En las siguientes líneas pretendo
exponer y comentar un curso impartido en la Universidad hebrea de
Jerusalén los meses de Diciembre de 1954 y Enero de 1955 por Leo
Strauss que lleva por título ¿Qué es filosofía política?
Estas conferencias son publicadas de manera fragmentaria en distintas
revistas especializadas hasta que, finalmente, son compiladas y publicadas en inglés en 1968. La edición en español, de la Editorial Guadarrama, es de 1970
(este es el libro que yo manejo) y más recientemente, en 2014, es
reeditado por Alianza Editorial. Podría parecer que si el mismo
Strauss no se preocupó por publicar este curso, ni integrar estas
reflexiones en una obra más ambiciosa es porque no las consideraba
de suficiente envergadura, pero cualquiera que conozca un poco a
nuestro autor sabe que esta lógica no debe aplicarse al filósofo
norteamericano.
El problema de la filosofía
política.
Strauss,
coherentemente con su posición final en relación a este tema,
plantea platónicamente el problema que se dispone a abordar: toda
acción política está dirigida a la conservación o el cambio de un
estado de cosas, es decir, de una situación política. En ambos
casos se trata de ir a mejor o conservar lo mejor, es decir, que de
un modo u otro es preciso tener alguna noción acerca de lo bueno, es
decir, cierta idea de Bien. ¿Cómo es posible este conocimiento? La
filosofía contemporánea parece estar de acuerdo en que este es un
objetivo metafísico inalcanzable y hasta pernicioso si pudiera ser
adquirido, pero sin este presupuesto... ¿qué sentido tiene la
acción política? ¿cómo acercarse siquiera a lo que es una vida
buena o una buena sociedad? ¿sobre la vida buena solo cabe opinión
o es posible el conocimiento? ¿cuál es la esencia de lo político?
Esta es la problemática implícita en la acción política que,
cuando se hace explícita, se configura como filosofía política.
Strauss pretende ser preciso y nos
advierte contra una posible confusión o malentendido. El
“pensamiento político” o “teoría política” es el “estudio
y la exposición de las ideas políticas”. Esta disciplina se
constituye como “ciencia política” en el siglo XX en la medida
en que utiliza la metodología propia de las ciencias para alcanzar
su fin y roturar el terreno propio: el de las ideas políticas. La
filosofía política, en cambio, es otra cosa, es “el
esfuerzo consciente, coherente y continuo por sustituir las opiniones
acerca de los principios políticos por conocimientos ciertos”
1.
Sigue Strauss, por tanto, dentro de un esquema platónico que
distingue y separa la opinión del conocimiento. Podríamos pensar
que todo el planteamiento del filósofo norteamericano esta desfasado
de raíz, pero tal distinción, aunque más difusa que en el pasado,
continúa vigente en el sentido común contemporáneo ¿o acaso no
suponemos que el hombre de la calle tiene un conocimiento vago y
superficial de los asuntos políticos (mera opinión) y, en cambio,
el politólogo o el político profesional tienen un conocimiento más
firme y seguro? ¿en qué se funda tal suposición?
Cierto es que la ciencia política
también pretende rebasar el ámbito propio de las opiniones. La
ciencia política es, o al menos quiere ser, un conocimiento que
expone de manera rigurosa, y en lo posible sistemática, las ideas
políticas de los grupos sociales, pero, en la medida en que su afán
es meramente descriptivo, renuncia al movimiento característico de
la filosofía política; aunque decir “renuncia” seguramente es
quedarse corto, más bien denuncia como imprudente e ilegítima
tal pretensión y considera a la filosofía política una tradición
desacreditada y decrépita. Una noción semejante de filosofía
política es la que maneja Hannah Arendt; esta es la razón por la
que ella nunca se consideró “filósofa política”, porque
entendía que el ámbito propio de la política era la contingencia
propia de las opiniones y que el paso hacia la episteme
desvirtuaba por completo la esencia de lo político. Strauss, por
el contrario, siempre consideró que para alcanzar la esencia de lo
político es necesario rebasar la realidad política inmediata del
aquí y el ahora. En el fondo toda la controversia política gira en
torno al bien común; verdad que esta es una noción ambigua
que se resiste a la precisión propia del conocimiento científico,
por eso mismo es necesaria una filosofía política, porque si no
reflexionamos sobre esta cuestión la esencia de lo político se nos
escapa.
