Ponencia del Congreso Internacional "Marx contemporáneo", celebrado en la Universidad de Zaragoza del 12 al 14 de diciembre de 2018.
Presentación
Es
casi ocioso afirmar que Marx supone para el pensamiento filosófico occidental
la más importante apertura de un nuevo movimiento, orientado a la crítica de la
realidad social, económica y política. Sin duda, cualquier crítica al
capitalismo posee en el pensador alemán una de sus más relevantes condiciones
de posibilidad, un eje fundamental sin el cual corre el riesgo de perderse en
la abstracción o la vaguedad. Esto,
empero, no es óbice para que la obra de Marx esté también necesitada de
constantes revisiones y, tal y como él mismo no se cansó de hacer a lo largo de
su vida, rectificaciones, variaciones y re-escrituras. La sustancialidad y
radicalidad de la crítica exige, a su vez, una crítica de la crítica,
por utilizar la expresión ya usada por el círculo de los jóvenes hegelianos al
que Marx, en su día, perteneció.
Tal y como podemos concebirla
actualmente, la crítica de la crítica de la economía política ha de
rastrear aquellos lugares donde Marx fue ganado y absorbido por los
presupuestos mismos de aquello que pretendió desenmascarar. De ahí la noción de
una seducción por el capitalismo, a la que el pensador alemán, en partes
importantes de su recorrido, no logró resistirse. El aparato socio-político e
ideológico del capitalismo demuestra, en la impronta con la que marca incluso a
sus disidentes, su gran poder, su hechizo, su efectividad. Detectar en la obra
de Marx los préstamos, las transferencias, la adopción explícita o implícita de
los mismos fundamentos lógicos del capitalismo que sometió a crítica; pararse
en los pasajes donde esa misma crítica, en vez de debilitar, reactivó y renovó
el poder del capitalismo; abogar por un Marx dispuesto a renunciar a sí mismo,
por una lectura capaz de renunciar a Marx tal y como él mismo repudió el “ser
marxista”… En estas direcciones, el acercamiento a El capital, por
ejemplo, debe contar como clave de lectura, además de con su solvencia crítica
con respecto al capitalismo, con el modo en que pueda esconderse o insinuarse
entre sus líneas una coincidentia oppositorum -una identidad de los
opuestos- con respecto a la lógica de ese mismo sistema productivo.
El
objeto de esta comunicación no tiene el interés que encontramos en mucho de lo
oído aquí anteriormente. De hecho, creo que refiere a la parte menos
interesante de la filosofía de Marx. Es decir: a la menos apreciable. No obstante, dado su enorme peso efectual,
su interés filosófico no puede ser negado, porque nos enfrenta a uno de los
problemas fundamentales presentes en el pensamiento del filósofo renano y del
que, de alguna manera, depende la posibilidad general de un combate efectivo
dirigido a cuestionar el capitalismo reinante. En lo que sigue, me propongo, no
realizar una síntesis del conjunto de la obra de Marx, sino entresacar de ella
aquellas ideas que dan cuenta de la seducción que el capitalismo ejerció sobre
la mente del, seguramente, más potente e influyente crítico del sistema
capitalista del siglo XIX en adelante. El objeto de este trabajo, en
suma, no consiste en hacer justicia al conjunto del pensamiento de Marx, sino
escoger y separar aquellos núcleos de significado que irradian sobre toda su
obra la fascinación y la imposibilidad de escapar con respecto al mismo
capitalismo que somete a critica. El método ejercido aquí, por lo tanto, se
funda en la abstracción, la separación y aislamiento de ciertas partes del todo
que tienen como fin el alumbrar –casi, como diría Marx, en condiciones de
laboratorio- supuestos a menudo desatendidos. Sin querer negar o desmentir
aquellos momentos en los que opera contra estos supuestos, me
propongo mostrar cómo ciertos componentes nucleares del pensamiento marxiano no
llegaron a desligarse de la lógica del capitalismo que atacaba, contribuyendo,
a través de múltiples interpretaciones y giros, antes a su consolidación y
refuerzo que a su debilitamiento. (Ejemplo paradigmático: el comunismo
soviético y el fortalecimiento de la opresión y explotación de los
trabajadores). La clave hermenéutica que guía esta reflexión es la necesidad de aligerar de una vez el peso de la
aceptación de principios primordiales del capitalismo de los que, en la
actualidad, es aún más urgente desembarazarse.
