Foucault publica en 1976 La voluntad de saber, libro que abre un ambicioso proyecto que se cierra en 1984 con la publicación de El uso de los placeres y El cuidado de sí. Las tres publicaciones constituyen otros tantos tomos de una Historia de la sexualidad donde el autor defiende una provocativa tesis: eso que llamamos “sexualidad” no es un hecho natural, es una invención moderna. La sexualidad es una experiencia de nuestro tiempo con raíces en el cristianismo, pero inexistente en la antigüedad pagana. Conviene destacar la audacia del pensador francés porque va en contra de creencias firmemente establecidas. Tendemos a pensar que la sexualidad, igual que la locura, es un hecho natural sobre el cual los humanos levantamos un discurso u otro. Así, cada época tendría un discurso diferente pero el hecho natural sobre el que se levanta el discurso no varía. Pero esto no es lo que dice Foucault. La sexualidad y la locura están efectivamente vinculadas a discursos, pero también a prácticas y acciones. La consecuencia es una realidad consistente, no una mera palabra. Eso que llamamos “identidad sexual”, “orientación sexual”, “paranoia”, “esquizofrenia”, etc, no son meras palabras que podamos cambiar o subvertir a nuestro antojo; no basta con cambiar las palabras para cambiar la realidad. Sin embargo no estamos ante realidades naturales sino históricas, constituidas a base de discursos, tecnologías, acciones, dispositivos etc. A estos modos de hablar y hacer que generan realidades Foucault los llama “prácticas”.
Así pues, Foucault no sostiene que la modernidad inventa nuevos discursos, nuevas formas de hablar de un sustrato biológico sino que, por medio de prácticas de poder (discursos, estrategias, tecnologías y distintos dispositivos) crea -inventa- una nueva realidad histórica que denominamos “sexualidad”. Una Historia de la sexualidad no es pues una historia sobre los discursos e ideas, sino sobre los cuerpos, sobre las transformaciones de los cuerpos humanos desde la antigüedad hasta que surge el fenómeno de la sexualidad en un tiempo relativamente reciente: a comienzos del siglo XVIII. Porque la sexualidad no es el sexo (varón/mujer), sino una manera de ser, un modo de hablar y hacer que se incorpora a nuestro cuerpo sexuado y del cual no podemos disponer a nuestro antojo. Hay tres ideas, tres creencias ampliamente compartidas en nuestra época y avaladas por las ciencias humanas que Foucault pone en entredicho: Primera, que la sexualidad es un hecho natural que, como afirma el psicoanálisis, condiciona y hasta determina la conducta humana; Segunda, que la identificación de la sexualidad propia es algo esencial para la definición de lo que somos; Tercera, que es natural y conveniente preguntarse por la naturaleza del deseo sexual. El objetivo último de Foucault sería desprendernos de la naturalidad con la que vivimos nuestra experiencia y afirmamos nuestra identidad.
Pero no puedo ni pretendo recorrer toda la problemática que aborda el pensador francés en los tres tomos de la Historia de la sexualidad. El tema de este texto quiere ser bien preciso: ilustrar y comprender cómo era la “vida sexual” en la antigüedad para hacernos una idea de cuán lejos está de nuestra época y hasta qué punto carece de sentido hablar de sexualidad en aquel entonces. Para ello me servirán de guía dos libros de autores españoles: El último Foucault, de Jorge Álvarez Yágüez, y La sexualidad según Foucault, de Maite Larrauri.
Conviene empezar precisando cuál es el centro de la reflexión foucaultiana. Lo importante no son los códigos que imperan en una u otra situación histórica sino la manera en que nos concebimos a nosotros mismos. Es el problema de la subjetivación el que interesa a Foucault, es decir, las distintas formas de configurar una “identidad personal”. Hoy en día la sexualidad es un factor clave para constituir la identidad personal: “yo soy un varón heterosexual, de raza blanca, etc”. Pero... ¿era igual en el pasado? Si nos centramos en los códigos morales no encontraremos la respuesta a nuestro interrogante. Pensemos, por ejemplo, en un precepto ampliamente difundido: la fidelidad conyugal. Pero lo importante es determinar en cada caso, en cada situación histórica, por qué debemos ser fieles a nuestra pareja: ¿por obediencia? ¿conveniencia social? ¿renuncia a los placeres? ¿cuidado de sí?... Estamos ante sujetos muy distintos en uno u otro caso que es conveniente diferenciar y que nos pasarán desapercibidos si fijamos nuestra atención en el código moral pues todos los casos siguen un mismo precepto.
Son, como hemos dicho, los procesos de subjetivación los que interesan a Foucault y en este sentido, lo primero que deberíamos tener en cuenta es que la consideración del sujeto en la antigüedad es radicalmente distinta a la de la modernidad. A grandes rasgos y simplificando en exceso, Foucault, en relación al asunto que nos ocupa, distingue tres clases de sujetos: el hombre en la antigüedad, en el cristianismo y en la modernidad. Todos ellos son diferentes pero la distancia mayor es la que separa al hombre de la antigüedad de los otros dos, pues tanto en el cristianismo como en la modernidad el tema fundamental es el deseo y el hombre es concebido como sujeto de deseos. Además, todos los discursos y reflexiones giran en torno a un concepto unitario: la sexualidad en la modernidad y la carne en el cristianismo.
