A mediados de la década de los cincuenta, los cada vez peores resultados de los alumnos en el examen de ingreso en la Universidad hicieron saltar todas las alarmas. Desde diferentes sectores de la sociedad comenzaron a levantarse voces cada vez más críticas con el sistema escolar. En los centros de enseñanza secundaria cada día eran mayores los problemas de disciplina, y los profesores reclamaban medidas para que el Gobierno reforzase su autoridad. Es en este ambiente en el que debemos ubicar la reflexión de Arendt, pero ya entonces la autora pronostica que no se trata de un problema local sino de una tendencia que tiende a expandirse a toda la educación occidental.
Para comprender la crisis en la educación debemos ubicar este asunto en un contexto más amplio. Arendt señala tres aspectos del mundo moderno que afectan a la vida escolar y debemos tomar en consideración para pensar la crisis educativa en toda su magnitud.
Primero: crisis de autoridad. Autoridad quiere decir reconocimiento. Los niños y adolescentes ya no reconocen a los adultos como una autoridad, como alguien que está por encima de ellos en experiencia y conocimiento. Como no reconocen la autoridad de los adultos el grupo de iguales se constituye como grupo soberano, con sus propias dinámicas, valores, líderes, etc. Se ha entendido que este es un paso lógico y necesario en la lucha por la emancipación y completa un ciclo que empieza con la emancipación de los trabajadores y las mujeres. La emancipación de los niños y adolescentes significa romper con la tiranía de los adultos y erigir como esfera autónoma y acreedora de respeto “el mundo infantil”. Pero esto, a juicio de Arendt, es una falacia porque solo hay un mundo, el que compartimos adultos y niños, y levantar barreras entre ambos es malo para todos. Además, desde la perspectiva de las luchas por la emancipación, estamos hablando de cosas muy diferentes: las dos primeras -la de los trabajadores y las mujeres- son emancipaciones reales, pero la tercera es una ilusión dañina. El niño, especialmente el más vulnerable, no es más libre en el grupo de iguales sino al contrario, porque en el seno del grupo no hay criterios, ni argumentación posible (al haberse abolido el criterio de autoridad) y la tiranía de la mayoría resulta mucho más insoportable, especialmente para el que se sale de los cánones establecidos, que la autoridad del adulto.
Segundo: las teorías pedagógicas modernas que convierten la enseñanza en una tecnología. Ha hecho mucho daño, a juicio de Arendt, el supuesto de que la capacidad para enseñar es independiente de la materia concreta que se va a trasmitir. Un maestro, dicen los pedagogos, es un educador con independencia de la materia que trasmite. Con lo que, enlazando con el punto anterior, se le arrebata la autoridad al profesor pues no hay otra fuente legítima de autoridad para un docente que el conocimiento: el profesor lo es porque sabe más que el alumno. Para Arendt “el objetivo de la escuela ha de ser enseñar a los niños cómo es el mundo y no instruirlos en el arte de vivir.”1
Tercero: el éxito de la filosofía pragmatista que parte de Dewey (aunque Arendt no lo nombra en su artículo). Esta filosofía, aplicada al ámbito educativo, propone sustituir el aprender por el hacer. El principio de la educación progresista era y es que el profesor debe “enseñar habilidad” antes que conocimiento. Precisamente por esta preponderancia del “hacer” es necesaria la formación continua del profesorado, porque hay que evitar a toda costa trasmitir “conocimiento muerto”. Y la manera de ejercitar las capacidades es borrando la distinción entre juego y trabajo. De este modo se pretendía solventar el problema de la falta de motivación de los niños y jóvenes. Así el alumno aprende jugando, de manera casi inconsciente. El resultado es un alumnado y una sociedad cada vez más infantilizada que confunde placer y deseo. La educación tiene que ver con el deseo, no con el placer; y el deseo es el anhelo de aquello que nos falta y necesitamos para hacernos mejores. Pero alcanzar lo que deseamos no suele ser fácil, exige trabajo y esfuerzo. Si, por el contrario, vinculamos la educación con el placer el resultado es una juventud pasiva e inerme, incapaz de hacer frente a las adversidades e intolerante con la frustración, lo que está en el origen de muchos trastornos psicológicos.
Por tanto, es preciso pensar de nuevo la educación porque hemos perdido de vista algo importante.
Arendt llama “mundo” al entramado de relaciones, valores e instituciones que constituyen la vida humana; no la vida humana en general sino el particular modo de vida de cada comunidad. Pues bien, el niño ha de ser protegido frente al mundo pues todavía no está preparado para participar en la sociedad como miembro de pleno derecho y no pueden exigírsele las mismas responsabilidades que a un adulto. Esto es obvio. Pero lo que a menudo olvidamos es que el mundo también debe ser protegido y preservado de la voluntad arbitraria y caprichosa de los recién llegados y no somos conscientes de que se trata de dos responsabilidades no coincidentes y en ocasiones contradictorias que recaen sobre los hombros del profesorado.
Tradicionalmente ha sido la familia la encargada de proteger al niño y la escuela la encargada de introducir al niño en el mundo, cuidando y preservando este último. Esto es lo que ha cambiado. La escuela moderna -“la educación progresista”- también asume como tarea propia el cuidado y la protección del niño. No hay nada malo en ello... siempre y cuando no se deje de lado la otra responsabilidad: preservar el mundo, es decir, como dice Finkielkraut, entregar el testigo, conservar el conglomerado cultural (literatura, arte, ciencia, filosofía, etc) que constituye nuestro espacio vital.
