Casi tan vasta e inabarcable como lo fue en su momento la geografía soviética resulta hoy la bibliografía a nuestro alcance sobre ella. Dos muestras de la misma son las tentativas de acercamiento que nos ofrecen Yuri Slezkine y Karl Schlögel, las cuales, aunque opuestas en su planteamiento, se nos revelan, sin embargo, como complementarias por la visión de conjunto que nos permiten formarnos al superponerlas.
Opuestas porque si Slezkine, en La casa eterna, se propone constreñir el infinito macrocosmos soviético en el ámbito reducido de un edificio que concentra entre sus muros el devenir entero de una utopía, con sus sucesivas transformaciones y su derrumbe final, Schlögel, en El siglo soviético, nos muestra ese mismo universo ya desintegrado y dividido en miríadas de fragmentos, cada uno de los cuales, no obstante, le posibilita reconstruir meticulosamente, mediante su observación y su análisis, el todo del que formó parte. Así pues, mientras que el uno opta por condensar los elementos del orbe soviético en un núcleo de enorme masa, el otro se inclina por la disolución de ese centro gravitacional, como si este hubiera saltado por los aires fruto de una ciclópea explosión, dejando como huella un reguero de vestigios aparentemente inconexos.
Pero estas perspectivas son asimismo complementarias, porque de la suma de ambas arquitecturas, como decíamos, surge una visión armónica de lo que anheló ser, lo que fue y lo que, finalmente, dejó de ser el mundo soviético.
Yuri Slezkine se sirve de la llamada “Casa del Gobierno”, construida en el marco del Primer Plan Quinquenal (1928-1932) a orillas del Moscova, frente al Kremlin, y pensada para albergar a la vanguardia comunista - comisarios del pueblo, obreros estajanovistas, escritores realistas socialistas, directores fabriles, familiares de la nomenklatura -, a fin de ofrecernos la evolución de la que él considera no ya una ideología política - la bolchevique -, sino una fe. Una fe impelida - como sucede con todas - por una promesa: la conquista del paraíso terreno. Una conquista liderada en este caso por un núcleo de visionarios - los viejos bolcheviques - en nombre de un pueblo elegido - el proletariado -. Y, tras la conquista de la tierra prometida, la instauración de aquello que todos los milenaristas ansían: un reino de justicia despojado de iniquidad y depravación y bajo el cual la humanidad en su conjunto encontrara redención - el comunismo -. Pero, para cualquier fe, la afirmación de las creencias propias se sostiene en buena medida sobre el combate y la negación de las contrarias: de ahí el señalamiento, muchas veces despiadado, de enemigos que con el tiempo fueron cambiando de nombre: “clases antiguas”, “kulaks”, “revisionistas de izquierdas”, “revisionistas de derechas”, “traidores”, “fascistas”, “disidentes”, “occidentalizadores”... Y aun con la depuración de aquellos que se creía provocaban el aplazamiento de ese reino de justicia, este no terminaba de vislumbrarse y su cumplimiento se demoraba plan quinquenal tras plan quinquenal, por lo que la ortodoxia comunista, con su sumo sacerdote al frente, y ante el miedo de que la duda se instaurara entre sus devotos, exigió de ellos un último testimonio inequívoco de fe: el martirio en nombre del partido para de ese modo purificarlo de sus pecados y permitir el advenimiento definitivo. Pero tampoco la autoimolación lo hizo posible, y el comunismo fue convirtiéndose de forma paulatina en un credo cada vez más vacío, en un rito heredado desprovisto de esperanza que finalmente acabó por abandonarse, ya que sus dioses habían perecido por decrepitud.
La casa eterna, así pues, no es solo el relato de los avatares que sufrió este edificio emblemático - con todos aquellos que lo habitaron, que crecieron en él, que murieron entre sus paredes o que se vieron obligados a abandonarlo acusados de herejía - sino que es asimismo el trasunto de las diferentes etapas que configuraron el tránsito de una comunidad de fe a lo largo de su empeño redentor: revelación, lucha, triunfo, esperanza, dilación, culpa, sacrificio, purificación, derrota. Y Yuri Slezkine se nos muestra en su crónica como el teólogo que reconstruye el acontencer de esta creencia, desde su formulación profética y su materialización terrenal hasta su desaparición final, circunscribiéndola al ámbito de uno de los templos que fue levantado para albergar su culto y dar muestra de su poder: la Casa Eterna.
Karl Schlögel también se apresta a la tarea de reconstrucción de un universo desaparecido, pero lo hace desde la morosidad del arqueólogo - de ese modo se subtitula precisamente su obra: Arqueología de un mundo perdido - que hubiera de comprender una civilización extinta a partir de sus restos tangibles, como si las ideas, el espíritu, y los afanes que la hubieron vertebrado y sostenido nos resultaran por entero desconocidos y hubiéramos de inferirlos de los vestigios que de esa civilización sobrevivieron tras su colapso.
