramientas
conceptuales para desbrozar una relación repleta
de malentendidos, de tachaduras y sombras. Ante la presencia
continuada de la filosofía
política en el marco de
la reflexión filosófica occidental, el gesto arendtiano fundamental
conmina a realizar un cierto paso atrás, a adoptar una distancia
apropiada con la disciplina que permita apreciar qué tipo de
relación entre filosofía
y política
se definió históricamente en ella. Lo que acerca de ello puede
revelar la posición fundacional de Platón es de radical
importancia. De acuerdo con Arendt, la relación de la
filosofía con la política ha estado históricamente marcada, en
tanto fue establecida por la creación platónica, por el empeño
filosófico de reducir la experiencia de la acción al marco de lo
conceptualmente aprehensible, despojándola de sus constantes
riesgos: la carencia de previsibilidad, la incapacidad práctica de
dominio sobre la complejidad que nutre su acontecer, la novedad que a
cada instante amenaza con irrumpir amenazadoramente en el frágil
sistema de las relaciones humanas. Lo que Platón muestra, de acuerdo
con esto, es una incapacidad propiamente filosófica de comprender lo
político, y la consiguiente aspiración a transformar el espacio
público de la acción con el fin de asimilarlo a una panoplia de
conceptos como los que gobiernan su pensamiento1.
La tesis mantenida por Arendt desde los años cincuenta del pasado
siglo hasta sus últimas obras2
es que la filosofía, tal y como fue definida en el originario
impulso platónico, es decir, como metafísica, es íntimamente
incapaz de comprender la política en tanto política, y por
ello todo el abanico de filosofías políticas que han partido de la
posición establecida por Platón han resultado ser realmente, antes
que acercamientos a sus resortes peculiares, variados intentos de
desactivación de lo político mismo. Esta conversión de la política
en una actividad teórico-filosófica más, por otra parte, alcanza a
abrazar, de acuerdo con Arendt, no sólo los derroteros clásicos de
la filosofía, sino incluso las modernas rebeliones filosóficas
contra el pensamiento clásico dadas en los siglos XIX y XX: Marx,
Nietzsche e, incluso, al menos en sus dimensiones directamente
políticas, Heidegger3.
El hallazgo platónico de un pensar
filosófico definido por la aspiración metafísica, o bien fijado en
torno a una inversión de ésta, no puede, en suma, dejar de plantear
una relación de conflicto y tensión con el ámbito humano de la
acción y la vida compartida. La filosofía política es la
disciplina habilitada por Platón, no para tratar de comprender lo
político, sino para liberar a los hombres del gravoso peso del
actuar (Cf. Forti
2001, p. 96). El
sintagma “filosofía política”, llega a afirmar Arendt, es, en
el sentido platónico de la relación, una “contradictio in
adjecto” (Arendt 2006, p. 665). En el encuentro entre las ideas
filosóficas nacidas de la fundación platónica y las realidades
políticas se produjo un choque, una violenta sacudida que se
resolvió históricamente en la tentativa especulativa de
desarticular el campo de lo político, propiciando la ocultación de
sus categorías intrínsecas en favor de esquemas de comprensión
capaces de reducir el complejo espacio político a conceptos e ideas
afines a los prevalentes en el pensamiento filosófico. Ante la casi
absoluta extrañeza de las categorías que configuran la esfera
humana de la acción, la filosofía trató de establecer los
mecanismos conceptuales de asimilación capaces de ocupar el espacio
político y reconducirlo a los cauces familiares de las ideas y las
argumentaciones filosóficas. Esta asimilación tuvo, según relata
la autora, dos formas principales diversas: la antigua, cuya
fundación se encuentra en Platón, y la moderna, cuya culminación
se halla en Marx y que, llevando a plenitud la disgregación
filosófica del campo político, preparó a su modo la emergencia de
las grandes ideologías políticas del siglo XX4.
Consecuentemente, en el presente
artículo se tratará de exponer, en alguno de sus multiformes
sentidos, el por qué de la incomprensión filosófica del terreno de
los asuntos humanos, iluminando alguna de las, por otro lado,
brillantes reformulaciones operadas por Platón y aplicadas por él
al espacio de la acción. Para ello, se tendrá especialmente en
cuenta la perdurabilidad de la aportación platónica en el
pensamiento filosófico y político posterior, que puede ser
amalgamada en torno a la poderosa metáfora de la fabricación,
por la cual se proyecta la imagen de la acción política bajo el
prisma de la construcción de objetos, es decir, la poiesis.
Con ese objetivo, se intentará confrontar la crítica arendtiana de
la filosofía política platónica con textos del filósofo ateniense
en lo que poseen de revelador y decisivo, apuntando a una superación
de los anclajes conceptuales platónicos presentes en todo
pensamiento político que, consciente o inconscientemente, persevera
en la maniobra de comprender lo ofrecido en la acción como una forma
de fabricación o construcción, sea de una "sociedad", un “mundo”
o un "hombre" nuevos.
Al contemplar la tradición
occidental de filosofía política, Hannah Arendt observó cómo su
recorrido ha sido completado. El itinerario descrito por su discurrir
se cierra formando un círculo. El propósito de hacer de la política
una forma de filosofía, propósito con que se inauguró la filosofía
política occidental en Platón, es por ella señalado como
paradójicamente solidario con el de hacer de la filosofía una forma
de intervención política, aquello a lo que alcanzó Marx. Lo
importante, en ambos casos, fue la repetida voluntad de alcanzar una
cumplida reconciliación de la filosofía y la acción a través de
la unificación de sus respectivos campos. Pervive en todo el
recorrido de la tradición el proyecto de reducir lo otro, lo
filosóficamente inasimilable, a las categorías capaces de
explicarlo, de atarlo a sujección, de neutralizarlo. En este
terreno, es sabida la apuesta difícil de la autora alemana: levantar
un pensamiento filosófico no adverso a la frágil esfera de la
acción política, no tendente a su colonización conceptual; aceptar
en el vivir humano, como pliegue irremediable, una escisión
originaria entre ámbitos extraños, autónomos y, en última
instancia, irreconciliables, el pensamiento y la acción, los cuales
no pueden en ningún modo ser completamente reconciliados en una
síntesis especulativa superior. Al contrario, el itinerario de la
filosofía política, en sus principales exponentes, tomó el
carácter opuesto de promover una solución definitiva, un acomodo
total entre los ámbitos dispersos, desperdigados, de la vida humana.
Para ello la filosofía política trató generalmente, no de
comprender lo político en su especificidad, sino hacer de la
política una filosofía “por otros medios”.
¿Cuáles son los recursos que,
según Arendt, movilizó la tradición de filosofía política con el
fin de reducir la alteridad e imprevisión de lo político a lo
filosóficamente representable? ¿Qué estrategias, no necesariamente
deliberadas sino a menudo inconscientes, convergieron en ese
formidable esfuerzo teórico de desactivación de los riesgos de la
acción que constituyó el cuerpo principal del pensamiento político
occidental? ¿Qué grado de eficacia demostraron? A todas estas
preguntas procura dar respuesta la narración arendtiana de la
tradición de filosofía política.
La operación fundamental
descrita por la filósofa consistió, de acuerdo con el trazo firme
dibujado por Platón, en invertir las categorías internas que
configuran la vita
activa. Sería
excesivamente prolijo desarrollar toda la reflexión arendtiana
acerca de los principales modos de la vida activa humana, las
diversas formas en que se agrupa todo el campo de la vida práctica.
