La ciudad, cualquier ciudad, es un
cosmos, un conjunto ordenado y organizado tecnológicamente, que
exige una rutina particular, esto es, saber actuar de ciertas maneras
en determinadas circunstancias. El mito cumplió esta función
orientadora durante siglos, pero las transformaciones sociales y
políticas acontecidas en Grecia durante los siglos VII y VI aC
hicieron preciso un nuevo discurso, nuevas taxonomías (katalógoi)
y nuevas formas de comunicación. Los rapsodas, como Hesíodo, y los
sophos, como Solón y Tales, (que posteriormente serán
denominados “filósofos”) desempeñarán esta nueva función que
anteriormente estaba encomendada a los aedos, como Homero, a través
de los cuales se manifestaba la Musa. Estas nuevas figuras -el
rapsoda y el sophos- ya no son un mero instrumento a través
del cual se manifiestan los dioses; su palabra es la palabra humana y
su objetivo es la elaboración de nuevos léxicos, nuevos discursos,
que orienten y permitan a las gentes comportarse adecuadamente en un
mundo nuevo, cada vez más desencantado. Es en este contexto
de progresiva racionalización de la concepción religiosa del mundo
implícita en los mitos en el que debemos entender la actividad de
los rapsodas y los primeros filósofos (en este sentido Jaeger nos
recuerda que debemos romper las artificiales fronteras que separan la
poesía de prosa).
Cualquier clase de conocimiento,
cualquier conciencia, como Marx nos enseñó, está vinculada a una
forma de vida y la filosofía en concreto nace ligada a una forma
particular de vida urbana: la polis griega. La filosofía,
como es sabido, surge en las polis griegas, primero en las
colonias de Jonia y poco después en la Magna Grecia. Lo
característico de estas ciudades es que toda su vida social y
política se levanta sobre el comercio marítimo. En estas ciudades
portuarias fluyen todo tipo de mercancías y, lo que es más
importante, también transitan distintos mitos, ideas y valores.
Aquellas gentes tuvieron la ocasión de hacer lo que en otras
comunidades más aisladas hubiera sido imposible: tomar cierta
distancia respecto a sus propios mitos y tradiciones. Son las
condiciones sociales y políticas de Jonia las que permiten la
aparición de nuevas personalidades, como Tales, que en otros lugares
hubieran hallado todo tipo de trabas.
Los nuevos spohos son técnicos
al servicio de la ciudad, básicamente legisladores, que dan
respuesta a la necesidad de nuevas normas que regulen la convivencia
en sociedades más abiertas e igualitarias que las del pasado. Su
origen está esencialmente vinculado a la vida en la ciudad y ambas,
la ciudad y la filosofía, alcanzan su madurez con la democracia, en
la Atenas de Pericles. Pero después de la guerra del Peloponeso los
caminos de la ciudad y de la filosofía se separan. Este es el tema y
la tesis de estas líneas. La crisis de la ciudad coincide con el
surgimiento de la filosofía académica. Este es un hecho histórico,
un mero dato circunstancial... podríamos suponer. Pero lo que aquí
vamos a sostener es que esta relación no es accidental, sino
esencial, es decir, que es preciso que la ciudad entre en crisis para
que la filosofía se consolide o a la inversa: que llevar hasta el
final el proyecto filosófico exige enfrentarse a la ciudad y, en
este enfrentamiento, la filosofía solo puede vencer si la ciudad es,
en cierto modo, derrotada.
Intentaré apropiarme de algún
argumento que apunte en esta dirección.
Hannah Arendt.
Seré breve en este apartado por no
repetir lo que Borja Lucena ha expuesto de manera muy elocuente en
otra entrada (ver aquí). Arendt señala a Platón como él máximo
responsable del divorcio entre la filosofía y la ciudad. Además,
este desencuentro no atañe sólo al filósofo ateniense sino que
afecta a toda la tradición filosófica posterior, de tal manera que
el enfrentamiento entre política y filosofía, que se inicia en el
siglo IV, llega hasta nuestros días. El problema de fondo, dice
Arendt, es la incapacidad de la filosofía, al menos de la filosofía
platónica, para comprender la indeterminación y aleatoriedad de la
vida política. Platón se esfuerza por someter a la política a
patrones, esquemas conceptuales, que permitan planificar y organizar
el caótico mundo de la política. Pero con ello distorsiona la
política de tal modo que destruye su esencia más íntima. La
política no es un saber técnico, el político no es, como muchas
veces señala Platón en sus diálogos, el médico de la ciudad o el
piloto de una nave, es decir, un experto que persigue un fin
claramente delimitado: la salud del cuerpo público o el correcto
rumbo de una nave que solo el piloto, el único de la tripulación
que conoce el lenguaje de las estrellas, puede establecer. Estas
metáforas son desafortunadas. El resultado de un planteamiento así
es la política como saber de unos pocos, aquellos que captan el
eidos y y se disponen a materializarlo en la vida pública,
pero la política no es una ciencia. Al contrario, sostiene Arendt,
la legitimidad última de la política está en la opinión, la doxa.
