En una entrada anterior explicaba las tesis del Nuevo realismo moral y comentaba las dificultades que entraña la noción de “hecho moral” tal y como la concibe Markus Gabriel. Con esta peculiar expresión el filósofo alemán apunta en una dirección que voy a seguir en este texto: la dificultad e incluso la imposibilidad de establecer criterios claros que nos permitan distinguir entre hechos y valores.
A. Contra la división entre juicios de hecho y juicios de valor.
Desde un planteamiento diferente, que es el que voy seguir en esta entrada, Hilary Putnam también critica esta dicotomía. Suponemos que juicios del tipo “está mal pegar a las mujeres” o “Miguel Angel fue un gran artista del Renacimiento” son juicios de valor y por tanto son subjetivos, y en cambio otros como “la luna gira alrededor de la Tierra” o “Nerón fue un emperador romano” son juicios objetivos, por lo que son verdaderos o falsos (verdaderos en esta ocasión). Putnam critica esta división en varios textos, especialmente en El desplome de la dicotomía hecho-valor y otros ensayos (2004), desde distintos enfoques y perspectivas, pero aquí voy a resumir muy someramente los argumentos de Putnam en contra de esta dicotomía.
Primero: se supone que los juicios de la ciencia, al contrario que los juicios de valor, son objetivos porque son conocimiento público no controvertido, pero cualquiera que conozca algo de historia de la ciencia sabe este requisito no se cumple ni siquiera en las ciencias duras y mucho menos en la Historia y el resto de ciencias humanas. Todas las teorías científicas sin excepción son sometidas a crítica y, por tanto, son objeto de controversia. No hay nada incontrovertido e infalible en el conocimiento humano. Segundo: la apelación a los enunciados observacionales no zanja la cuestión pues, como nos enseñó Quine, no existen enunciados observacionales puros, no contaminados de teoría. Por ejemplo la noción de simultaneidad parecía observacional antes de la teoría de la relatividad, pero Einstein demostró que descansa en presupuestos teóricos que él sometió a crítica. Tercero: Si analizamos el lenguaje en su totalidad y no en fragmentos como hacían los positivistas lógicos observaremos una imbricación profunda entre hechos y valores; por ejemplo, no es posible distinguir tajantemente el contenido descriptivo y valorativo de términos como “cruel”, “amable”, etc. Como decía William James no existe ningún conjunto de hechos observables preestablecidos que pueda ser descrito, dado que los que consideremos como tales dependerán en parte de la cultura que sostengamos, que depende del lenguaje que utilicemos. Todos nuestros conocimientos están en función de nuestra forma de vida. Por lo tanto, el conocimiento de los hechos presupone valores y viceversa, hechos y valores están imbricados en toda el área del discurso:
“Mi propósito consistía en romper el agarradero que cierta imagen tiene en nuestro pensamiento; la imagen de un dualismo, una división dicotómica de nuestro pensamiento en dos reinos, un reino de «hechos» que pueden establecerse más allá de la controversia, y un reino de «valores» donde estamos siempre en un desacuerdo sin esperanza.” (Putnam, 1994: 139)
Romper con esta dicotomía exige desprenderse de cierta metafísica que si bien hace tiempo ha perdido el prestigio teórico sigue operando a otros niveles. Se trata de la distinción entre la Naturaleza, entendida como “lo que son las cosas en sí mismas” y el mundo de las proyecciones humanas, es decir, de entidades que no existen en sí mismas sino solo en la medida en que son concebidas y proyectadas por la mente humana, tales como la Justicia o la Belleza. Desde esta posición teórica hay una diferencia crucial entre las teorías científicas y éticas: las primeras son objetivas porque nos dicen lo que son las cosas en sí mismas y las segundas subjetivas porque no son más que proyecciones de sentimientos, deseos, intereses, etc. Contra este dualismo Putnam sostiene que algunos de los mal llamados “juicios de valor” son objetivos, pero para establecer su verdad necesitamos una nueva noción de objetividad que se apoye en bases teóricas nuevas... o no tan nuevas porque Putnam encuentra en la filosofía kantiana un punto de apoyo para la propuesta que está planteando. Debemos volver a repasar la lección kantiana.