En The Human Condition
(Arendt 1998)
, lugar en el que se
extiende acerca de ello, la autora ofrece una división tripartita
que distingue tres grupos significativos de actividades: la labor, o
aquel ámbito de conducta en el que los seres humanos se aseguran la
pervivencia y conservación de las funciones orgánicas; el trabajo,
o el tipo específico de “hacer” por el que el hombre se define
como homo faber,
constructor de un mundo de objetos; la acción, cuyo modelo de
comprensión es la práxis
tal y como la entendían
los griegos, como un modo activo cuyo resultado no reside en un
objeto externo al propio actuar, sino en el propio ejercicio o
performance de
la actividad misma. La fuente de la realidad política es esta última
forma, la acción, unida íntimamente, según Arendt, al lenguaje
como modo de aparición mutua de los individuos. Para los efectos de
este trabajo, nos ceñiremos sobre todo a estas dos últimas formas
de actividad, el trabajo y la acción, cuya distinción es crucial en
relación al mantenimiento de una vida política genuina, y cuya
confusión marca la desaparición de la política y su desplazamiento
por diversas formas de fabricación, trabajo y organización técnica.
La inversión platónica de las categorías del campo de la vida
activa no supuso sólo un reordenamiento conceptual de la acción,
sino a la vez una inversión de las jerarquía valorativas que la
comunican con el resto de actividades humanas: mientras que la
aproximación fenomenológica que emplea Arendt sitúa en la acción
el punto focal que irradia sentido sobre el abanico de actividades
desarrolladas por los hombres -de modo tal que la sola limitación a
la labor biológica o al trabajo terminarían por expulsar a la vida
humana del ámbito del sentido-, la inversión filosófica del campo
práctico hizo de ella la más baja, la más atravesada por el
absurdo de las actividades. Una constante del pensamiento filosófico,
según el examen arendtiano, ha sido el desprecio de la acción, su
depreciación de la capacidad de actuar hasta colocarla en el grado
del sinsentido y el ridículo; ya sea en la descripción platónica
del ámbito de la pólis
como caverna humana de desorientación, ya como tematización
marxiana de la acción política como pantalla que cubre el
desarrollo necesario de las fuerzas productivas, el espacio político
de aparición fue denostado hasta convertirlo en terreno casi privado
de significado.
Reescribir la historia de la
filosofía desde el punto de vista de la acción conduce a Hannah
Arendt, al elegir la perspectiva que parte de uno de los puntos
ciegos de la tradición filosófica, a conmover su suelo axiológico.
Interpretada desde tal ángulo, la narración que la pensadora
alemana compone deja ver el conjunto de tensiones que nutrieron el
constituirse de la filosofía como disciplina, y permite hacer
visible una continuidad en su desarrollo que, más allá de la
divergencia programática entre escuelas y tendencias, traza un hilo
que vincula el principio con el final. Desde esa posición, la
filosofía deja ver que, además de ser la invención de una forma
positiva de vida y pensamiento, tuvo como aglutinante originario el
compromiso contra formas o dimensiones de vida antecedentes cuya
pervivencia podía, de un modo u otro, constituir una amenaza para la
vida filosofante. En este sentido, la experiencia del juicio y
condena de Sócrates fue decisiva para la filosofía platónica. La
toma de postura ante la política, ante la acción, es, según esto,
parte constitutiva de la filosofía históricamente acaecida, y su
entero desarrollo permite colegir que ese crucial posicionamiento se
tradujo en la amplia mayoría de los casos -comenzando por el
poderoso impulso fundador de Platón- en un posicionamiento contra
la acción y contra
la política. Los
grandes filósofos fueron casi unánimes en su actitud de recelo ante
la acción, según defiende Arendt; sólo algunos pensadores, que,
por lo demás, tienden a ser expulsados del relato convencional de la
historia de la filosofía, se atrevieron a acercarse al hecho de la
acción desde una postura divergente, no teñida por esos
“prejuicios” filosóficos contra la política. Entre estos, cabe
destacar a Montesquieu, a Cicerón o a Maquiavelo5.
Tal y como había formulado
Nietzsche al hablar de la “inversión de todos los valores”
presente en el nacimiento de la filosofía, Arendt también detecta
una inversión que afecta a la ordenación y el significado
antropológico de los diferentes modos del “hacer” humano. Lo
que, en el seno de la vida griega, formada en el espíritu de los
poemas homéricos, era lo más sobresaliente de la vida humana -su
capacidad para iniciar lo nuevo a través de acciones, proezas y
palabras- se convirtió, desde la perspectiva filosófica, en la más
dudosa de las actividades6.
La filosofía, de acuerdo con la máxima de Hegel, vino a la luz como
un sentido común vuelto completamente del revés (Cf. Arendt 1978,
p. 88), un modo de aprehensión de lo real definido por un estricto
juego de oposiciones con respecto a lo dado en la experiencia y el
vivir políticos de los griegos. Cabe así avizorar, desde la
perspectiva de lo político, un decisivo significado a la
contraposición metafísica entre apariencia y esencia. La lucha
entre el pensamiento filosófico y el sentido común estableció los
polos enfrentados que habían de delimitar la oposición de la
filosofía y la acción política como confrontación entre el
alejamiento filosófico de lo mundano y la pertenencia humana al
mundo. Con
su renuncia al sentido común, de acuerdo con esto, la filosofía
renunció precisamente a aprehender lo común, que es el mundo
compartido por la pluralidad de los hombres, lo que significó una
decisiva inhabilitación para comprender la actividad política (Cf.
Arendt 1971, pp. 417-446, pp. 424-425).
Lo perteneciente a la acción fue cuidadosamente desmontado,
rebajado, confundido
con actividades extrañas a su dominio,
distorsionado por la aplicación de conceptos ajenos a su ámbito. El
filosofar dirigido a dar cuenta de la política difuminó las
diferencias entre la acción y otras actividades y estableció como
criterio de inteligibilidad, no aquellas medidas pertenecientes a la
esfera del actuar, sino pautas escogidas del repertorio perteneciente
a las experiencias del mantenimiento de la vida -la “labor”-, o,
como desarrollaremos a continuación en el caso de la filosofía
política platónica, la fabricación de objetos -el “trabajo” o
poiesis.
