La Guía de perplejos, escrita
por Maimónides en el siglo XII, es la principal obra del
racionalismo judío medieval y, aún hoy, la referencia filosófica
más importante para los judíos, de manera similar a como la Suma
Teológica de Santo Tomás es importante para los católicos. Los
“perplejos” a los que Maimónides dedica su libro son los
creyentes judíos familiarizados con la filosofía que encuentran
contradicciones entre lo que que enseñan los maestros (Platón y
Aristóteles) y la Revelación. Una cuestión muy importante y una
diferencia crucial con los cristianos es que el contenido de la
Revelación, para los judíos, es la Ley, no son los dogmas de fe. El fin
de la Revelación es la instauración de la Ley, antes que la
proclamación de verdades.
La Ley judía es la Torá, que viene
expuesta principalmente en los primeros libros bíblicos, el
Pentateuco, que, conforme a la tradición judía, fueron escritos por
Moises, quien recibió la revelación directamente de Dios en el
monte Sinaí. Lo que encontramos en
la Torá no son especulaciones teóricas, sino disposiciones
prácticas muy precisas acerca de cómo ordenar la casa y la ciudad.
De este modo la verdad revelada vuelve superflua tanto la política
como la economía, aunque no toda la filosofía. Son necesarios los
libros de los filósofos sobre los temas especulativos, pero no sobre
las ciencias prácticas.
En la Guía se explica por qué
es necesaria la Ley: debido a la diversidad de los individuos y los
caracteres es preciso una orientación, una guía que regule las
conductas: lo que se puede hacer y lo que no. Es necesario suplir los
defectos de algunos y moderar los excesos de otros. El hombre, como
dice Aristóteles, es un animal político que precisa del amparo de
la Ley para convivir y realizarse plenamente. Maimónides distingue
dos sentidos del término “ley”: por un lado está el nomos,
que es la ley civil, cuya finalidad es la perfección del cuerpo:
seguridad, bienestar, paz, etc; por otro lado está la ley divina,
cuya finalidad es la perfección del alma, es decir, sostener
“correctas opiniones sobre Dios y los ángeles”. El fin del la
ley divina es la verdad. Una ciudad bien ordenada debe regirse por la
ley divina porque la ley civil es del todo insuficiente. Dicho de
otro modo: la ciudad ideal es aquella que respeta la ley divina, la
Torá, o sea, la nación judía es la Ciudad Ideal.
¿Cómo conocemos la ley divina? Por
los profetas. Maimónides desarrolla toda una profetología donde
explica qué es un profeta y cuál es su función. La misión del
profeta es proclamar la Ley. El profeta más importante fue Moises.
El resto de los profetas alcanzaron revelaciones de carácter
privado: consejos, instrucciones, mandatos, etc; pero quien recibe la
Ley y constituye el “pueblo” es Moises. El fin de la Ley, esto es
muy importante, es generar una comunidad política. Lo peculiar del
pueblo judío no es que sea una raza distinta sino que es una
comunidad que hace ciertas cosas y no puede hacer otras. Es la ley
mosaica la que establece lo que debe hacerse y es el sometimiento a
la Ley lo que caracteriza al pueblo de Israel.
El profeta tiene por tanto una función
política decisiva. Es un tipo superior de hombre. Superior al
filosofo, pero no de una manera diferente: el profeta es un filósofo
que ha alcanzado la Revelación, que es una emanación proveniente de
Dios que, por medio del intelecto agente, confiere al profeta el
conocimiento inmediato del mundo superior. Esta “emanación” se
extiende tanto a la facultad racional como a la imaginativa, por eso
el profeta alcanza todas las perfecciones: la perfección
intelectual, propia del filósofo, y la perfección imaginativa,
propia del gobernante que le capacita para la presentación
metafórica del mensaje divino y así enseñar y dirigir al pueblo.
De todas maneras, a pesar de proclamar
la supremacía de la Ley y el profeta sobre el filósofo y la razón,
Maimónides no es un místico, es
un racionalista medieval (no confundir con un racionalista moderno)
que reserva una importante función a la filosofía. Es el mundo
sublunar el ámbito propio de la filosofía; este mundo es accesible
a la razón y el filósofo puede y debe aventurarse en él respetando
la primacía del profeta en todo lo relativo a las cosas del cielo.