1. Trabajo y productividad.
A pesar de su interés en redimir al
trabajador de la miseria y la explotación a la que es sometido en el seno del
modo de producción capitalista, Marx no pudo salvarlo de la sumisión al
concepto de trabajo que lo rige. Este concepto, angular para todo el sistema,
había sido formulado y gradualmente perfeccionado desde el nacimiento de la
modernidad, y llegó a ser aceptado por Marx en sus contornos esenciales sin
alteraciones relevantes. Sin tiempo para un análisis más detallado, podemos
señalar que, en su versión marxiana, el concepto de trabajo está marcado por el
énfasis en la productividad que marca la noción liberal-capitalista moderna. La
marca de esta vinculación la podemos encontrar, antes que nada, en la completa
inserción marxiana del trabajo en el campo de los procesos naturales. En rigor,
la adscripción del trabajo al continuo de las fuerzas naturales ascendió como
idea dominante a medida que se desarrollaron las nuevas técnicas de producción
modernas, de manera que la imagen del ser humano como animal laborans no se puede aislar de la
ilimitada demanda de pura fuerza de trabajo desatada en la Revolución
Industrial nacida a finales del XVIII, que llevó a interpretar la actividad
laboral como cualidad más importante del hombre. Sin llegar a considerar la
existencia del corte epistemológico
postulado por Althusser, la naturalización del trabajo es una constante que
recorre la obra entera de Marx, desde los Manuscritos
a El capital. La metáfora que Marx
utiliza al respecto es efectiva y poderosa: el trabajo es el metabolismo del
hombre con la naturaleza:
La
naturaleza es el cuerpo inorgánico del hombre.
Manuscritos, 110.
En
cuanto actividad útil para apropiarse de lo natural (…) el
trabajo es condición natural de la existencia humana, una condición (…) del proceso metabólico entre el hombre y la naturaleza.
Contribución, 19.
El
trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un
proceso en el que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la
naturaleza.
El
capital, I, 215.
Esta concepción es hoy tan propia del
sentido común que no imaginamos en ninguna medida la ruptura que supuso con
respecto a concepciones filosóficas tradicionales. Los contenidos más banales y
triviales, aquellos que compartimos sin darnos cuenta, son, como ya percibió
Marx, las formas ideológicas más agudas que modelan y conminan la marcha de
nuestro pensamiento. El caso de esta concepción del trabajo es paradigmático de
cómo el productivismo y el industrialismo modernos conformaron las mentes con
una efectividad inusitada. El caso es que Marx, al constituirse en el primer
pensador filosóficamente consistente que define al ser humano como animal laborans, estaba correspondiendo
y acompañando el desarrollo de la sociedad capitalista antes que resistiéndose
a ella.
Marx concibe al hombre como animal laborans, como fuerza natural de
trabajo, como “materia natural transformada en organismo humano”. En esta
coyuntura, la diferencia entre animal y ser humano no obedece a una cualidad
específica del trabajo humano; no obedece a diferencia ontológica alguna
introducida por la actividad humana en el mundo, sino a su inmensa y no
comparable productividad. Es la productividad lo que hace diferir al trabajo
humano de las actividades animales de intervención en el medio natural.