2
El rédito platónico permanente que
extendió sus frutos a lo largo de la historia de la filosofía
política fue, según se desprende de la comprensión arendtiana, la
conversión de la política en una técnica de fabricación de la
organización humana. La filosofía política puede definirse como
una metafísica de los asuntos humanos, dispuesta en torno a las
necesidades inherentes al
hombre, y, por lo tanto, hostil hacia los fenómenos humanos
salpicados de pluralidad. Al partir de, y acabar en, el
hombre, al procurar instaurarse como técnica de la construcción o
modelado de una comunidad humana organizada en torno a fines
biológicos o filosóficos -mas nunca propiamente políticos- las
teorías políticas se definieron, desde Platón, por su condición
de “teoremas” de la pura dominación (Arendt 1996, p. 53), del
sometimiento de un material en principio indomeñable a los
principios de gobierno idóneos. Así, según la autora, Platón “no
se interesa por el poder”
(Id. p. 35), que refiere a las relaciones multívocas generadas en el
espacio abierto por una pluralidad, sino al gobierno o dominio capaz
de conducir a unidad, de acuerdo con la esencia, a lo “aparentemente”
distinto. La organización, en este respecto, constituye la promesa
de superación de la pluralidad, “de tal forma que los muchos se
convierten en uno” (Ibid.). Desde la “perspectiva de eternidad”
ofrecida por la esencia, la pluralidad del mundo humano es evaluada
como el verdadero obstáculo para los fines del
hombre, ya que se interpone e
interfiere en la realización de su plena soberanía, de su libertad
interpretada como capacidad de ordenar y construir una realidad que
se ajuste mansamente a lo proyectado por la esencia. El sendero
metafísico iniciado por Platón, y duradero en los pliegues de la
entera historia de la filosofía, reiteró una y otra vez la sumisión
de la política a los imperativos desprendidos de la idea de hombre o
la esencia humana, y hubo de forjar una teoría política que,
desatendiendo la dinámica inmanente de la pluralidad, ofreciera un
utillaje extrínseco a ésta que operara la imposición de un orden
orgánico o de automatismo capaz de propiciar el funcionamiento
unitario de la ciudad, de forzar su aglutinación en torno a “fines”
prestablecidos por el ámbito trascendente de la esencia. Por esta
razón, la política sufrió tradicionalmente una amputación de su
modo expresivo fundamental, la asamblea de agentes libres e iguales,
para ser estructurada de acuerdo con imperativos técnicos de
construcción y funcionamiento. La racionalidad técnico-metafísica,
de este modo, significó para la política un reordenamiento
integral, una inversión que desplazó su problemática del terreno
del poder -la relación entre fuerzas de composición variable y
contingente, los riesgos y promesas emergentes de la acción en
común- al de los modelos de conformación de un funcionamiento
orgánico, unificado y cuasi-natural. El problema central de la
filosofía política fue siempre, de esta manera, el del sometimiento
de la pluralidad, ya sea al todo, la colectividad organizada, ya al
individuo aislado y sus fines, como ocurre en la teoría liberal
moderna. Colectivismo e individualismo encuentran su identidad, de
acuerdo con Arendt, en la común anulación del hecho de la
pluralidad.
Platón, en definitiva, inauguró lo que
Arendt denomina la afinidad del filósofo y el tirano -aunque fuera
el tirano “filosófico” guiado por la contemplación de lo
verdadero- ya que tendió a representar el entero campo de lo
político como el material sobre el que un artesano o fabricante
ejerce una violencia técnica conducente a la transformación de lo
informe en objeto (Cf. Arendt 1996, p. 44). La maniobra metafísica
de conversión de la acción -generada en el seno de una pluralidad
de agentes- en fabricación, que puede ser efectuada por uno solo,
proyecta su sombra sobre toda la historia de la política occidental,
siendo asimismo una nota característica del siglo XX y, podríamos
afirmar, del tiempo transcurrido desde la muerte de la pensadora
hasta nuestros días. Las consecuencias inquietantes de esa
conversión pertenecen por propio derecho a la situación política
del día de hoy, y ponen sobre la mesa la pregunta acerca de la
viabilidad y dirección a tomar por unas formas de organización
política dirigidas de manera creciente al logro de la eficiencia
técnica y económica: “ (…) si la política es un asunto del
hombre y de
la constitución racional del
Estado, sólo la tiranía puede producir buena política” (Ibid.
Subrayados de la autora). El “experto”, en este sentido, es la
figura en la que converge la entera historia de la metafísica
occidental en tanto extiende sus resortes hacia el terreno de los
asuntos humanos, y supone la efectiva clausura del espacio
público-político y su movilización en vistas a resultados de
naturaleza técnica.
Arendt pone de manifiesto que Platón
reformuló la problemática de la política, principalmente, desde el
modelo de la fabricación de objetos, de tal manera que las metáforas
productivistas
-establecidas poderosamente como sustento de su ontología- le
permitieron pensar los asuntos humanos como una esfera despojada de
la complejidad e imprevisibilidad que le son inherentes,
concibiéndola como la construcción de un súper-objeto dependiente
de la sola pericia y el saber de un artesano experto, el “político”.
El desplazamiento de la articulación interna de la praxis
por parte de las categorías pertenecientes a la poiesis
se descubrió, en fin, en manos del
exhuberante pensamiento de Platón, como la estrategia de
desactivación y redefinición de la política capaz de rendir más
frutos. La metáfora que reunió al político-artífice con el cuerpo
político, pensando éste como un material puesto a su disposición
para modelar la “obra de arte total” - la ciudad o el Estado –
manifestó ya tempranamente un poder de fascinación tan penetrante
que se reveló incomparable en cuanto a la influencia y generación
de efectos se refiere. La filosofía política, según se desprende
del pensamiento de la autora, nació
en esa poderosa metáfora platónica, y todo su devenir – desde la
Grecia platónica hasta la época moderna – está gobernado por su
irresistible embrujo. No ha habido, en el campo del pensamiento
político, un conjunto de metáforas más incontestado, más rico en
consecuencias y variaciones, más persistente que el de la política
como empresa de construcción de la
comunidad y el espacio político como taller del artesano.
En vistas
de lo anterior, puede señalarse que la clave de bóveda de todo el
edificio de la filosofía política platónica, en lo que tiene de
inaugural para la tradición occidental, se identifica, pues, por la
conversión de la acción y la esfera política a la que pertenece en
una forma más de poiesis,
y, por lo tanto, de techné,
su
modo particular de desvelamiento o verdad (Cf. Aristóteles 2001, pp.
185-188).
3
El problema
político al que procuró ofrecer respuesta la filosofía política
en su fundación -en Platón- fue el de la inexistencia de la
autoridad en la agitada práctica política de las ciudades griegas
(Cf. “¿Qué es la autoridad?”, Arendt 1996, p. 165). La carencia
de una instancia de autoridad que sí existía en el resto de
actividades humanas -la vida doméstica, el arte, la producción
técnica de objetos- parecía condenar a la esfera de los asuntos
humanos a una incesante variabilidad e inseguridad que a menudo se
hacían patentes en la forma de violencia despiadada, de envidia y
ambición desatadas bajo la forma de la emulación no sometida a
medida, de guerras interminables entre poleis,
de
esclavitud e inicuidad irreparables. A pesar del ensalzamiento de los
aspectos nucleares de la vida política griega, Arendt no deja,
aunque sea ocasionalmente, de recordar la realidad trágica de lo
político en el marco de las democracias helenas. Según esta
lectura, lo que inclinó a Platón a la búsqueda de una solución
definitiva a los asuntos políticos fue su extremada sensibilidad
-propiciada en gran medida por la muerte de Sócrates- ante la
tragedia constantemente avivada por las rencillas y fragilidades del
acontecer político. Si la filosofía política se configura en sus
manos como una teoría de la dominación, si su objetivo último es
desplazar el poder abierto de la multitud por un gobierno fundado
filosóficamente, el significado no cabe hallarlo en una especie de
furor utópico fundamentalista, sino en la voluntad de conducir lo
caótico y peligroso a un orden capaz de asegurar la vida humana y
sus más altos fines filosófico-contemplativos. A la búsqueda de
modelos posibles de ordenación del espacio político, Platón no
pudo más que dirigirse a las otras esferas de actividad humanas en
las que el decurso de sus procesos no se veía salpicado de la
futilidad y el riesgo que sí existía en el ejercicio político de
la acción, esto es, a esas esferas de la vita
activa
en las que, de hecho, sí existían instancias de autoridad que
conjuraban el riesgo de la violencia y el tumulto. Platón buscó el
modelo de una autoridad benévola (Cf. Platón 1986, pp. 83-84) en
los terrenos ajenos al político que estaban disponibles a su
observación -el espacio doméstico de los procesos aseguradores de
la vida, el ejercicio de las técnicas y el arte de producir- y así
creyó poder asegurar un desenvolvimiento de los asuntos comunes no
adherido a la sola potencia física de la violencia, pero tampoco al
albur de las opiniones y la persuasión, sino guiado por una
jerarquía reconocida al unísono tanto por el que ordena como por el
que obedece, y fundada en la posesión del conocimiento adecuado.
