|
Trouble with Strangers (2009) |
En su libro Trouble with strangers (2009), el filósofo marxista y católico (algo que no está de más señalar), Terry Eagleton, traza un recorrido a través de los aportes a la ética que hicieron autores como Hume, Hutcheson, Kant o Lévinas. Lo interesante de este trazado intelectual, más allá de las múltiples cosas que ya se han dicho sobre estos autores, está en que Eagleton se apoya en las categorías lacanianas de un modo original y sugerente. Estas herramientas conceptuales le permiten conectar el nivel del análisis filosófico de las distintas propuestas éticas con la cuestión inevitable del sujeto. Eagleton no muestra únicamente el alcance de una propuesta ética determinada, como pueda ser la de Hume o Kant, sino que, además las contextualiza, mostrando cuál es la subjetividad resultante de una determinada moral, su alcance y sus peligros. De este modo, problematiza el hecho de que una determinada reflexión moral no es algo que pueda ser pensado al margen del sujeto, un pensamiento abstracto que después puede concretarse en una determinada conducta, sino que explica por qué pensar éticamente de un modo u otro es ya, de hecho, estar constituido subjetivamente de forma concreta. Se comprende así cómo el nivel de la ética y la política que establecen los contornos del cuerpo social, se conectan con el nivel de las construcciones del sujeto, los llamados «modos de subjetivación».
Las tres principales categorías de la teoría lacaniana, como se ha repetido muchas veces, describen los tres órdenes de la realidad, esto es, las tres formas en las que un sujeto se estructura a sí mismo en su encuentro con la alteridad del mundo: lo Imaginario, lo Simbólico y lo Real. No voy a detenerme aquí en explicar el significado y alcance de estas categorías, simplemente haré una breve descripción aproximativa.
Lo imaginario se refiere, como en la Caverna de Platón, al nivel más básico en la que un individuo se encuentra con el mundo. Es de sobra conocida la experiencia del espejo, a la que no dejamos de acudir, para explicar este término: el niño recién nacido no tiene ninguna experiencia de realidad, vive completamente sumergido en el mundo caótico de las pulsiones, un haz de fuerzas ciegas que agitan el cuerpo carente de unidad. Este momento es lo que Lacan describía como «el cuerpo fragmentado»
[1] o Schelling nombró en Las edades del mundo, como el «movimiento rotatorio involuntario».
[2] En esta situación de salida, la criatura inmadura utiliza la contemplación de su propia imagen en el espejo para construir una primera unidad de sí mismo, que queda articulada a través de lo imaginario. Por eso, para Lacan, la primera experiencia del mundo y de nosotros mismos que podemos tener, es una experiencia imaginaria, nos reconocemos en la alteridad de las imágenes.
El nivel de lo simbólico se refiere al mundo organizado y constituido lingüísticamente. Este es al mundo de sentido en el que vivimos los «parlantes», en el que nosotros mismos y la realidad se nos presenta a través de los nombres. También es el espacio de una nueva alteridad, ya no la de las imágenes especulares de nosotros mismos, sino del mundo compartido de los significados en el que el otro puede ser realmente otro.
Por último el orden de lo Real designa el fracaso de los dos órdenes anteriores. Ni las imágenes ni el lenguaje son capaces de saturar nuestra experiencia de la realidad, presentando un mundo y un sí mismo coherente y organizado. Por el contrario, son registros inconsistentes, precarios, sostenidos de una forma frágil, siempre a punto del derrumbe. Si quisiéramos comprender este Real lacaniano a la luz de las categorías psiquiátricas diríamos que tanto el lenguaje (lo simbólico) como las fantasías (lo imaginario) son modos de estabilizar el desbocado automatismo mental de la psicosis (lo Real), pero son modos siempre al borde de su propio derrumbe, por lo que siempre estamos bordeando la locura.