Plenamente animal, el hombre sólo difiere del resto de organismos en la inmensa
potencia que manifiesta al transformar el medio en el que habita, al convertir
el mundo circundante en material de construcción de formas y estructuras que
convierten la realidad natural en un espacio humanizado. El materialismo de
Marx, como afirma Arendt, refiere a la conversión de la realidad natural en
materia consumida o consumible en el trabajo. El pensamiento de raigambre marxista,
en consecuencia, ha mostrado constantemente el embrujo de la transformación
efectiva de la realidad mundana en variable dependiente de la “actividad
sensorial-humana práctica” [Tesis sobre
Feuerbach, 5]; ha mostrado, en consonancia con esto, una tendencia
irrefrenable a identificar la práxis -acción
humana que, en su acepción griega originaria, nada tenía que ver con el trabajo
o la elaboración material- exclusivamente con la actividad laborante o, en
palabras de Althusser: “Por `práctica´ en general entenderemos todo proceso de
transformación de una materia prima determinada en un producto determinado,
transformación efectuada por un trabajo humano determinado, utilizando medios
(de producción) determinados” [Sobre la
dialéctica materialista, 136].
Pero,
precisamente eso, la productividad, es aquello que el capitalismo realmente descubre
en la actividad humana y es la clave para la organización total del trabajo
acometida en la sociedad moderna. El capitalismo, si podemos expresarlo de
manera esquemática, es la ordenación de una vida humana en común en la que la
actividad es adelgazada de cualquier otro contenido que no sea la producción de
riqueza; su imaginario está gobernado por esa inmensa potencia humana capaz de
satisfacer a manos llenas todas las necesidades y deseos, capaz de transformar
toda realidad de acuerdo con las aspiraciones y las metas de consumo ilimitado
que los hombres se proponen, capaz de producir riqueza donde antes sólo había
cosas mudas. Y el que la producción capitalista se vea cada vez más dominada por
la máquina proviene de la capacidad de ésta para multiplicar la capacidad de
producción y su ritmo, y para colmar, por lo tanto, la esperanza en una
producción carente de límites.
Por mucho que Marx pretenda
separarse de las consecuencias sembradas por el modo capitalista de producción,
su punto de partida está tan íntimamente unido al concepto capitalista de
trabajo que, en algunos asuntos cruciales, no puede más que gravitar en torno a
su eje, sin poder escapar a una atracción demasiado poderosa. Si
el trabajo es metabolismo del hombre con la naturaleza, el capitalismo es el
primer sistema socio-económico que encuentra plenamente su verdad, ya que es el
primero que, sin límites, incorpora como materia de elaboración y consumo a la
realidad entera. El desencantamiento moderno del mundo que Marx no dudó en
considerar como rédito irrechazable del desarrollo moderno – patente en notas
como el desmantelamiento de las prohibiciones y obstáculos religiosos, morales
o políticos - consistió, sobre todo, en el levantamiento de los límites que,
anteriormente, excluían del sistema productivo a amplias secciones de la
realidad, y completó y plenificó en la práctica la condición laborante del ser
humano. El mismo Marx se muestra convencido de que las ilusiones religiosas se
disipan a través del dominio material del mundo, y de que todo velo místico
desaparece a través de la organización racional del trabajo. Quizás debería
haber recordado las páginas que, en su Fenomenología
del espíritu, Hegel dedicó a la lucha de la Ilustración contra la fe: una
vez completada esta lucha se descubre que, en su lugar, los ilustrados sólo podían
oponer a la religión, como principio de religación o vinculación entre los
hombres, las reglas de la utilidad ubicua de los objetos y los sujetos. La
verdad de la Ilustración, afirma Hegel, es el reino de la utilidad, o, lo que
es lo mismo: del capitalismo.
