Página de filosofía y discusión sobre el pensamiento contemporáneo

miércoles, 23 de abril de 2025

Sentido y Existencia (II)
Óscar Sánchez Vega

Recordemos en primer lugar que el objetivo de estas entradas es seguir a Gabriel en su objetivo de reflexionar sobre la existencia y, en segundo lugar, que Kant acierta al considerar que la existencia no es una propiedad auténtica.

La siguiente referencia que vamos a tomar en consideración es Frege. La ontología de los campos de sentido de Gabriel debe mucho a Gottlob Frege, como él mismo reconoce, aunque el filósofo contemporáneo se esfuerce en marcar distancias con su ilustre predecesor.

Existir, afirma Frege, es caer bajo un concepto. De este modo las afirmaciones de existencia pueden entenderse como «negaciones de la clase nula», es decir, existen aquellos conceptos que tienen una extensión no vacía. Así existen caballos porque encontramos objetos que caen bajo este concepto, pero no existen unicornios (o mejor dicho: no existen unicornios como especie animal, pero sí existen como dibujo, por ejemplo). Pero la existencia, al contrario de lo que planteaba Kant, no está limitada por nuestra experiencia, ni es subjetiva en ningún sentido relevante del término. Así, por ejemplo, existe un número primo entre 4 y 6, o no hay ningún número natural que sea el máximo. Como matemático, estos son los ejemplos de existencia en los que estaba interesado Frege; se trata de hechos que podemos aprehender, pero son independientes de nuestra experiencia o voluntad.

Las consecuencias ontológicas que se derivan de este planteamiento, y que Gabriel asume, son principalmente dos:

Primera. Descriptivismo ontológico: todo lo que existe, existe bajo una determinada descripción, nada existe en general sino así y así. En otras palabras: todo cuanto existe tiene un sentido. Frege no da una definición rigurosa de “sentido”, habla del sentido como la intensión de un concepto o el “modo de presentación” de un objeto. No es lo mismo referirse a Aristóteles como el hijo de Nicómaco o como el discípulo de Platón. En este caso, los sentidos son diferentes, aunque la referencia es la misma. Lo importante aquí es destacar que el sentido y la existencia están en una conexión conceptualmente indisoluble. Según esto, no hay un “objeto puro”: si algo existe, hay un sentido en el que existe, por ejemplo, como caballo, como número primo, o como rey de Francia.

Segunda. Pluralismo ontológico. Hay muchos conceptos y, por tanto, muchas formas de existencia. Lo que deduce Gabriel de aquí, entre otras cosas, es que la distinción entre realidad y ficción es funcional, no esencial. Por ello obras como Alicia en el País de la Maravillas o Don Quijote no son, sin más, obras de ficción pues en su interior hay ficciones: lo que es una ficción desde una perspectiva exterior al libro, pasa a ser la realidad desde la que se generan ficciones en el interior de la obra. Todo depende del marco de partida. Y del mismo modo que la existencia está sometida a condiciones, pues lo que existe solo puede existir en un ámbito (concepto) y con un sentido, también la no-existencia está sometida a idénticas condiciones. ¿Qué quiere decir que algo no existe? Pues que no existe en un ámbito... pero sí en otro. Los unicornios, por ejemplo, no existen en la naturaleza, pero sí existen en los cuentos infantiles. En términos de Frege, todo lo que cae bajo un concepto existe (excepto el Mundo que, como veremos más adelante, no existe en absoluto)

Como decía al principio de esta entrada Gabriel se esfuerza por marcar diferencias con Frege señalando dos divergencias de poco calado (según mi parecer).

Primera. Frege intenta, en la medida de lo posible, formalizar su teoría y expresarla en términos matemáticos. Así, por ejemplo, el lógico alemán equipara la existencia y el cuantificador universal (lo que está en la base de la teoría de conjuntos y la ontología de Badiou). Gabriel entiende que la formalización aporta poco. El lenguaje formal solo tiene un significado si previamente hemos interpretado los signos en clave ontológica. Pero por sí solo un lenguaje formal, como la teoría de conjuntos, no resuelve los problemas de la ontología.

Segunda. Gabriel sustituye la noción de “concepto” de Frege por “campo de sentido”. Ambos están de acuerdo en que es necesario un trasfondo para que algo se dé, pero la noción de “concepto” es, a juicio de Gabriel, demasiado rígida pues son posibles otras formas de existencia al margen de la conceptual, como el amor, por ejemplo. Además, la distinción entre concepto y objeto en Frege es esencial; en cambio, la distinción entre existencia y campo de sentido en Gabriel es funcional, pues un campo de sentido es objetivo, y con ello “existe”, en la medida en que aparece individuado en el seno de otro campo de sentido de rango mayor.

Pero más allá de estas diferencias lo fundamental es que tanto Frege como Gabriel conciben la existencia como una propiedad de ámbitos, es decir, para que algo exista, ese “algo” debe darse en un trasfondo: un concepto (en el caso de Frege) o un campo de sentido (en el caso de Gabriel).

Por otra parte, Frege y Gabriel no son los únicos que conciben la ontología de este modo. Kitarō Nishida también dice algo parecido: las cosas solo pueden existir en un basho, que es una palabra japonesa que viene a significar “lugar”. Pero el basho en sí mismo no es nada, es la condición previa para que las cosas sean inteligibles. Un basho solo existe en la medida en que se convierte en elemento de otro basho de mayor rango. De este modo, Nisihida elabora una ontología compuesta por nueve bashos concéntricos que descansan sobre la nada absoluta (zettai mu).

lunes, 14 de abril de 2025

Apuntes dispersos a propósito de la Ciencia de la lógica de Hegel.
Borja Lucena

1. En el lenguaje se muestra la inconsistencia interna de la identidad, su necesidad de reflexión en lo otro de sí, su diferencia. En este sentido, tal y como afirma Hegel, el lenguaje más cotidiano ya comporta en sí mismo un "presentimiento de la esencia", porque, en él, la afirmación de una identidad -de una identidad efectiva- incluye necesariamente el doloroso paso a través de lo desigual. La identidad real, en efecto, se asienta sobre la actividad de diferir. Decir "Dios es Dios" es no decir nada. Constituye una simple identidad tautológica, abstracta, deudora del simple intelecto. La identidad real se establece únicamente al abrir en el lenguaje la brecha de la diferencia: "Dios es el ser supremo".

2. La aproximación de Hegel a todo aquello que considera está gobernada por un deliberado dejar-ser que, en algún aspecto, podría evocar a la Gelassenheit heideggeriana. Al afrontar las fuerzas y categorías diversas que asolan a las cosas (del mundo), Hegel aboga por no hacer nada en ni con ellas, no fijarlas clasificatoriamente, no endurecer las distinciones y límites con el solo fin de catalogar la consistencia de lo considerado. Hegel propone, más bien, abandonarlas a su propia negatividad, dejar correr su movimiento intrínseco, permitir que choquen contra sí, se agoten, se consuman y enfrenten los designios inscritos en su propia finitud. Sólo en este abandono es posible situarse en el dinamismo que levanta la existencia de la cosa y marca sus radicales necesidad y contingencia.