[3]
Dicho esto, y volviendo al libro de Eagleton, éste nos presenta inicialmente el concepto de lo imaginario como la categoría clave para comprender una determinada propuesta ética, la llamada «teoría de los sentimientos morales». Se refiere principalmente al sentimentalismo inglés del siglo XVIII, del que se pueden extraer numerosas conclusiones para la comprensión del pathos de nuestro tiempo. Este sentimentalismo que, como hemos dicho se fundamenta en una subjetividad imaginaria, es la respuesta que el siglo XVIII inglés le dio al psicótico siglo anterior. Podría pensarse que la locura pulsional que tuvo su expresión en el sangriento siglo XVII, se pudo estabilizar a través de la producción de una cierta ética de lo imaginario, el sentimentalismo. Igual que en el espejo el niño reconoce su propio mundo interior al comprobar la contigüidad entre su cuerpo y la imagen, dotándole de una precaria pero estabilizadora identidad, una sociedad que necesitaba construir un cuerpo social, lo hizo a través del elemento imaginario sentimental que incluía en una comunidad a cada pequeño y frágil cuerpo fragmentario individual. El sensualismo inglés fue, entonces, una defensa.
"La sensibilidad era, entre otras cosas, una respuesta al sectarismo sangriento del siglo anterior que había ayudado a moldear el status quo político pero que ahora, habiendo cumplido su labor subversiva, debía ser borrada de la memoria y relegada al inconsciente político. Dentro de un patriarcado aún despótico, se hacían llamados a profundizar los lazos emocionales entre hombres y mujeres, junto con la aparición de la “infancia” y la celebración de la compañía espiritual dentro del matrimonio."[4]
El sentimentalismo o la teoría de los sentimientos morales, como sabemos, propia de autores como Hume, defiende que la moral juega más en el terreno de los sentimientos que en el del debate racional. Es verdad que el concepto de «sentimiento» es ambiguo, pues puede referirse tanto a una sensación corporal, como al impulso emocional que es vivido más como una fuerza espiritual, que como una pasión que soporta el cuerpo. Pero esta ambigüedad es, precisamente, un elemento fundamental del sensualismo, pues permite establecer como premisa que «la sensibilidad es el lugar donde el cuerpo y la mente se mezclan»
[5]. Para la teoría del sentimiento moral, son los sentimientos los que dan cuenta de las acciones moralmente deseables, no es la conversación racional que distingue lo pertinente de lo impertinente o el código de normas morales dictadas por una autoridad. Y dado que los sentimientos están en esa barrera entre lo corporal y lo espiritual, en una ética sentimentalista «la moralidad corre el riesgo de ser reemplazada por la neurología».
[6]
Pero el punto que destaca Eagleton es la evidente equivalencia entre el registro lacaniano de lo imaginario y una ética basada en sentimientos morales. En ambos casos, lo que se da es una correspondencia entre el mundo sentimental interno del sujeto y el mundo exterior de los otros, que se convierten en figuras especulares del propio yo. De este modo, señala Eagleton, en la sentimentalidad moral encontramos buena parte de los elementos de lo que podríamos denominar una «estructura subjetiva atravesada por lo imaginario»: «una proyección o transposición imaginativa en el interior del cuerpo de otro; la mimesis física en la que “por la misma expresión y gesto (del otro) nos elevamos y caemos en su condición”; la “contagiosidad” por la cual dos sujetos humanos comparten el mismo estado interior; la inmediatez visual con la que el estado interior del otro se comunica, de modo que lo interior parece estar inscrito en el exterior; y el intercambio de posiciones o identidades ("los ojos de un hombre son espejuelos para otro")».
[7] Igual que en la imagen del espejo, las cosas parecen pasar de dentro a afuera sin mediación, «es como si pudieras colocarte en el mismo lugar desde el que estás siendo observado, o verte a ti mismo al mismo tiempo desde dentro y desde fuera».
[8] [...] En el dominio de lo imaginario, hay una contigüidad entre el yo y los otros, de tal modo que cada semblante de otro hombre se comporta como una imagen especular del propio yo. Y el nexo que permite esta relación son los sentimientos, pues ambos, el yo interior y la alteridad del prójimo, comparten una misma sensibilidad. Como ejemplo, Eagleton propone el fenómeno del «transitivismo», la experiencia compartida por la cual, cuando observamos que una persona sufre algún tipo de accidente fortuito, tendemos a trasladar la respuesta a nuestro propio cuerpo, como si nosotros mismos fueramos un espejo: un espectador recibe un balonazo en un partido de futbol e, inconscientemente, cerramos los ojos y arrugamos la nariz para recibir el golpe. Se trata de una especie de «resonancia entre cuerpos».