2. La industria como
plataforma lógica
Como resultado de lo anterior,
podemos realizar una breve cartografía de las afinidades existentes entre Marx
y el capitalismo que atacó. Si la productividad es considerada por Marx la
clave del trabajo humano, no podemos pensar que fuera fácil para él deshacerse
de un buen número de presupuestos que jalonan el recorrido de la sociedad
moderna. El capitalismo, en la historia de la producción económica de la
humanidad, ha significado un despegue desconocido en la capacidad productiva y
transformadora del trabajo. Para el mismo Marx, el capitalismo descubrió la
verdad del trabajo y la producción humanas en varias dimensiones, que, sin
pretender exhaustividad, podemos cifrar en dos interrelacionadas: el hallazgo y
uso de la máquina como medio de producción y la conversión del trabajo en una
actividad social, y no meramente individual. A través de la máquina, los
hombres multiplican su capacidad productiva y, a la vez, se ven forzados a
organizar los procesos del trabajo de forma cooperativa. La gran industria
introducida en la historia por el capitalismo, en este sentido, constituye la
piedra angular de toda producción que realmente pretenda una transformación
radical de la sociedad humana:
La mayor extensión
del establecimiento industrial constituye en todas partes el punto de arranque
para una organización más comprehensiva del trabajo colectivo, para un
desarrollo más amplio de sus fuerzas motrices materiales, esto es, para la
transformación progresiva de procesos de producción practicados de manera
aislada y consuetudinaria, en procesos de producción combinados socialmente y
científicamente concertados.
El capital, I, 780.
De este modo, el capitalismo no
puede ser rechazado sin más, desde la óptica marxiana, y su juicio se convierte
en algo más complejo. En rigor, las condiciones de explotación del proletariado
no pueden provenir de una terminación absoluta de las condiciones a las que le
somete el capitalismo, sino, más bien, de su intensificación y desarrollo
plenos. Marx descubre muchas cosas en el capitalismo, cosas antes nunca vistas,
pero podemos fijarnos en una que, a los efectos que aquí nos ocupan, es de
fundamental importancia: su estructura es incapaz de completar aquello sobre lo
que ella misma se dispara, es decir, el desarrollo último de las actividades
práctico-laborantes de la humanidad. Su insuficiencia, por lo tanto – si nos
volvemos hacia el principio de productividad del trabajo- consiste en erigir
límites y obstáculos que imposibilitan el desarrollo completo de la producción
que el capitalismo había, por vez primera en la historia, dispuesto como meta
superior del ser humano. En suma, Marx no pretende erradicar el carácter
laborante-productivo del capitalismo, sino despejar las trabas que, en él,
impiden realizar en su plenitud las posibilidades ofrecidas por la actividad
trabajadora y transformadora propias del ser humano:
El monopolio ejercido por el
capital se convierte en traba del modo de producción. La concentración de los
medios de producción y la socialización del trabajo alcanzan un punto en el que
son incompatibles con su corteza capitalista. Se la hace saltar. Suena la hora
postrera de la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son
expropiados.
El capital, I, 953.
El capitalismo supone el descubrimiento
del principio del trabajo, pero, a su vez, preso de estructuras que lo
convierten en incapaz, sienta obstáculos insalvables desde el propio sistema
para efectuar su desarrollo lógico consecuente.
Marx comparte tres grandes supersticiones
de su época, que ejercieron sobre su pensamiento –así como en el de muchos
otros- un magnetismo indudable: el culto a la producción, a la gran industria y
al progreso; además, y lo que es más importante, asienta estas convicciones en
una elaborada concepción del trabajo y la actividad humana. Esta concepción,
creemos, es la que revela una perdurable seducción ejercida sobre él por parte
de la imagen del ser humano levantada por la modernidad capitalista. Por esta
razón, existe en el pensamiento marxiano una aguda imposibilidad de escapar a
ciertas categorías clave de la sociedad capitalista, de manera que el pensamiento
de una superación del capitalismo sólo encuentra expresión apoyándose en la
plataforma de posibilidades que éste dispone:
El
comunismo sólo es posible en el mundo industrializado, en otras condiciones es
meramente teórico.
La
ideología alemana, 43.
Las
fuerzas de producción que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa
crean al mismo tiempo las condiciones materiales para resolver este
antagonismo.
Contribución, 8.
El
capitalista constriñe a la humanidad a producir por producir, y, por
consiguiente, a desarrollar las fuerzas productivas sociales y a crear
condiciones materiales (…)
que son las únicas capaces de constituir
la base real de una formación social superior.
El
capital, I, 73.