B. Una lectura de Kant. El realismo interno de Putnam.
Putnam, como otros muchos, encuentra una contradicción entre el Kant de la primera y la segunda crítica. El Kant de la Crítica de la razón pura es el filósofo del giro copernicano, el que afirma que el conocimiento humano se rige por estructuras a priori que aporta el sujeto y niega, por tanto, la posibilidad de acceder a la cosa en sí o noúmeno; pero en la Crítica de la razón práctica Kant se desdice en parte e introduce de nuevo dos mundos: el mundo fenoménico de la experiencia y el reino noúmenico (Dios, alma y libertad) en el que descansa la moralidad. Se trata, a juicio de Putnam, de un paso atrás: el mundo de la experiencia vuelve a ser degradado a la categoría de apariencia y se busca un mundo detrás del velo, una realidad más firme en la que anclar la vida moral.
Putnam denomina realismo metafísico a las doctrinas que buscan el fundamento del conocimiento humano en una realidad objetiva, exterior e independiente del sujeto humano, como la metafísica platónica o el intuicionismo ético de Moore que afirma que que los juicios éticos tratan de una cualidad singular y suprasensible: el Bien. En cierto sentido, pero no totalmente como veremos más adelante, también pertenece a este grupo la moral kantiana al apoyar la acción moral en el reino de lo nouménico. Frente a la opción del realismo metafísico Putnam propone, apoyándose en el Kant de la primera crítica y en el segundo Wittgenstein, lo que denomina un realismo interno que asume que no tenemos acceso a las cosas en sí y que la verdad debe decidirse dentro de los juegos del lenguaje que empleamos.
“Una vez que hemos abandonado la imagen de una totalidad de objetos noumenales y propiedades a partir de las cuales nuestros diferentes esquemas conceptuales meramente realicen una u otra selección, la imagen de una masa de pastelería noumenal que nuestros esquemas conceptuales simplemente «cortan» de manera diferente, estamos obligados a reconocer con William James que la pregunta acerca de qué parte de nuestra telaraña de creencias refleja el mundo «en sí mismo» y qué parte constituye nuestra «contribución conceptual» no tiene más sentido que la pregunta: «¿Anda un hombre más esencialmente con su pierna izquierda o con su pierna derecha?». El rastro de la serpiente humana está por todas partes.” (Putnam, 1994: 148)
Ahora bien, si renunciamos al noúmeno ¿nos vemos abocados al relativismo? ¿cómo justificamos la verdad del conocimiento? En Kant la objetividad del conocimiento queda asegurada en las estructuras trascendentales de la razón, las intuiciones puras y las categorías; pero el pensamiento del siglo XXI, según Putnam, también debe abandonar este agarradero: es cierto que los conceptos dan forma a las intuiciones y que no podemos conocer al margen de ellos, pero los esquemas conceptuales que hacen posible el conocimiento no son trascendentales sino que son múltiples, diversos y tienen un origen histórico. Si esto es así ¿sigue siendo posible asegurar la objetividad del conocimiento humano en general y de las valoraciones morales en particular? ¿es posible una moral sin garantías trascendentales? A juicio de Putnam sí.