3. Si pretendemos comprender la auténtica naturaleza de la contraposición que todo lo anima, Hegel nos ofrece una bella imagen que evoca poderosamente la necesaria co-pertenencia de los opuestos y puede ayudar a erradicar la nefanda idea de una realidad auto-transparente, bondadosamente estática o carente de negaciones y dolorosas contradicciones. Los imanes, al ser partidos por la mitad, no resultan en dos polos magnéticos separados, sino que sus dos mitades generan sendos imanes completos y dotados de ambos polos. Los términos opuestos, de acuerdo con esto, sólo encuentran existencia sobre la tensión, la negación, la resistencia de lo otro; lo positivo, por propia necesidad, no es nunca sin la referencia al íntimo no-ser que lo acecha.

4. No es de extrañar que Hegel recogiera, como primera de sus doce tesis en latín redactadas en Jena, la siguiente y perturbadora declaración: "La contradicción es regla de lo verdadero, la no contradicción de lo falso".
En su examen de los resultados rendidos por la filosofía crítica de Kant, Hegel se muestra, a la vez, como portador del testigo dejado por el filósofo de Königsberg y como crítico inmisericorde. Su juicio se ve entreverado por la admiración hacia un nuevo principio filosófico y la decepción de comprobar cómo las innumerables contenciones del idealismo trascendental no habían sabido conducirlo a una realización vigorosa.
Uno de los principales caballos de batalla de Hegel se identifica con el intento de desmontar la subsistencia kantiana de una cosa-en-sí resguardada de los avatares fenoménicos. Tal y como subraya Hegel, se trata de una hipótesis inconsistente, pues la propia mismidad de una cosa-en-sí, que parece resultar garantizada, se ve inmediatamente destruida: sin la "variedad multiforme" que agita la existencia fenoménica, toda cosa-en-sí habría de ser indistinguible con respecto al resto de cosas-en-sí.
De acuerdo con la doctrina de la esencia, el principio mismo de la existencia consiste en dejar atrás, para siempre, el abrigo de un fundamento inconcuso y tranquilizador al que poder volver. Frente a la imagen (metafísica) de un fundamento de las cosas positivo, sólido, aquietado, modelo que el mismo Kant, pese a sus protestas, no había realmente desechado, el fundamento tematizado por la Ciencia de la lógica es asunción del torrente de contradicciones que vivifican todo lo real y lo desajustan con respecto a sí. Las cosas, bajo este horizonte, obedecen a multitud de tensiones irreductibles, de las que son resultado; no poseen firmeza comparable a la de núcleos de tierra firme, sino más bien a la de instantáneos equilibrios siempre asomados a un fondo de inestabilidad inevitable:
"Todo es precisamente en la misma medida un ser contradictorio y, por consiguiente, imposible"
La diferencia, la pérdida, la enajenación en lo otro no suponen carencia, sino momento imprescindible en una real consistencia ontológica. Este es el elemento crucial que Kant no supo advertir o se negó a admitir. La suya, en consecuencia, es una filosofía que libera lo infinito, sí, pero lo neutraliza a través de la sujeción a categorías finitas.

jueves, 10 de abril de 2025

Sentido y Existencia (I).
Óscar Sánchez Vega



Sentido y Existencia
es la obra fundamental de Markus Gabriel. Se trata de un importante trabajo de más de 500 páginas que contrasta con otros libros del autor que tienen un carácter más divulgativo (Por qué el mundo no existe, Yo no soy mi cerebro, etc.). Gabriel, en buena medida, ha alcanzado cierto éxito y reconocimiento gracias a sus obras más populares, pero es en Sentido y Existencia donde en verdad profundiza en su propuesta filosófica.

Todo sistema filosófico que se precie descansa en una ontología, una teoría sobre la realidad que sirve de base y de fundamento a otras teorías. En Sentido y Existencia Gabriel hace una exposición rigurosa y sistemática de su proyecto: una ontología de campos de sentido que intentaré ir exponiendo y comentando en una serie de entradas.

En primer lugar, cabe preguntarse si una ontología, o al menos la ontología de los campos de sentido, es o no metafísica. Pues depende, contesta Gabriel, de lo que entendamos por “metafísica”. Si, como sostienen algunos, metafísica es todo discurso que postula la existencia de objetos no físicos, entonces la ontología de los campos de sentido es metafísica. Pero Gabriel no lo ve de este modo: afirma que la metafísica es un discurso sobre el Todo, sobre la totalidad. Entonces, paradójicamente, los cientificistas, materialistas, positivistas, etc, que se consideran a sí mismos como fustigadores de toda metafísica, ellos mismos son los metafísicos, pues afirman que Todo cuanto existe son los objetos físicos englobados en las clases naturales que estudian las ciencias empíricas; mientras que el resto de los objetos son ficciones, construcciones sociales que, hablando estrictamente, no existen en sí.

El objetivo de Gabriel es hacer una ontología no metafísica, es decir, un discurso que no englobe todo lo que existe bajo una sola categoría, cualquiera que sea, o, dicho con otras palabras: la ontología que propone el filósofo alemán no versa sobre el Ser sino sobre la existencia. Gabriel pretende reflexionar sobre el significado y alcance de la idea de existencia. ¿Qué significa “existir”?

Encontramos en Kant un inmejorable punto de partida para empezar esta reflexión.

Kant, a juicio de Gabriel, acierta plenamente cuando sostiene que la existencia no es una propiedad auténtica porque no permite distinguir un objeto de otro. Esta es la clave de la crítica kantiana al argumento ontológico: afirmar que Dios no existe no implica contradicción alguna porque la existencia no es un predicado real. Si Dios no existe, entonces no es posible formular un juicio contradictorio sobre Él, pues solo cabe la contradicción cuando afirmamos de un sujeto propiedades incompatibles entre sí (“un triángulo tiene cuatro lados”, por ejemplo), pero si se elimina el sujeto se elimina la contradicción. La existencia, sostienen Kant y Gabriel, no es un predicado real: decir que algo, un objeto, “existe”, no es añadirle propiedad alguna. Por ello, dice Kant, “cien táleros reales no poseen más contenido que cien táleros posibles”.

Ahora bien, si la existencia no es un predicado real, no es una propiedad de las cosas, entonces… ¿qué es? La respuesta kantiana es que la existencia es una categoría del entendimiento (junto con posibilidad, substancia, necesidad, etc) y, como el resto de categorías, solo puede usarse legítimamente cuando se aplica al fenómeno, es decir, a lo que es objeto de la sensibilidad. Lo que existe o puede existir, según Kant, es siempre un individuo en un espacio y tiempo, es decir, algo que, al menos en principio, puede ser percibido, lo que pertenece al ámbito de la experiencia posible.