Los dos principales enemigos de la
filosofía política, según Strauss, son el positivismo y el
historicismo. El positivismo alienta y avala la pretensión del
pensamiento político de constituirse como ciencia social, pero, a
cambio de participar de la neutralidad valorativa característica de
las ciencias. Para el positivista “la ceguera moral es condición
indispensable para el análisis político”2.
Strauss plantea, al menos, dos objeciones contra el positivismo.
Primera, la neutralidad axiológica ni es posible ni es deseable. La
mayor parte de los científicos sociales son fervientes partidarios
de la democracia y tal preferencia es perfectamente detectable en sus
trabajos, lo cual no los invalida ni los contamina. Segunda, la
exclusión de los juicios de valor se basa en la presunción de que
la razón es impotente para mediar en los conflictos de valores. Pero
este es un prejuicio contemporáneo que el positivista asume de
manera acrítica. El positivismo peca de historicismo, toma una
situación o época, la contemporánea, como paradigmática.
El principal enemigo de la filosofía
política es el historicismo. Este se presenta bajo distintas formas,
pero todas ellas niegan que la búsqueda de una sociedad buena sea
un anhelo universal, una pregunta perenne. Toda propuesta política,
dicen, tiene un contenido histórico, todo ideal esta sometido a
“condiciones históricas”. Así, por ejemplo, la filosofía
política de Locke está esencialmente vinculada a la revolución
inglesa de 1688 o la propuesta de Platón con la polis griega del
siglo IV aC. Piensan, además que las enseñanzas del pasado no se
pueden reproducir, solo son cabalmente comprendidas por la época que
las gestó y son creaciones de un un “tipo” histórico particular
(el hombre griego, el europeo, etc) y, por tanto, no deben ser
arbitrariamente universalizadas. Como los historicistas son “lectores
superficiales” -acusa Strauss- suponen que los filósofos no eran
capaces de distinguir y diferenciar el tema de orden político idóneo de la cuestión práctica de la implantación del ideal en un país determinado y un momento concreto. Según
ellos la filosofía política, en el sentido fuerte que propone
Strauss, nunca ha existido ni puede existir, pues toda reflexión es
prisionera de su época, pero solo cuando las urgencias del aquí y
el ahora son desbordadas puede acontecer algo así como una filosofía
política.
El mejor antídoto contra el
historicismo es una lectura atenta de los clásicos de la filosofía.
Toda la obra de Strauss se presenta bajo la forma de comentario; el
punto de partida de su reflexión siempre son los textos de los
clásicos de la filosofía, en ellos encontramos preguntas y
respuestas que nos interpelan constantemente y constituyen la más
evidente prueba de la falsedad de la tesis historicista. Por lo
tanto, la respuesta de Strauss a la pregunta ¿Qué es filosofía
política? no es original; Strauss nunca es original; la
originalidad más bien es una inequívoca señal de la
superficialidad del pensamiento. La respuesta está, naturalmente, en
las obras de los más grandes pensadores políticos de la historia de
la filosofía. Pero esta respuesta diverge sustancialmente a partir
del siglo XVI con el advenimiento de la Modernidad.
Puesto que la propuesta de Strauss es crítica con las soluciones modernas al problema de la filosofía política y propone volver a pensar la solución clásica, voy a invertir el orden cronológico en esta exposición y empezar con un resumen muy somero de los principales filósofos políticos de la Modernidad para acabar en la Antigüedad.
Puesto que la propuesta de Strauss es crítica con las soluciones modernas al problema de la filosofía política y propone volver a pensar la solución clásica, voy a invertir el orden cronológico en esta exposición y empezar con un resumen muy somero de los principales filósofos políticos de la Modernidad para acabar en la Antigüedad.
La filosofía política moderna.