Recordemos que en el Génesis
Dios prohibe a Adán y
Eva comer del árbol de
la ciencia, pero no es
la totalidad del conocimiento lo que tienen vedado, sino solamente el
saber relativo al “bien y el mal”. Establecer esta dicotomía, lo
bueno y lo malo, no pude ser solamente el resultado de la
deliberación racional. Esta distinción es el fundamento de la vida
política y debe ser sancionada por la divinidad. A la filosofía le
compete que el resto del conocimiento (el teórico especulativo). La
Ley no solo no impide el desarrollo de la filosofía en el ámbito
que le es propio sino que la promueve, si bien no cualquiera puede
filosofar, solo los hombres “adecuados”.
Por debajo del profeta no solo está el
filósofo, está el rey, ¡incluso el Mesías! Pues la función de
los antiguos reyes de Israel y del futuro Mesías es gobernar,
obligar a cumplir la Ley, declarar la guerra, acrecentar el poder de
Israel, etc. Pero el profeta es el legislador, es él quien
establece la Ley.
2. Interpretación de Leo Strauss.
La interpretación
de Strauss está extraída del Libro sobre Maimonides
(Pre-textos, 2012), pero este es, en sentido estricto, un libro que
no existe pues Strauss no publicó ningún libro sobre Maimónides.
Se trata de una compilación de distintos textos, capítulos de otros
libros y artículos para revistas, que Strauss va publicando a lo
largo de más de 40 años. El primer texto es de 1935 y el último de
1983. Durante estos 48 años Maimónides fue para Strauss un tema
constante, un motivo de reflexión permanente y sin embargo nunca
llegó a dedicarle un libro... ¿por qué? Más adelante
aventuraremos una posible explicación. El texto que más voy a
utilizar como referencia en esta entrada es El carácter literario
de la Guía de perplejos, que es un capítulo del libro Filosofía
y Ley publicado en 1935, una obra editada en alemán que el
autor, en otra extraña decisión, jamás permitió que se publicara
en inglés.
Como hemos
señalado anteriormente el profeta tiene todas las perfecciones,
especialmente la racional y la imaginativa, lo que le permite
comunicarse tanto con los sabios como con el vulgo. Por ello, y aquí
llegamos a uno de los temas más recurrentes en Strauss, precisa de
dos lenguajes diferentes para que todos le entiendan. El profeta usa
un lenguaje esotérico con el filósofo y un lenguaje exotérico con
el vulgo. Y es preciso que distinguirlos si aspiramos a una cabal
comprensión de nuestro autor. Por ejemplo, la doctrina de la
providencia que promete el premio a los buenos y el castigo a los
malos, que ya está presente en Platón, forma parte del lenguaje
exotérico; el filósofo no debe tomarla de manera literal, como
tampoco hace el mismo Maimónides.
Es en este
contexto donde cabe insertar el asunto que más le interesa a
Strauss. La Guía pretende ser una explicación del sentido y
la función de la Ley. ¿Es pues la Ley el tema principal de la Guía?
No, porque como la Ley ha sido dada en la Revelación en
realidad no hay nada que decir sobre ella, es un “nomos perfecto”
que está fuera de toda discusión. La Ley es el gozne sobre el que
todo gira, el núcleo invisible de la filosofía política. Pero no
se trata solo de que no haya nada que añadir a lo dicho por Moises;
la cuestión es más peliaguda: el problema de fondo es que aunque
fuera pertinente explicar o comentar algún aspecto oscuro o complejo
de la Ley, según la tradición talmúdica, la Ley no debe ser
explicada, los secretos de la Ley deben ser preservados. Maimonides,
como buen judío, está de acuerdo con este precepto que prohibe
explicar y divulgar la Ley, especialmente por escrito, y sin embargo
publica la Guía ¿Por qué?
