En Septiembre del pasado año se
celebró en Madrid un Congreso con el título de esta entrada. En la
presentación del Congreso se leía un texto del profesor José Luis
Villacañas en el que se adelantaba, a modo de profecía
autocumplida, la que sería su conclusión, como recapitulación
final después de cuatro días de ponencias y debates: la conectiva
“versus” no debe entenderse del modo habitual como “oposición”
o “contradicción”, sino atendiendo a su significado originario
en español que hace referencia al movimiento de ida y vuelta
ejecutado por el labrador al arar la tierra; es decir, “populismo
vs republicanismo” designa la necesidad de transitar de un concepto
hacia el otro y viceversa, en una suerte de tensión dialéctica, de
tal manera que se nos invita a pensar el populismo y el
republicanismo no como opuestos sino como complementarios.
Lo que pongo en duda en este texto es
tal movimiento sea posible, lo que sostengo más bien es que el
populismo es incompatible con el republicanismo porque el
republicanismo es una variante contractualista y el populismo es
contrario a las teorías del pacto social.
Me temo no poder argumentar esta tesis
en condiciones porque lo que debiera hacer en primer lugar es definir
de forma rigurosa republicanismo y populismo y, después, mostrar la
incompatibilidad entre uno y otro, pero esta es una empresa demasiado
ambiciosa para este texto. Además estamos ante conceptos
problemáticos y oscuros que no admiten una definición unívoca y
precisa. Así que voy a proceder de la siguiente manera: primero voy
a resumir muy brevemente lo que dos de los más reputados filósofos
políticos, Philip Pettit y Ernesto Laclau, entienden por
republicanismo y populismo, para, a continuación, poner de
manifiesto lo incompatibles que son ambos conceptos.
1. Republicanismo.
Me parece obligado empezar advirtiendo
sobre un malentendido especialmente extendido en nuestro país: el
republicanismo no consiste en derrocar a la monarquía. Naturalmente
es preferible en un modelo republicano que el cargo de Jefe de Estado
se alcance de manera democrática mediante unas elecciones, pero esta
no es la cuestión esencial. Según Pettit la idea básica del
republicanismo es que una persona no puede ser dueña de otra. Así
pues el valor político fundamental para los republicanos es la
libertad; pero los republicanos, al contrario que los liberales, no
entienden la libertad como no interferencia sino como no dominación
(ver aquí). Una república bien constituida es básicamente un
entramado institucional que impide el dominio arbitrario de unos
sobre otros, garantizando así la libertad de todos (en este sentido
debemos reconocer que es más republicano el modelo político de
Dinamarca o Noruega -no me atrevo a señalar a España- que el de
supuestas repúblicas como China o Rusia).
Lo que me interesa destacar ahora es
que la opción republicana entra dentro de un marco contractualista.
Algunas -no todas- teorías del pacto social sostienen que un modelo
político justo es aquel que garantiza al máximo la libertad y la
igualdad de todos los asociados. En una república bien constituida,
como exigía Rousseau, no hay súbditos ni soberano pues todos los
asociados dan y reciben lo mismo, por lo que todos los ciudadanos, a
pesar de estar sometidos a la ley civil, conservan su libertad porque nadie está sometido a otro.
2. Populismo.
Ernesto Laclau, en La razón
populista (ver aquí), sostiene que el populismo no es, como
muchas veces se dice, un mero oportunismo demagógico irrepresentable
conceptualmente sino que, por el contrario, el populismo es una
estrategia política con una lógica que le es propia. El objetivo
del populismo es la construcción de un pueblo. Ahora bien, el pueblo
no es un sujeto político dado de antemano con voluntad propia sino
que su realidad es enteramente contingente: puede surgir o no,
depende. El pueblo acontece como resultado de una operación
hegemónica que pasa por la construcción de cadenas equivalenciales
(ver aquí). La construcción del pueblo exige la presencia necesaria
de un antagonista: la élite, la oligarquía, los extranjeros, los inmigrantes, etc; de tal
forma que el populismo siempre es un discurso antielitista o xenófobo en nombre
del pueblo soberano.
Lo que me interesa destacar es que el
populismo parte de manera necesaria del antagonismo: la sociedad no
es un cuerpo homogéneo sino que está atravesada por una frontera
cuya delimitación permite a la mayoría reconocerse como pueblo, como populus, en la medida en que algunos son expulsados de su seno y señalados
como el enemigo, en un sentido estrictamente schmittiano. El
populista será implacable a la hora de fabricar alteridad y de
generar enemigos: pues, si no, ¿cuál sería el medio de imaginar
esa presencia en sí? El pueblo solo surge en la medida en que se
denuncia y rompe el pacto social y la mayoría toma conciencia de la
contradicción irresoluble entre nosotros y los otros. El populismo
exige la ruptura del espacio social en dos bandos irreconciliables y
cualquier pacto es denunciado como claudicación, por lo que el
contractualismo se torna imposible.