La filosofía política moderna nace
con Maquiavelo bajo un nuevo planteamiento no utópico. En general
los modernos van a estar de acuerdo en que la filosofía política
clásica apuntaba demasiado alto, es decir, partía de una
consideración idealizada, poco realista, de los que es y es capaz de
hacer el ser humano. Maquiavelo propone centrarse en los objetivos
reales que persiguen las sociedades realmente existentes. Estos
objetivos son: “libertad
frente a toda dominación extranjera, estabilidad o supremacía de la
ley, prosperidad, gloria y poder”3
. La moralidad, es decir, lo que es considerado “bueno” o “malo”
en una sociedad es un derivado: es un “buen ciudadano”, o sea, un
patriota, el ciudadano virtuoso, es decir, el que adquiere un
conjunto de hábitos que conducen y permiten alcanzar los genuinos
fines políticos. Es en este sentido, y no en otro, en el que cabe
entender el falso adagio atribuido a Maquiavelo: el fin justifica los
medios.
El hombre no tiene un telos, no
tiende por naturaleza hacia la virtud, pero, eso sí, es
extremadamente maleable: puede y debe ser coaccionado. Es una pasión,
el deseo de gloria del príncipe, el eslabón que permite pasar del
egoísmo natural del hombre a la virtud cívica. Una sociedad
solidaria, por tanto, no es la que está formada por individuos
altruistas; tal sociedad no existe, ni puede existir, sino aquella
en la que el egoísmo de uno, el príncipe, se impone al egoísmo de
muchos, los súbditos. La Justicia solo es posible cuando los
efectos de la injusticia sean tremendamente desventajosos, para ello
son precisas las instituciones adecuadas, empezando por un sistema
educativo.
Hobbes toma ese esquema y le da su
forma definitiva. Los derechos naturales dependen de las necesidades
urgentes y elementales: el instinto de conservación o dicho de otro
modo, el miedo a una muerte violenta. La clave no es ahora la pasión
de gloria del príncipe sino el miedo a la muerte violenta de los
súbditos. “No fueron los héroes, aun fraticidas e incestuosos,
sino unos pobres diablos muertos de miedo, los fundadores de la
civilización.”4 El miedo a la muerte pasa en el Estado a ser miedo al poder y el
instinto de conservación garantiza una existencia confortable. Un
hedonismo práctico y vulgar sustituye al anhelo de gloria.
Dice Strauss que la teoría de Hobbes
era demasiado audaz (y franca) para ser aceptada. Precisaba de “un
proceso de mitigación”. Eso es Locke. El instinto de conservación
se transforma en el deseo de prosperidad mediante la salvaguarda de
la propiedad privada. Pero seguimos en el proyecto de Maquiavelo que
postula la necesidad de un elemento amoral (gloria, miedo o
prosperidad) como fundamento de la moralidad.
Con Rousseau comienza la “segunda
etapa de la modernidad”. Esta etapa se caracteriza por una toma de
conciencia de los peligros de la Modernidad y, con el romanticismo,
una vuelta atrás, una vuelta a la Naturaleza; pero una cosa es la
intención y otra las consecuencias. En realidad se da paso a una
modernidad más radical y apartada de los modelos clásicos. Rousseau
vuelve a la polis clásica pero vista a través de Hobbes. El
objetivo del hombre sigue siendo la autoconservación, pero la
sociedad moderna pone en peligro este objetivo. La solución de
Rousseau es regresar a la raíz, a la antigüedad clásica y volver a
formular las bases de la democracia. Para alcanzar el objetivo de una
sociedad buena y justa, concluye el ginebrino, todos, gobernantes y
gobernados, deben someterse a la voluntad general, que pasa a
ser el criterio supremo de justicia.
Strauss destaca que con Rousseau, igual
que en Maquiavelo, Hobbes y Locke, la moralidad queda desterrada de
la política: no es preciso afanarse en buscar la mejor posibilidad
de cada uno de nosotros, sino limitarse a ser quien ya eres porque el
fin está ya en el principio, en el Estado de Naturaleza. La sociedad
justa es la que se parece mas al origen. De nuevo, la sociedad no se
apoya en la moralidad sino que es su base o fundamento. Los fines de
la sociedad no pueden ser definidos en términos morales sino
jurídicos (contrato social). Por todo ello, la teoría del contrato
social no supone ninguna marcha atrás. Al contrario, con ella se
pone en marcha todo el proceso de secularización que se desarrollará
a lo largo de todo el siglo XIX. El único fundamento para la verdad
política es el consenso, abandonando así todo el ámbito de lo
sagrado: “el olvido del
concepto de eternidad, o en otras palabras, el abandono del instinto
más profundo del hombre, y con él de su planteamiento fundamental,
es el precio que al hombre le venía impuesto desde el principio por
querer llegar a ser el soberano absoluto, convertirse en el dueño y
señor de la naturaleza y dominar el destino”5
La filosofía política clásica.