Podemos encontrar en el mismo Kant una vía hacia la ética pragmática que estamos buscando. En la Crítica de la razón práctica dice el filósofo de Königsberg:
"Así pues, se diría que la naturaleza nos ha tratado como una madrastra, al habernos provisto con una capacidad menesterosa por lo que atañe a nuestra finalidad. Sin embargo, suponiendo que se hubiera mostrado en este punto complaciente a nuestro deseo, y nos hubiera otorgado aquella penetración o esas luces que nos gustaría tener, e incluso hay quien se figura poseer de verdad, ¿cuál sería la consecuencia de tal cosa según todos los indicios al respecto? A menos que al mismo tiempo no se hubiera transformado toda nuestra naturaleza, las inclinaciones, que siempre tienen la primera palabra, reclamarían primero su satisfacción sin más y luego, una vez asociadas con la reflexión racional, su mayor y más duradera satisfacción posible bajo el nombre de «felicidad»; después hablaría la ley moral para mantener a las inclinaciones en los límites que le convienen, e incluso para someterlas globalmente a un fin más alto donde no se toma en cuenta inclinación alguna. Pero en lugar del combate que ahora ha de librar la intención con las inclinaciones y en el que, tras algunas derrotas, es conquistada paulatinamente la fortaleza moral del alma, Dios y la eternidad se hallarían continuamente ante nuestros ojos con su temible majestad (pues lo que podemos demostrar perfectamente nos vale con respecto a la certeza tanto como cuanto nos es asegurado por las apariencias). La transgresión de la ley se vería desde luego evitada y sería hecho lo mandado, mas como la intención por la cual deben tener lugar las acciones no puede verse impuesta por mandato alguno, mientras que el acicate de la actividad está aquí siempre a mano y es externo, sin que a la razón le quepa sublevarse reclutando fuerzas para resistir a las inclinaciones mediante una viva representación de la dignidad de la ley, la mayoría de las acciones conformes a la ley se deberían al miedo, unas cuantas a la esperanza y ninguna al deber, con lo que no existiría en absoluto el valor moral de las acciones, es decir, lo único de que depende el valor moral de la persona, e incluso del mundo, a los ojos de la suprema sabiduría. El comportamiento del ser humano, mientras perdurara su naturaleza tal como es ahora mismo, se transmutaría en un simple mecanismo donde, como en un teatro de marionetas, todos gesticularían convenientemente, mas no se descubriría ninguna vida en las figuras." (Kant, Kpv, V 146)
Lo que en esta cita nos quiere decir Kant es que las verdades de la religión, y las verdades éticas añadimos nosotros, son por su propia naturaleza problemáticas. Si fuera posible deducirlas por la razón perderían su valor; precisamente porque no sabemos, porque no tenemos las luces que nos gustaría tener, la acción moral es desinteresada y por eso mismo valiosa. La conducta del fanático religioso que está convencido de que su comportamiento se ajusta perfectamente a la voluntad de Dios carece de valor moral, este hombre ejecuta de manera interesada, pues quiere ganar la vida eterna, las órdenes de un superior. Pero es precisamente la incertidumbre y la falta de fundamento lo que da valor moral a la acción. Aquí encuentra Putnam la idea para lo que denomina, en el título de una de sus últimas obras, una Ética sin Ontología (2013).
C. Objetividad y Pluralismo moral.
Afirmar que no podemos encontrar un fundamento a la acción moral no supone abandonar la razón y caer en el emotivismo o el fideísmo, sino asumir que transitamos por la vía razón, porque es el mejor camino que conocemos, sin la esperanza de alcanzar una meta en la que descansar. Es reconocer con Sartre que no hay una intuición intelectual del Bien y que el hombre está solo, abandonado y condenado a inventarse constantemente a sí mismo. Si angustiados ante la arbitrariedad a la que nos vemos abocados buscamos mitigar el vértigo sosteniendo que, aunque los valores y los sistemas morales sean meras invenciones humanas, es posible fijar unos criterios objetivos que nos permiten determinar qué valores son mejores o peores, Putnam nos responde: ¿De dónde salen esos presuntos criterios? porque si son independientes de la acción humana entonces preexisten y estamos regresando al mundo nouménico que habíamos decidido abandonar y si forman parte de un léxico entonces son parte de aquello que pretendemos valorar.
“Los criterios y las prácticas, han insistido siempre los pragmatistas, deben ser desarrollados juntos y ser constantemente revisados mediante un procedimiento de delicado ajuste mutuo. Los propios criterios por los cuales juzgamos y comparamos nuestras imágenes morales son creaciones tanto como las imágenes morales” (Putnam, 1994: 150)
Lo que nos enseña el segundo Wittgenstein es que los criterios forman parte de los juegos del lenguaje, por lo que no podemos acudir a criterios metalingüísticos que decidan qué juegos (éticas o sistemas de valores) son mejores o peores. En un momento dado dice Wittgenstein en las Investigaciones lógicas “he llegado a un lecho de roca y aquí es donde mi pala se dobla”. Hay que reconocer que en la búsqueda de fundamentación llega un momento en el cual “la pala se dobla”, las explicaciones se acaban. No sé por qué es mejor preferir la fraternidad, el sentido de comunidad y el pensar por sí mismo a sus alternativas opuestas, solo lo sé.
