En este planteamiento resulta interesante ver las diferentes posiciones de dos de estos filósofos sensualistas, Hutcheson y Hume, quienes, desde posiciones similares van a mostrar, de un modo diferente, de qué forma terminan por desembocar en un callejón sin salida. Por un lado Hutcheson, como veremos, resulta un iluso metafísico, empeñado en creer en la posibilidad real de que el otro sea efectivamente la construcción imaginaria que yo hago de él. Por el otro lado, Hume, mucho más realista, cae en un provincianismo ético en el que el otro se circunscribe casi a los límites de mi propio barrio, y eso cuando hablamos de barrios no multiculturales.
Francis Hutcheson (1694-1746) fue un filósofo y académico escocés-irlandés, precursor de la Ilustración escocesa, muy influyente en la ética y la teoría moral del siglo XVIII, sobre todo en Hume. Su teoría del sentimiento moral defiende que los humanos poseen un sentido interno que les permite discernir el bien del mal y les impulsa hacia acciones benevolentes. Argumentaba que la moralidad se basa en la capacidad natural de experimentar sentimientos de aprobación o desaprobación hacia las acciones de los demás. Su principal influencia fue, sin duda, Shaftesbury, quien había roto con el racionalismo continental y defendía que el fundamento de la sociabilidad humana estaba en el placer. Para Shaftesbury, la virtud era una cuestión relacional, no una cualidad que se poseía o alcanzaba de forma individual. Cuando realizamos actos que son apreciados por los demás, recibimos una respuesta que produce placer en nosotros, placer que es un indicativo fiable de la calidad ética de nuestras acciones. De este modo, para Shaftesbury, como si quisiera anticipar una cierta moral propia de las actuales redes sociales, nuestros actos recibían su auténtico valor en la relación de aprobación y desaprobación por parte de los demás. Uno está tentado de añadir aquí que es el número de «likes» y comentarios positivos, lo que atestigua el valor moral de una acción; más aún cuando sabemos que Shaftesbury no pensaba esta aprobación en términos de relación con el prójimo, un amigo por ejemplo, siempre dispuesto a decirnos la verdad, sino de un modo más general con el Gran Otro, con el orden social en su conjunto.
Hutcheson, por su parte, yendo un poco más allá que Shaftesbury, estaba convencido de que este placer que me reporta algunas acciones, no era una cuestión simplemente de mis propios sentimientos, sino que estos sentimientos estaban de alguna forma conectados con las emociones de los demás, como si verdaderamente hubiera una continuidad ética entre las personas a través de sus afectos. Para Hutcheson, poseemos una facultad especial, el sentido moral, que «apueba espontáneamente las acciones desinteresadas y condena las insensibles, sin la menor referencia a nuestro propio interés o ventaja».[1] Hutcheson, de hecho, se oponía al egoísmo filosófico de Thomas Hobbes, y entendía que el estado de naturaleza era un amable estado de libertad, no de violencia y anarquía. Por eso fue pionero en la defensa de la igualdad de derechos entre todos los hombres, incluyendo a las mujeres, los niños, los indígenas, incluso los esclavos. Por supuesto que esta posición es algo que debe ser reconocido y alabado, más si recordamos que el siglo que vivió Hutcheson fue el del comienzo de la expansión colonial británica y, especialmente, el siglo en el que la esclavitud adquirió el nivel máximo de crímenes contra la humanidad. Pero lo que nos importa destacar aquí es cómo esta posición se fundamentaba en una construcción imaginaria, irreal y paternalista, acerca de quién es verdaderamente el otro. Hutcheson veía al indígena, al esclavo o a la mujer, como seres dignos de compasión y ayuda, basándose en una construcción imaginaria de su condición de ser humano, sin incluir aquello que hacía del otro un auténtico Otro.