Las
estrategias platónicas destinadas a introducir formas de autoridad
en el espacio incierto de la acción política son descritas por
Arendt con detenimiento y perspicacia, observando como horizonte de
sentido la desactivación de las incertidumbres a que los hombres son
abocados en el ejercicio de una praxis
carente
de fines, de soberanía, ingobernable por la condición de pluralidad
en que se realiza y perteneciente sin resto al ámbito de las
apariencias. El magisterio del filósofo ateniense se reveló
especialmente productivo en este encontrar un sustituto a la acción,
en este fundir y redefinir la esfera de existencia política humana
alejando los atisbos de indeterminación que despuntan en toda praxis
y
conformando un terreno que, en su previsibilidad y plena
inteligibilidad eidética, se reorganiza de acuerdo con una afinidad
esencial con respecto a los procesos calculables de fabricación.
Frente a la apertura del espacio-entre de la política, aquel espacio
del ágora
o
la asamblea cuyo sentido es articulado por la presencia de una
pluralidad o multitud cuya acción concertada no obedece a reglas
técnicas, de manos de Platón surgió una superficie transfigurada,
un recinto de producción dotado de fines precisos y gobernado por
las metáforas de la efectividad, la autoridad, la eficiencia y la
soberanía. Surgió la nueva imagen de una política despojada de
categorías políticas, una política a-política que constituyó el
acariciado ideal de buena parte de la especulación filosófica
tradicional. La ironía, que no falta en buenas dosis cuando
contemplamos la serie histórica iniciada en el pensar de Platón, es
que, si bien el pensador ateniense creyó posible esquivar los males
de la política a través de la desactivación efectiva de ésta, su
esfuerzo desembocó -aunque fuera inintencionadamente- en la
multiplicación y engrandecimiento de la opresión y la tiranía. La
supresión de lo político, como se reveló, en última instancia, en
la sociedad y los totalitarismos modernos, no produjo la extinción
de los males latentes en su seno, sino su ensanchamiento, su
distorsión amplificada y ya liberada de los remedios que sólo la
acción puede establecer ante sus riesgos: “Bajo este
punto de vista, en lugar de una abolición de lo político
obtendríamos una forma despótica de dominación ampliada hasta lo
monstruoso” (Arendt 1997, p. 50).
4
El
elemento central que Arendt distingue en la configuración del saber
técnico, elemento del que la acción o praxis
carece
por completo, es la soberanía, es decir, la capacidad del fabricante
de guiar y tutelar todo el proceso, desde su comienzo hasta la
compleción del objeto final. El horizonte que, según ella, movió a
Platón a reemplazar el modelo abierto de la política por una nueva
techné
dedicada
a la construcción, ordenamiento y gestión de los asuntos humanos
fue, entonces, la consecución de un saber de lo político que
introdujera en su seno el dominio que el técnico o el artesano
poseen desde un principio sobre su obra, de modo que fuera posible
desterrar la indeterminación que convierte a la acción en frágil,
impredecible e ingobernable. Sustituyendo la acción por un hacer
fundado en el conocimiento técnico, Platón contemplaba la
posibilidad de desactivar las consecuencias dolorosas de un actuar
que se realiza generalmente en situación de ceguera acerca de los
efectos e implicaciones de lo realizado, y que sólo alcanza una
seguridad demasiado inestable y falible a través de remedios tan
frágiles como la promesa y el perdón7.
El
repertorio de las metáforas que sirvieron a Platón para reorientar
la esfera de la acción hacia la del saber y el ejecutar técnicos
es, por sí mismo, elocuente: la política es un “arte de tejer”
(Platón 1988, p. 606); el gobernante es el “piloto” de una nave,
y “el piloto, en sentido estricto, es gobernante de marineros, y no
un marinero” (Platón 1986, p. 83). Los momentos de la acción,
convenientemente desarticulados y troceados para facilitar la
introducción de una autoridad extra-política, dieron finalmente en
la básica distinción platónica que gobierna la esfera toda del
hacer y convierte a toda actividad humana en aplicación de
principios teóricos: la distinción entre aquel que sabe y el que
ejecuta, entre el filósofo -el “verdadero político” o poseedor
de la techné
politiké-
y la muchedumbre; entre el gobernante y el súbdito; o, en términos
actuales, entre el experto y el simple ciudadano laborante: “(…)
a quienes participan en todos estos regímenes políticos, excepción
hecha del individuo que posee la ciencia, hay que excluirlos, dado
que no son políticos sino sediciosos” (Platón 1988, p. 604).
Situado
ante la “triple frustración de la acción”8,
Platón ingenió un poderosísimo arsenal teórico cuyo objeto se
tradujo en la anulación de la acción y la ocupación de su ámbito
por las actividades humanas sometidas a cálculo y soberanía. La
forma de disolver la praxis
en
la poiesis,
y, por lo tanto, de reemplazar la indeterminada libertad política
por la libertad soberana del fabricante, consistió principalmente en
distinguir en la acción, como en la fabricación, el saber
qué
del hacer,
e identificar la acción misma sólo con este último momento, un
“llevar a cabo”
entendido
como ejecución, como aplicación de un saber previo y separado; al
igual que en la poiesis
se
pueden distinguir los dos momentos precisos y constitutivos -la idea
pensada que sirve de modelo o paradigma y la fabricación efectiva
“con las manos”, que modela en la materia inerte lo presente en
aquélla- Platón concibió la acción en la pólis
como
un hacer que completa y realiza lo ya pensado con anterioridad, y que
puede ser ejecutado por quien recibe de otro la idea directora. De la
misma manera que la parte racional del alma, “que confía en la
medición y el cálculo” (Platón 1986, p. 470), se constituye como
parte rectora, órgano capaz de gobernar al cuerpo entendido como
materia cuasi-inerte, el saber -basado en el conocimiento de la trama
ontológica de las formas o ideas- ha de monopolizar en la ciudad la
facultad de iniciar, señalando el modelo precedente de lo por hacer
y arrancando a la acción su carga imprevisible de incertidumbre y
desconocimiento de consecuencias.
5
En beneficio de una concepción de la
política plegada a los imperativos de la fabricación el mismo
Platón plasmó la configuración definitiva de las ideas o formas
(eidoi)
con el fin de adecuarlas a sus fines más concretamente políticos, y
transformó su posición y relevancia de acuerdo con los intereses de
fundación de su original techné
politiké. Platón,
dice Arendt, “had taken the key word of his philosophy, the term
'idea', from experiences in the realm of fabrication” (Arendt 1998,
p. 225)9.
En una lectura presumiblemente
influida por la tesis de Heidegger acerca de la esencia de las ideas
platónicas, la pensadora judía establece un hiato decisivo entre el
semblante del eidos en
los diálogos platónicos no estrictamente políticos y su
introducción -de consecuencias perdurables- en la pólis,
efectuada en obras como la República
o el Filebo,
en las que el centro de su interés se revela como la producción de
un modelo director de saber político y ético10.