Cabría suponer que, puesto que la búsqueda de un fundamento para la moral ha terminado en fracaso, Putnam desemboca en el relativismo. Pero esto no es así. Igual que Gabriel, Putnam sostiene que los relativistas incurren en una contradicción pragmática pues la tesis que defienden no se corresponde para nada con cómo pensamos habitualmente, ni siquiera con cómo piensan ellos. Recordemos que la solución de Gabriel es afirmar, al modo socrático, que existen hechos morales que no dependen de nuestra voluntad pero pueden ser aprehendidos por cualquiera que no tenga “los ojos del alma” cegados por los prejuicios y la ideología. Es aquí donde el enfoque de Putnam se aleja del realismo moral de Gabriel: los valores no son ni pueden ser ajenos a los intereses humanos y a un contexto particular, por lo que la imagen de unos “hechos morales” cuya verdad es independiente de la voluntad humana es inconcebible desde una ética pragmática. Si queremos justificar el valor de verdad de ciertos juicios, pretensión común a Gabriel y Putnam, la clave no está en las cosas mismas. La respuesta pasa por, como ya había señalado William James, abandonar la perspectiva de las cosas mismas (de la representación) y situarse en el punto de vista del agente y reconocer con Hume que nos guiamos por creencias y que estás juegan un papel fundamental en nuestras vidas.
“Rechazar el punto de vista del espectador, adoptar el punto de vista del agente hacia mis propias creencias morales, y reconocer que todas las creencias que encuentro indispensables para la vida deben ser tratadas por mí como aserciones que son verdaderas o falsas (y las cuales creo que son verdaderas) sin una odiosa distinción entre noumena y phenomena, no es lo mismo que recaer en el realismo metafísico sobre las propias creencias morales,” (Putnam, 1994: 147)
Recapitulemos brevemente: reconocemos que no hay juicios incontrovertidos (no solo en la moral sino en cualquier ámbito del conocimiento humano), a pesar de lo cual seguimos y seguiremos formulando y utilizando juicios y teorías controvertidas que carecen de fundamento último pero pueden ajustarse mejor o peor a nuestros intereses y necesidades. Esta es la habitual interpretación pragmática de las teorías científicas que, a juicio de Putnam, puede extrapolarse a la problemática moral porque no hay una diferencia sustancial entre un caso y otro. Cuando, desde una perspectiva cientificista, se dice que los valores morales son meras proyecciones y por lo tanto no son verdaderos ni falsos, podemos responder, desde una posición pragmática, que en realidad todo el conocimiento humano es una “proyección”, también las teorías científicas y las entidades matemáticas. Ya hemos comentado que la distinción entre “proyecciones” y “cosas en sí” no se sostiene, pero, del mismo modo que encontramos buenas razones para creer en la verdad y superioridad de la teoría de la selección natural frente a la del diseño inteligente, podemos encontrar buenas razones para elegir unos valores en detrimento de otros. En realidad esto es lo que ocurre en cualquier otra faceta de la vida humana. Pensemos por ejemplo en la actividad de fabricar cuchillos: los hay de muchos tipos, de distintos materiales, formas, etc. La pregunta de cuál es el cuchillo verdadero, el que se ajusta mejor a la idea de cuchillo carece de sentido porque no existe un modelo al cual ajustarse. ¿Quiere decir esto que todos los cuchillos son iguales y carece de sentido decir de un cuchillo que es mejor que otro? No, en modo alguno. En cierto contexto es perfectamente racional decir que un cuchillo es mejor que otro en función de cuál sea nuestro objetivo (cortar pan, pelar una manzana, picar cebolla, etc). Pues formular y elegir valores morales, viene a decir Putnam, es como utilizar cuchillos.
Así pues el pragmatismo ético no se decanta por un sistema ético (o “imagen moral” en los términos de Putnam) u otro, sino que aboga por el pluralismo moral: distintas imágenes morales como el republicanismo cívico, la ética teleológica aristotélica, el utilitarismo o el reino de los fines kantiano pueden ayudarnos a afrontar distintos problemas morales porque a fin de cuentas la ética no consiste en elaborar sistemas teóricos sino en responder a problemas prácticos y contextualizados como el aborto, la desobediencia civil, el maltrato a los animales, etc. La ética, si adoptamos esta perspectiva pluralista, es como una mesa con muchas patas: no es firme porque no tiene un solo objeto (el Bien, la felicidad...) o enfoque (el deber, el consecuencialismo...), pero es difícil de volcar.