Su metodología es paciente y minuciosa. Nada queda - ya sea desmesurado o minúsculo - fuera de su taxonomía: los lugares en los que aún se conservan las huellas del imperio - museos, placas conmemorativas, monumentos, fosas comunes, mapas -; los proyectos en los que había de materializarse esa nueva sociedad - la ciudad de Magnitogorsk, la presa Dneprogres, el canal Belomor, las imágenes de la vanguardia -; la constelación de signos que se configuró para nombrarla y representarla - acrónimos, siglas, medallas, insignias, graffitis, tatuajes, onomástica -; los objetos cotidianos - figuritas de porcelana, enciclopedias, el papel de estraza que servía para envolver, el piano, los libros de cocina, los residuos, el perfume -; los espacios de libertad - dachas, sanatorios y colonias de reposo para obreros -, los espacios interiores - “kommunalkas”, barracones, residencias, escaleras, retretes, las cocinas en las que discutía la disidencia hasta altas horas de la madrugada -, los espacios exteriores - esos grandes macizos residenciales que todavía hoy caracterizan los barrios de muchas ciudades del antiguo universo soviético, llamados “Jruschovas” por haberse construido bajo su gobierno; el ingente territorio que se abría más allá de las populosas ciudades: las provincias y las aldeas -, los espacios que sirvieron de marco a la represión - Kolimá, Solovki -, los que suponían adentrarse en la antesala del poder comunista - los pasillos de la burocracia, la Casa del Gobierno que protagoniza el libro del que hemos hablado con anterioridad y que aparece también en este - y aquellos otros de fronteras indefinidas y, por tanto, igual de tentadores que de amenazantes - embajadas occidentales, residencias de periodistas extranjeros, tiendas especiales -; los sistemas ideados para codificar, y también para encubrir, la realidad comunista - libros, cataĺogos de obras prohibidas, gráficas, tablas, diagramas, porcentajes -; las ceremonias y rituales que sirvieron para demarcar la ideología bolchevique - el nacimiento, el matrimonio, la muerte, los días festivos, los desfiles, las colas ante los comercios -; el culto a lo corporal como manifestación del surgimiento de un nuevo ser humano, el “homo sovieticus” - deporte, moda, ballet -; los sonidos que la URSS enmudeció - las campanas - o privilegió - la música clásica de las ocasiones solemnes, la voz de Yuri Borisovich Levitan, el locutor encargado de dar a conocer el ataque alemán de 1941 y el curso de la guerra germano-soviética a través de sus partes radiofónicos -; el ferrocarril como arteria del imperio; el mausoleo de Lenin en la Plaza Roja como símbolo y clave de la civilización bolchevique; y, por último, el único elemento de esta enumeración que no pertenece al pasado, sino al futuro, un futuro improbable en el que todos estos fragmentos se reunieran de nuevo para dar una imagen conjunta y cabal de lo que pretendió ser la materialización de una utopía y devino en un anhelo fracasado: un museo imaginario de la civilización soviética enclavado en la Lubianka, la sede de los servicios secretos de la URSS - Checa, GPU, OGPU, NKVD, MVD, NKGB, KGB - y ahora de la Rusia postsoviética - FSB -, para que lo que antaño fue un lugar de terror donde se torturaba y se silenciaba sea transformado en foro abierto en el cual dar nombre, rostro y voz a las víctimas. Un museo de galerías laberínticas que representasen el fluir azaroso del tiempo, el cual reuniera caprichosamente la alegría desbordante del desfile de la victoria tras el final de la Segunda Guerra Mundial junto a los tanques que reprimieron la primavera del año 68 en las calles de Praga, la sonrisa inocente y triunfal de Yuri Gagarin junto a los retratos de frente y de perfil de cuantos cruzaron las puertas de la muerte, el nombre de los que, para bien o para mal, jalonaron una época - Shostakóvich, Lenin, Sájarov, Djerzhinski, Tupólev, Stalin, Solzhenytsin, Ajmátova, Beria, Pasternak, Yagoda, Rodchenko, Molótov, Tsvetaieva, Trotski, Babel - junto al de los ciudadanos anónimos que la habitaron y que fueron olvidados tras su ocaso. Un museo, en fin, que reuniera la desesperación y la esperanza, que dejara constancia lo mismo de la vida que de la muerte y que alentara la discusión sobre el pasado, sobre el presente y sobre el provenir.
Yuri Slezkine, La casa eterna, Acantilado, Barcelona, 2021.
Karl Schlögel, El siglo soviético. Arqueología de un mundo perdido, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021.
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