Antes de contestar
a este interrogante conviene destacar un vínculo, una profunda
convicción que comparten Sócrates, Maimónides y Strauss: la
superioridad de la enseñanza oral sobre la escrita. La Guía,
al igual que los diálogos platónicos, no es un libro propiamente
dicho sino un pobre sustituto de conversaciones y discursos. La Guía,
según se dice en la
introducción, es una carta privada de Maimónides a su
discípulo Yosef. Estamos ante un texto paradójico: una comunicación
privada que, al publicarse puede ser leída circunstancialmente por
cualquiera. Los eruditos talmúdicos insisten en que la Ley se
transmite por vía oral, de boca en boca, pero Maimónides difunde su
enseñanza por escrito, sostiene Strauss, por las dificultades
políticas de su época (la diáspora) que hacen peligrar la
conservación de la Ley. Maimónides elige un mal menor, difundir por
escrito el sentido de la Ley, para evitar un mal mayor, la pérdida
definitiva de la Ley. El objetivo no es que todos entiendan el
sentido de la Ley, sino que los eruditos lo capten para poder así
preservarla y aplicarla correctamente. De ahí la necesidad de leer
entre líneas. La Guía contiene una enseñanza secreta, una
doctrina esotérica y Strauss se encuentra en la misma encrucijada,
de tal manera que sus textos sobre Maimónides también son
esotéricos: un velo sobre otro velo. Los dos autores judíos son
fieles al mandato de no revelar los secretos de la Torá, ambos
intentan mantener un frágil equilibrio entre la prohibición de
difundir y la necesidad de explicar. La solución de Strauss es
imitar a Maimónides: sugerir antes que proclamar de manera franca y
directa. ¿Que sugiere Strauss? ¿Cual es el secreto de la Guía?
Que Maimonides no era un hombre de fe, un creyente. Lo cual es
corroborado en la correspondencia privada entre Strauss y su amigo
Jacob Klein, en la que Strauss dice literalmente que Maimonides era
un averroísta, esto es, un ateo... ¿Qué más? que tampoco Strauss
lo es. Maimonides y Strauss son dos ateos que se inclinan ante la Ley
mosaica porque no pueden concebir su comunidad política, la nación
judía, al margen de la Ley.
Lo que le interesa
a Maimónides de la Torá no es su origen sobrenatural sino su
finalidad política y legislativa. Como hemos señalado la Ley es
necesaria para regular la convivencia, para establecer la armonía
entre hombres de disposiciones opuestas. Pero para que la Ley pueda
ser verdaderamente “igual” para todos no puede ser una creación
humana. Solo hay una ley verdadera: la ley divina, que es absoluta,
inmutable y universal. La adecuación a las circunstancias equivale a
la corrupción de la Ley y la disolución de la comunidad política.
El bienestar de la ciudad, por tanto, está en manos de Dios. En todo
caso lo importante no es saber qué o quien es Dios (ni siquiera
saber si Dios existe o no), sino preservar la manifestación política
de Dios. Sin Dios la Ley se viene abajo y como precisamos de la Ley
debemos afirmar a Dios.
Retomamos ahora la
cuestión de por qué Strauss, a pesar de ser una persona obsesionada
con Maimónides, nunca escribió un libro sobre él y encontramos una
clave en la introducción de la Guía cuando Maimónides dice
a su discípulo Yosef que no pude revelar los secretos de la Torá,
por eso:
“No me pedirás aquí otra cosa que los encabezamientos de los capítulos, y ni siquiera esos encabezamientos siguen, en este tratado, su orden interno ni una secuencia cualquiera, sino que están diseminados y mezclados con otros temas, de cuya explicación se trata”
A lo largo de toda
su vida Strauss va diseminando también esos “encabezamientos de
los capítulos” sin constituir nunca un tratado cerrado sobre
Maimónides porque el ateo Strauss es fiel a la tradición judía,
fiel al mandamiento talmúdico.