La política acontence cuando los ciudadanos pueden dirigirse unos a
otros en el ágora, en una relación entre iguales y exponer
su opinión sobre los asuntos públicos. No hay más legitimación
para la acción política que el dokei moi, “a mí me
parece...” Si se sustituye esta deliberación entre iguales por la
imposición de una verdad en beneficio de la comunidad, la política,
como tal, desaparece para dejar su lugar a una técnica de
organización social.
Una crítica semejante a la filosofía
política la podemos encontrar en la propuesta de Richard Rorty de
someter la verdad a la democracia. Las razones son las mismas que
esgrime Arendt: la desconfianza ante la figura del experto, la
necesidad de preservar la deliberación democrática, etc. En ambos
casos, me temo, no queda nada clara cuál habría de ser entonces la
función de la filosofía; una democracia fuerte y orgullosa
rechazaría con desdén el asesoramiento del filósofo y su
pretensión fundamentadora. Si lo justo no tiene más fundamento que
el consenso democrático la labor del filósofo es del todo
superflua.
Por último, una ponderada valoración de la filosofía política de Platón habría de tomar en consideración -cosa que no hace Arendt- que la praxis
política del siglo IV estaba ya en crisis, por lo que Platón toma
un modelo que sí funciona, el de la poiesis, es decir, el del
médico o el piloto, y lo extrapola a un mundo averiado, el mundo de
la política. La reacción platónica no es contra la acción o la
política en sí, sino contra una acción y una política decadente
que ya no cumplen su función. Arendt no toma en consideración que la democracia
contra la que se levanta Platón es, por aquel entonces, un sistema
demagógico y corrupto.
Michael Foucault.
Los atenienses instauran una nueva
organización política, la democracia, que pivota en torno a dos
ejes fundamentales: la isegoría y la parresía. La
isegoría designa la igualdad de derecho en el uso público de
la palabra, en el ágora cualquier ciudadano puede hacer uso
de la palabra en pie de igualdad con el resto. La parresía había
pasado más desapercibida hasta que es subrayada y reivindicada por
Foucault en El gobierno de sí y de los otros (Curso
del Collège de France, 1982/83; traducido en español por Akal,
2011). La parresía designa la voluntad de decir la verdad, de
hablar de manera franca y libre. El ciudadano que hace uso de la
parresía se compromete a decir la verdad con la pretensión
de persuadir al resto no con un sentido meramente testimonial, sino
con la voluntad de hacer que los demás le sigan. La clave del juego
político democrático está aquí. El logos de la política
era en aquel entonces el logos de la verdad y la virtud
política por excelencia el coraje, la presencia de ánimo que ha de
tener quien levante su voz contra los adversarios políticos. Un
hombre debe enfrentarse al peligro de decir la verdad.
Pero durante de las guerras del
Peloponeso, poco después de la muerte de Pericles, se produce un
desajuste entre democracia y parresía o, lo que es lo mismo,
entre política y verdad. La democracia se corrompe y surge una mala
parresía. Isócrates lo denuncia: quien toma la palabra en la
asamblea no busca ya decir la verdad, el motivo principal es seguir
la opinión dominante, situarse siempre en el lado del vencedor, con
lo cual también la virtud del coraje decae. Desaparecen las propias
convicciones y se actúa por calculado interés. Se pierde el vínculo
con la verdad en favor de los recursos retóricos y la adulación.
Pero solo la fidelidad a la verdad requiere valentía y otorga
ascendencia al parresiasta. El discurso verdadero se va
progresivamente sustituyendo por el discurso demagógico.
Esta es la paradoja: por un lado solo
la democracia hace posible la parresía, el discurso
verdadero, pero, por otra parte, la estructura igualitaria de la
asamblea entra en contradicción con las exigencias éticas de la
verdad; no todos tienen el ethos, el coraje para proclamar la
verdad. De tal modo que la democracia es a la vez condición
necesaria y amenaza constante para el discurso verdadero.