Esta sensibilidad es lo Eagleton destaca en los sensualistas ingleses del siglo XVIII, como son, por ejemplo Richard Steele o Joseph Butler:
"Por un encanto secreto lloramos con el infeliz, y nos regocijamos con el alegre; pues no es posible que un corazón humano sea adverso a cualquier cosa que sea humana: sino que por la misma expresión y gesto del alegre y del angustiado, nos elevamos y caemos en su condición; y dado que la alegría es comunicativa, es razonable que el dolor sea contagioso, ambos vistos y sentidos de un vistazo, porque los ojos de un hombre son espejuelos para que otro lea su corazón."[9]
La humanidad está naturalmente tan estrechamente unida, hay tal correspondencia entre las sensaciones internas de un hombre y las de otro, que la deshonra es tan evitada como el dolor corporal, y ser objeto de estima y amor es tan deseado como cualquier bien externo... [...] Los hombres son tan un solo cuerpo, que de manera peculiar sienten por los demás, vergüenza, peligro repentino, resentimiento, honor, prosperidad, angustia.
[10]
Butler, por ejemplo, muestra claramente la realidad ininterrumpida entre el propio cuerpo y el cuerpo de los otros, como si todos los cuerpos fueran un continuo comunicado por medio de las emociones. Pero, además, no se trata de cualquier emoción, sino únicamente aquellas que hacen de las relaciones humanas una constante balsa de amabilidad, como la del comerciante siempre abierto a entablar un intercambio educado y carente de conflictos con el cliente. Por eso, el ideal moral de este sentimentalismo inglés, visto por Hutcheson, no se refiere al individuo ejemplar y extraordinario, sino, de un modo más modesto «al comerciante honesto, el amigo amable, el consejero prudente y fiel, el vecino caritativo y hospitalario, el esposo tierno y el padre afectuoso, el compañero sereno pero alegre».
[11] Se trata, sin duda, de una ética al servicio del mercado y de la producción que, poco a poco iba abriéndose camino en la Inglaterra ilustrada, en la que las maneras, los gestos, los comportamientos, mostraban una equivalencia entre el interior y el exterior, donde «los estados de conciencia eran asuntos casi materiales, visiblemente inscritos en las superficies de la conducta humana, encarnados en una marcha demasiado servil o en un ángulo de cabeza demasiado altanero».
[12] No solamente se proclamaban los sentimientos de la afabilidad propios del tendero, sino que las mismas clases sociales se constituían alrededor de este elemento imaginario. John Millar no dudaba en defender que el proletariado es una comunidad sentimental reunida alrededor de lo que Adam Smith llamó una «solidaridad plebeya».
[13] Es fácil ver aquí la «comunidad imaginada» de Benedict Anderson.
Teniendo en cuenta todo esto, se comprende por qué, en la Inglaterra de Jane Austen, el sentimentalismo funcionaba como una ideología y «el culto del sentimiento era el factor de bienestar de una nación mercantil exitosa».
[14] Era este sentimentalismo imaginario lo que imponía una subjetividad capaz de hacer de la empatía humana una fuerza política de primer orden,
[15] lo que podríamos describir como un «dispositivo de poder».
Pero seríamos injustos si pensásemos que este sentimentalismo creciente que funcionaba como ideología era solo eso, un mero dispositivo de poder. Hay que entenderlo también como una suerte de defensa, una huída hacia adelante que aseguraba un mínimo de cohesión social y bienestar en un momento en que la sociedad cambiaba rápidamente. El desarrollo de la economía de mercado y las formas capitalistas de vida, amenazaban con psicotizar la sociedad, aislando a hombres y mujeres, únicamente relacionados por vínculos económicos, utilitarios, tecnológicos, etc. La cultura del corazón, del llanto y de la ternura, aún cuando tuviera un reverso ideológico tenebroso, también funcionaba como un clavo ardiendo, la tabla de salvación para una sociedad que se atomizaba a un ritmo acelerado. En otras palabras, «el sentimiento —el intercambio rápido, caprichoso y sin palabras de gestos o intuiciones— era quizás la única forma de sociabilidad que quedaba en un mundo de individuos desoladamente aislados».