Strauss propone una vuelta a la
filosofía política clásica por varias razones que iremos
desbrozando pero fundamentalmente porque la filosofía política
clásica nace directamente vinculada a la vida política: “el
filósofo clásico contempla lo político en un plano de proximidad y
viveza que nunca se ha vuelto a igualar”6.
Después de la Antigüedad la relación de la filosofía política
con la vida política viene irremediablemente mediada por la
tradición filosófica y la ciencia política.
Las distinciones operativas en la vida
política no eran entonces y nunca fueron después: “Estado de
naturaleza”, “contrato”, “soberanía”, “derechos
naturales”, “alienación”, etc. En su origen se da una
continuidad temática entre el conocimiento prefilosófico y el
filosófico de la política, es decir, al ciudadano griego le
preocupaban los mismos temas que al filósofo y el lenguaje
filosófico no se había alejado aún del logos comun. Uno de
esos temas era la pregunta acerca de las cualidades del buen
gobernante y todos, filósofos y ciudadanos, entendían que la
ciencia política era la cualidad del hombre prudente, la sabiduría
práctica del buen político. Temístocles, por ejemplo, era uno de
ellos y su sabiduría trascendía su propia comunidad (Atenas) porque
era capaz de dar un buen consejo político allí donde se encontrara.
La habilidad legislativa, la necesidad de un arbitraje en las luchas
políticas y las cualidades que debe tener el árbitro, eran otros de
los temas comunes a la vida y la filosofía política.
Pero el tema central del debate y la
reflexión política giraba en torno a la cuestión de: ¿Cuál es el
orden político (politeia) óptimo? ¿Qué grupo debe
gobernar? Esta es la gran pregunta. Los grupos reales que disputaban
el poder en las polis griegas eran: los buenos (hombres de mérito),
los ricos, los nobles y el demos (los pobres). La filosofía política
clásica no fue imparcial: abogó por la victoria de los mejores, por
una meritocracia. Pero esta apuesta en modo alguno cierra la
reflexión: ¿qué debemos entender por hombres buenos? ¿quiénes
son y cuáles son sus cualidades? Se abren nuevas problemáticas: una
vez que decidimos el grupo que debe gobernar ¿cuáles son las
instituciones idóneas?
Strauss destaca que, aunque el origen de
la controversia era local, la misma naturaleza de la disputa apunta a
lo universal. Por ejemplo, si decimos que la democracia es lo mejor
para Atenas, es porque estamos convencidos que la democracia es lo
mejor absolutamente; del mismo modo razonamos en la actualidad. Esto
no significa que los primeros filósofos fueran unos ingenuos que
creían que el ideal podía ser fácilmente materializado en la
práctica. La filosofía política clásica es muy consciente del
camino de regresus y progresus propio de la dialéctica;
una vez decidido cual es el mejor régimen no se puede implantar sin
más, hay que atender a las circunstancias históricas y concretas de
cada comunidad. Aristóteles, le presta especial atención a esta
cuestión. Pero el viaje hacia el ideal es lo propio de la filosofía
política, no puede renunciar a él, y no hay en este movimiento,
contra la tesis sostenida por Arendt (y por el amigo Borja Lucena),
una traición a la vida política real, sino todo lo contrario: se
trata de hacer explícito y completar lo que ya se apunta y halla
implícito en la controversia política cotidiana.