Con el fin de habilitar una fuente de autoridad externa e inmutable,
independiente del tornadizo espacio aparencial
de la política, Platón realizó una transformación capital en su
concepto del eidos,
que le llevó de entenderlo primeramente como aquello capaz de
“iluminar” el ser a definirlo como medida absoluta aplicable al
cálculo y fijación de lo que por sí -lo perteneciente al mundo del
aparecer- tiende a la fluidificación y la huida constantes. Arendt,
en esta dirección, señala cómo el carácter original de las ideas
platónicas, la irradiación luminosa que permite al pensamiento la
contemplación de la esencia, fue desplazado en relación con la
búsqueda del modo de intervención del filósofo en la realidad
política; mientras en el Banquete
la clave de bóveda de todo el sistema de las formas es la idea de
belleza, dotada del poder iluminador y revelador al que aspira allí
el filósofo, en la República la
cúspide de las ideas es el Bien, que posee la dimensión de
aplicabilidad y, por lo tanto, sirve de manera idónea al propósito
de hacer de las formas algo políticamente utilizable (Cf. Arendt
1990b, p. 77). “Bueno”, como recuerda Arendt, significa en griego
“bueno para” o “adecuado”, por lo que su preminencia entre
las ideas reforma el carácter entero de éstas para conducirlas a la
aplicación y el uso (Ibid.)11.
Las ideas abandonaron, de esta manera, su condición desocultadora
para adoptar la de criterios de medida y corrección, principios
unívocos de autoridad. Tal y como Heidegger había apuntado, la
verdad filosófica, en Platón, se transformó en corrección, y las
formas en criterios de medición de la armonía idónea para reunir
en unidad las cosas y propiciar su juntura.
Y así, de
la preeminencia de la ίδέα
y del ίδείν sobre la άλήθεια nace una transformación de
la esencia de la verdad. La verdad se torna όρθότης,
corrección de la aprehensión y del enunciado (Heidegger 2000, p.
192).
No obstante, Arendt, a diferencia de su
maestro, encontró la razón última de esta conformación de las
ideas en el problema político que el ateniense se propuso resolver,
antes que en otro tipo de razones abstractas como las esgrimidas por
el filósofo alemán.
La incomprensión heideggeriana del ámbito de lo político fue,
quizás, la responsable de esta “ceguera”.
Al fin y al cabo, Arendt quiere iluminar la problemática que
Heidegger no supo o quiso descubrir, quizás porque, tal y como ella
afirmó, él mismo compartía los prejuicios filosóficos comunes
acerca de la esfera de los asuntos humanos (Cf. Arendt 1996b, pp.
106-108). El problema central que afronta Platón, según esto, más
que el de asegurar la unidad de las cosas, es introducir el principio
de unidad en la ciudad, reconducir las inestables relaciones
políticas al orden unitario y permanente que sólo una entidad
externa puede asegurar. De esta manera, la ontología platónica
plasmada en la teoría de las formas estaría, en origen, atravesada
por intereses eminentemente políticos, y el carácter técnico de
las ideas -que hace que el ser tome en Platón, como advirtiera
asimismo Heidegger, la configuración de producto-
procede, en tal coyuntura, de la voluntad de conformar técnicamente
la unidad de la pólis.
Según la apreciación arendtiana, en suma, el problema capital
latente en toda la articulación filosófica de las ideas es el de la
política y la viabilidad de la vida humana en común. La búsqueda
de una autoridad capaz de fijar el voluble ámbito de lo humano
condujo al filósofo ateniense a transformar la esencia misma de las
ideas para convertirlas en “modelos en medio del torbellino”
(Arendt 2006, p. 293), en criterios de corrección análogos al
arquetipo según el cual los objetos de la técnica son fabricados y
que constituye la medida a la que éstos han de adecuarse. La
solución platónica al problema político, pues, consiste en
redefinir todos los problemas y riesgos que afectan a su espacio como
problemas técnicos dependientes de la dispersión de su materia, un
material que ha de ser llevado a unidad a través de la confección
de un objeto que se adecúe -como en el caso de las cosas fabricadas-
a la determinación de unidad recogida en el prototipo ideal.
Sobre la
idea:
las ideas platónicas, concebidas originariamente como objetos de
contemplación y experimentadas en la producción, se convierten en
estándares, reglas y 'medidas' por primera vez cuando son aplicadas
a la acción. Por tanto, entran ya pervertidas y desnaturalizadas en
la moral y la política. Dicho de otro modo: originariamente la idea
no había de ser nunca la 'idea del bien', sino la idea de la cama;
porque se necesitaban μέτρα
en lo político, se 'inventó' la idea del bien (Arendt 2006, pp.
438-439).
Las ideas
platónicas constituyen los recursos más potentes que, en la
desoladora percepción que el filósofo ateniense se forjó del campo
de lo político, ofrecen respuesta al peligro contenido en la
convivencia humana; ellas son las que, en el seno de la filosofía
política, insertan con contundencia un principio extra-político en
medio del ámbito de los asuntos humanos para conducirlo a
gobernabilidad12;
ellas las que introducen la posibilidad de una autoridad que sirva de
medida para el conjunto de decisiones de las que depende la
pervivencia de la pólis;
ellas, en definitiva, las que permiten el hecho de la obediencia y
terminan con la isonomía
inmanente
a la esfera de la acción pública. Al establecer un arquetipo como
fin de toda acción común, Platón cree, según la lectura de
Arendt, encontrar remedio contra la relatividad de los asuntos
políticos, sujetando su predio a medida, asiendo su rostro proteico
de acuerdo con las herramientas más simples y efectivas de fijación:
medir, contar, pesar (Cf. Arendt 2006, p. 229)13.
Por esta razón, el político no es ya el ciudadano capaz de
iniciativa, capaz de acción y palabra, sino que, como liberado de la
“caverna” de las apariencias, sería más bien un técnico que
supera el engaño a través del cálculo14.
Por eso, de la misma manera, la maniobra de Platón situó como
concepto político principal, no ya la amistad – a la que todavía
en el Banquete
caracterizó
como motor de la cohesión política, tal y como habían hecho
Sócrates y, después de él, Aristóteles (Cf. Arendt 1990b, pp.
82-84) - sino la justicia, una justicia entendida como el
conocimiento de la proporción y la medida matemáticas aplicables a
los objetos elaborados a través del trabajo, indiferente hacia el
hecho de la pluralidad, y de la que Arendt afirma que “no tiene
nada que ver con la política”, ya que, a diferencia de aquélla,
“es posible también en la reconditez absoluta” (Arendt 2006, p.
218). La anegación de la política en la técnica, por último, se
pone de relieve en la concepción de aquélla como un conocimiento
análogo al de ésta, ya que el conocimiento mismo responde a un
modelo eminentemente técnico, tal y como comunican las metáforas e
imágenes empleadas por Platón a la hora de su descripción15.
Caracterizada nítidamente frente a la amistad socrática, la
justicia platónica descubre su índole de conocimiento técnico
acerca de la repartición organizada de funciones, conocimiento que
disuelve la pluralidad en un objeto unitario, proporcionado y
orgánico.