[16] De alguna forma, esta apelación al sentimiento, a la comunidad sentimental, daba cuenta de lo pobre y poco seductora que resultaba la sociedad burguesa. Una virtud basada en la excelencia de los grandes hombres, como se había dado en la antigüedad clásica, que había proporcionado durante siglos un propósito para los hombres y mujeres, convirtiendo la vida en un riesgo que no todos estaban dispuestos a correr, tal como intentó recuperar Nietzsche un siglo después, era ya imposible. Pero en la naciente sociedad burguesa, una comunidad de tenderos, padres de familia e intercambios mercantiles repletos de muecas amables, la vida perdía el tono de lo que es verdaderamente una vida. De ahí que la forma de repararla, era teñirla con el color de las pasiones propias de una subjetividad emocionalmente extaltada. Con el sentimiento moral, igual que con el sentimiento estético, retornaba el misterio de la naturaleza que parecía dejar entrever que por debajo de tanto sentimentalismo se movía el mundo misterioso de lo inefable. Y era así porque «aunque el amor, la generosidad y la cooperación mutua eran las virtudes humanas más resplandecientes, ya no era posible decir por qué».
[17] Esto explicaba por qué el filósofo más popular del momento era Edmund Burke quien, en su obra
A Philosophical Enquiry into the Origin of Our Ideas of the Sublime and Beautiful (1757), hablaba de dos sentimientos distintos: por un lado el sentimiento de lo bello, que nos ponía en el orden de una belleza tranquila, amable, armoniosa, delicada, moderada, etc., esa forma de sentimentalismo que hemos dicho que es propia de los tenderos, los padres de familia y las damas de la buena sociedad; por el otro, el sentimiento de lo sublime, la pasión propia de una subjetividad que bordeaba la locura. Un sentimiento que amenazaba con hacer saltar las costuras de la buena sociedad mediante arrebatos de pasión descontrolada, la pasión por lo grandioso, lo poderoso, lo vasto, la intensidad infinita y, a menudo, lo terrorífico. Se dibujaba así una sociedad que ya no era únicamente la de los amables tenderos, sino la de sujetos al borde de caer en la locura y la desmesura. No es baladí que este sea el tiempo de lo que Foucault llamaría «el gran encierro», una sociedad donde convivía la pacífica vida del mercado y los cafés, con el horror indescriptible del manicomio. Al fin y al cabo, ¿dónde está la diferencia entre un cuerdo y un loco cuando son los sentimientos los que tienen que decidir dónde está el bien? Tal como apunta Eagleton, de nuevo, «en el elogio sentimentalista de Laurence Sterne a “la gloriosa lujuria de hacer el bien”, ¿recae el énfasis en la “lujuria” o en el “bien”?».
[18]
Eagleton presenta esta ética del sentimiento como una suerte de pelagianismo moderno al «hacer que la virtud parezca demasiado fácil e instintiva, más como un suspiro que como una lucha».
[19] El peligro estaba, como hemos señalado, en una moral que pendulaba entre la fácil y bella virtud de los buenos modales y otra igualmente fácil locura del arrebato. Pero aquí Eagleton piensa que es posible hacer una variación de este sentimentalismo que madure esta ética hacia una región más fructífera, sustituyendo los sentimientos banales y la pasión por la compasión, pasando así del registro imaginario al simbólico, del narcisismo sensiblero a la comunidad de parlantes. Se trata de la versión de Eagleton de lo que Žižek no ha dejado de reivindicar como el rescate de lo valioso de la tradición cristiana. Eagleton distingue así la compasión del sentimentalismo, señalando que mientras que la primera es centrífuga, el sentimentalismo es centrípeto
[20], lo que quiere decir que, mientras una ética basada en la compasión está volcada hacia la alteridad del otro, para el sentimentalismo, el otro no es más que la proyección especular del propio yo, por lo que los sujetos viven centrados en su propia autocomplacencia, en la experiencia y el goce de sus propios sentimientos. De ahí que sea tan fácil pasar de los sentimientos delicados al arrebato de la pasión. Se trata, al fin y al cabo, de una relación incompleta con el otro, puesto que éste sólo es tomado como un motivo para el goce solipsista, lo que hace que no haya matices de ningún tipo: el otro, o atiende especularmente mi deseo, o es rechazado como un intruso extraño e incómodo. De este modo, el sentimentalista se mueve dentro del narcisismo, igual que para el niño enamorado de su propia imagen en el espejo «el otro es simplemente un espejo para su propio deleite».