Además, no sólo encontramos en este lugar
una imposibilidad de escapar a la plataforma de posibilidades dispuestas por el
capitalismo, sino que la representación misma de una escapatoria posible queda
hechizada por la atracción irresistible que éste ejerce por obra de su
principio fundador. El capitalismo, de acuerdo con todo lo anterior, crea las bases de la sociedad nueva, por lo que
la salida con respecto a su dominio es frecuentemente delineada por el filósofo
renano como un desarrollo lógico:
para una sociedad nueva posible es inexcusable asentarse sobre el principio de
productividad del trabajo descubierto en el capitalismo y máximamente expandido
en el núcleo productivo del sistema, el gran establecimiento industrial. Una
importante salvedad, sin embargo, se ordena, precisamente, en el terreno de la
consecuencia lógica: la nueva sociedad ha de fundarse sobre la desaparición de
los límites que, aun en el capitalismo, frenan o dificultan la productividad
del trabajo que opera como principio. Los pasajes en los que la sociedad
comunista se propugna como consecuente lógico de la moderna sociedad
industrialista la expresan, incluso en el nivel elemental de la formulación,
como realización de la promesa adelantada por el capitalismo; así, la nueva
sociedad comunista supone el cumplimiento integral de lo señalado por el gesto
de apertura de la sociedad capitalista: “(…) crezcan también las fuerzas
productivas y corran a chorro lleno los manantiales de la riqueza colectiva
(...)” [Crítica al programa de Gotha,
31]. Ante expresiones como ésta, Kolakowski llegó a la conclusión de que un
rasgo común de las utopías modernas, compartido por la propuesta marxiana,
sería el promover la satisfacción de los deseos propios de la sociedad
burguesa, pero en un marco despojado de incertidumbre, límites e ignorancia. En
esta coyuntura, la sociedad comunista, antes que auténtica forma alternativa de
vida en común, parece antojarse como la versión más radical de nuestra propia
sociedad: realización de una completa eficiencia en la producción material, por
un lado, y realización del carácter social del trabajo establecido por la gran
industria moderna, por otro.
Me
interesa ahora, para proseguir, subrayar esta segunda dimensión, en la que se
manifiesta cómo la realización del carácter social del ser humano ha de
fundarse en el descubrimiento capitalista de la naturaleza intrínsecamente
social del trabajo, dado que, como afirma Marx, el capitalismo opera sobre “la
explotación colectiva de la tierra, la transformación de los medios de trabajo
en medios de trabajo que sólo son utilizables colectivamente” [El capital, I, 953] , de manera que “la
cooperación sigue siendo la forma básica del
modo de producción capitalista” [ibídem, 408].
3. La comunidad-fábrica.
El hechizo de la maquinaria industrial, de
la organización fabril y su descomunal multiplicación de la riqueza ejercieron
en Marx tal influencia que, antes que en su bestial transformación de la vida
humana, el rechazo del sistema capitalista se fundó a menudo en la
insuficiencia y limitación de su aplicación, propugnando la rotura de los
diques que obstaculizaban su libre desarrollo y que, de acuerdo con él, la
burguesía era incapaz de romper. Tan potente es la fascinación productivista
que, en algunos lugares, Marx llegó a insinuar que el modelo de organización de
la sociedad entera ha de ser el gran establecimiento industrial y que el
capitalismo, al limitar ese orden únicamente a la fábrica, es sólo una
aplicación insuficiente de un principio cuya finalidad es desbordar las paredes
de la empresa privada, romper toda limitación a su soberanía y extenderse hasta
los confines de la vida social. De esta manera, Marx juguetea con el
contraste entre la organización eficiente del trabajo, reinante dentro de la industria, y el afuera arbitrario de la desorganización
y el campo de batalla de los intereses individuales, estableciendo un falso y
fatídico dilema ampliamente esgrimido por importantes sectores del pensamiento
y la práctica política marxistas: o caos capitalista y guerra de todos contra
todos de la competencia generalizada, o planificación total.
Mientras
que el modo capitalista de producción impone la economización dentro de cada
empresa individual, su anárquico sistema de competencia genera el despilfarro
más desenfrenado de los medios de producción sociales y de las fuerzas de
trabajo.