“Enseñar equivale a tejer una relación entre los vivos y los desaparecidos. Se trata de entregar el testigo. Y nada está decidido de antemano: la relación puede no establecerse o romperse; el testigo puede caerse. Ningún determinismo biológico o sociológico hace a los alumnos herederos de la cultura. Esa transmisión simbólica no depende de la herencia, sino de la responsabilidad de los maestros. De ahí la inquietud fundamental de esos transmisores de cosas invisibles. Si no tuvieran miedo estarían locos”2
Es la escuela quien media entre el hogar y el mundo, entre la vida privada y pública. Pero esa labor de mediación no se percibe desde la perspectiva de los niños; a los ojos de los niños los profesores son el mundo puro y duro, aunque, como bien sabemos los docentes, la severidad y violencia del mundo está considerablemente atenuada dentro del perímetro del recinto escolar. Pero la autoridad del profesor descansa en que es él quien conoce el mundo y en cierto modo lo cuida y lo preserva de la barbarie. Buena parte de la pérdida de autoridad de los profesores, afirma Arendt, proviene de que estos han dimitido de su responsabilidad de representar al mundo ante los ojos del infante. Cierto es que esta labor era más fácil en el otras épocas. La crisis de la educación es una parte de una crisis política más profunda. Las civilizaciones romana y cristiana veneraban el pasado. El pasado era el modelo que el maestro presentaba a sus alumnos. Pero en el mundo moderno esto ha cambiado irremediablemente. Como decía Tocqueville: "El pasado ya no ilumina el porvenir, el espíritu humano camina entre tinieblas".
Y, sin embargo, ese mundo que los profesores preservamos está firmemente anclado al pasado, porque, como decía William Faulkner: “El pasado nunca está muerto. No es ni siquiera pasado.” Solo podemos habitar de manera humana el mundo presente haciéndonos cargo del pasado y en esta tarea los maestros y profesores tenemos una gran responsabilidad. Los profesores debemos ser los portavoces y guardianes del mundo, debemos preservar el legado de las generaciones pasadas, pero no porque la educación tenga como objetivo la repetición de lo idéntico. Precisamente porque estamos abiertos a lo nuevo no debemos imponerlo a los niños o les estaremos hurtando su trabajo generacional. El mundo cambiará como ellos quieran, no según nuestra noción de bien o justicia. Nuestro deber como adultos y profesores es introducir a los niños en el mundo, mediar entre lo viejo y lo nuevo.
“Precisamente por el bien de lo que hay de nuevo y revolucionario en cada niño, la educación ha de ser conservadora, tiene que preservar ese elemento nuevo e introducirlo como novedad en un mundo viejo que, por muy revolucionarias que sean sus acciones, siempre es anticuado y está cerca de la ruina desde el punto de vista de la última generación.”3
Esta es, a mi modo de ver, la aportación más interesante de la reflexión de Arendt: la congruencia entre una posición conservadora en educación y progresista en política. Es más, el progresismo en educación siempre esconde un paternalismo sospechoso, un deseo de imponer determinados valores morales y políticos a los niños y privarlos así de su tarea generacional: crear algo nuevo y propio. La esencia de la educación es el conservadurismo: proteger al niño del mundo y proteger al mundo del niño. Y esto es perfectamente compatible con un progresismo político que se abre a lo nuevo.
La propuesta de Arendt pasa por separar educación y política. Nada se gana confundiendo estas esferas. Por ejemplo, una confusión muy extendida y perniciosa atañe a la idea de igualdad. La igualdad debe regir las relaciones políticas entre adultos, esta es la esencia de la democracia; pero de ello no se sigue que la igualdad rija la relación niño/adulto o alumno/profesor. No puede ser así. Es necesario que el profesor tenga la autoridad suficiente para que la escuela cumpla su función: incorporar con provecho a los jóvenes a la vida adulta.
El artículo de Arendt acaba con estas palabras:
“La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable. También mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común.”4
1Arendt, Entre el pasado y el futuro, pag 207.
2 Alain Finkielkraut, La ingratitud, pag 108
3Arendt, Entre el pasado y el futuro, pag 204.
4Arendt, Entre el pasado y el futuro, pag 208.
Muy instructivo, Óscar. El artículo de Arendt es muy acertado, pues señaló con poderosa intuición uno de los problemas reales que aún hoy nos asalta a cada paso. Algo que puede parecer ingenuo es el pretender no mezclar la educación con la política, y eso se le ha reprochado a Arendt. Ha sido, creo, un malentendido a menudo interesado. En realidad, si tomamos lo que Arendt afirma, no quiere decir que la educación no tenga nada que ver con la política, si no, al contrario: la decisión misma de que existan escuelas (un espacio para formar igualitariamente a los nuevos) es una decisión política. De hecho, escuela y política se superponen: ambas tienen como operación propia la del cuidado del mundo.
ResponderEliminarSoy Borja, por cierto
EliminarPues tienes razón Borja. Asumo la puntualización.
EliminarSaludos