6
La conversión de la política en un hacer
técnico arrastra tras de sí la reconfiguración decisiva de sus
estructuras de sentido. La actividad política, en su redefinición
platónica, vendrá a ser definida por el sometimiento a las
categorías centrales del trabajo y la fabricación, las de “medio”
y “fin”. En
el caso específicamente platónico, el fin superior al que ha de
apuntar el despliegue de la política es el de asegurar la más alta
posibilidad de existencia humana, la vida filosófica, y, por ello,
la intervención política exigida en la República
al filósofo como una carga no se
concibe en relación a un significado propiamente político, sino
exclusivamente filosófico: el filósofo, para asegurar su actividad
contemplativa, necesita de una “política razonable” (Cf. “El
final de la tradición”, Arendt 2008, p. 119), necesita no permitir
que le gobiernen los “peores”16,
y con vistas a ello habrá de convertir a la política misma en una
labor de corte filosófico. Así, en el
Político
y el Crátilo,
el ateniense asigna un mismo tipo de actividad -la de trenzar
adecuadamente un tejido- al político y al filósofo, actividad que
consiste en la práctica de un saber acerca de las proporciones
adecuadas en las que puede mezclarse un material dado con vistas a su
unificación. Al escoger la metáfora del arte de tejer como
descripción de la labor de ambos, se descubre patentemente la
indiferenciación de sus identidades, la mismidad de sus
procedimientos y propósitos. La política sólo puede ser entendida,
para despojarla de su carga amenazadora, como rama de la metafísica17.
Platón inaugura, de esta manera, un
modelo reiterado de pensamiento acerca de la acción política, un
modelo que pervive a lo largo de toda la tradición y se agudiza en
la época moderna: la política es un “mal necesario” y sólo ha
de justificarse como panoplia de medios capaces de alcanzar bienes
externos a ella, sea la vida filosófica, la santidad o la
salvaguarda de los intereses privados18.
La política fue así tradicionalmente
aprisionada por una doble cobertura que la degradó sustancialmente:
por “abajo” se convirtió en producto de la necesidad y sus
urgencias; por “encima” se supeditó a la consecución de fines
superiores y extrapolíticos. El interés supremo de la política fue
así reformulado por Platón, disponiendo la acción política como
la hechura de los medios capaces de cubrir las necesidades vitales,
por un lado, y cancelar la política misma en actividades superiores,
por el otro. La filosofía política, en este sentido, es pensada por
Arent como la demanda de una organización de la ciudad que facilite
su conversión en un medio más para la producción de bienes no
políticos: la política se torna en medio “para otra cosa” que
no es la política misma. El campo político, de esta forma, es
pensado, no ya como espacio o apertura, sino como material de
construcción: la filosofía política platónica se dibuja como un
estricto materialismo (Cf. Arendt 2006, p. 312) en el doble sentido
de que se instala en el terreno de la técnica de dominio sobre los
cuerpos -está “determinado por lo meramente corporal” (Ibid.)-,
por un lado, y entiende la agregación de éstos en la ciudad como la
de un material bruto con el que producir fines superiores, por otro.
La pólis,
en el seno de esta nueva concepción política, es tomada por las
categorías instrumentales, insertada en la cadena de medios y fines
a través de la cual el trabajo moviliza y se apodera de lo mundano.
Esta es la contribución revolucionaria de la filosofía de Platón
al pensamiento de lo político, y será fijada como marco de
comprensión de la acción política a lo largo de la generalidad de
la tradición occidental19.
La comunidad política ya sólo puede ser entendida como el producto
de una fabricación consciente guiada por el conocimiento de ideas
extrapolíticas, pero al ser constituida como fin
u objeto
de producción se aboca a su vez a
ser degradada a mero medio a través del cual alcanzar otras cosas
que se representan como de más alto valor, dado que la aplicación
de las categorías de medio y fin significa, según Arendt, el
sometimiento a la regla que dice que todo fin se convierte, a su
vez, en medio para la producción de cosas posteriores20.
Adecuándose a la horma de un saber técnico,
la política y su objeto adoptaron en la audaz configuración
platónica una forma sustancialmente diversa a la asumida por Arendt
como consistencia fenomenológica de su ejercicio. Si ella advirtió
en ciertos rasgos de la pólis
democrática griega una aparición
genuina de rasgos definitorios de la acción humana, tal y como
también los advirtió en las repetidas eclosiones revolucionarias de
la época moderna, también percibió la magnitud del frontal ataque
platónico contra una política conformada como autoorganización de
los iguales y libre aparecer de unos y otros. La inmensa desconfianza
de Platón hacia el poder -entendido precisamente como esa
autoorganización de la pólis
aglutinada en torno a la acción y la palabra libres-, su temor ante
el desorden suscitado por acciones ni regladas ni gobernadas por
fines establecidos racional y técnicamente, le llevaron a procurar
constituir un saber mediante el cual ese “gran animal” al que
asimiló al pueblo (Cf. Platón 1986, pp. 308-309) pudiera ser
sujetado a principios y guías sólidos, y a instituir criterios
teleológicos capaces de cerrar la apertura de la acción a lo
indeterminado e incierto. Con ello, el filósofo ateniense pretendió
evitar el deslizamiento -tan repetido en la agitada experiencia
política griega- de la disputa política hacia la violencia abierta,
pero al precio, afirma Arendt, de depositar la violencia misma como
rasgo determinante del quehacer político, ya que la introducción de
fines en el horizonte de la práctica política significa
necesariamente -tal y como ocurre en los procesos de fabricación- la
admisión de cualquier medio, sea éste de la naturaleza que sea.
El
intento de evitar la disolución anárquica de la convivencia
política condujo a Platón a consumar, más que a evitar, la unión
de política y violencia bajo la pretensión de que sólo guiada por
imperativos técnicos dejaría ésta de ser una amenaza para la
comunidad -y, especialmente, para el filósofo- y se regiría por
dictados razonables y benévolos. La asimilación de la política a
la producción introdujo, por lo tanto, su conformación en torno a
una violencia correlativa, de tal manera que la tradición occidental
conservó la noción nuclear de que el problema del poder político
es el de la posesión de los medios de la violencia, y el Estado el
detentador “legítimo” de su monopolio21.
Conclusión
Como resultado de todo lo anterior, es
posible afirmar que, a pesar de percibir en la obra platónica una
complejidad no reducible a fórmulas unívocas o esquemáticas,
Arendt logra convincentemente reunir el núcleo del significado de la
filosofía política de Platón alrededor de la sustitución de la
acción incierta y enmarañada, dada entre una pluralidad de
iguales-diferentes, por la actividad artesanal y técnica. Las
perplejidades de la acción política son, de este modo, canceladas
en favor de la previsibilidad presente en los procesos de
fabricación, donde se distinguen con nitidez el ámbito de los
medios y el de los fines, de manera que los hombres son reformulados
como material bruto a partir del cual pueda levantarse la pólis,
no ya como tráfago indomeñable de acciones y palabras, sino como
producto de un saber técnico preciso. La ciudad es, de esta manera,
atravesada por una ruptura epistemológica decisiva que separa a
aquellos que saben -los “verdaderos”políticos, los filósofos-
de los que, apartados del conocimiento proyectivo y técnico, ciegos
ante el resplandor del eidos,
encuentran su lugar en la aplicación de lo señalado por aquéllos.
Esta fractura del campo de las cosas humanas, marcada por la posesión
del saber acerca de los asuntos humanos, permite, entonces, convertir
la política en asunto de uno o unos pocos (Cf. Platón 1988, pp.