Esta continuidad entre la realidad
política prefilosófica y la filosofía política es la razón por
la que Strauss evita la etiqueta de teoría política para
referirse al pensamiento de los filósofos de la Antigüedad, porque
la filosofía política clásica era práctica, pretendía
influir, conducir la vida política, no limitarse a contemplar o
describir. La filosofía política clásica no es moralmente neutra,
está guiada por los valores de bondad y justicia. Al contrario de
los filósofos modernos, que derivan la moralidad de la vida
política, el filósofo clásico se interesa por la política desde
un convencimiento moral previo. Sus enseñanzas no son para
cualquiera (este es un tema recurrente en Strauss) sino para el
hombre honesto, aquel que lleva una vida virtuosa. No es posible
proponer un modelo político, una buena sociedad, si
desconocemos en qué consiste una buena vida. Sócrates nos
enseña que una buena vida es una vida virtuosa y, de este modo,
introduce en la filosofía política una cuestión ética que, en
principio, parece poco relevante y ajena a la problemática política.
Nada es más significativo del abismo entre la filosofía clásica y
la moderna como el que la vida del sabio es un tema completamente
ajeno al planteamiento moderno.
La filosofía política solo se
justifica, viene a decir Strauss, si la comunidad política o al
menos los “ciudadanos más cualificados” encuentran una
justificación de la vida filosófica. Aparentemente estas son dos
cuestiones que no tienen nada ver. No lo cree así Strauss. El hilo
es el siguiente: El punto de partida de la filosofía política son
los problemas políticos reales que preocupan a la gente; Sócrates
descubre que la solución a esos problemas pasa por la respuesta a la
pregunta: ¿qué es la virtud?; la indagación platónica lleva
a distinguir opinión y conocimiento; el conocimiento de la virtud no
es solamente teórico (tesis del intelectualismo moral), la filosofía
clásica es, ante todo, un modo de vida (sorprendentemente la misma
tesis de Foucault y Hadot); así pues el filósofo político ha de
llevar una vida distinta, diferente a la de sus conciudadanos, una
vida filosófica.
Conclusiones.
El pensamiento y la actividad
filosófica de Leo Strauss se desarrollan bajo unos presupuestos, en
una dirección y con unos objetivos que no comparto; lo cual no es
motivo ninguno para despreciar o ignorar su trabajo; al contrario, él
ha sido, a mi modo de ver, el más sólido y brillante pensador del
conservadurismo político contemporáneo. Las preguntas que me hago y
brevemente trataré de contestar son las siguientes: ¿Qué partes o
aspectos del pensamiento de Strauss podrían integrarse en una
filosofía política emancipatoria? ¿qué puede aprender de él y de
su noción de filosofía política la tradición republicana?
Primero, que la filosofía debe buscar
un lenguaje más cercano a la realidad política. Tiene razón
Strauss cuando denuncia la distancia que separa la vida y la
filosofía política moderna. Los discursos y términos propios de la
filosofía política contemporánea (hegemonía, biopolítica,
multitud, sobredeterminación, rizoma, agenciamiento, dispositivo,
lógica de la equivalencia, Orden Simbólico, etc) son ajenos al
debate político real y la brecha entre el discurso filosófico y el
debate político no ha dejado de acrecentarse en las últimas
décadas.
Segundo, y en clara sintonía con el
punto anterior, la filosofía política no es teoría
política porque tiene una dimensión práctica a la que no debiera
renunciar, pero para ello es preciso un acercamiento a la
problemática política real. La filosofía no puede ser neutral,
debe tomar partido y del mismo modo que los filósofos clásicos
tomaron partido por una aristocracia de la inteligencia, hoy, pienso,
que la filosofía política (al menos la filosofía política que a
mí me interesa que es la vinculada a la tradición republicana) debe
apostar de manera decidida por una democracia radical.
Tercero, Strauss sostiene que el
objetivo de la filosofía política clásica era elucidar el “orden
político óptimo” y en la medida en que el curso que estoy
comentando es una entusiasta reivindicación de la filosofía
política clásica parece que Strauss considera que este, el ideal del mejor régimen,
puede seguir siendo el objetivo de una filosofía política
contemporánea. Yo no lo creo; ese camino ya está agotado y
clausurado. Sin embargo comparto la idea de que la filosofía
política no es ciencia política y que debe ir más allá,
pero... ¿hacia dónde? En mi opinión, la búsqueda de lo universal,
hoy, debiera adoptar la forma de búsqueda de lo común. El objetivo de una filosofía política contemporánea habría de ser pensar y promover la
creación de un mundo común. No hay comunidad, ni por tanto
política, en el desolado mundo al que nos aboca el neoliberalismo
del siglo XXI.
