Gabriel y Ferraris intentan poner el día el mandato de Husserl de “volver a las cosas mismas” y esto siempre es de agradecer. Las filosofías contemporáneas, en su mayor parte, son una serie de metateorías que tienen por objeto otras teorías filosóficas o científicas, políticas, psicológicas, económicas, etc; de tal modo que el discurso filosófico cada vez se aleja más de la experiencia concreta y cotidiana, o sea, de la vida misma. Acierta Gabriel también cuando hace hincapié en la esencial diferencia entre el pensamiento humano y la mal llamada Inteligencia Artificial. Además se agradece el esfuerzo por incorporar a un pensador como Heidegger y su crítica a la técnica, desde una tradición muy diferente: la filosofía analítica; porque, y ahora empiezo con la crítica, hay poca originalidad en el enfoque de los nuevos realistas. Básicamente lo que proponen es una vuelta a Frege y Russell.
Al comenzar la lectura del libro de
Markus Gabriel (El sentido del pensamiento), pensaba que me
iba a encontrar con otra cosa, un nuevo planteamiento, pero la
reflexión de Gabriel se desarrolla bajo los parámetros propios de
la filosofía analítica. Su enfoque es familiar para todos los que
alguna vez pasamos por la Academia: “la nieve es blanca si solo si
la nieve es blanca”, etc. Con estos ejemplos, me temo, no puede
desarrollarse una teoría general sobre el pensamiento. Lo diré en
los términos del segundo Wittgenstein: el lenguaje cotidiano con un
fuerte sentido referencial es solo un juego del lenguaje y bien poco
interesante por cierto. Si, por ejemplo, queremos calibrar la verdad
que encierra el discurso liberal o valorar la ética utilitarista,
todos los análisis de Gabriel valen bien poco, porque la ética o el
discurso de la filosofía política no se dejan reducir a un
elemental lenguaje referencial.
Pensar es aprehender pensamientos y un
pensamiento es algo que es verdadero o falso al margen de nuestra
voluntad, repite Gabriel, y para ilustrarlo recurre a ejemplos
similares al mencionado de “la nieve es blanca”; pero ¿qué pasa
con pensamientos del tipo: “El hombre moderno está alienado.” o “Es justo sacrificar una vida humana para salvar diez.”? ¿Son
verdaderos o falsos estos pensamientos? Gabriel admite que podemos
estar equivocados al tomar por verdadero un pensamiento que es falso o viceversa, pero todos los pensamientos son verdaderos
o falsos al margen de nuestra voluntad. Solo desde un drástico
platonismo se puede aceptar esta tesis.
Y así enlazo con la siguiente crítica.
Entiendo y comparto el reproche de los realistas al pensamiento débil
y al constructivismo radical que he expuesto en la anterior entrada,
pero creo que los realistas van demasiado lejos. Los
constructivistas tienen razón: el conocimiento es, en su mayor
parte construcción. Por eso la religión o visión del mundo de
pueblos cercanos que comparten un mismo hábitat suele ser muy
diferente, como bien apunta Castoriadis, porque hay un componente
imaginario y creativo en la psique humana que no podemos soslayar.
Pero, como dicen los realistas, el pensamiento no puede ser por entero construcción porque esto
nos llevaría al relativismo y a la renuncia a la noción de verdad;
el pensamiento debe contactar con la realidad de algún modo. A mi
modo de ver, una verdadera teoría del conocimiento humano debería
elaborarse a partir de dos momentos necesarios e irreductibles entre
sí. Por una parte, como dicen los realistas rememorando a Heidegger, pensar es posible a partir de cierto desvelamiento del Ser, algo nos es dado, algo se manifiesta;
por otro lado, en la línea de Deleuze y Castoriadis, constatamos que lo propio de la
psique humana es la creación de ideas y conceptos que articulan el pensamiento y, especialmente, la filosofía. Debería ser posible vincular estos dos momentos.