3. Conclusiones.
Las
especulaciones de un judío medieval, su preocupación por el futuro
de su comunidad política ¿qué interés pueden tener para nosotros,
gentiles del siglo XXI? A primera vista ninguno. Sin embargo la
nación judía no es una nación cualquiera. Gustavo Bueno decía que
hay naciones y naciones: no es lo mismo preguntarse “¿Qué es
España?” que preguntar “¿Qué es Noruega?”, ambos son
problemas políticos e históricos, pero es que la primera pregunta
apunta también a un problema filosófico. La mera existencia de
algunas naciones, como España, la Unión soviética o Roma, dice
Bueno, conlleva problemas filosóficos. A esta breve lista habría
que añadir Israel, o lo que hemos venido denominando: “la nación
judía”. Lo peculiar de la comunidad judía, según Maimónides,
es que su identidad no se construye apelando a rasgos raciales,
lingüísticos o folclóricos sino que la nación judía es una
comunidad que se define por una Ley común, la ley mosaica. En este
sentido la nación judía es un modelo, un paradigma de comunidad que
establece de forma peculiar el vínculo social. No es la única forma
de forjar una comunidad, ni siquiera es un camino habitual. Los
cristianos, por ejemplo, de la mano de Pablo de Tarso, sustituyen la
Ley por un único mandamiento: el amor al prójimo. Hobbes sustituye
la Ley por el derecho natural, naciendo de este modo el liberalismo.
Pero la tradición republicana siempre ha entendido que la
mejor manera de pensar una comunidad política es en torno a la ley y
el derecho positivo. Por eso nos interesan Maimónides y Strauss.
Sin embargo cuando la receta
republicana se traslada a nuestra época, promoviendo lo que Habermas
denominó “patriotismo constitucional”, los resultados, al menos
en España, distan de ser satisfactorios. ¿Qué ha fallado? ¿Cual
es la diferencia entre la forma de legitimar el poder que propone
Maimónides y la del republicanismo contemporáneo? La diferencia es
evidente: Maimónides insiste constantemente en la necesidad de un
fundamento religioso para la Ley; algo que no tiene cabida en las
sociedades occidentales contemporáneas donde el proceso de
secularización no tiene marcha atrás. Naturalmente hoy no podemos
recurrir a Dios para apuntalar la Constitución, no es posible una
fundamentación teológica de la Ley... pero pueden buscarse
sucedáneos mitológicos.
Todos sabemos que los mitos pueden
cumplir una función religiosa y que determinados acontecimientos históricos,
debidamente tergiversados, se convierten en mitos. Lo que hemos
aprendido con Maimonides y Strauss es que no es necesario creer en
los mitos para valorar su función. La utilidad política de los
mitos es bien conocida por los nacionalistas de toda ralea y lo que
estamos sugiriendo es que los mitos también cumplen una importante
función en el seno del pensamiento republicano. Pensemos el caso de
España. Desde una perspectiva republicana España solo existe en la
medida en que haya una Ley común, una Constitución que una a todos los
españoles. Es evidente hoy que la actual Constitución no cumple
adecuadamente esta función y hace ya algún tiempo que dejó de ser
ese elemento vertebrador. ¿Cómo empezó este proceso degenerativo?
Las causas seguramente son múltiples, empezando por los casos de
corrupción de la clase política, pero creo que también podemos
establecer un nexo entre la crisis de legitimación institucional y
la crítica al mito de la Transición. La Constitución española
tuvo un importante respaldo social mientras se mantuvo vigente el
mito de la Transición. Este es, reconozcámoslo, un terreno incómodo para
muchos de nosotros: tendemos a pensar, como dice el Evangelio de
Juan, que la verdad nos hará libres, pero la verdad histórica es
enemiga del mito y sin Dios (o los mitos) la Ley pierde su fundamento
y sin Ley no es posible constituir una comunidad política
republicana... ¡pero queremos ser republicanos ilustrados que
comparten una comunidad de deliberación racional!
Repitámoslo una vez más: sin mitos no
hay ley y sin ley no hay nación. ¿Puede entonces pervivir España?
Pues es difícil. Durante el siglo XIX los españoles, o más bien
sus clases dirigentes, se empecinaron en desbaratar un magnífico
mito: la Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz. A mi modo
ver el anclaje más firme, aunque lejano y maltrecho, para una
Constitución. La Segunda República puede funcionar como mito
fundador para buena parte de la izquierda, pero no es un mito
aglutinador del conjunto de la sociedad española. El mito de la
Transición hace agua por todos los lados y no es fácil crear un nuevo mito. Soy pesimista.
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