579-580), a la vez que posterga el lugar y significado de la praxis
hasta convertirla en mera obediencia
y aplicación de principios dictados por una autoridad ajena al mismo
actuar. Tan fundamental resulta, según defiende la autora alemana,
esta crucial innovación platónica, que sus resultados se extienden
por toda la política occidental hasta llegar al momento actual, en
el que la política es representada como asunto de expertos, de
poseedores de un saber técnico que agota los márgenes de lo
político y han de ser escuchados y obedecidos convenientemente, de
manera que la misma definición de democracia se ve profundamente
alterada, ya que “Wherever knowing and doing have parted company,
the space of freedom is lost” (Arendt 1990, p. 264)22.
Por último, como resultado de este
condensado periplo, cabe preguntarse por el alcance y la
significación real de la crítica arendtiana, pero también por los
límites que la cierran y obligan a una continuación del pensar
acerca de la acción política en las condiciones contemporáneas:
En primer lugar, Arendt supo enunciar con
claridad uno de los más poderosos interrogantes que pesan sobre la
actual práctica de lo político, y que la ligan a su fundación
platónica: ¿cuál es el precio de la sujección de la política a
la fabricación? ¿Cuál es el riesgo presente en la eliminación del
carácter espontáneo de la acción? En última instancia, el riesgo
último que es posible entrever en todo el relato arendtiano es el
reinado de la tecnocracia, la burocracia -tal y como se consuman en
el mundo moderno- y, en última instancia, el totalitarismo, último
avatar de una historia política occidental presidida por la alegoría
platónica de la caverna. La conversión platónica de la acción en
fabricación, tan esforzada como exitosa, imprimió una huella
extraordinariamente duradera a toda la descendencia intelectual del
filósofo ateniense, que, atravesando los casi dos mil quinientos
años que median, alcanza hasta la culminación de la edad moderna y
se vierte -de forma siniestra- en el nacimiento de las ideologías
políticas empeñadas en la “construcción” o “fabricación”
de un “hombre nuevo” y una sociedad renovada, pulimentada,
expurgada de todo resto de indeterminación e incertidumbre. Esto no
quiere decir que Arendt responsabilice a Platón del holocausto judío
o el terror estalinista, sino que la desarticulación platónica de
la política, su redefinición en términos de conocimiento técnico,
abrió la posibilidad de alcanzar su anulación absoluta en
tanto que política -es decir: en
tanto que pluralidad humana- tal y como la quisieron realizar los
totalitarismos modernos. Una política como la propuesta en el
proyecto platónico descansa, según Arendt, en la profunda
desconfianza y el deseo de eliminar la acción junto a todas sus
incertidumbres, pero, a la vez, elimina la posibilidad de esgrimir
los únicos remedios válidos para contrarrestar los peligros del
ámbito político, que son los pertencientes al campo mismo de la
acción.
Por otro lado, Arendt, al construir una
imagen de la acción exenta de todo rasgo técnico o estratégico,
forjó un concepto cuya validez ha de ser problematizada a la luz de
una realidad en la que apenas se dan elementos puros. Si bien ella se
preocupó por aislar los rasgos esenciales de la acción con el fin
de impedir su asimilación a formas diversas de actividad y
garantizar con ello el sentido autónomo de la política, lo que le
permitió revelar ciertas amenazas fundamentales para la pervivencia
de la acción humana, su forja de un tipo
ideal de política corre el riesgo
de no responder a una realidad en la que las distintas actividades
están de hecho disueltas en movimientos que las comprenden sin
posibilidad de demarcación rígida. La distinción arendtiana de lo
“político” y lo “social”, es decir, de la esfera de la
“aparición ante los otros” y la de las exigencias económicas,
técnicas y vitales, posee el sentido de hacer sitio a la acción
humana, de otorgarle un estatus propio y no dependiente, de evitar su
conversión en mero medio instrumental. En esta dirección, la
propuesta de Arendt ofrece a la mirada un amplio panorama de las
amenazas que acechan en la anegación de la acción política en
actividades guiadas por intereses extra-políticos. Pero, ¿en qué
sentido puede defenderse la práctica de una política “pura”, no
contaminada por la presencia ineludible de aspectos e intereses que
desbordan el campo de la sola “aparición ante los otros” y
remiten al entreveramiento constante de lo político y lo “social”?
El brillante esfuerzo arendtiano exige, en este sentido, una
profundización del pensamiento acerca de las condiciones de
posibilidad de la acción política en las condiciones presentes de
vida, condiciones en las que lo que a la mirada se ofrece es una
imbricación extrema de actividades, esferas, e intereses que hace
difícil, si no imposible, una exacta separación entre lo político,
lo económico o lo social. En este sentido, ya Habermas indicó los
límites de la propuesta de Arendt al juzgar los réditos de su
pensamiento, señalando también sus indiscutibles aportaciones:
(…) un
estado descargado del tratamiento administrativo de las cuestiones
sociales; una política purificada de las cuestiones de política
social; una institucionalización de la libertad pública,
independiente de la organización del bienestar (…) esto ya no es
un camino practicable para ninguna
sociedad
moderna (“El concepto de poder en Hannah Arendt”, Habermas 1975,
p. 215).
(...) por
otra parte, Hannah Arendt insiste con toda razón en que la
realización del bienestar no debe confundirse con la emancipación
con respecto al dominio. (…) Tanto en el Este como en el Oeste el
impulso revolucionario inicial se agota en los objetivos de una
eliminación técnicamente eficaz de la miseria y del mantenimiento
administrativo de un sistema de creciemiento económico exento de
conflictos sociales (“La historia de las dos revoluciones”,
Habermas 1975, p. 204).
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Notas
1 La
presencia de Platón en la obra de Arendt es constante. Cabría
destacar la centralidad del filósofo ateniense en la crítica al
pensamiento político clásico formulada a lo largo de The Human
Condition, publicado en 1958. Además, un análisis de las
temáticas presentes en sus anotaciones privadas nos da cuenta del
reiterado retorno a las fuentes platónicas como modo de desentrañar
las aporías de la filosofía política. (Arendt 1998, Arendt 2005 y
Arendt 2006). La línea continuada del pensamiento arendtiano viene
a parar, una y otra vez, en la constatación del carácter fundador
de la reflexión de Platón. La filosofía, en tanto originada en
él, es definida como metafísica, y esta posición desata buena
parte de los interrogantes afrontados por Arendt: ¿qué tipo de
aproximación a la política pertenece por derecho propio a la
metafísica? ¿Cómo, desde sus supuestos más íntimos, la
metafísica desarbola el campo de los asuntos humanos? ¿Qué es lo
mortífero que introduce en esta esfera? En esta dirección, la
misma autora llega a confesar que “I have clearly joined the ranks
of those who for some time now have been attempting to dismantle
metaphysics and philosophy with all its categories” ( “He
engrosado con claridad las filas de aquellos que, de un tiempo a
esta parte, han intentado desmantelar la metafísica y la filosofía
junto a todas sus categorías...”). (Arendt 1978, p. 212). Aquí
y en lo restante, si no se indica lo contrario, las traducciones son
mías.
2 Véase,
especialmente, la parte primera de su obra póstuma, The Life of
the Mind, donde, tratando de apropiarse de una forma nueva de
concebir la actividad de pensar, recuerda cómo Platón plasmó un
paradigma de pensamiento definido sustancialmente como negación de
la acción mundana en general, y, en particular, de la política:
“thinking aims at an ends in contemplation, and contemplation is
not an activity but a passivity (...)” (“[En Platón] el
pensamiento apunta a un fin en la contemplación, y la contemplación
no es una actividad, sino una pasividad”). (Arendt 1978, p. 6).