[21] En la lógica capitalista del «educado» mercado, el otro sólo tiene cabida en la medida en que respeta los códigos de buena conducta y realiza la transacción en los términos apropiados: se comporta como el complemento especular del propio yo, ya sea en la amable sensibilidad o en la intensidad de la pasión.
En cambio, apunta Eagleton, para la virtud cristiana de la compasión, el otro ocupa el foco principal de la relación y el sujeto debe esforzarse para que eso siga siendo así: «El sentimentalismo es un sentimiento en exceso respecto a su motivo, pasando a través de su objeto como el deseo freudiano, para curvarse de nuevo sobre sí mismo y reunirse con el sujeto; la benevolencia, en cambio, es un sentimiento en proporción a su objeto».
[22] Goldsmith, en un ensayo titulado
Justice and Generosity, resume esta idea de la generosidad cristiana señalando que la compasión, para el
Nuevo Testamento, no tiene nada que ver con el sentimiento que el prójimo nos despierta, no es una emanación del cuerpo, sino una obligación devenida de nuestra pertenencia comunitaria. Por eso, una ética de la compasión no adoptaría la forma del registro imaginario lacaniano, dado que el otro no puede ser percibido de ningún modo como una prolongación especular de nuestro propio cuerpo. El otro puede ser cualquiera, incluso nuestro enemigo, pero es un cuerpo respecto del cual también estamos obligados a deberle compasión y generosidad.
Aquí se explica, por ejemplo, el rechazo constante que el Nuevo Testamento hace de la familia. La referencia fundamental aquí es, sin duda, Mateo 10:35-37, donde Mateo pone en boca de Jesús: «he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, a la hija contra su madre, y a la nuera contra su suegra; y los enemigos del hombre serán los de su casa. El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí».
Esto significa básicamente que la generosidad no se da desde el reconocimiento empático del otro, sino mediante la aceptación de un mandato formal que se establece simbólicamente por la comunidad, como un imperativo categórico. Aquí ya no nos movemos en el orden imaginario, sino que habitamos el mundo compartido de las palabras propio del orden simbólico, dentro de un discurso que sólo puede obtener su fuerza performativa mediante la referencia a Otro ausente que nos emplaza a obedecer. Es muy pertinente ese ejemplo zizekiano que distingue entre el amo autoritario y el amo manipulador, y que son dos buenas metáforas de la diferencia entre lo imaginario y lo simbólico: imaginemos un padre preocupado porque su hijo visite regularmente a su abuelo enfermo. Un padre autoritario se despreocupará de los sentimientos de su hijo y simplemente le dirá que es su obligación visitar a su abuelo, mientras que un padre «comprensivo» y manipulador, intentará que su hijo sienta la necesidad de visitar a su abuelo apelando a sus sentimientos y su vínculo afectivo. Podríamos decir que la verdadera generosidad y compasión está del lado del hijo que cumple con su obligación, aunque eso le cause alguna contrariedad y visite a su abuelo a regañadientes, no del hijo que se apiada de su abuelo y le visita por su propio compromiso emocional. En realidad, si esto ocurre, el otro, su abuelo, solo es el pretexto para gozar a través de la imagen de la fisionomía crepuscular de su pariente, como si fuera su propio reflejo. Y si no ocurre, seguramente sea porque el adolescente ya se reconoce suficientemente en otros objetos más sublimes que excitan su pasión. Esto podría parecernos un contrasentido a los habitantes de una época tan acostumbrada al sentimentalismo y a apelar a las bellas emociones para que nos muevan a causas justas, pero lo cierto es que, para Eagleton «La moralidad es una cuestión demasiado vital para dejarla en la caprichosa bondad de aquellos que pueden permitirse ser afables. Los vulnerables necesitan un vínculo material o un código de obligaciones que los proteja, un texto preciso que puedan usar cuando sus superiores se tornen adversos. Una ética regida por reglas puede sonar menos agradable que un impulso genial, pero su objetivo es que debes comportarte humanamente con los demás, sin importar cómo te sientas. Su objetivo también es que la moralidad se trata de lo que haces, no de lo que sientes».
[23]
No hay comentarios:
Publicar un comentario