Hay un debate que es falaz: la
oposición que se hace entre derechos individuales y derechos colectivos. Es falaz
porque esta contraposición inocente esconde una plétora de cuestiones
metafísicas y sutilezas teológicas que quedan ocultas al oponer los dos términos.
Los derechos individuales son,
como se sabe, aquellos que recaen sobre los individuos y suele decirse que son
derechos inalienables sobre los que ningún gobierno o Estado tiene legitimidad
para limitarlos o eliminarlos. Tales derechos son, por ejemplo, el derecho a la
vida, el derecho de libertad de expresión, el derecho a la propiedad privada o
a la libertad de movimiento.
Los derechos colectivos, en
cambio, son derechos que no recaen sobre los individuos, sino sobre los
colectivos y nos solemos referir a ellos como los “derechos de un pueblo” o “derechos
sociales”. También es habitual considerar que tales derechos son inexistentes
porque la realidad a la que se aplican, el pueblo, la ciudadanía, la sociedad,
son realidades abstractas construidas socialmente.
Fenomenológicamente hablando, un
derecho no es más que una capacidad para la acción. Tenemos un derecho cuando
tenemos capacidad para hacer algo, mientras que no lo tenemos cuando esta
capacidad está limitada o impedida. Tenemos derecho a la libre circulación
cuando podemos ir donde queramos sin que nadie nos lo impida o tenemos derecho
a la vida cuando nadie atenta contra ella.
Los defensores de los derechos
individuales y detractores de los derechos colectivos suelen argumentar que
existen los derechos individuales porque los sujetos de estos derechos, los
individuos, “existen” mientras que es más problemático que exista algo como un
colectivo, el pueblo, la ciudadanía. Éstos últimos son conceptos vaporosos y
difíciles de delimitar. Aquí reside la primera atribución metafísica: un
defensor de los derechos individuales debe partir de que los individuos son
realidades ontológicas plenas mientas que los colectivos son meras fantasías,
siguiendo a Margaret Thacher cuando allá por los ochenta decía a su propia
pregunta de “¿quién es la sociedad?” ella misma respondía “no existe tal cosa,
tan sólo individuos, hombres y mujeres”.
Desde esta posición, un liberal,
cuando trata de responder a la pregunta por la existencia individual para
justificar estas atribuciones acaba siempre por considerar que los individuos
son una entidad natural y que como tal, los derechos individuales son derechos
por naturaleza. Por eso se revela aquí una posición teológica, los liberales
que niegan los derechos colectivos son defensores de la creación adánica del
hombre y la mujer, no reconocen que los individuos, los sujetos de derechos, no
sean realidades ontológicas plenas, sino también “construcciones sociales”.
En el momento que reconocemos que
los individuos son construcciones sociales, y no voluntades libres con unos
deseos naturales (de libertad, propiedad, libre expresión, etc.) el argumento de los derechos individuales se
tambalea. Pongo un ejemplo simple: imaginemos que unos niños diseñan con un
juego de construcción (tipo lego) distintos juguetes: algunos son frágiles y si
los pisas se rompen, pero otros están construidos de tal forma que aunque los
pises resisten, pero se rompen si se mojan. Otros son animados y pueden moverse
por la habitación, y algunos producen sonidos a condición de que haya luz.
Después de construirlos los niños al tiempo que juegan van estableciendo las
reglas, que son reglas derivadas del propio juego y de los juguetes con los que
se juega. Las reglas del juego estarán determinadas por el tipo de cosas que
esos juguetes pueden y no pueden hacer, y lo que esperan ellos del juego. Si
uno de ellos corre por la habitación pisando y rompiendo algunos de los
juguetes, seguramente uno de ellos dirá que eso no está permitido en este juego:
el niño de los muñecos frágiles dirá: “los juguetes tienen derecho a no ser
pisados”, mientras otro añadirá “Y tampoco se les puede echar agua” y un
tercero “y no hay que ponerles obstáculos para que se muevan por la habitación”
y finalmente un cuarto “¡y que la luz esté siempre encendida!”. Pero no dirán
cosas como “tienen derecho a volar” o “tienen derecho a cambiar de color”.
Transportando esta idea a la de los derechos
individuales es fácil ver a dónde queremos llegar: un derecho individual sólo
es tal si se atribuye a un sujeto que puede hacer algo o ser protegido de algo.