Gabriel no está de acuerdo con esta tesis de Kant porque de ella se derivan corolarios inasumibles para un realista como él. Se trata de lo que Gabriel llama el problema del Condicional Trascendental (CT): si no hubiera existido la razón no hubiera existido nada, pues los fenómenos lo son para alguien a quien se le presentan. Si no hay una conciencia que perciba algo no es posible hacer juicios de existencia. Este es el centro de las críticas de Meillassoux al idealismo: si el idealismo fuera cierto nuestras afirmaciones acerca del pasado remoto o el futuro lejano nos llevarían a paradojas irresolubles. ¿Qué sentido tiene, desde la perspectiva del idealismo, afirmar algo sobre el paisaje cámbrico o sobre la muerte del Sol si no hubo ni habrá humanos que perciban tales cosas? Lo que no puede ser percibido no es un fenómeno y sobre lo que no es un fenómeno (lo que Kant llama noúmeno) no es lícito aplicar las categorías, entre ellas la categoría de existencia.

El problema del CT se deriva de una desafortunada distinción: la que separa al fenómeno del noúmeno. Lo que existe, según Kant, son los fenómenos que se dan dentro del campo de la experiencia posible, pero sobre lo que son las “cosas en sí” no podemos afirmar nada, ni siquiera que existan en sentido estricto. Esto para Gabriel no es razonable: las cosas parecen existir puesto que afectan a nuestros sentidos. Es absurdo negar que las cosas en sí, el espacio y el tiempo existan al margen del ser humano. Si lo hacemos nos vemos enredados en las paradojas sobre el pasado que apunta Meillassoux.

La distinción kantiana entre fenómeno y noúmeno genera más problemas que los que pretende solventar. Sin duda el conocimiento humano es parcial; es cierto que solo conocemos bajo ciertas condiciones que no podemos eludir, pero de ello no se sigue que no podamos acceder a las cosas en sí; ocurre, simplemente, que las cosas en sí se les aparecen a los hombres de una manera y a otras especies de otra. Pero no hay dos mundos (fenómeno y noúmeno), sino solo uno al que accedemos de forma parcial.

miércoles, 2 de abril de 2025

El neoliberalismo de Hayek y la erradicación de la política (V).
Borja Lucena


1-
La libertad, de acuerdo con el ideario de Hayek, no es un fenómeno debido al artificio político, sino un producto espontáneo que la naturaleza reserva a la iniciativa humana siempre que el hombre sea capaz de reincorporarse al imperio de sus leyes; sólo en esta restitución “no estamos sujetos a la voluntad de otro hombre [como en el caso de las normas de origen político] y, por lo tanto, somos libres” (Camino de servidumbre, p. 204). En efecto, el modelo de ley propugnado por Hayek procura replicar al de la ley natural, una norma que carece de voluntad consciente y se resuelve en el automatismo, de manera tal que cada cosa llega a satisfacer su propio orden sin una asignación deliberada de sus elementos de acuerdo con propósitos o intenciones explícitas. Una sociedad humana, de acuerdo con Hayek, no ha de concebirse desde categorías políticas, dado que éstas la dirigen indefectiblemente a la ruina; más bien, al contrario, cualquier agrupación debe ser concebida de modo semejante al de los cuerpos que encuentran una ordenación natural óptima sin la intervención de decisiones o acciones deliberadas de agente alguno: “No podríamos producir jamás un cristal o un complejo orgánico compuesto si tuviéramos que colocar cada molécula individual o átomo en su lugar apropiado (…). Se ordenan ellos mismo en una estructura que poseerá ciertas características” (Ibídem, p. 213). El ideal neoliberal de una sociedad reintegrada al curso natural de las cosas apuesta, en suma, por erradicar todo aquello que interfiera en el libre despliegue de las potencias naturales- únicamente las naturales- que integran la sociedad y, específicamente, anular aquello que obstaculiza y distorsiona el inconsciente y espontáneo flujo de las mercancías, que no es otra cosa que la acción humana.

2- La naturalización de la sociedad es piedra angular del proyecto neoliberal de Hayek. Por esta razón, a pesar de lo que pueda indicar una primera impresión, no existe una correspondencia estricta entre esta figura del neoliberalismo y la distinción tradicional de derecha e izquierda, pues proyecto común a las más diversas tendencias políticas modernas es el de encontrar el modo de restituir lo político y sus instituciones al reino de lo natural. Dando cuenta de su específica potencia, el dominio del neoliberalismo es transversal y opera como sustrato elemental incluso de opciones y tendencias políticas que poseen la certeza subjetiva de estar luchando en su contra. Esto se advierte muy bien en el recorte de la política propugnado por Hayek, que, con diferentes intensidades, comparten hoy en día tanto la derecha como la izquierda hegemónicas.

La burguesía decimonónica ya había descubierto, en ejercicio, que el imperativo de naturalización de las sociedades humanas había de resolverse en la transformación radical de su consistencia, o, por decirlo utilizando el lenguaje de Hannah Arendt: en el violento desplazamiento que conduce de lo político a lo social; Hayek, por su parte, completa el itinerario al descubrir cómo la instauración de lo natural en centro y sentido de las sociedades humanas ha de venir a parar en una estructura de funcionamiento y sentido netamente mercantil, esto es, organizada en torno a las leyes del movimiento incesante de las mercancías. La naturalización de la vida en común sólo puede significar, de acuerdo con esto, la re-ordenación y re-incardinación de toda potencia individual y colectiva en torno a exigencias que emanan del mercado y de su funcionamiento espontáneo. En menoscabo de las utopías bienintencionadas de la izquierda, es preciso confesar que, en este respecto, es Hayek quien lleva la razón: la naturalización plena de la vida humana en común sólo es perfectamente realizable, en condiciones modernas, bajo la forma del mercado, verdadera potencia natural cuya instalación en el seno del mundo compartido disgrega, rompe, disuelve el artificio residente en instituciones y prácticas realmente políticas. Todo lo sólido se desvanece en el aire.