3 Tan poderoso es el influjo de los conceptos platónicos, recuerda Arendt, que incluso aquellos para quienes negar la filosofía clásica fue de primordial importancia permanecieron generalmente presos de las categorías de éste. Así ocurre, de acuerdo con la autora, en el caso de Marx: “En Marx, como en el caso de otros grandes autores del siglo pasado, una actitud en apariencia festiva, desafiante y paradójica encubre la perplejidad de tener que tratar con fenómenos nuevos según los términos de una tradición de pensamiento antigua, fuera de cuya estructura conceptual no se veía posible ninguna clase de pensamiento. Es como si Marx, casi al modo de Kierkegaard y de Nietzsche, mientras usa las herramientas conceptuales de la tradición, tratara desesperadamente de pensar en contra de ella”. (Arendt 1996, p. 44).
4 Acerca
de Platón y Marx como principio y fin de la tradición de filosofía
política, véase: “La tradición y la época moderna” (Arendt
1996, pp. 33-67). Sobre la relación de la
filosofía política y las ideologías políticas contemporáneas
puede consultarse mi tesis doctoral (Lucena Góngora 2015).
5 Véase,
por ejemplo, “La tradición de pensamiento político”, “La
revisión de la tradición por Montesquieu”, “El final de la
tradición”, (Arendt 2008, pp. 77-99,
99-107 y 119-131, respectivamente).
6 “Se
podrían fácilmente enumerar (…) aquellas experiencias políticas
de la humanidad occidental que quedaron sin sitio, podríamos decir
que sin un hogar, en el pensamiento político tradicional. Entre
ellas se puede encontrar la primigenia experiencia pre-polis de los
griegos, tal y como existe en el mundo homérico, con su comprensión
de la grandeza de los hechos y las empresas humanas (...)”. (“La
tradición de pensamiento político”, Arendt 2008,
p. 81).
7 Acerca
de la promesa y el perdón, entendidos como remedios ante la
impredecibilidad y falta de soberanía de la acción, véase: Arendt
1998, especialmente pp. 236-247 (Arendt 2005, pp. 255-265).
8 Es
decir: impredecibilidad, irrevocabilidad y carácter anónimo de sus
autores (Cf. Arendt 1998, p. 220).
9
(“ (…) había obtenido la palabra
clave de su filosofía, la 'idea', de las experiencias en la esfera
de la fabricación” (Arendt 2005, p. 246).
10 La
ruptura interna de las obras platónicas, que permite observar una
variación crucial en la esencia y función de las ideas, no sólo
fue señalada por Arendt, sino que ha sido una importante fuente de
especulación en torno a la filosofía del ateniense (por ejemplo:
Ross 1989, pp. 284-288).
11 Véase
lo mismo en Heidegger: “τό άγαθόν significa, pensado en
griego, aquello que sirve o es útil para algo y que vuelve a algo
útil y servible”. (“La doctrina platónica de la verdad”,
Heidegger 2000, p. 190). En Platón, por su parte: “(...) la idea
del Bien es el objeto del estudio supremo, a partir de la cual las
cosas justas y todas las demás se vuelven útiles y valiosas”
(Platón 1986, p. 327).
12 En
Patôcka, pensador tan influido por el pensamiento de Arendt,
podemos encontrar la misma conclusión: “The idea is to be the
measure we need in order to know what is good. The
entire platonic problematic stems from our needing some kind of life
measure, which should be analogical to the measures of geometry,
which are the conditions for measuring things that are not
geometrical” (“La idea existe para ser la medida que necesitamos
con vistas a conocer lo que es bueno. La entera problemática
platónica surge de muestra necesidad de alguna medida para la vida,
que habría de ser análoga a las medidas de la geometría, que son
la condición para poder medir las cosas que no son geométricas”)
(Patôcka 2002, p. 217).
13 Véase
en Platón: “Y el medir, el contar y el pesar se han acreditado
como los más agraciados auxiliares para evitar esto, de modo que no
impere en nosotros lo que parece mayor y menor, más numeroso o más
pesado, sino lo que calcula, mide y pesa” (Platón 1986, p. 469).
14 “Pretende
que, al pintar las cosas tal como aparecen, los pintores explotan
nuestra propensión natural a ser engañados por estos proyectores
de sombras; y dice que las defensas que poseemos contra esta
propensión son técnicas tales como medir, contar y pesar”
(Crombie 1979, p. 90).
15 Aquí,
a su vez, se pone de relieve cómo la filosofía entera de Platón
está invadida por el modelo técnico. El concepto de conocimiento
mismo, centro focal de toda su concepción, está, en sus
dimensiones más conspicuas, tomado del ámbito del trabajo, y sus
imágenes decisivas refieren al uso y fabricación de útiles: “”Y
la excelencia, belleza y rectitud de cada instrumento, ser viviente
o acción, ¿están referidas a otra cosa que al uso que les
corresponde por naturaleza o que fue tenido en cuenta al
fabricarlas?” (Platón 1986, p. 467).
16 “Por
eso es necesario que se les imponga compulsión y castigo para que
se presten a gobernar; (...) el mayor de los castigos es ser
gobernado por alguien peor, cuando uno no se presta a gobernar”
(Platón 1986, p. 90).
17 Los
pasajes en los que se compara el arte del político, por un lado, y
el saber del filósofo dialéctico, por otro, con el arte de tejer
se encuentran, respectivamente, en Político y Crátilo:
Platón 1988, pp. 606 y ss., Platón
1983, pp. 372-377.
18 Lo
que, por otro lado, muestra en el neoliberalismo moderno una
sospechosa afinidad con las tiranías clásicas: “Los tiranos, si
conocen su cometido, pueden ser 'amables y suaves en todo', como
Pisístrato (…); sus medidas pueden ser muy 'poco tiránicas' y
beneficiosas a los oídos modernos (…). Sin embargo, todos tienen
en común el destierro de los ciudadanos de la esfera pública y la
insistencia en que se preocupen de sus asuntos privados y que 'sólo
el gobernante debe atender los asuntos públicos'” (Arendt 1998,
p. 221) (Arendt 2005, p. 243).
19 En
realidad, según Arendt, el pensamiento occidental en sí mismo está
desvalido fuera de las categorías de “medio” y “fin” (Cf.
Arendt 2006, p. 46).
20 La
lógica de las categorías instrumentales es desarrollada por la
autora en: Arendt 1998, pp.153-159 (Arendt 2005, pp. 178-183). En
este lugar podemos leer: “Es decir que, en un mundo estrictamente
utilitario, todos los fines están sujetos a tener breve duración y
a transformarse en medios para posteriores fines” (Id. p. 178).
21 Tal
y como estableció Weber en su tan célebre definición del Estado:
“(...) Estado es aquella comunidad humana
que, dentro de un determinado territorio (…), reclama (con éxito)
para sí el monopolio de la violencia
física legítima” (“La
política como vocación”, Weber 1969, p. 83).
22 “Siempre
que se separa el conocimiento de la acción, se pierde el espacio de
la libertad” (Arendt 2004, p. 365).
Análisis. Revista de Investigación Filosófica, 2016, Vol.3, nº 1
http://papiro.unizar.es/ojs/index.php/analisis.
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