Entre el siglo V y el IV el ámbito
propio de la parresía muda; la asamblea deja de ser el lugar
propicio para proclamar la verdad y surgen nuevos espacios: primero
las plazas públicas frecuentadas por Sócrates y después la
Academia platónica. Sócrates es la figura clave en esta ruptura. Él
representa como ningún otro la firme voluntad de decir la verdad,
caiga quien caiga; es aquel que prefiere la muerte antes de callar o
renunciar. Pero Sócrates ya no habla en la asamblea porque aquel ya
no era el lugar propicio para decir la verdad. No hay lugar para la
verdad en el foro político dominado por la retórica y la adulación.
Se produce entonces un giro ético en
la parresía, la misión del parresiasta por excelencia,
Sócrates, ya no es conducir a la ciudad de la mejor manera posible
sino velar porque los hombres cuiden de sí mismos y atiendan las a
las necesidades de su alma. Progresivamente los objetivos de la
filosofía y la parresía convergen. La nueva alianza genera una
transformación mutua: la parresía toma un tono más íntimo,
moral o ético y la filosofía, especialmente en el periodo
helenístico, se entiende más como “forma de vida” que como
theoría. Siglos más tarde, nos dice Foucault, la religión
cristiana toma el relevo a la filosofía en la función parresíaca...
pero esa es otra historia.
Peter Sloterdijk.
El filósofo alemán se plantea en su
libro Muerte aparente en el pensar (2009),
el problema de la genealogía del homo theoreticus o bíos
theoretikós. Si atendemos a lo que los propios filósofos
dicen, el origen de la vida teórica está, según Aristóteles, en
el asombro ante todo cuanto existe. Pero, lo que aprendimos con
Nietzsche es que, por debajo de lo que se afirma o proclama, siempre
hay causas o factores inconfesables. Sloterdijk quiere indagar estos
vergonzosos orígenes.
Lo que resulta sospechoso, cuanto
menos, es que el la coronación del bíos theoretikós
coincida en el tiempo con la muerte del bíos politikós.
Platón no conoció el bíos politikós característico de una
sólida y próspera democracia en paz. El debate político en el
siglo IV ya no consiste en el libre intercambio de puntos de vista
generados en el acontecer de la vida sino en el tumultuoso
encontronazo de eslóganes de facciones enfrentadas. En este
contexto, no es de extrañar que Platón tuviera, valga la
redundancia, una mala opinión de la doxa. La instauración
institucional de la filosofía mediante la apertura de la escuela de
Platon en torno al año 387 aC fue, sostiene Sloterdijk, una
reacción al desmoronamiento del modelo ateniense de la polis.
La filosofía académica es pues hija de la derrota de la política y
el homo theoreticus es un “perdedor” que no se resigna:
hastiado de la vida política propone un salto espiritual hacia
adelante. Es en este contexto como deberíamos entender el objetivo
de la filosofía platónica: una preparación para la muerte. El
homo theoreticus vive al margen de la ciudad, de los asuntos
prácticos y cotidianos, vive como si ya hubiera muerto, para
alcanzar la verdad y con ella la eternidad. Lo peculiar de la vida
filosófica, especialmente en la época helenística, nos recuerda
Hadot, es la indiferencia hacia el honor, el dinero, la fama, incluso
hacia los propios intereses. Múltiples anécdotas inciden en este
punto: una actitud filosófica consiste en dar la espalda a la
ciudad. Los cínicos no son más que la versión más extrema de una
actitud compartida por todos los filósofos después del divorcio
entre la ciudad y la filosofía.
La inmortalidad antes del siglo IV era
sobrevivir en la memoria de la ciudad, de ahí la importancia del
discurso fúnebre. Pero con el desmoronamiento de la polis vuelve
el esoterismo y la doctrina de la vida del alma más allá del
cuerpo. La filosofía se independiza de la ciudad y promete otro
orden de inmortalidad. Desde entonces los filósofos viven en las
ciudades como exiliados, como extranjeros. Por eso se dicen
cosmopolitas: quien puede estar en todas partes no participa en
ninguna. El bíos theoretikós no es otra cosa que
“romanticismo de perdedores”, dice Sloterdijk. El filósofo hace
de la necesidad de la derrota política la virtud de la falta de
ataduras. Es la pérdida del vigor de la polis lo que abre las
puerta a la ética y la moral, así “comienza el búho de Minerva
su vuelo sobre una democracia caduca”
Leo Strauss.