lunes, 17 de marzo de 2025

El materialismo de Wittgenstein.
Eduardo Abril

Es un lugar común señalar que Wittgenstein en el Tractatus, más que completar los desarrollos del positivismo lógico de Russell, lo que hace es mostrar sus limitaciones. Desconozco si esa fue, desde el principio, su intención, pero sí que fue el resultado. Debía ser difícil, para un hijo de Karl Wittgenstein,  acostumbrado a vivir en una familia en la que el lenguaje no era el medio para expresar lo que allí ocurría, pensar que reducir las prácticas lingüísticas a un conjunto de procedimientos lógicos, iba a esclarecer mucho algo de su vida. Por eso, cuando Wittgenstein trató de ver qué es lo que estaba ocurriendo en el interior de la tradición a la que pertenecía, se dio cuenta de que las propias vivencias no eran fácilmente objetivables en un saber lógico y formal, un conjunto de reglas que pueden explicitarse, como pretendían los positivistas lógicos de Cambridge, sino que, más bien, usamos siempre los lenguajes formando parte de una tradición —de una familia— y este uso también forma parte de esta misma tradición. Esto era igualmente valido para el gusto musical, las prácticas matemáticas, o los códigos de educación de la rígida alta sociedad vienesa. Lo que estaba apuntando, era que uno no podía salirse de la realidad material en la que estaba, para construir algo así como un punto de vista válido para todos los casos. Pero lo interesante aquí es señalar en qué punto se toca la materialidad de ese lenguaje y es precisamente en sus límites, en sus imposibilidades, algo que no dejó de constatar Wittgenstein desde el comienzo. Ramón del Castillo escribe:

«[...] al igual que un estilo musical no está separado de otras expresiones simbólicas, otras prácticas sociales, Wittgenstein pensó que un estilo matemático o lingüístico (o incluso uno científico) no es sólo un conjunto de métodos o de reglas, una estructura de directrices para la interpretación. Un estilo es una tradición, y una tradición permite guiar la fijación de significados y la clasificación de fenómenos de una forma intuitiva y tácita, no siempre objetivable, de igual modo que un estilo musical no es algo transmisible o comprensible a través de enseñanzas explícitas, sino de la vivencia de la música como parte de un conjunto de instituciones sociales más amplias  [...] La idea final de Wittgenstein es, como hemos dicho ya, que los juegos de lenguaje son prototipos de interpretación a través del lenguaje, pero ellos mismos no son interpretaciones, porque son la base que permite la introducción de significados nuevos».[1]

Wittgenstein y los pragmatistas se parecen porque ambos beben de la misma tradición,[2] las tradiciones post-románticas, idealistas y voluntaristas europeas, que los constructivistas lógicos habían rechazado. Es verdad que los pragmatistas trataron de reformar la racionalidad misma, mientras que Wittgenstein fue más modesto y solo pretendía dar cabida en el análisis a procedimientos como la analogía y a la descripción mediante ejemplos, que se parecían más al tipo de cosas que hacemos con el lenguaje en nuestra «vida real». Por eso, como ha señalado Ramón del Castillo, no habría que ver aquí un «anhelo romanticista trasnochado por la superioridad de la experiencia estética»,[3] ni «un pasaporte para el irracionalismo y el nihilismo»[4] como insinuaba Putnam, pues la propuesta de Wittgenstein «ni nos impide ni nos empuja a tomar una dirección definida»[5] hacia el positivismo lógico o hacia métodos más basados en las prácticas reales. Es aquí precisamente donde reside el valor de la propuesta wittgensteniana y la razón por la que no sería muy descabellado —en mi opinión— ver aquí una cierta teoría materialista del lenguaje. Wittgenstein al establecer unos límites sensatos a las aspiraciones de los formalistas de Cambridge, que eran los nuevos racionalistas,

«Sostuvo que las interpretaciones formales son siempre insuficientes y en ocasiones incluso innecesarias para guiar la acción y las decisiones de significado, pero no dijo que eso privara de uniformidad al uso, o no creara tipificaciones resistentes en un sistema conceptual. El punto clave de sus argumentos no es que las interpretaciones y las representaciones sean insuficientes, sino que son innecesarias».[6]

La idea es que «no hay forma de saber qué significamos con los conceptos o en qué consiste su uso correcto»,[7] como pretenden los planteamientos formalistas. Y esto no significa que debamos caer en el escepticismo y reconocer que vamos a ciegas. Es más bien que muchas veces «hemos dado pasos importantes, valiosos y razonables de forma intuitiva, ciega para las interpretaciones conceptuales de que disponíamos», y eso no quiere decir que actuemos irracionalmente o a ciegas. Significa más bien que «lo que creemos estar significando no constituye ni especifica por sí solo lo que significamos».[8] La idea es que «no hay un punto de vista desde el que podamos justificar racionalmente todas las decisiones, pero tampoco punto de vista desde el que podamos ver como erróneas todas las decisiones a un tiempo».[9] Pero que no podamos hacer esto, no hace que nuestras prácticas lingüísticas sean insuficientes, se queden cortas, nos dejen a medias, sino que más bien expresa que tampoco es necesaria esta completud; podemos  seguir viviendo sin necesidad de que lo que hacemos y cómo lo hacemos, tenga que ser totalmente transparente para nosotros. Por eso, puede que lo interesante aquí sea preguntarnos en qué medida, por lo menos algunas cosas de las que hacemos, se nos hacen parcialmente comprensibles. Por eso, tal como señala Del Castillo, el interés de Wittgenstein no está en traducir completamente la vida en conceptos, sino comprender «la dialéctica que genera la necesidad de llevar lo no-conceptual a conceptos sin que llegue a producirse una equivalencia entre ambos».[10] Se entiende así por qué Wittgenstein consideraba que un buen método de análisis era «imaginar un desarrollo histórico de ideas diferente del que ha tenido lugar»,[11] adoptando un cierto punto de vista exterior imaginario. Desde luego que no se trataba de esclarecer completamente nuestras prácticas lingüísticas, haciéndolas transparentes, sino más bien generar nuevos usos desde dentro de ellas. Lo que le interesaba a Wittgenstein era «mostrar la continuidad entre los usos del lenguaje creados a través de prácticas intuitivas e informales y los creados a través de definiciones y creencias explícitas».[12] No se trataba de eliminar los usos metafóricos o mitológicos de nuestro lenguaje, sustituyéndolos por un uso formal-lógico, reduciéndolo a un conjunto de reglas explícitas, sino que su intención era combatir, tal como también hacen los pragmatistas, las ilusiones [¿delirios?] que surgen cuando «no se reconoce el peso que tienen para el desarrollo natural de la razón los factores informales, prácticos e intuitivos en la fijación de creencias y significado, y se concentra toda la atención en las interpretaciones explícitas en vez de hacerlo en las posibilidades que crea el uso del lenguaje más allá de su literalidad».[13] Por eso, no es descabellado ver aquí, sin duda, una teoría materialista del lenguaje.