El
capital, I, 643
La
norma que se cumplía planificadamente y a priori en el caso de la división del
trabajo dentro del taller, opera, cuando se trata de la división del trabajo
dentro de la sociedad, sólo a posteriori, como necesidad natural intrínseca,
muda, que sólo es perceptible en el cambio barométrico de los precios del
mercado y que se impone violentamente a la desordenada arbitrariedad de los
productores de mercancías.
El
capital, I, 433
Todo
trabajo directamente social o colectivo, efectuado en gran escala, requiere en
mayor o menor medida una dirección que medie la armonía de las actividades
individuales y ejecute aquellas funciones generales derivadas del movimiento
del cuerpo productivo total, por oposición al movimiento de sus órganos
separados.
El
capital, I, 402
El planteamiento de este dilema como
alternativa exclusiva es, además, asegurado por el juicio sumario con el que
Marx despacha otras formas de producción históricas condenadas a muerte por el
capitalismo. De acuerdo con él, no obstante la belleza y libertad que emanaban,
las pequeñas formas productivas basadas en la autogestión y la propiedad
directa de los trabajadores sobre los medios de producción fueron justamente
eliminadas por el ascenso de la industria y el capital:
La
propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción es el
fundamento de la pequeña industria, y ésta es una condición necesaria para el
desarrollo de la producción social y de la libre individualidad del trabajador
mismo (…) [sin embargo] sólo es compatible con límites estrechos, espontáneos,
naturales, de la producción y de la sociedad.
El
capital, I, 952
De la fascinación de Marx por ciertos
elementos del productivismo capitalista y el ideal de una
sociedad de laborantes socializados proviene, seguramente, una fuerte tendencia
del marxismo posterior, y especialmente del marxismo soviético, a absolutizar
la dimensión económica, subordinando la vida entera de la nueva sociedad a la
maximización del aparato productivo y perfeccionando hasta el virtuosismo la
condición de engranaje y función del trabajador en la máquina productiva, de
manera que, como reivindica el Trotski de Terrorismo
y comunismo, “los sindicatos (…) [el régimen bolchevique] los necesita, no
para luchar por el mejoramiento de las condiciones de trabajo (…) sino con el
fin de organizar la clase obrera para la producción, con el fin de educarla,
disciplinarla, de distribuirla, de agruparla” [Terrorismo y comunismo, 259].
Se nos plantea, pues, un grave
interrogante, y es el de si no existe una imposibilidad interna al pensamiento
marxiano, una contraposición brutal entre el deseo de devolver su humanidad y
libertad al sujeto encadenado a las estructuras de producción y poder
capitalistas y la convicción teórica de que sólo en la entrega sin resto a su
principio de producción pueden hallarse los medios de tal devolución. Afirma
Marx que la burguesía francesa, que luchaba por la tríada Libertad, Igualdad y
Fraternidad, lo que realmente obtuvo fue Infantería, Caballería y Artillería,
y, a la luz de los posteriores derroteros del marxismo ortodoxo, es posible
afirmar que una ironía similar se cierne sobre un núcleo relevante de su obra ;
en este sentido, Simone Weil apuntó que “Marx analiza y desmonta con claridad
admirable el mecanismo de la opresión capitalista, pero da cuenta de ello tan
bien, que no se puede imaginar cómo, con los mismos engranajes, el mecanismo
podría un buen día transformarse (…) ¿Cómo los obreros, dados la gran
industria, las máquinas y el envilecimiento del trabajo manual, podían ser otra
cosa que simples engranajes en las fábricas?”.
Addenda:
el prestigio de lo revolucionario.