Además, desde la perspectiva realista
no se explica cómo acontece el error. Gabriel repite hasta la
saciedad que un pensamiento es algo susceptible de ser verdadero o
falso. Pero si el sentido ya está dado (porque, recordemos que, para
él, la realidad son infinitos campos de sentido y lo que hacemos al pensar es
aprehender lo que hay) entonces ¿cómo es posible el error? Por
ejemplo, el sentido de una tormenta para un griego viene dado por la
cólera de Zeus. ¿Este pensamiento es verdadero o falso? ¿existe un
“campo de sentido” que establezca un vínculo real entre Zeus y
el trueno? Si respondemos afirmativamente nos vemos abocados a
aceptar la existencia de los dioses, que es la fórmula de
Feyerabend; pero si decimos que no, que ese pensamiento es un error
porque los dioses no son reales… ¿de dónde sale Zeus si negamos
que el pensamiento sea invención e imaginación?
Por último, el nuevo realismo,
consciente de los problemas y paradojas que primero el positivismo
lógico y después la filosofía analítica han tenido que afrontar,
pretende prescindir de la noción de “representación”, porque si
todo conocimiento es representación, como sostenía Wittgenstein en el Tractatus, ¿cómo justificar que existe un isomorfismo entre el
pensamiento y la realidad? ¿cómo podemos estar seguros que la
lógica del mundo es la misma que la lógica del pensamiento? Solo
desde un punto de fuga, desde el punto de vista de Dios, cabría
fundamentar el isomorfismo entre la representación y el objeto
representado. Prescindir de la noción de “representación” tiene
dos ventajas: por un lado ya no es necesario justificar el
isomorfismo entre realidad y pensamiento y, además, nos permite abandonar la controvertida y contradictoria noción de cosa en sí o
noúmeno. Pero si prescindimos de la noción de “representación”
¿cómo damos cuenta del conocimiento humano? Parece que para dar
una respuesta a esta cuestión el realismo echa mano de Husserl, al
que, por cierto, apenas citan Gabriel y Ferraris por lo que o bien no
son conscientes de su deuda con Husserl o bien la escamotean. Él fue
el primero en decir que los objetos no existen en un mundo separados de la conciencia sino que están íntimamente conectados con la
consciencia humana, que es la tesis fundamental del nuevo realismo.
Sin embargo, la noción de “contacto” no deja de ser una
metáfora que acarrea nuevos problemas. ¿Cómo o de qué manera la
visión de un objeto o el recuerdo de una imagen “contactan” con
la realidad? (que yo sepa, solo Empédocles elabora una teoría de
la percepción por “contacto”: decía que todas las cosas emiten
efluvios o emanaciones, estas emanaciones son percibidas por los
órganos, que están provistos de poros. La sensación se produce
cuando justamente los efluvios u objetos de sensación pueden
acoplarse a los poros de cada órgano sensorial)
Por otro lado las críticas a la noción
de noúmeno son antiguas y, aparentemente, están bien justificadas:
¿cómo podemos postular una realidad incognoscible? ¿Acaso no es
contradictoria una teoría del conocimiento que se levanta sobre una
realidad que se declara inalcanzable e incognoscible? Pero, a mi modo
de ver, la supresión del noúmeno acarrea más problemas que
soluciones. Entiendo que el propósito de Kant con el noúmeno, de
Schopenhauer con la Voluntad, de Lacan con lo Real o de Bueno con la
Materia ontológico-general, es poner límites al logistikon,
es decir, al aparato conceptual de la psique humana, porque, por
mucho que lo intentemos no podemos conocerlo todo, siempre queda un
resto, una brecha imposible de representar. Siempre hay algo que se
nos escapa, que no logramos simbolizar. Hablar de noúmeno es
simplemente reconocer esa brecha, reconocer la limitación y
fragilidad del conocimiento humano. Por eso, porque el noúmeno es
incognoscible, no podemos “contactar” del todo con lo real. En parte -pero solo en parte- esto lo
admite Gabriel, al reivindicar la noción heideggeriana de evento;
pero, al mismo tiempo, insiste en el mantra hegeliano de que toda la
realidad es racional y por tanto lo real se manifiesta por medio y a
través de conceptos. Por mi parte creo que tomando como referencia a
Platón (o más exactamente: la lectura que Friedländer hace de Platón) podríamos articular otra epistemología que, por una parte, no sea irracional, es decir, transite por el camino de la dialéctica
y, por otra parte, reconozca que este camino es limitado y al final de la escalera de la razón, como plantea Kierkegaard en Temor y temblor, solo hay un abismo
ante el cual solo cabe un acto de voluntad, un salto al vacío.
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