[1] Ramón del Castillo, Conocimiento y acción, El giro pragmático de la filosofía (Madrid: UNED, 1995), 233

[2] Ibidem, 248

[3] Ibidem, 250

[4] Ibidem, 251

[5] Ibidem, 251

[6] Ibidem, 252

[7] Ibidem, 253

[8] Ibidem, 254

[9] Ibidem, 255

[10] Ibidem, 255

[11] Ibidem, 245

[12] Ibidem, 246

[13]Ibidem, 247

lunes, 10 de febrero de 2025

Pensar diferente.
Óscar Sánchez Vega


Diego Fusaro publica Pensar diferente: Filosofía del disenso en 2022 y el objetivo de esta entrada es hacer una breve reseña de esta obra. El principal motivo que me lleva a escribir estas líneas es que el tema que toca Fusaro y algunos de sus planteamientos coinciden en gran medida con varias entradas y reflexiones que en esta página venimos haciendo a lo largo de ya no pocos años. Se trata de hablar del capitalismo, naturalmente.

Procederé primero a resumir brevemente el contenido del libro para finalizar con algunos comentarios críticos.

a) Resumen.

Los primeros capítulos del libro están dedicados a precisar el significado y alcance de la idea de disenso y señalar su íntimo vínculo con la democracia y la filosofía (tomando como referencia, entre otros, el trabajo de Foucault sobre la parresía). A partir del capítulo 6 el autor se centra en el meollo del asunto: hoy el disenso está en crisis. En las actuales sociedades capitalistas, pese a las apariencias, lo que impera es el consenso y el disenso apenas se ejercita. Lo que domina hoy en día es el pensamiento único propio del neoliberalismo y la única forma tolerada y alentada de disentir es en la modalidad viciosa del disenso contra el disenso o, en otras palabras: aquellos que presumen de espíritu crítico lo suelen ejercer a favor del sistema y en contra de los pocos que osan disentir.

¿Cómo hemos llegado a esta situación? Naturalmente la victoria aplastante del consenso no procede del uso de la fuerza bruta; es más: cuando el poder ejerce la fuerza nunca llega al grado de consenso que se ha alcanzado en las sociedades contemporáneas. Esto es porque la violencia despierta conciencias y genera resistencias. Pero cuando parece que reina la libertad, cuando parece que cada uno de nosotros no hace más que perseguir lo que el fondo quiere, entonces se dan las condiciones para alcanzar un consenso mucho más férreo y profundo que aquel que pudiera ser alcanzado en una tiranía por medios violentos. Además, el triunfo actual del consenso es el resultado final de un proceso que viene de atrás: ya en los años 60 del pasado siglo Marcuse nos advirtió que la dominación puede ser pacífica y voluntaria. Se trata en definitiva del fenómeno que Étienne de La Boétie denominó “servidumbre voluntaria”. Cuatro siglos más tarde el francés quedaría asombrado por el alcance y la magnitud del fenómeno por él detectado.

Y… ¿en qué consiste el consenso? ¿en qué estamos todos de acuerdo? ¿qué es lo que no se pone en cuestión? Lo que no se pone en cuestión es la dictadura del mercado, la necesidad de un crecimiento económico ilimitado, las bondades del progreso tecnológico, etc. Lo que no se pone en cuestión es, en términos de Fusaro, “la ampliación nihilista y unidimensional de la forma mercancía y la extensión infinita de la ley del valor de cambio.” Todo tiene un precio, todo es mercancía sujeta a la ley de la oferta y la demanda. De este modo, hoy ya no existen ciudadanos libres y responsables sino meros consumidores. El sujeto político contemporáneo es lo que Gustavo Bueno llamaba un “individuo flotante”, un individuo sin raíces ni convicciones cuyo único objetivo es llevar una vida placentera y exhibirla en las redes sociales.

Este pensamiento único domina las conciencias generando “falsas dicotomías” como vías de escape para descargar tensiones: izquierda contra derecha, autóctonos contra foráneos, hombres contra mujeres, homosexuales contra heterosexuales, etc. Entonces, lo que nos interesa ahora destacar es que ser de izquierda, para Fusaro, no es ser anticapitalista. Fusaro se reconoce como marxista, como comunista, pero no como un militante o partidario de la izquierda. En los países desarrollados la contienda política no es entre dos modelos de organización social antagónicos sino entre el neoliberalismo de izquierda contra el neoliberalismo de derecha. Todo es una farsa en la que siempre gana el capitalismo. De hecho, los avances más decisivos en la agenda neoliberal han sido llevados a cabo por gobiernos de izquierda. De similar manera, Gustavo Bueno decía que izquierda y derecha se han “ecualizado” en las “democracias del mercado pletórico” porque ya no hay diferencias de fondo en lo relativo al modelo económico y productivo entre unos y otros. Esa izquierda que acepta la estructura económica y da la batalla en el frente cultural, Bueno la denominaba "izquierda indefinida" y, según Fusaro, no lucha contra el poder sino que es parte del mismo.

Si ser de izquierda hoy no implica ser anticapitalista… ¿cómo ser anticapitalista? ¿cómo disentir? Lo primero es conocer la naturaleza de nuestro enemigo. Según Fusaro “el pensamiento único de las oligarquías financieras transnacionales” hoy es de derechas en lo económico (el poder del dinero) de centro en la política (la política del consenso) y de izquierdas en lo cultural (la innovación de las costumbres). El verdadero disenso contra el capitalismo pasa por atacar los tres frentes del Sistema: contra la mercantilización plena y el fanatismo del mercado, contra la apología del consenso o pensamiento único y contra la globalización y sus corolarios éticos.

Los dos primeros frentes que señala Fusaro no plantean problemas para una persona de izquierdas. El problema está en el tercer frente. Ser anticapitalista hoy, según Fusaro, no pasa por defender la abolición de las fronteras, la autodeterminación de género y el laicismo, por ejemplo, sino por todo lo contrario: la defensa de los Estados nación, la familia, la religión y las tradiciones, que son los últimos baluartes contra la globalización capitalista. Luchar contra el capitalismo supone luchar contra el modelo antropológico que propone el neoliberalismo: un individuo encerrado en sí mismo, sin vínculo social, una mónada sin raíces, nihilista, narcisista, que sólo encuentra consuelo en el consumo desenfrenado. Ser anticapitalista supone defender un modelo antropológico opuesto al modelo neoliberal que defiende la izquierda.

Sin embargo, matiza Fusaro, algunas luchas y reivindicaciones propias de la izquierda política (el feminismo, la ecología, el pacifismo, la lucha contra el racismo y la xenofobia, etc) son del todo legítimas siempre y cuando no se desliguen de un marco más amplio: la lucha de clases. Solo hay una lucha verdaderamente emancipadora, la que enfrenta a los de abajo contra los de arriba, a los oprimidos contra sus amos, y en la medida en que una lucha particular se desvincule de este objetivo pierde todo su potencial revolucionario.