No tiene sentido otorgarle derecho a la vida a un ser inmortal, como no tiene
sentido darle derecho a la libertad de expresión a quien no tiene palabra. Igual
que los juguetes a los que hemos aludido, los individuos son construcciones
sociales, el producto contingente de un trasiego histórico y los derechos
individuales protegen lo que la sociedad, una sociedad concreta, histórica,
contingente, ha alumbrado. Si, por poner un ejemplo, el devenir histórico
hubiera alumbrado sociedades en la que los individuos no tienen ningún deseo
por moverse o por poseer propiedades, no existirían los derechos individuales
de libre movimiento o de propiedad privada. Simplemente esas cosas no serían tomadas
en cuenta como objeto de nuestros derechos, igual que los individuos no tenemos
derecho a lamer piedras, a caminar por la calle a cuatro patas o a volar por el
aire agitando las manos.
A esto hay que añadir otro asunto:
los derechos individuales son derechos no sólo porque sea una forma de proteger
lo que una sociedad ha construido con mucho trabajo y a lo largo de un
desarrollo histórico dado. También hay que decir que son derechos precisamente porque
no poseemos esa capacidad de acción, porque no son nuestra naturaleza, por así decir, sino que es más bien se refieren
una declaración de intenciones, una fantasía. Nadie, a no ser metafóricamente,
se le ocurre defender el derecho a consumir oxígeno (al menos de momento),
porque eso no es algo de lo que estemos privados, ni en riesgo de perder. Cabe imaginar,
eso sí, una distopía capitalista futura en la que el oxígeno de la tierra sea privatizado
y, en ese caso, con toda seguridad, surgirán movimientos “por el derecho a
respirar”. Los derechos individuales son derechos precisamente porque son una fantasía
colectiva, porque no los tenemos, porque apuntan a un mundo inexistente en el
que tenemos derecho a la vida, a la libertad de expresión, a la propiedad
privada o a la libre circulación. Cabe imaginar un mundo donde, por ejemplo,
nadie muera asesinado o condenado injustamente por el Estado a la pena capital.
Pero esa fantasía no es, desde luego nuestro mundo en el que hay asesinatos y
se cometen injusticias. Por eso la ley surge del contraste con esa fantasía de
un goce mítico futuro.
Aquí es donde podemos inscribir
la vieja crítica marxista de los derechos civiles burgueses: en realidad son
puras abstracciones que esconden el derecho de una clase. Dicho de otra forma:
bajo la forma de derechos de todos los individuos, se esconde un derecho
colectivo, de clase, la de la clase burguesa. Se ha repetido esta crítica un
millón de veces: proteger el derecho de propiedad, el derecho de libertad de
expresión o el derecho de libre movimiento, es proteger la capacidad de acción
de las personas que pueden hacer esas cosas, pero no de las que no pueden. Sin embargo,
contra la crítica marxista habitual, podemos añadir que el hecho de que sea un
derecho puramente formal no significa que no sea un derecho o que sea una
fantasía irrelevante. Como ha señalado Žižek muchas veces, si los derechos
civiles burgueses fueran una pura fantasía abstracta sin ninguna relevancia
material ¿por qué fueron prohibidos por los regímenes comunistas? Que sean una
abstracción o una fantasía no significa que no funcionen como “reales”.
Pero esto es precisamente lo que
muestra cómo aquí siguen operando sutilezas metafísicas: los derechos
individuales no son derechos porque los poseamos todos los individuos, como
metafísicamente argumentan los liberales, sino lo contrario, porque no los tenemos.
Tales derechos, entonces, funcionan como una suerte de “herida abierta”,
disonancia social, desajuste que se traduce inevitablemente en malestar. Por ejemplo,
pongamos por como ejemplo el caso del derecho individual más problemático de
todos: la propiedad privada. ¿Qué quiere decir que todos tenemos derecho a la
propiedad privada? Si responde un propietario diría algo así como “que no me
quiten lo que es mío” porque sospecha que puede ser privado del uso de sus
posesiones y fantasea con un mundo donde eso no pueda ser posible. Por el
contrario, si contesta un desposeído, diría algo como “derecho a tener una casa
donde vivir” o algo así, porque fantasea con un mundo en el que no tenga que
pagar el alquiler cada mes, o no puedan echarle de la casa donde vive. Lo mismo
podemos extenderlo a los demás derechos, no tenemos todos la misma capacidad de
movimiento o de libertad de expresión, es algo evidente esto, pero todos somos
sujetos modernos que fantaseamos con esas cosas, poder decir lo que quiera y
que me escuchen, poder ir donde quiera. Pero estas fantasías se construyen
desde la falta, desde el malestar, no desde la atribución y la posesión.