3. Contractualismo.
Como es sabido las teorías
contractualistas modernas nacen de la mano de Thomas Hobbes en su
obra Leviatan. Hobbes sostiene que el Estado es producto de
un pacto o contrato entre los asociados, de tal modo que es posible
distinguir, de manera conceptual, un periodo anterior al
pacto, el Estado de Naturaleza y un periodo posterior, El Estado
Civil. Otros filósofos, como Locke y Rousseau, cambiaron los
contenidos del pacto, pero fueron fieles al esquema hobbesiano.
Los realistas políticos (entre los
cuales se encuentran los populistas) siempre han acusado a los
contractualistas de ingenuidad: el pacto no existe, nunca ha
existido, porque tampoco ha existido jamás un momento, el Estado de
Naturaleza, anterior al pacto. Todo el planteamiento contractualista
es, dicen, una mera ensoñación, pero la verdad es otra: el ser
humano nace en el seno de sociedades atravesadas por antagonismos y
la verdad de la política es una constante lucha por el poder entre
distintos grupos o clases sociales de tal manera que, como decía
Schmitt, la categoría fundamental de la vida política es la
distinción entre amigo y enemigo. Los contractualistas, vienen a
decir, viven en un limbo: no se enteran o no se quieren enterar de
lo que en verdad hay.
Frente a esta concepción de la
política el contractualismo parece decididamente cándido. Pero el
pacto social nunca ha pretendido ser un hecho histórico. Esta
acusación se basa en un malentendido. Ningún filósofo
contractualista afirma tal cosa. Es evidente que nunca existieron
individuos humanos al margen de la sociedad que en un momento dado
hubieran tomado una decisión de constituirse como Estado.
Entonces... ¿qué dicen los contractualistas? Jose Luis Pardo en su
última obra, Estudios del malestar, ofrece una respuesta a
este interrogante: deberíamos leer el Leviatan de Hobbes, y
el resto de las propuestas contractualistas, de la misma forma que
leemos la Crítica de la Razón Pura de Kant. Todos sabemos
que la obra de Kant no es de carácter empírico, es decir, no
describe hechos. En general lo peculiar de las obras filosóficas
-como el Leviatan- es precisamente que no describen hechos,
no dicen lo que es o ha sido el mundo. Kant, a diferencia de Hobbes,
nos pone sobre aviso indicando cómo debe ser leída su obra: la
Crítica de la Razón Pura no habla del conocimiento humano
sino de las condiciones de posibilidad del mismo, lo cual es
un asunto muy diferente. Pues bien, del mismo modo hemos de leer las
propuestas de los contractualistas. Hobbes, Locke, Rousseau o Rawls
no pretenden postular o describir un hecho real, un Estado de
Naturaleza previo a la existencia de sociedades humanas. La cuestión
es otra. Se trata de abordar las condiciones de posibilidad del
Estado Moderno. ¿Qué implicaciones semánticas acarrean términos
como “justicia”, “legitimidad”, “democracia”,
“ciudadanía”, “público”, “representación”, etc, en las
sociedades modernas? Porque para que estos términos cumplan su
función y puedan contribuir al diálogo político es preciso que
tengan un significado conocido y compartido por los miembros de la
comunidad política. Por ejemplo, cuando denunciamos que son
injustos los desahucios o que los políticos no nos representan...
¿qué queremos decir exactamente? No podemos responder si no
partimos de ciertos presupuestos teóricos que subyacen en el uso
lingüístico habitual y hacen posible la comunicación y la
interacción política. Simplemente damos por supuesto que la forma
de legitimar el poder propia de la modernidad es el pacto social, lo
que no quiere decir, repito, que tal pacto haya existido en algún
momento. Se trata naturalmente de una construcción conceptual que, a pesar de no ser un hecho histórico, no tiene nada de gratuita. El pacto
social es una condición formal, algo que debemos suponer cuando, por
ejemplo, denunciamos que gobierno de turno antepone el interés de
las élites financieras al interés general. Lo que denunciamos en
este caso es que el gobierno ha roto el pacto y exigimos que retorne
a él si quiere recuperar la legitimidad.
No cabe concebir el Estado moderno al
margen del contrato social, pero el contenido del pacto, el acuerdo
al que llegan los asociados no está determinado de antemano; dicho
de otro modo, cabe un contrato liberal, socialista, republicano, etc.