Disentir hoy es practicar el Gran Rechazo, pero no como gesto individual, el cual no dejaría de ser un gesto narcisista propio de almas bellas. La rebeldía debe traducirse políticamente. Fusaro sigue en esto (y en otras cosas) a Gramsci: el objetivo ha de ser encontrar la manera de canalizar el desaliento que genera el capitalismo hacia la configuración de un bloque histórico entre los damnificados por el Sistema, huyendo de las falsas dicotomías que el capital promueve para debilitar al bloque de la mayoría (o, como diría Rancière,  a “la parte de los que no tienen parte”).

b) Comentario.

Naturalmente lo que acabo de escribir es un pobre resumen que no hace justicia al ensayo de Fusaro, pero creo haber destacado lo fundamental. Mi valoración general del libro es positiva, aunque con matices. Por decirlo en términos médicos: coincido en el diagnóstico pero no, o no del todo, en la terapia.

Fusaro dice que hay que pensar a lo grande, reivindica la vigencia de la utopía y propone el Gran Rechazo, pero… ¿en nombre de qué? de la familia, la religión y la tradición. Por un lado Fusaro apela a la imaginación política para pensar un mundo más allá del capitalismo, pero, por otra parte, el futuro postcapitalista que sugiere se parece demasiado al pasado precapitalista. Quizá la familia y la tradición puedan servir de diques de contención contra la globalización en los países en vías de desarrollo, pero no veo de qué manera pueden ofrecer una alternativa al capitalismo global. Además, las instituciones que articulaban el mundo precapitalista no constituyen una Arcadia a la que sea posible y deseable regresar. Fusaro parece olvidar que la familia, las costumbres y la iglesia católica, especialmente en países como España e Italia, han sido tradicionalmente instrumentos de dominación, no de emancipación. Si el objetivo es imaginar y luchar por un mundo mejor habría que elegir otros compañeros de viaje.

Sin embargo, parte de razón tiene el italiano: contra la fluidez neoliberal hay que oponer algo sólido. Fusaro busca un punto de apoyo en la lengua, la cultura, la tradición, la familia, etc. Es en el seno de estas instituciones donde el hombre toma cuerpo, donde puede realizarse como persona y solo desde esta firme plataforma antropológica es posible otear un mundo común. El problema, creo yo, es que tales instituciones no pueden ser aceptadas de manera incondicional, pues en muchos casos han sido herramientas al servicio de la clase dominante que se han opuesto activamente a todo proyecto emancipador. 

Por otra parte, Fusaro no presta suficiente atención a otro punto de anclaje que es necesario potenciar para hacer frente a la marea neoliberal: las instituciones republicanas. La escuela pública, la sanidad, la separación de poderes, los derechos laborales, etc, son conquistas sociales que no surgen del capitalismo, sino más bien a pesar y en contra del capitalismo. Precisamente por ello, ahora que la victoria del capital es total, su supervivencia está amenazada. Oponerse al capitalismo implica defender la República y sus instituciones que son además la cortapisa necesaria para impedir que las instituciones tradicionales se constituyan como estructuras de dominación.

Disentir en el imperio neoliberal pasa, creo yo, por la defensa de la democracia y de las instituciones republicanas en cuyo seno y bajo su tutela las instituciones tradicionales que reivindica Fusaro (lengua, tradición, familia, religión, etc) pueden desarrollar su benefactor papel sin menoscabo de la dignidad de las personas.

miércoles, 22 de enero de 2025

Un Mesías delirante.
Eduardo Abril Acero

 Hay algo claramente obsceno en esta insistencia en ridiculizar tanto a Trump como a los «supervillanos» de las tecnológicas, sin darnos realmente cuenta de lo que está pasando. En estos últimos días, muchos insisten en este error. Un texto que leí hace unas semanas me parece mucho más esclarecedor que todos los comentarios que se vienen haciendo por parte de la izquierda. Douglas Rushkoff, en La supervivencia de los más ricos, nos cuenta cómo perdió a su amigo Sam, un compañero de la universidad, a quien tenía por un tipo inteligente y formado. Recuerda que, en el «College», tras una borrachera, solían hablar delirantemente hasta la madrugada, planteando todo tipo de conspiraciones: «¿Y si la realidad es un videojuego al que hemos olvidado que estamos jugando? ¿Y si Stanley Kubrick falsificó la llegada a la Luna en un plató de cine? ¿Y si la estación HAARP de verdad puede controlar el tiempo?… Se trataba de un juego de ingenio que a veces incluso proporcionaba algunas reflexiones perspicaces sobre la interacción entre los medios de comunicación, la tecnología y la psique colectiva». El problema es que, años después, Sam pareció ahondar en estos delirios y se hizo un auténtico conspiranoico, seguidor del movimiento QAnon, un tecnófilo declarado, admirador de Musk y votante de Trump. A este último lo tenía como un verdadero mesías, elegido para librarnos de «una élite global que mantiene su poder mediante el abuso sexual de menores y el asesinato ritual; o que extraen un fluido psicodélico llamado «adrenocromo» de la sangre de los niños y luego lo consumen para aumentar su poder». A Rushkoff este relato le parecía un delirio de enfermos mentales, pero Sam estaba convencido de su veracidad y le enviaba regularmente mensajes de texto a altas horas de la noche para avisarle de que estaba próximo el día de la liberación, cuando Trump y sus seguidores se hicieran con el poder. Rushkoff achacaba la diferencia entre él y su amigo a que, mientras que él era un chico de ciudad, Sam se había criado en el campo, en una zona rural deprimida que había perdido su tejido industrial debido a las deslocalizaciones y que actualmente vivía asolada por la crisis del fentanilo, un negocio que habría hecho ganar millones de dólares a las grandes farmacéuticas con la connivencia de las élites políticas, a las que resultaba fácil odiar. Además, Sam y sus vecinos debían soportar a diario cómo las cadenas de televisión les describían como paletos cristianos, racistas, ignorantes y adictos a la oxicodona. Rushkoff culpa en el libro, entonces, a internet y a las redes sociales de que su inteligente amigo Sam se haya creído el cuento del mesías redentor. Pero creo que el relato debería ser tomado aún más en serio. Sam y los millones de simpatizantes de Trump, Bolsonaro, Milei, etc. (porque son millones, no solo en Estados Unidos, sino en todo el mundo), no hacen sino actualizar el mesianismo que la izquierda lleva tratando de activar décadas. Hemos repetido tantas veces el relato de que el mundo está gobernado por una élite de magnates capitalistas, y hemos esperado tanto la llegada de un redentor, que cuando realmente el discurso ha empapado el tejido social «lumpen», escapándose de las manos de una izquierda intelectual snob y burguesa, solo hemos sabido echarnos las manos a la cabeza y pendular entre el horror y el desprecio a lo que vemos como un esperpento. Lo único que se nos ha ocurrido es ridiculizar a Trump y convertir a sus «apóstoles» en una troupe cómica y terrible de supervillanos, al modo en que los describe la estupenda película No mires arriba. Deberíamos reconocer, al menos, en lugar de seguir resguardando nuestro lugar privilegiado de «almas bellas», que si Trump, Bolsonaro, Milei y compañía han acumulado tanta ilusión y tanto respaldo es porque sus seguidores se han creído punto por punto el mesianismo fetichista de la izquierda, aunque su relato resulte delirante. 