Podría pensarse, no obstante, que Hutcheson estaba proponiendo una auténtica ética materialista, ya que el fundamento de la moralidad se encontraba en las propias sensaciones corporales. Pero en rigor esto no podía ser así. Los sentidos, como señaló Adam Smith, «nunca nos llevaron, ni pueden llevarnos más allá de nuestra propia persona»,[2] pues empiezan y terminan con nuestro cuerpo, son receptores pasivos del mundo. Por eso, realmente se trataba de una ética que se asentaba en la imaginación, pues los sentimientos universales de los que hablaba Hutcheson no eran más que la proyección del propio yo, de mis emociones amables en los cuerpos de los otros a través de la imaginación. Tal como señala Eagleton, «los sentimentalistas tienen una idea defectuosa del cuerpo pues necesitan suplementarlo con estos apéndices imaginarios»[3] ya que ven el cuerpo como un cadáver, como un objeto similar a una silla o una mesa, del que sólo nos diferencia la presencia de un alma: «no logran comprender que hablar del alma es simplemente una forma de intentar definir lo que distingue a los cuerpos animados y auto-organizados, como avispas o altos funcionarios públicos, a diferencia de los muebles».[4] Es una ética imaginaria porque la comprensión del otro se realiza en términos del propio «yo», pues aunque el otro nunca está realmente disponible para mí ni es transparente a mi mirada, sí que puedo aceptarle si lo tomo como un reflejo de mí mismo. Por eso se trata de una ética un tanto ingenua, propia de una clase media acomodada y satisfecha. Uno puede proyectar en los otros imaginariamente sus sentimientos de generosidad porque está satisfecho con lo que tiene y no se siente amenazado. Tal como afirma Eagleton, para autores como Hutcheson, «la virtud parece tan disponible como el clarete».[5] La prueba de esto está en que esta proyección especular de sentimientos negativos no se contempla. Obtener placer de la proyección del dolor y el tormento, de modo que uno encuentre satisfacción en el sufrimiento del otro, sería propio de un ser inmoral, depravado, atormentado y resentido (esta es la posibilidad que explorará un poco después el Marqués de Sade). Por eso es una ética únicamente aplicable espíritus autosatisfechos.
David Hume (1711-1776), el gran filósofo escocés del siglo XVIII, también propone una ética imaginaria del amor, aunque su propuesta es menos ingenua que la de Hutcheson. Para Hume, el sentimiento que explica la moralidad es la empatía: «‘Las mentes de los hombres’, comenta Hume, ‘son espejos entre sí’. En un movimiento dialéctico, el placer que un hombre rico recibe de sus posesiones, al ser proyectado sobre el espectador, causa placer y estima; estos sentimientos, al ser percibidos y compartidos, aumentan el placer del poseedor y, al ser reflejados nuevamente, se convierten en una nueva base para el placer y la estima en el espectador. Lo imaginario, con su reflejo de espejo en espejo, es una especie de sociedad de admiración mutua».[6] Como vemos, Hume es consciente de que una ética basada en la empatía se apoya claramente en la imaginación. La propiedad privada, que es el pilar básico de la sociedad burguesa, no podría sostenerse si los individuos no construyesen imaginariamente un vínculo existente entre un propietario y sus propiedades, vínculo que no puede ser derivado de la experiencia o la razón. La moralidad es una construcción que mantiene esta misma estructura. Igual que el niño que se mira en el espejo imagina que su imagen reflejada es un objeto del propio mundo, al cual puede manipular mediante su movimiento, sin darse cuenta de que es su imagen especular, la mayoría de los ciudadanos abordan la cuestión de la moralidad del mismo modo, convencidos de que sus propios valores morales «son parte del mobiliario del mundo material. No reconocen que tales valores son, en realidad, imaginarios en el sentido de que son creados por el sujeto».