Sin embargo en Grecia los problemas y preocupaciones -digamos “sexuales”- giran alrededor de los placeres, los aphrodisia, (“las cosas de Afrodita”). Los griegos se preguntaban qué uso hacer de ellos para llevar una vida feliz. La preocupación moral no gira en torno a los códigos, no consiste en separar lo prohibido de lo permitido, sino en el mejor modo de ejercer la libertad para llegar a ser la persona que deseamos ser. Debemos abandonar la idea cristiana del hombre como una marioneta conducido por oscuras fuerzas determinantes si queremos entender algo de lo que sigue. Nada más ajeno a la mentalidad griega que la idea de una maldad natural que debe ser vigilada y controlada. Otra diferencia con la modernidad es que estamos ante una reflexión estética, no normativa. Se trata de la reflexión de una élite que quiere hacer de su vida una obra de arte y no aspira a imponer un código unitario al grueso de la población.
La idea clave, el contexto religioso y cultural donde se inserta está reflexión -que si acertamos no es sobre “la sexualidad” pues tal cosa aún no había sido inventada- es la necesidad de moderación y templanza en relación con todos los aspectos de la vida: la alimentación, la economía, la política... y también los placeres. La reflexión sobre los placeres sexuales es de la misma índole que la de los placeres culinarios y se enmarca en un mismo objetivo: una vida saludable. El peligro que acecha en los aphrodisia es el exceso, por lo que los sabios siempre recomendaron la moderación. Una vida bella y armoniosa está reñida con el desenfreno sexual por las mismas razones que no es de recibo una vida cuyo fin sea comer y beber hasta saciarse. Nosotros consideramos que el buen comportamiento en la mesa nada tiene que ver con las relaciones sexuales pero esto no era así en al antigüedad. Lo importante en ambos casos es el modo en que el sujeto se relaciona consigo mismo.
La relación sexual nunca supuso un problema para los griegos, el problema es el grado de fuerza, el exceso que el acto pudiera comportar. Lo importante es usar adecuadamente los placeres para ser en todo momento dueño de sí, y no caer esclavo de las pasiones. Los griegos prescindían de una lógica binaria de bueno/malo en relación a la conducta sexual. Todo es una cuestión de grado, de soberanía sobre el propio yo. La preocupación gira en torno al abuso y a sus consecuencias: para la salud y la progenie principalmente; también preocupa el debilitamiento corporal que el desenfreno sexual pudiera ocasionar. Medicina y Filosofía van de la mano y apuntan a un objetivo común: el cuidado de sí (epimeleia heautou). Lo contrario al cuidado de sí es la stultitia. El stultus es quien no se preocupa de sí, no sabe discriminar en los estímulos que recibe del mundo exterior y atiende atropelladamente a uno u otro. Una persona así, según Séneca, no es libre, carece de voluntad, está sometido a la arbitrariedad de los estímulos. No sabe lo que quiere pues quiere una cosa y su contraria: ahora esto, luego lo otro. Por el contrario, el objetivo de los filósofos es llevar una vida distinta a la que lleva la mayoría porque la propia vida puede ser una obra de arte. El cuidado de sí es un proyecto elitista que no tiene pretensión de universalizarse.
La problemática sexual también debe ser vinculada con la economía, es decir, con la gestión del oíkos, la casa familiar. No debemos olvidar que toda la reflexión griega va dirigida a una élite los ciudadanos varones, amos y señores, despotes, de la casa familiar. La mujer está obligada a someterse al marido y guardarle fidelidad. Fin del asunto. Es más: la fidelidad de la esposa carece de valor moral porque está impuesta por ley, pero la fidelidad del esposo es una opción, una opción con contenido moral porque presupone una ética de autocontrol y moderación. La posición del marido es más flexible y por tanto exige reflexión. El marido debe tener cierta contención en la conducta sexual fuera del matrimonio para no no poner en peligro la tarea procreadora en el seno familiar y como deferencia hacia su mujer. Es una cuestión de gestión de la casa, semejante a la que aconseja no ser cruel con los esclavos. El buen amo garantiza un buen clima en el oíkos. No se trata de obligación moral sino de prudencia económica.