Si, por una parte, en Marx se encuentra a
menudo un gran entusiasmo y admiración por las bases del sistema capitalista,
existe otro respecto en el que lo que exhibe es una minusvaloración hacia sus
resortes internos de eficacia. Por un lado, de acuerdo con sus apreciaciones,
acompaña al capitalismo el valor de lo progresivo y transformador, de lo
revolucionario, pero, por otro, la convicción de que es posible desbordarlo en
esa misma dimensión revolucionaria, lo que conduce a concebir la práctica socialista o comunista como
superadora de los límites y trabas que aún en él perviven; Marx propugna, por
consiguiente, una superación revolucionaria del capitalismo que categoriza en
éste la imposibilidad conservadora de saltar más allá de ciertos límites. La
problemática que aquí se plantea reside en la ingenuidad de pensar que
es posible superar el carácter revolucionario del capitalismo, su naturaleza
líquida, ilimitadamente dinámica y transformadora de toda realidad que aspire a
la fijación o la inmovilidad.
Partiendo de la propia concepción
marxiana, parece difícil pensar que pueda haber una práctica más revolucionaria
que la presente en la expansión y constante renovación del aparato productivo
capitalista. De la lectura de numerosos pasajes alegremente encomiásticos,
podemos concluir que el principio de lo revolucionario, en el seno de las
sociedades humanas, es introducido, de acuerdo con Marx, por el capital: “La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar
incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente, las
relaciones de producción, y con ello todas las relaciones sociales” [El manifiesto comunista, 36]. De igual
manera, por lo tanto, el proletariado, al revolucionar lo revolucionario, al ir
más allá de los límites que el capitalismo no puede
sobrepasar, no estaría haciendo otra cosa que empujar el principio
revolucionario del capital hasta su cumplimiento total, pero no hacia la
práctica de su negación. La continuidad entre ambas revoluciones, la
capitalista y la proletaria, es subrayada
en el desencantamiento práctico de la realidad que ambas completan, de
manera que la formulación que el filósofo renano encuentra para, por separado,
representar a ambas esparce la sospecha de una contraposición meramente
aparente, de una coincidentia oppositorum:
En primer lugar, la gran industria capitalista, de acuerdo con el filósofo
renano, “destruyó donde le fue posible la ideología, la religión, la moral,
etc., y donde no pudo hacerlo, las convirtió en una mentira palpable” [La ideología alemana, 69]; el
proletariado revolucionario, por su lado, no hace otra cosa que completar este
movimiento desmixtificador del capital, dado que “las leyes, la moral, la
religión son para él meros prejuicios burgueses” [El manifiesto comunista, 47].
De lo
anterior podemos extraer la conclusión de que, lejos de suponer una ruptura con
las bases lógicas y prácticas del capitalismo, el principio revolucionario, en
su lectura progresista y productivista, es su consumación. El prestigio de lo
revolucionario es el producto último de una instauración acabada del
capitalismo, aquella mediante la cual devora y asimila una gran parte de la
energía procedente de aquello que pretende resistirse a su dominio. Marx no
supo adivinar que al adoptar la posición revolucionaria como principio regulador
de la actividad anti-capitalista no estaba, en realidad, amenazando sus bases,
sino sometiéndose a su juego. El embaucamiento se muestra así completo. Una
posición que se dirija seriamente a romper con la sintaxis del proceso de
desarrollo capitalista no puede fundarse en un principio revolucionario así entendido,
sino, más bien, en su abandono. En el caso contrario, como es el caso de los
movimientos que durante los últimos cien años han escogido el camino de la
demolición de todo límite y prohibición tradicionales, el riesgo patente es
el de convertirse en aplanadores y aseguradores, no de una nueva sociedad, sino
de la expansión irrestricta de la gran producción capitalista. Si la clase
revolucionaria se define como aquella interesada en eliminar las trabas que se
oponen al desarrollo pleno de las fuerzas productivas, aquella que se levanta
contra los límites y prohibiciones tradicionales sólo por su condición de límites, está siempre a punto de
convertirse, antes que en enterradora, en guardia
roja del capital, por utilizar la fórmula del pensador conservador
Jean-Claude Micheá. Como ilustración simbólica de esto último, y para terminar,
vale la pena recordar aquella carta en la que Marx testimonia un gran
entusiasmo ante cierta manifestación que congregó a gran número de participantes en Londres exigiendo el fin de una prohibición religiosa. Esta prohibición era la de abrir
los comercios en domingo.
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