[7] Al reconocer esta absoluta condición imaginaria de la moral, la posición humeana resulta mucho más fría que la de Hutcheson: un acto es bueno o malo debido al sentimiento de aprobación o desaprobación que provoca en nosotros, pero eso no tiene ninguna relación con las propiedades objetivas del acto en sí, algo que sí creía metafísicamente Hutcheson. Para Hume, los distintos objetos del mundo provocan ciertos sentimientos morales en nosotros, pero no hay forma de conectar estos sentimientos con las propiedades objetivas de tales objetos y acciones. Por esto mismo, es en Hume en quien podemos decir que la ética es un asunto plenamente imaginario. Y también por eso, Hume está menos convencido de la benevolencia humana que Hutcheson. Al no poder garantizar de ningún modo que mis sentimientos se prolongan en los sentimientos de los demás, de pronto, los otros se vuelven inciertos. De ahí que Hume añada un elemento más al orden imaginario, un elemento que podríamos considerar simbólico: la costumbre. Escribe en el Tratado de la naturaleza humana: «Las costumbres y las relaciones, nos hacen penetrar profundamente en los sentimientos de los demás; y cualquier fortuna que supongamos que les acompaña, es presentada ante nosotros por la imaginación, y opera como si originalmente fuera nuestra».[8] En otras palabras: Hume se comporta, respecto de la moral, de la misma forma escéptica que se comporta respecto de su empirismo epistemológico. Puede que mis sentimientos morales no puedan conectarse de forma indeleble con las acciones y sentimientos de los otros, como pensaba Hutcheson, pero la costumbre me lleva a considerar que estos sentimientos no son, en principio, desacertados, por lo que puedo evitar de un modo razonable caer en la paranoia de ver en el otro un potencial enemigo. Para Hume no valía simplemente con el elemento afectivo imaginario, eran necesarios otros elementos como las instituciones políticas. De hecho, concibe la ley y la política como «el fruto del fracaso de la imaginación».[9] De ahí que sean indispensables las instituciones simbólicas que compensen la insuficiencia de lo imaginario. Lo que está haciendo Hume es complementar una ética imaginaria basada en lo sentimental, con una ética simbólica basada en la tradición. Mediante la costumbre, el orden emocional de lo imaginario se diluye y la racionalidad, el orden de lo simbólico, cobra un poder creciente.
Pero la consecuencia de todo esto era, inevitablemente, una ética provinciana. Para Hume los sentimientos morales solo funcionaban con las personas más cercanas, con las que compartimos una vida más o menos semejante, los familiares, los amigos, los vecinos, pues este espacio compartido permitía matizar y orientar correctamente a los sentimientos morales a través de una tradición común. Pero, desde luego, no podían extenderse a toda la sociedad como imaginaba Hutcheson y, mucho menos ampliar el círculo a las otras culturas. Puede que si vemos sufrir a alguien nuestro lado, nuestros sentimientos se conmuevan y eso nos mueva a la compasión y la ayuda, pero cuando se trata de sufrimientos lejanos y ajenos, nuestros sentimientos pierden fuerza. Se trataba del mismo argumento que el filósofo escocés aplicaba a las impresiones sensibles en su epistemología: cuanto más viva es una impresión más sensación de realidad me produce. Sólo los sentimientos intensos, los que me vinculan a mis semejantes más cercanos, me mueven a actuar.
También la propuesta humeana puede ser caracterizada como una ética del amor, pues son los sentimientos de compasión y apego que despiertan en mí los otros, ya sea por cercanía o por tradición, lo que me mueve a actuar, a incluirles en la comunidad de la que me siento co-partícipe y a promover su defensa y su ayuda. La diferencia con Hutcheson estaba en que, mientras que éste entendía el amor como una suerte de construcción imaginaria deslocalizada, un sentimiento común universal, para Hume, el amor era mucho más local. Pero en ambos casos comprendían el amor como una experiencia absolutamentre individual que, gracias a algún procedimiento, podía compartirse pero que no dejaba de ser tan local como el propio cuerpo.