Ahora bien, el pluralismo que defiende Putnam no implica relativismo: hay distintas “imágenes morales” que promueven distintos juicios morales y no todos tienen igual valor pero, como habíamos señalado anteriormente, no podemos apelar a un criterio extralingüístico que decida que teoría o juicio moral es mejor porque los criterios no se dan separados, forman parte de los “juegos del lenguaje” que estamos intentando valorar. ¿Cómo salir de este círculo? Encontramos en Peirce un enfoque que podemos aplicar a nuestro problema. Peirce afirma que un investigador solitario no puede establecer la verdad de una hipótesis o teoría que pudiera haber formulado porque el proceso de contrastación exige la intervención de una “comunidad de investigadores”: la verdad científica exige crítica entre iguales y el resultado de la deliberación no es naturalmente una verdad eterna y objetiva, sino lo que Dewey denomina una “aseveración justificada”. Estos análisis de la tradición pragmatista sobre el método científico cabe extrapolarlos a las cuestiones éticas.
Según Putnam los juicios morales “verdaderos” son los juicios más razonables, esto es, los que pueden aceptarse mediante una conversación inteligente entre aquellos que comparten un compromiso en favor del bien común, teniendo en cuenta que este bien común no se considera como algo que viene dado, sino que debe determinarse a partir del debate inteligente entre las personas involucradas. Luego, si ellas aceptan una aseveración particular pasa entonces a ser una "aseveración justificada". De
este modo, la razón y la justificación son internas a una forma de la vida, donde “lo razonable” emana de la discusión inteligente de las personas que forman parte
de ella. Frente al pragmatismo de Rorty, que propone abandonar la noción de objetividad, Putnam aboga por precisar y redefinir su sentido: “una objetividad humana que es la única que está a nuestro alcance y eso es mejor que no tener nada.” (2004: 64). El ser humano no puede ver y juzgar sucesos morales desde ningún lugar, no podemos valorar nada desde el punto de vista del “ojo de Dios”, esta´ es una imagen inútil y perniciosa de la que debemos desprendernos. La objetividad que Putnam reconoce para las aseveraciones éticas no supone que estas sean ajenas a las prácticas humanas o independientes de un contexto particular. Por eso Putnam no exige neutralidad, lo que pide es diálogo y una disposición favorable para la búsqueda del bien común. Es de este modo, mediante la deliberación racional, como podemos dar cuenta de la “universalidad” de los valores morales, la cual es una aspiración legítima siempre y cuando separemos este objetivo de la imposición de una “forma de vida universal”.
D. Comentario.
A mi modo de ver la noción de objetividad que maneja Putnam es demasiado débil: el acuerdo intersubjetivo y la deliberación racional orientada a la consecución del bien común, no es una base sólida en la que asentar la objetividad. En cierto modo, exigir a los juicios éticos que sean razonables, en el sentido que Putnam da este término, es pedir demasiado y por otro lado es un requisito excesivamente laxo.
Por una parte el criterio de objetividad de Putnam es demasiado exigente pues la experiencia muestra a las claras que la “reflexión inteligente” y el posterior consenso son bastante más difíciles de alcanzar de lo que pudiera parecer en un principio. Por ejemplo ¿qué es lo razonable en relación a la interrupción voluntaria del embarazo o el derecho de los niños a cambiar de sexo? La mayor parte de problemas morales son problemas precisamente porque no es posible alcanzar un acuerdo razonable sobre esos temas. Por otra parte, como denuncia Gabriel, lo moralmente legítimo no tiene porqué coincidir con la opinión mayoritaria. Por ejemplo, había un consenso en la Antigüedad sobre la legitimidad de la esclavitud o la discriminación de las mujeres. Entonces... ¿lo razonable para los esclavos y las mujeres sería aceptar su situación de subordinación? ¿Debemos concluir que los consensos que en el pasado eran razonables hoy no lo son? Si así fuera la noción de objetividad que nos propone Putnam parece un baluarte demasiado endeble contra el enemigo que dice combatir: el relativismo.