1 Strauss,
1970, pag 14.
2 Ibíd,
pag 23.
3 Ibíd,
pag 55.
4 Ibíd,
pag 64
5 Ibíd,
pag 73
6 Ibíd,
pag 35
Muy interesante Óscar. Pero en una cosa no sé si estoy de acuerdo contigo. Dices que la filosofía política debe abandonar la senda del "mejor orden" pero ¿por qué? ¿porque no existe ese orden? ¿porque todos los órdenes son contingentes y atravesados por la falta y la imposibilidad real? Si es así, que para mí lo es, no veo por qué hemos de abandonar este deseo (en lacaniano diríamos "no hay que ceder el deseo"). Si la política es acción y contingencia, trasiego, vérselas con las dificultades de lo humano en acto, entonces no se trata tanto de sostener órdenes políticos sino de hacerlos temblar, llevar una idea a su extremo para que fracase, ser hegelianos.
ResponderEliminarJeje ¡Cómo sois los lacanianos! A eso me refería antes cuando decía que la filosofía política debería manejar un léxico (como decías en otra época) más cercano al de la vida política. Yo creo saber por donde vas y además me interesa todo ese análisis de los deseos, pero como reflexión política encaminada a iluminar la acción política deja mucho que desear. También sé que no compartes esta visión ilustrada de la filosofía política y de la filosofía en general, pero como la acción política que defendemos es bastante similar, no deberíamos tener problemas a la hora de buscar puntos de encuentro.
EliminarBásicamente lo que dices es que no debemos claudicar, que debemos seguir elaborando y persiguiendo utopías aún sabiendo que están condenadas a fracasar, es más: la única forma de materializar estas utopías es haciéndolas fracasar, constatando su imposibilidad. Yo creo que como propuesta teórica es interesante e invita a pensar, que es de lo que se trata, pero si estamos con Strauss, en la línea de elaborar una filosofía política con una dimensión práctica, estos análisis aportan poco. Si estamos de acuerdo en que el “mejor régimen” es un ideal inalcanzable es mejor abandonarlo como idea reguladora de la práctica política. Todo esto es muy poco novedoso, es lo fundamental de las enseñanzas de los frankfurtianos. Lo cual no significa rendirse ante el capitalismo. El capitalismo no puede ser la última palabra aunque solo sea por la imposibilidad ecológica que conlleva. Ya lo hemos hablado muchas veces y estamos de acuerdo: la lucha política de la izquierda debería ir orientada a la defensa de los pocos espacios comunes que nos quedan e incrementarlos en la medida de lo posible. Nada de esto es muy revolucionario. Como diría Borja se trata básicamente de llevar a cabo políticas conservadoras.
Un abrazo.
Muy interesante, Óscar. Leí el libro hace tiempo, pero no me paré demasiado en él. En realidad, nunca me había resultado lo suficientemente atractivo como para hacerlo, pero, a la vista de tu entrada, tendré que replantearmen ciertas cosas. Creo que una de las claves de todo el problema se reúne en eso tan crucial que citas: la separación absoluta de lenguajes; por un lado, el lenguaje de los problemas políticos vividos; por otro, el de los problemas pensados. Como bien señalas, ésta parece ser una de las condiciones trágicas en las que se hunde la izquierda actual: la imposibilidad de dar con un lenguaje común para tratar de lo común. Es sumamente irónico que Marx apostara vehementemente por eliminar el abismo entre pensamiento y acción y sus "herederos" actuales no hayan hecho otra cosa que profundizarlo y hacerlo casi insalvable. Esto es algo que, por ejemplo, puede ayudar a comprender el éxito del populismo de derechas. En fenómenos como "Vox" vemos cómo no existe esa brecha del lenguaje, y eso facilita la extensión de ciertas ideas en el medio popular. SI, como dices, la tarea de reconstrucción de la izquierda depende de la noción y la práctica de la común, es necesario desechar un lenguaje que, por su propia naturaleza, es drásticamente privado y reservado a círculos minoritarios e inefectivos.
ResponderEliminarEsta búsqueda de lo común, como bien recuerdas que hemos hablado alguna otra vez, sólo puede contemplarse, a mi entender, como una tarea conservadora.
Un abrazo
Borja
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