Tratar de fundamentar la moralidad en el amor era algo muy loable, pues esto es lo que impulsa a los seres humanos a entregarnos desinteresadamente a los demás, pero el problema del amor que proponían los sensualistas británicos, nos dice Eagleton, es que no entendían que el amor no es únicamente una emoción local, una respuesta corporal frente al otro, sino que también tiene una dimensión que podríamos denominar, en cierta forma, como «simbólica», aunque el amor sea algo que desborde completamente los límites de lo normativo. El amor puede entenderse como un mandato simbólico, pero no desde luego como la ficción ingenua y patética de amar a todo el mundo, sino como la instancia que prohíbe la crueldad y obliga a respetar la dignidad de todos. Por eso, señala muy acertadamente Eagleton, que el mandato universal del amor que reclama la ética, no puede ser un imperativo universal que obligue a una acción positiva movida desde nuestras emociones. Ya hemos mostrado cómo esto sólo es posible desde ficciones imaginarias que pueden ser tan ingenuas como perversas. En cambio, sí que puede ser una instancia universalizadora que niegue la exclusión y la totalización. En otras palabras, el amor en el que está pensando Eagleton no tiene la forma universal del «para todos», sino la estructura Real del lacaniano «no-todo». En palabras de Eagleton: «No se trata de que "debo amar a todos", una proposición vacía si alguna vez hubo una, sino de que "no hay nadie a quien no deba amar"». Que no existe alguien a quien no tengo la obligación de amar, aunque esta obligación no se concrete en una relación, significa que estoy en disposición de amar a cualquiera. Lo que está diciendo Eagleton es que una ética que se fundamenta en el amor al otro, rechaza la distinción entre el amigo y el extraño, no porque sea indiferente a los afectos personales, afectos que existen y nos mueven, sino porque considera que el amor no debe estar determinado por esas pasiones. En otras palabras, no es necesario sentir ningún afecto en particular para poder amar al otro,[10] por consiguiente uno puede amar a cualquiera. Aquí sitúa Eagleton, por ejemplo, la diferencia entre el amor judío y el amor cristiano-paulino del Nuevo Testamento: para los escritores del Antiguo testamento el mandato de amar al prójimo era fundamentalmente un mandato de amparar al desamparado, al pobre, al que sufre, al que necesita nuestra ayuda. En cambio, los judíos de la diáspora y especialmente los cristianos, ampliaron el mandato del amor para señalar que el amor al prójimo era amor a cualquiera, dado que cualquiera era digno de amor, estuviera o no desamparado. El amor al desamparado corría el riesgo de convertirse en una forma de superioridad moral que convierte al otro en un fetiche, la del paternalista que ama al débil precisamente porque es débil, lo que le coloca a uno en una situación de superioridad. Esto nos devuelve a la ética imaginaria en la que el otro sólo es el espejo en el que me reflejo para construir una buena imagen de mí mismo, una imagen autista que excluye toda la carga real del Otro. Esto es, precisamente lo que Žižek critica del multiculturalismo y el mandato de la tolerancia europea, que es una forma velada de paternalismo que «ama» al otro no porque sea digno de amor, sino porque se le coloca en una situación insuperable de inferioridad, permitiendo al europeo mantener su posición de superioridad. Por regla general, los europeos estamos dispuestos a tolerar la cultura de los otros a condición de que ninguno de sus elementos pueda ser universalizable. Estamos dispuestos a reconocer los valores religiosos del otro como parte de su folclore, pero no a tomar estos mismos valores desde su dimensión ética y política.
Finalmente, el fundamento último de este mandato simbólico del «no todo» rebasa completamente su propio marco normativo, por lo que no puede prescribirse realmente como una máxima moral. En realidad, Eagleton deja claro que el fundamento de una ética basada en esta clase de amor, no es simbólica, sino Real en un sentido lacaniano. Esto significa que la aparente máxima de «no hay nadie a quien no le debas amor» no funciona como un mandato simbólico, un imperativo traducible en un «debes amar a todos», puesto que, como hemos dicho se trata de un imperativo imposible. De hecho, si comprendemos la dimensión Real lacaniana como un imposible, la constatación de la insuficiencia de lo simbólico (o la constatación de la insuficiencia de lo imaginario), podemos comprender que la máxima de que no hay nadie a quien debas excluir en tu obligación de amar al otro, lo que constata es nuestra propia insuficiencia. No es que el otro sea un extraño al que se me hace difícil amarle, es que yo mismo soy un extraño incapaz de alcanzarme a mí mismo y mucho menos de rozar la imagen del otro con mi amor. No se trata de que debamos amar al otro porque es un ser insuficiente y desasistido, es que yo mismo soy un ser insuficiente y desasistido, incapaz no sólo de alcanzar al otro, sino de alcanzarme a mí mismo. La ética imaginaria británica nos emborracha con la fantasía de la autosuficiencia, igual que el niño cree que controla el mundo porque la imagen del espejo se mueve como una marioneta que responde a su voluntad. En realidad, como sabemos, ocurre al contrario: es la contemplación de esa imagen la que le sugiere al niño cierta consistencia de sí mismo. Paradójicamente, el amor Real recupera al otro renunciando a él, puesto que sólo renunciando a que el otro sea una imagen especular de mí mismo, y sólo constatando que no llego de ninguna forma al mandato simbólico de acogerle, podemos percibir que es el otro, en su insuficiencia, quien me acompaña en mi propio desvalimiento. En la relación que Hegel nos propone entre el amo y el esclavo, es el amo el que más necesita al esclavo y no al revés. Cuando un hombre blanco europeo cae en la cuenta de lo mucho que necesita al otro desvalido para seguir siendo ese hombre blanco europeo, es cuando puede dejar de serlo y acompañarse verdaderamente del Otro, constituyendo una auténtica comunidad. En palabras de Eagleton, «no se trata simplemente de tratar a los desconocidos como prójimos, sino de tratarse a uno mismo como extraño; es decir, de reconocer en lo más profundo de nuestro ser una demanda implacable que es en última instancia inescrutable y que constituye el verdadero fundamento, más allá del espejo, en el que los sujetos humanos pueden establecer un encuentro. Esto es lo que Hegel conocía como Geist, lo que el psicoanálisis conoce como lo Real, y la tradición judeocristiana como el amor de Dios».[11]
[1] Terry Eagleton, Trouble
with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle,
Posición 440: «there is a special faculty within us - the moral sense - which
spontaneously approves selfless actions and condemns callous ones, without the
slightest reference to our own interest or advantage»
[2] Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, in
Selby-Bigge, British Moralists, vol. 1, p. 258. Terry Eagleton. Trouble with
Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle5000-5001). Edición de Kindle.