Strauss sostiene en La ciudad y el
hombre (1964) que los fines de la ciudad y la filosofía
divergen: la filosofía busca lo bueno, mientras que
la ciudad quiere perpetuarse en sus costumbres y tradiciones, es
decir, lo nuestro. El filósofo, cuando es genuino, es siervo
de la verdad y, en ocasiones, la ciudad debe defenderse hasta de la
lógica. La ciudad para subsistir precisa de una mentira fundamental
que es denunciada desde la filosofía. Esta mentira consiste
básicamente en postular un fundamento religioso a las leyes y
costumbres de la sociedad. Como bien nos enseña la historia de
Atenas, cuando este fundamento religioso se pone en cuestión las
tradiciones se devalúan, el relativismo prevalece y la ciudad entra
en crisis. Así pues la ciudad necesita lo que Platón en La
República denomina la “noble mentira” (382d, 377b y 459d).
En el Estado Ideal una mentira de este tipo sería el mito de los
metales, que explica en qué clase social debe integrarse cada
ciudadano. En la Atenas real sería, por ejemplo, afirmar que las
leyes de la ciudad provienen de Apolo. De este modo puede el
ciudadano integrarse, vivir lo nuestro como si fuera lo
natural y lo bueno por antonomasia. Pero el filósofo sabe que
esto no es así, que lo bueno, no se identifica con lo
nuestro y que la Justicia en sí no siempre coincide con
los intereses de la ciudad.
Lo que la ciudad en verdad necesita no
es la figura del filósofo sino la del poeta. Es el poeta el educador
moral de ciudad. Es el poeta quien se pone al servicio de la
moralidad vigente, pero, como Nietzsche nos recuerda, nadie es un
héroe para su ayuda de cámara. El poeta también sabe la verdad,
sabe de la indigencia del amo... pero miente. Él es quien forja las
“nobles mentiras”.
Strauss, en Sócrates y Aristófanes
(1966), propone comprender la relevancia de Sócrates atendiendo al
primer documento sobre él: Las nubes. En esta obra
Aristófanes denigra y ridiculiza a Sócrates porque ve en él
aun representante de un nuevo sector de seductores que son los
responsables de la pérdida de la virtud clásica. Precisamente
porque es preciso tomarse en serio la ciudad, hay que reírse del
filósofo, el corruptor de la sociedad. En cierto modo el mismo
Sócrates lo reconoce: él es el tábano que incordia a la ciudad y
es natural que la sociedad se defienda. La labor crítica del
filósofo, la crítica del mito, atenta contra la ciudad, incluso
aunque no sea esta su intención, pero la dedicación a las cosas de
arriba imposibilita al filósofo para un buen discernimiento de las
cosas de abajo, esto es, de los asuntos políticos.
Aristófanes es un comediógrafo de
éxito porque su punto de vista es compartido por muchos de sus compatriotas. La mayoría percibe a Sócrates como un elemento
peligroso, un innovador que pone en cuestión las viejas tradiciones
y para conjurar el peligro que Sócrates supone Aristófanes utiliza
el arma más letal: la sátira. El poeta se pone al servicio de la
ciudad, al servicio de la moralidad cuando se mofa del filósofo, el
enemigo público.
Strauss entiende y simpatiza con el
punto de vista de Aristófanes: primero es la ciudad, sus intereses
deben prevalecer. De nuevo nos encontramos con la paradoja de que
solo en la ciudad puede darse el filósofo, pero su misión, el fin
último de la filosofía, es poner en cuestión la ley, socavar los
principios que apuntalan el orden social, o sea, derrumbar aquello
que hizo posible la actividad filosófica.
Gregorio Luri.
En la misma línea Gregorio Luri, en
¿Matar a Sócrates? (2015), sostiene que, contrariamente a lo
que muchas veces se dice, el juicio a Sócrates fue bastante justo;
al menos tan justo como otros muchos de esa índole en aquella época.
La acusación tenía base, Sócrates pudo defenderse y el el
veredicto final no fue amañado. En el fondo de lo que se trata en
este juicio es de la defensa de la democracia ateniense contra una
actitud, la del filósofo, que socava los cimientos de la ciudad.