Yo creo que habría que buscar un anclaje más firme si queremos seguir hablando de verdad y objetividad en el ámbito de la moral. El problema de Putnam, tal y como yo lo veo, es que es prisionero del logocentrismo del Wittgenstein de las Investigaciones y acepta, de manera apresurada, una tesis controvertida: la que sostiene que todo criterio forma parte de un juego del lenguaje y por tanto no hay criterios metalingüísticos que nos puedan servir de guía para determinar qué juicios son mejores y peores.
Es obvio que todo criterio solo puede formularse a través del lenguaje, pero de ello no se infiere que todo criterio sea una mera expresión lingüística, de tal manera que su significado y alcance solo pueda determinarse dentro de un juego del lenguaje y no pueda ser valorado al margen de él. Dentro de la tradición pragmatista podemos encontrar alguna salida a este problema. Dewey apela en este punto a la noción de necesidad. Es porque hay necesidades humanas reales, y no simplemente deseos e intereses subjetivos, por lo que tiene sentido distinguir entre valores mejores y peores. Putnam replica que las necesidades no preexisten a la acción humana sino que son constantemente reelaboradas y generadas en el seno de un discurso que es inseparable de cierta forma de vida. Yo creo que Putnam tiene razón solo en parte. Es cierto que la necesidad de un adolescente de tener un móvil de última generación es una necesidad inducida que no tiene sentido al margen de cierta forma de vida, pero esto no es óbice para que puedan existir “bienes primarios” (en los términos de Rawls) que los seres humanos aspiramos a satisfacer de manera universal: comida, vivienda, salud física y mental, no ser oprimido, seguridad, vivir en un medio natural no contaminado, etc. Hay poco de lingüístico en estas necesidades.
Creo que una ética pragmática debe valorar positivamente aquellas acciones morales o políticas encaminadas a satisfacer estas necesidades y justificar los correspondientes juicios que las promueven. Pero esto aún es insuficiente. Como decía Platón en La República los hombres aspiran a algo más que a satisfacer sus necesidades básicas; por ello, en el diálogo platónico, se denomina de manera despectiva "ciudad de cerdos" a una comunidad orientada a la mera satisfacción de necesidades primarias. Encontramos en Aristóteles, y más concretamente en la lectura que Martha Nussbaum hace de Aristóteles, una manera de completar esos criterios que estamos buscando. Como sabemos, Aristóteles decía que la felicidad -eudaimonia- era el fin de la vida humana, pero lo que el estagirita entendía por eudaimonia poco se parece a la idea de felicidad como vida placentera que impera hoy en día. Como Nussbaum destaca, Aristóteles entiende por eudaimonia el florecimiento de las personas, es decir, el desarrollo de ciertas potencialidades que nos constituyen pero precisan de ser actualizadas para realizarnos plenamente como seres humanos. En esto consiste el enfoque de las capacidades que Nussbaum elabora en colaboración con Amartya Sen. Se trata, en cierta medida, de proponer una lectura aristotélica de la DUDH, pues los derechos políticos, para Nussbaum, no son más que capacidades, alentadas por el Estado, puestas en funcionamiento. Por ello el florecimiento de las personas exige que estas puedan disfrutar de: educación, trabajo, tiempo de ocio, libertades políticas: libertad de expresión, de movimiento, de reunión, etc; integridad corporal, desarrollo emocional, pensamiento crítico, empatía, dar y recibir cuidado, no ser discriminado por razones arbitrarias (sexo, raza...), participación en la vida pública, capacidad de reír y jugar, etc.
Un enfoque pragmático de la ética puede y debe valorar positivamente aquellas acciones encaminadas a la satisfacción de las necesidades primarias y al florecimiento de las personas. Podemos justificar las normas e imágenes morales que nos incitan a realizar este tipo de acciones y repudiar las contrarias. Además es de esperar que estos juicios sean razonables, en el sentido que Putnam da a esta expresión, pero, pienso, hace falta algo más que el mero acuerdo intersubjetivo si queremos justificar la objetividad de los juicios morales y pensar una ética pragmática y universal que ponga coto al relativismo.
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