No resultarían problemáticos, y
nadie opondría las categorías de “derecho individual” y “derecho colectivo” si
estos derechos no fueran “universales”, es decir, “para todos”, al mismo tiempo
que ese “para todos” se revela como una fantasía colectiva. Por ejemplo, es
fácil imaginar que el devenir histórico hubiera ido por otros derroteros y las
libertades burguesas se hubieran defendido y atribuido exclusivamente a la
clase de los “burgueses” dejando fuera al resto, construyéndose una suerte de
nuevo feudalismo, pero burgués. En ese caso las clases populares no percibirían
(al menos no con tanta virulencia) que se les priva de un derecho pues no se
considerarían un sujeto de atribución, igual que un campesino del siglo XI no
exigía su derecho de propiedad sobre la tierra. Bien, pues aquí reside
precisamente el núcleo metafísico de la defensa de los derechos individuales
frente a los derechos colectivos: cuando se oponen estas dos “realidades”
considerando que sólo la primera es verdaderamente Real mientras que la segunda
es una fantasía, se esconde el hecho de que las dos son una fantasía y más aún,
se esconde el hecho de que los derechos individuales son en rigor derechos
colectivos, derechos de clase. Por eso, inevitablemente, los liberales tarde o
temprano tienen que caer en una concepción metafísica y adánica del sujeto de
derechos, el individuo. Califican al colectivo, el pueblo, etc., como algo vaporoso e indeterminado, cuando en
rigor es igualmente vaporoso y colectivo la categoría de “individuo”.
En rigor, todos los derechos son
fantasías colectivas, se construyen a partir de la imaginación social, es
decir, la sociedad en la que los individuos no viven y desearían vivir. Los derechos
individuales que hemos nombrado son la fantasía colectiva que tuvieron los
burgueses del siglo XVIII y XIX, una sociedad en la que todos fuéramos “ciudadanos”
o lo que es lo mismo, todo tuviéramos ciertas capacidades de acción y
pudiéramos hacer ciertas cosas. No son, desde luego, deseos que surgen de la
natural inclinación del hombre a la libertad o a poseer bienes de intercambio.
No son derechos naturales, son fantasías. Nada impide además que se construyan
nuevas fantasías colectivas.
Cuando los liberales oponen los
derechos individuales a los derechos colectivos ocultan este hecho, que no hay
diferencia entre unos y otros. Y cuando estos mismos liberales se oponen a que se
hable de “derechos colectivos”, niegan la posibilidad de que lo mismo que
hicieron los burgueses pretéritos sigan haciéndolo hoy en día otros. Por
ejemplo, cuando un peligroso izquierdista dice que “la libertad de expresión es
un derecho de la ciudadanía, no de las empresas” y levanta las ampollas de
algunos, se me ocurre que eso mismo lo dijéramos de los demás derechos: “el
derecho a la vida es un derecho de la ciudadanía, no de las empresas”, ante lo
que todos asentiríamos. Traducido deberíamos pensarlo de este modo: no puede
ser que la información esté monopolizada por unas cuantas empresas, la libertad
de expresión tiene que ser “para todos” no sobre el papel y de modo abstracto, sino
“para todos” de un modo efectivo. Dicho de otro modo, se trata de entender los derechos
como justo lo que son, una fantasía, una aspiración, es más, una herida que
produce malestar y no una conquista basada en un supuesto ADN o una naturaleza
tan metafísica como religiosa. Sólo puede pensar que la libertad de expresión
es algo dado, acabado y que hay que proteger, quien está cómodo con la idea de
que algunos tengan acceso a esa expresión, y otros no.
Cuando se defienden los derechos
colectivos se emula, una vez más, el gesto burgués de alcanzar los derechos que
no tiene y a los que aspira una clase que, teológicamente, se ve a sí misma
como clase universal (la ciudadanía, el pueblo, los desheredados, el
proletariado o lo que sea[1]).
Por eso me parece más interesante superar el debate entre derechos colectivos y
derechos individuales por la pregunta, mucho más relevante de ¿por qué seguir luchando
por unos derechos que ya tenemos? Puede que así sea posible superar la
concepción de esos derechos como fetiches destinados a evitar que nada cambie y
sustituirlos por una concepción operante como “herida social”
[1] Excluyo
aquí los derechos por razones nacionales, claro está. Tal aspiración tiene poco
de “universal” y aspira, sin tapujos, a establecer un privilegio.
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