[3] Terry Eagleton, Trouble
with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle,
Posición 567: «he
sentimentalists have a defective idea of the body that they need to supplement
it with these imaginary appendages».
[4] Terry Eagleton, Trouble
with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle,
Posición 572: «The empiricists
fail to grasp the point that soul talk is simply a reifying way of trying to
define what is distinctive about animate, self-organising bodies such as wasps
or senior civil servants, as opposed to pieces of furniture».
[5] Eagleton, Trouble
with Strangers: A Study of Ethics , Blackwell: 2009, Edición Kindle,
Posición 555.
[6] ` Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of
Ethics (Posición en Kindle682-684). Edición de Kindle: «The minds of men', Hume comments, `are mirrors to one
another'(414). In a dialectical motion, `the pleasure, which a rich man
receives from his possessions, being thrown upon the beholder, causes a
pleasure and esteem; which sentiments again, being perceiv'd and sympathised
with, encrease the pleasure of the possessor; and being once more reflected,
become a new foundation for pleasure and esteem in the beholder'. The
imaginary, with its flashing of mirror upon mirror, is a sort of mutual
admiration society».
[7] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of
Ethics (Posición en Kindle704-707). Edición de Kindle. «It is not hard to imagine the duped infant before the
looking glass regarding ing his image as an object in the world autonomous of
himself, unaware that it is simply a projection of his own body. This, in
Hume's view, is how most unreflective citizens approach the question of
morality, convinced as they are that moral values are part of the furniture of
the material world. They do not recognise that such values are in fact
imaginary, in the sense of subject-created».
[8] David Hume, A
Treatise of Human Nature (London, 1969), p. 457.
[9] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of
Ethics (Posición en Kindle773). Edición de Kindle: «law and politics are the
fruit of a failure of the imagination».
[10] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of
Ethics (Posición en Kindle832-836). Edición de Kindle: «In this sense, genuine love conforms to the Lacanian
logic of the `not-all'. all'. It is a matter not of `I must love everyone', a
vacuous proposition if ever there was one, but `There is nobody whom I must not
love'. Universal love is a question of global politics, not of fuzzy vibrations
of cosmic togetherness. As far as individuals go, it means loving everybody in
the sense of loving anybody who happens along. As such, it rejects the
distinction tion between friend and stranger - not because it is calloused to
personal affections, but because it does not regard love as being chiefly
concerned with such things. One need not feel in the least affectionate in
order to be able to love».
[11] Terry Eagleton. Trouble with Strangers: A Study of Ethics (Posición en Kindle851-854). Edición de Kindle: «It is not simply a matter of treating strangers as neighbours but of treating oneself as strange - of recognising at the core of one's being an implacable demand which is ultimately inscrutable, and which is the true ground, beyond the mirror, on which human subjects can effect an encounter. It is this which Hegel knew as Geist, psychoanalysis knows as the Real, and the Judaeo-Christian tradition as the love of God. For all the admirable tender-heartedness of an imaginary ethics, it is a horror and a splendour which lies beyond its limited comprehension».
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