Nada hemos dicho hasta el momento del amor. En realidad en la antigüedad eran dos cuestiones desgajadas. Una cosa es el correcto comportamiento de esposo en el oíkos y otra el amor. El matrimonio es ante todo un vínculo jurídico (especialmente en la época romana), sin perjuicio de que pudiera haber una relación afectiva entre los cónyuges, la conveniencia de la cual es discutible. Como es sabido, la relación amorosa por antonomasia en la antigüedad es la que se establece entre un hombre adulto y un joven. Eros y Afrodita se dan la mano en la relación entre hombre y muchacho. Esta relación es pura en el sentido de estar desligada los vínculos institucionales y jurídicos que unen a hombre y mujer en el matrimonio. Es aquí donde se desarrolla toda una problemática erótica. Pero, contrariamente a lo que pudiéramos suponer, los problemas morales de una relación tal giran en torno al joven y no al hombre adulto. No hay problema alguno en que un hombre adulto experimente placer sexual con un joven; en cambio la situación de este último es más compleja. La cuestión es el honor del muchacho. Para entender esto debemos tener en cuenta que el acto sexual, para los griegos es uno y muy simple: consiste en la penetración y hay solo dos posiciones posibles: la parte activa, el que penetra y la parte pasiva, el penetrado. En esta relación no hay reciprocidad alguna: hay una parte positiva y otra negativa y la parte positiva es, naturalmente, la parte activa, aquella a la que le corresponde de forma natural la primacía ética y política. Estamos hablando de una relación en la cual la parte activa es siempre la ejercida por el varón adulto y libre y la parte pasiva puede ser desempeñada por mujeres, esclavos o muchachos. Es el joven el que provisionalmente adopta el papel pasivo y dominado: él es el amado, no el amante. De ahí la clara y tajante distinción entre el amante, erasta, y amado, erómene, entre el que penetra y el penetrado.
El problema del muchacho es que no puede identificarse completamente con su papel porque la suya es una situación temporal. El joven está llamado a convertirse en un ciudadano de pleno derecho y a abandonar el rol que ha desempeñado en la relación amorosa. Su pasividad como amado no debería ser un lastre para su futuro político. Es el joven el que debe cambiar de rol y convertirse en un adulto activo y dueño de sí. Así pues las advertencias y preocupaciones iban dirigidas hacia los jóvenes: advirtiéndoles que no experimenten placer en la relación, recomendándoles aceptar solo amantes dignos de admiración por su sabiduría, etc. Se discutirá hasta qué edad puede el joven admitir amantes, si debe o no aceptar regalos, se indagará, también, por la voluntad pedagógica del amante, etc. Es importante que el joven elija un buen amante porque en estas relaciones (al contrario de las que se establecen entre un hombre y una mujer) el placer puede ser la antesala de la philia, la amistad, que es un vínculo más estable y duradero que el deseo sexual. En la relación entre un adulto y un joven puede estar el germen de una amistad que borra la distinción erasta/erómene y une a dos personas en una relación simétrica y recíproca. No es, por tanto, un deshonor para el joven que muchos amantes le persigan. Lo que importa, como siempre, es el uso que haga de esta circunstancia, si finalmente el joven no se deja arrastrar, valora a los pretendientes más sabios y, finalmente acaba siendo mejor y más dueño de sí... habrá merecido la pena.
Las categorías de “heterosexual”, “homosexual”, “bisexual”, etc, carecen de todo sentido aquí aplicadas. Ambas son las respuestas modernas a la pregunta por la naturaleza del deseo. Pero tal pregunta es impertinente en la antigüedad: deseamos lo bello, no importa en que cuerpo se materialice la belleza. No existe un deseo hacia las mujeres y otro hacia los hombres sobre los cuales debamos interrogarnos para determinar cuál prevalece. En la antigüedad, podemos decirlo en un sentido literal y muy preciso, no había heterosexuales ni homosexuales ni bisexuales. Todo deseo tenía la misma motivación: el apetito de Belleza. En general los griegos, al contrario que nosotros, no se interrogaban, como hemos dicho por el origen del deseo o su licitud sino por la gestión del placer. Entre la experiencia de los griegos y la nuestra hay una importante ruptura.
El objetivo de Foucault al insistir en estas diferencias no es repetir la experiencia griega. A Foucault le parecen despreciables algunas formas de usar los placeres en la antigüedad. La experiencia griega de la sexualidad está reservada solo a los varones y conciben la relación sexual siempre en términos de no-reciprocidad. Debemos admitir que la griega es una sociedad misógina, rudimentaria y poco imaginativa, especialmente si la comparamos con las sociedades orientales. Sin embargo hay aspectos muy interesantes en la experiencia griega que nos pueden ayudar a pensar hoy la sexualidad de modo distinto y más imaginativo. Por ejemplo, integrando la reflexión sobre la sexualidad en un contexto más amplio (alimentación, hábitos saludables, etc) para relacionar el placer sexual con los otros placeres. Es hora también, sostiene Foucault, de abandonar una pregunta y un planteamiento estéril: la pregunta por la naturaleza de deseo sexual. Deberíamos retomar la idea que todo deseo apunta a un mismo fin, la belleza, y, sobre todo, reivindicar una cultura del cuidado de sí (epimeleia heautou). Se trata no tanto de proponer nuevos códigos sino de pensar qué debo hacer para ser mejor, para ser más libre, para alcanzar la mejor posibilidad de lo que puedo llegar a ser.
“El arte de vivir consiste en matar a la psicología, crear consigo mismo y con los demás individualidades, seres, relaciones, cualidades que no tengan nombre. Si no se consigue hacer eso en la propia vida, no me parece que merezca la pena ser vivida.”
Michel Foucault, El cuidado de sí.
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