Pero es que, en rigor, todo mesianismo siempre ha sido delirante.

martes, 21 de enero de 2025

El corazón de las tinieblas, un viaje dual.
Moisés Real

La aventura colonial europea en África y Asia ha legado una infinidad de textos y testimonios en diferentes campos del saber y la cultura, como la historia y el cine. En la literatura, rescatamos quizás como uno de los más representativos El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad.

Dicho autor inglés trabajó con una empresa belga en el Estado Libre del Congo, y de dicha experiencia arranca ineludiblemente esta novela corta. Así, en ella se ve cristalizado -bajo el  hipócrita manto de la tarea civilizadora del viejo continente, utilizada como pretexto- un primer viaje, el de los imperios al continente africano con su afán por explotar recursos naturales. Por consiguiente, en el texto brotan las contradicciones morales de los colonizadores.

Ahora bien, reducir la obra a una mera descripción de los efectos de la tarea de la metrópoli constituye una lectura muy superficial de esta. De hecho, en ningún momento se produce una alusión directa a las coordenadas espacio-temporales en que se desarrolla la acción. Así, a través de escenarios difuminados y de una acción imprecisa, el libro se llena de sobrentendidos. 

Como señalábamos, el texto aporta mucho más que un retrato de la colonia conquistada. De este modo, a nivel formal constituye un ejemplo para la narrativa moderna por el empleo de una miríada de novedosos recursos. Para empezar, se produce en muchos momentos una traslación del análisis interno de los personajes principales al tipo de narrador. De este modo, se introducen el monólogo interior y el indirecto libre, que diseccionan el fluir de la conciencia de los protagonistas.

En este sentido, debemos vincular el empleo de dichas técnicas a un avance en el retrato introspectivo por parte de la literatura de la época. Ello se aprecia ya en varias de las novelas de la segunda mitad del siglo XIX, como Crimen y castigo o Madame Bovary; y en otras del inicio del XX -con elementos más modernos vinculados al desarrollo de la psicología como disciplina científica-como el Ulises o La voluntad. A este respecto, también se vislumbra en la obra la exploración del subconsciente, tema candente en el momento. Sin ir más lejos, Freud publicó La interpretación de los sueños un año después de la aparición del texto objeto de análisis.

Por otro lado, llama la atención la presencia de dos narradores diferentes: uno externo, que presenta el contexto general y los personajes; y posteriormente el propio protagonista, que toma las riendas del relato. Esta perspectiva múltiple aparecerá de forma recurrente en  la novela del siglo XX (La hojarasca, Conversación en la catedral).

A nivel semántico, dicho libro puede interpretarse de diferentes maneras: hay un argumento literal, bastante endeble en cuanto a su contenido; y un significado simbólico, más relevante pero levemente esbozado, de tal manera que será la imaginación del lector la que lo desentrañe. Respecto a este último, de carácter metafórico, podemos atisbar que la inmersión del protagonista en la selva constituye el descenso del ser humano al interior de su alma, llena de recovecos fantasmagóricos y perversos, de rincones de maldad inexplorados. 

A este respecto, la violenta y cruel aventura colonial, protagonizada por unos habitantes de la metrópoli abducidos por su deseo de dominación, nos remite a la bajada al infierno del propio hombre, donde se ubican sus pulsiones más atávicas. Por ello, puede trazarse un paralelismo entre el protagonista de El corazón de las tinieblas y el Eneas de la Eneida o el Dante de la Divina Comedia. En el caso que nos concierne, este descenso supone más que un segundo viaje real o fingido: constituye el regreso a nuestras pasiones más bajas; a lo que de animal queda en nosotros; a aquello que, atizado convenientemente por el fuego de la conquista, la codicia, el expansionismo o la simple ansia de poder, nos lleva a la cara más oscura de nuestra alma.

domingo, 19 de enero de 2025

El neoliberalismo de Hayek y la erradicación de la política (IV)
Borja Lucena

1- El mercado, tal y como ya entrevimos en entregas anteriores, se muestra en la filosofía de Hayek como poseedor de un quimérico poder redentor, una potencia salvífica capaz de erradicar los males inoculados a las sociedades por las corruptoras prácticas de naturaleza política. El mercado, en esta entusiasta versión, no sólo limita o atenúa los males pertenecientes a las inconvenientes contingencias de la política, sino que, más allá de esto, devuelve a la pólis al seno de la naturaleza y le restituye una necesidad natural e incontestable. En esta coyuntura teórica, el mercado es el elemento decisivo que rectifica la deriva anti-natural -política- de la vida humana, aquello que reintegra lo artificialmente separado, aquello que revalida la vigencia de las leyes eternas del cosmos en menoscabo del artificio, de la contingencia, de la arbitrariedad de las acciones políticas. El mercado, en definitiva, es el quicio en el que puede acaecer la ruptura decisiva con el pecado de artificiosidad que el pensador neoliberal detecta en toda práctica política; es, en suma, la única potencia capaz de corregir el sino de la historia humana y, específicamente, de la aciaga apertura griega de un espacio propiamente político en el que la eterna validez de la legalidad natural fuera otrora sustituida por decisiones, por fines, acciones y propósitos desligados de la necesidad de las fuerzas y los cuerpos naturales. "Los efectos que esas leyes [del mercado] (…) tienen en sus acciones [de los hombres] -afirma Hayek- son precisamente de la misma clase que los de las leyes de la naturaleza” (Los fundamentos de la libertad, p. 204).

2- El mercado, efectivamente, desborda ampliamente el espacio de las actividades estrictamente económicas y se constituye como re-incardinación ontológica del ser humano en la realidad natural del cosmos. De esta manera, en el seno del pensamiento neoliberal, el mercado está destinado a asumir las esferas del poder político, de cualquier poder posible, y a proyectarse sobre la integridad del espacio humanamente habitado; en este sentido, tal y como explicó Foucault, el mercado se afirma como instancia de veridicción, como poder decisorio acerca de lo verdadero y lo falso, y, a partir de ello, de lo real y lo irreal. Ante la verdad de lo real revelada en el mecanismo impersonal del mercado, la suerte del individuo ha de verse empujada a la adecuación y la conformidad, tal y como sucede ante la inclemente masa apodíctica de los tornados o las erupciones volcánicas. Nadie puede tildar de injusta a la naturaleza ante la desoladora irrupción de las catástrofes naturales; nadie puede tildar de injusta, igualmente, a la irrupción de los efectos del mercado, no deseados ni dirigidos por nadie: “La desigualdad se soporta, sin duda, mejor y afecta mucho menos a la dignidad de la persona si está determinada por fuerzas impersonales que cuando se debe al designio de alguien” (“Camino de servidumbre”, p. 141). El neoliberalismo, de esta guisa, ha hallado el modo de articular una convivencia en la que pueda desaparecer el pesado fardo de la responsabilidad de las más amplias y relevantes esferas de la existencia: “(…) no hay menosprecio para una persona, ni ofensa para su dignidad, por ser despedida de una empresa particular que ya no necesita sus servicios (…) el paro o la pérdida de renta (…) es, sin duda, menos degradante si resulta de la mala suerte y no ha sido impuesto deliberadamente por la autoridad” (ibídem, pp. 141-142).