Incluso cabe concebir un contrato anarquista que prescinda del
aparato coercitivo estatal y lo fíe todo a la buena voluntad y la
ayuda mutua entre los asociados. Lo que no es posible es un contrato
populista porque, por definición, lo que los laclaunianos denominan
“pueblo” se construye por oposición, rompiendo el pacto social
y expulsando a algunos de su seno. Pueblo, recordemos,
no somos todos; pueblo es una parte que aspira a constituirse
como una totalidad, aun a sabiendas que tal objetivo es inalcanzable
pues la misma existencia del pueblo depende de una alteridad
esencial. Por su parte los contractualistas no niegan la existencia
de antagonismos en la sociedad, lo que proponen es una suerte de
epojé, de puesta entre paréntesis de las contradicciones,
para erigir un marco de convivencia. Tal epojé no puede ni
siquiera ser pensada desde el populismo. El antagonismo es la
realidad política básica y fundamental que está detrás de toda
acción política populista.
4. Conclusiones.
Los populistas tienden a acusar a los
republicanos de pusilánimes, de entreguismo, de no plantar cara al Capital, de contemporizar con el enemigo o de ser una quinta columna
del neoliberalismo. Pero esta es, a mi modo de ver, una injusta
acusación. La mejor manera de combatir, aún hoy, la injusticia y la desigualdad es
apelando al pacto social. El problema no es que el pacto social
aletargue el espíritu combativo de las masas y nos haga resignarnos
ante la injusticia, ¡el problema es que el pacto no se cumple!, que
los intereses de ciertas élites siguen primando sobre el bien común. Pero la acción política pertinente es, creo yo, reivindicar
un nuevo pacto, una auténtica República; no echarse al monte del
populismo. A quien le duela verdaderamente la injusticia está
abocado a pensar la política desde el contractualismo. Si algo
debiéramos haber aprendido en el último siglo es que las políticas
populistas que necesariamente dividen el espacio político en dos
bandos irreconciliables no funcionan y generan más injusticias de las que pretenden combatir.
El populismo nace y se fortalece con el
fracaso de la democracia representativa. Con la caída del Estado del
Bienestar una importante masa del electorado, resentida contra las
élites se desvincula de los partidos tradicionales. Es comprensible.
También es perfectamente legítimo optar por una opción política
populista. Además, por si fuera poco, adoptar una posición
política populista nos hace más felices. Manuel Arias Maldonado en
su reciente libro, La democracia sentimental, presenta
estudios empíricos que sostienen que la máxima satisfacción
subjetiva del ciudadano se produce cuando sus postulados son
radicales (está convencido de su veracidad) y un Gobierno moderado
no los representa. En el fondo es aquello que decían nuestros
padres: “contra Franco se vivía mejor”. Lo que me parece
una impostura intelectual es nadar entre dos aguas y dulcificar o
disfrazar el populismo de republicanismo. Da la impresión que la
razón por la que algunos populistas europeos reivindican la herencia
republicana no es para paliar o complementar alguna insuficiencia
teórica del populismo en su versión laclauniana, sino como mero
aliño estético, para lavar la mala conciencia intelectual y poder
acogerse a referencias más que presentables que Perón, Chaves o Evo
Morales, como Tocqueville, Madison, Kant, Arendt, etc.
Frente a esta operación sería
necesario erigir una opción política claramente republicana que
apueste por un Estado republicano y proponga un ideal de ciudadano.
Porque del mismo modo que sabemos que el pacto social no existe pero
es un ideal que necesitamos para actuar políticamente, los
republicanos postulamos como ideal regulativo el ciudadano ideal:
aquel que actúa políticamente de forma autónoma, racional y
desinteresada, anteponiendo el bien común por encima de sus
intereses particulares o corporativos. No somos ingenuos, sabemos que
tal ciudadano no existe, pero lo necesitamos como ideal, es el
ciudadano que debemos esforzarnos en ser aun a sabiendas de que no lo
lograremos del todo. El sujeto autónomo es un como si:
debemos a actuar como si fuéramos autónomos y racionales.
Porque así lo seremos en mayor medida que si arrancamos de los
presupuestos contrarios.
Ahora bien, el inconveniente del
republicanismo es que, al contrario del populismo, no viene con un
manual de cómo ganar unas elecciones. El republicanismo, me temo, es
una opción de perdedores porque apela más a la razón discursiva
que a los afectos, mientras que la estrategia populista de buscar un
chivo expiatorio como solución a los males políticos ha sido
sobradamente contrastada a lo largo de la historia. Pero... ¿quién
dijo que la mayoría siempre tiene la razón?
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