Recordemos cual es la acusación de
Meleto: Sócrates no reconoce los dioses de la ciudad, pretende
introducir divinidades nuevas y corrompe a la juventud. La acusación
de Meleto es la forma jurídica de una animadversión que viene de
largo, al menos desde la representación de Las nubes. Todos
reconocen que la última acusación, la de corromper a la juventud,
tiene cierto fundamento, los ejemplos de Critias y Alcibíades están
ahí y son conocidos por todos. Pero Luri sostiene que las dos
primeras acusaciones también tienen fundamento. La relación de Sócrates con los dioses de la ciudad es superflua y convencional en
cambio el vínculo con su daimon particular es íntimo y
fundamental. Los acusadores no son personajes mezquinos que actúan
movidos por el resentimiento sino que obran de buena fe, como
patriotas convencidos del apoyo de buena parte del jurado. Pero
aquello se les fue de las manos por la peculiar y desconcertante
defensa de Sócrates.
De lo que no cabe duda es que muchos
atenienses veían a Sócrates como un peligro para su patria. Hegel
nos pone sobre aviso del peligroso descubrimiento de Sócrates: la
interioridad, la fidelidad a uno mismo antes que a la ciudad. La
defensa de la subjetividad del pensamiento es subversiva porque se
enfrenta a la razón objetiva de la ciudad. La clave, como
anteriormente hemos señalado, es que lo bueno para la ciudad
no coincide siempre con lo verdadero. Lo bueno es el consenso,
el respeto por los dioses, por la tradición, etc. La verdad, por el
contrario, es como una diva caprichosa que no admite rival y exige la
adoración incondicional de sus partidarios. Una vida dedicada a la
verdad no admite claudicaciones o componendas. Para la ciudad lo
bueno y lo nuestro coinciden, para el filósofo no.
Conclusiones.
Así pues la filosofía parece
incompatible con la política o más exactamente con lo que los
griegos llamaron politeia, que es un término que no tiene
traducción en nuestra lengua. Luri propone una sugerente metáfora:
la politeia es el arte de hacer bailar a una comunidad
política al son de una música que solo los miembros de esa
comunidad pueden oír. La cuestión es que necesitamos bailar y no
podemos bailar solos. La politeia cumple algo así como una
función metafísica: integrar al individuo en el colectivo, otorgar
sentido a la vida. Por eso cuando la ciudad cae, cuando la democracia
se corrompe, como señala Sloterdijk, nace la metafísica, que sería
una música que solo unos pocos pueden escuchar.
¿Cómo interpretar en este contexto la
filosofía política de Platón? Arendt, Foucault y Sloterdijk en el
sentido que antes hemos comentado: el platonismo como reacción
intelectual frente a la contingencia -en el caso de Arendt- y
desmoronamiento -en el caso de Foucault y Sloterdijk- de la praxis
política. Strauss y Luri, partiendo más de la lectura de Las
Leyes que de La República, de un modo menos beligerante,
abriendo la posibilidad de una frágil convivencia entre filosofía y
política. En Las Leyes Platón no habla de la mejor
república, sino de la mejor república que pueda llevarse a la
práctica. Estamos ante una obra más realista que reconoce los
límites de la razón y por tanto de la filosofía, que muestra una
actitud más piadosa hacia la política y que es consciente de la
necesidad de la religión y de la poesía para forjar una comunidad
política. Pero ya hemos señalado que la función primordial de los
poetas es propagar “nobles mentiras”, las cuales son necesarias
para la subsistencia de la politeia. Platón legitima la
mentira siempre que impulse a los ciudadanos a hacer lo mejor para la
ciudad porque el Bien de la Ciudad es valor último al cual deben
subordinarse el resto. Esta lectura de Las Leyes, y en cierto
modo también de La República, apunta a la compatibilidad y
complementariedad entre la filosofía política platónica y el
patriotismo, es decir, entre la ciudad y la filosofía.
De todas maneras, cualquiera de las dos opciones es poco alentadora: o bien el filósofo proclama a
los cuatro vientos la verdad, teniendo en cuenta que esa verdad tarde
o temprano entrará en colisión con la comunidad política a la que
pertenece y cuya permanencia en el tiempo es vital para el ejercicio
de la actividad intelectual; o renuncia a la verdad justificando la
necesidad de “la noble mentira”, dando la espalda entonces a la
esencia misma de la vida filosófica. Si dice la verdad el filósofo
traiciona a la ciudad; si calla ante las mentiras de los poetas,
traiciona a la verdad, que es el fin último de la filosofía. En
cualquier caso los fines de la política y la filosofía se nos
muestran incompatibles.
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