Si me preguntan, diré que soy español, pero mi respuesta, a pesar de
lo que nos intentan hacer creer los apasionados de las identidades
profundas, no está teñida de dramatismo. De hecho, hasta que no me han
obligado, creo que nunca le he dado tanta importancia como para ponerlo
en forma de declaración. No tengo un sentimiento nacional embriagador, y
digo soy español, sobre todo, porque me empujan a aclarar que ser
español no significa ser “españolista”, si es que eso quiere decir
marcar una línea nítida que separa genética o étnicamente, que distingue
los amigos de los enemigos, o que establece un juicio de supremacía
implícito o explícito. No, no es eso. Dejaré de lado la interesada
debilidad intelectual de equiparar lo español con lo fascista. Si
pudiéramos discutir con seriedad, ese tipo de cosas deberían sonrojar a
quien las formulara. No puedo negar que soy español, como Bakunin no
podía negar que era ruso, pero con ello no estoy nombrando una esencia
inalterable. Aquellos que hoy llaman “franquista” a cualquiera que
rechiste son los que utilizan el léxico esencialista tan del gusto del
dictador: ser catalán, español o austro-húngaro, al parecer, va unido a
una tabla de categorías definitiva e inmodificable. Eso no es lo que yo
quiero decir cuando escribo que soy español.
Si hubiera de
señalar una de las más peligrosas trampas que ha asumido buena parte de
la izquierda, creo que sería importante mostrar cómo ha aceptado
obedientemente la apropiación del significante “España” por parte de la
derecha. Yo, desde una izquierda libertaria, me niego a obedecer a los
que han realizado esa expropiación fraudulenta. Abandonar España a la
derecha reafirma el gesto originario de la brutalidad franquista, cuyo
objeto consistió en alejar a este país de las ambiguas y bivalentes
aguas de la cultura española para acuñar un mito identitario, unitario y
siniestro. Podemos perorar sobre monstruosidades conceptuales como esa
España “unidad en lo universal”, pero también recordar cómo España fue
el frente de la lucha contra el fascismo y el totalitarismo cuando nadie
luchaba seriamente contra ellos. En este sentido, un cartel de la CNT
podía afirmar: “El invasor se estrellará contra la muralla humana del
pueblo español”. Cederle gratuitamente España a Franco supone, no sólo
una rendición firmada ad aeternam, sino una renuncia a los ideales más
valiosos de la izquierda española, aquellos que hablan de una España de
la revolución, la esperanza, la resistencia a la opresión y la búsqueda
de una libertad efectiva. España no tiene porqué ser la caricatura
enarbolada por Franco y sus secuaces, esa caricatura ahora utilizada a
discreción por algunos independentistas catalanes para desacreditar a
cualquiera que no asuma inferioridad con respecto al nacionalismo
dramático y exclusivista. España, en realidad, se hace en esas
posiciones móviles que depende de nosotros realizar. No es lo mismo la
España franquista que la España cantada por Miguel Hernández: “Esta
España que, nunca satisfecha / de malograr la flor de la cizaña, / de
una cosecha pasa a otra cosecha: esta España”. Y no admito que nadie,
por el hecho de yo ser español, decida por mí qué España es aquella a la
que pertenezco, y me cambie la una por la otra.
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