3- En definitiva, la sugestiva carga utópica de la noción hayekiana de “mercado” espontáneo se constata en su idea de que no nos hallamos ante un mero concepto económico, sino de orden social y (neo)político, un marco que, precisamente, guarda la promesa de resolver las imposibilidades de todo orden social organizado en torno a lo político.

miércoles, 1 de enero de 2025

Las dos almas de la filosofía.
Óscar Sánchez Vega


a) Introducción

Para aquellos que se acercan por primera vez a la filosofía, especialmente a la filosofía moderna y contemporánea, la confusión y perplejidad debe ser importante: ¿qué tienen en común todos estos autores que son reconocidos como “filósofos”? No puede ser el tema, ni la metodología, ni el propósito o los intereses, etc. Difícilmente cabe imaginar un grupo más disperso y heterogéneo que el de los filósofos modernos (digo “modernos” porque antes del siglo XVII es más fácil buscar rasgos comunes en los temas y el quehacer de los filósofos). Las preguntas que me planteo en esta entrada son un poco las de siempre, las clásicas: ¿qué es la filosofía y en qué consiste filosofar? Y como era previsible no se me ha ocurrido ninguna respuesta nueva y original, pero recordé dos respuestas que otros han dado; dos ideas de filosofía que si las confrontamos se iluminan mutuamente y se comprenden mejor.

El primer modelo, la primera idea de filosofía que quiero presentar, parte de una metáfora. Distintos autores comparan el trabajo del filósofo con el del cartógrafo, la persona que elabora mapas. Por ejemplo, para Gustavo Bueno no cabe hablar de “filosofía” (en singular), sino de “filosofías” (en plural) dialécticamente enfrentadas y cada filosofía es como un mapa del mundo que se construye como oposición y alternativa a otros que se consideran deficientes -Siempre teniendo en cuenta que el acceso a la “realidad pura” nos está vedado, pues todo nuestro conocimiento está mediado por el lenguaje, los conceptos, valores, etc. Por lo que es imposible valorar un mapa comparándolo con la “realidad en sí”; un mapa solo se puede comparar con otro mapa-. En la misma línea, William James afirmaba que las teorías (científicas o filosóficas) son como mapas de un territorio y que el problema de la verdad se reduce a determinar cuál es el mapa que orienta mejor, el que cumple su función de manera óptima. Por último, Deleuze y nuestra amiga Ariane Aviñó sostienen que la función de una filosofía emancipatoria habría de ser “cartografiar territorios futuros”.

Entonces nuestro primer modelo será el filósofo-cartógrafo cuya tarea sería diseñar un sistema conceptual que represente, de la manera más fidedigna posible, el mundo presente o futuro. El problema aquí es que en las comparaciones entre mapas, o sea, en las disputas filosóficas, puesto que, como hemos señalado, no es lícito acudir a un arbitro neutral que dirima el conflicto, raramente hay algún acuerdo acerca del “mejor” mapa. Lo habitual es más bien enrocarse en la posición propia y no tomar en consideración otros mapas que organizan el territorio a partir de referencias muy distintas. En una palabra: el peligro de entender la filosofía como un tipo de cartografía es el dogmatismo.

Por otro lado, existe toda una raza de filósofos que no encajan en el modelo de filósofo-cartógrafo a los que -inspirándonos en Heidegger- vamos a llamar, sencillamente, pensadores. Recordemos que para Heidegger el pensamiento no es el mero uso de la razón, no es una forma de conocimiento, ni siquiera es un saber. El pensamiento es otra cosa. Pensar es una actividad del espíritu que encuentra su fin en ella misma, un intento, siempre truncado, de dar cuenta de un Ser que se nos sustrae. “Pensar” es -a diferencia de un mapa- algo esencialmente inútil.

A continuación intentaré identificar y trazar una línea genealógica de estos dos modelos en la Filosofía moderna, teniendo en cuenta que estamos hablando de tipos ideales que no encuentran su correlato exacto en el mundo de la vida. Si lo que aquí sostengo tiene algún sentido entonces habría que reconocer que en toda filosofía hay una parte de pensamiento y otra de cartografía... pero no en las mismas proporciones.

b) Los filósofo-cartógrafos.

Pudiera parecer que el padre de la duda metódica es un claro ejemplo de pensador. No estoy de acuerdo. En mi opinión todo el desarrollo de la duda, si lo queremos ver como un ejercicio de pensamiento, es un fraude. Descartes no arriesga nada, sabe muy bien a dónde quiere llegar y toda la duda es una pantomima para demostrar la firmeza del pilar que va sostener todo el sistema (el cogito, naturalmente). Descartes es el primer filósofo-cartógrafo de la modernidad; aunque el mapa de la modernidad temprana más potente y completo será, creo yo, la Etica de Spinoza.

En el siglo XVIII lo que urge es un mapa del sujeto que nos ayude a entender qué es el conocimiento y será, claro está, Kant quién nos lo proporcione. Y en el siglo XIX los dos más importantes filósofo-cartográfos son Marx y Freud: el primero mapea la realidad social del capitalismo y el segundo la subjetividad humana. Sus mapas son tan potentes que siguen cumpliendo su labor de orientación en el siglo XXI.

Naturalmente excede con mucho el objetivo de estas breves líneas trazar un breve esbozo de estos mapas que por lo demás son bien conocidos por cualquier aficionado a la filosofía. Termino este apartado simplemente apuntando una virtud y un peligro de esta forma de filosofar. La virtud es la fertilidad, el carácter positivo de estas propuestas. Para un marxista, por ejemplo, el sistema de Marx es una herramienta intelectual de primer orden para comprender el mundo en el que vivimos; es la estructura que da sentido al resto de los saberes que sin la filosofía serían caóticos o malinterpretados. El sentido y la necesidad de la filosofía, entendida de este modo, es evidente. El peligro de los mapas de los filósofo-cartógrafos es, ya lo habíamos señalado, el dogmatismo.

c) Los pensadores.

El primer pensador de la modernidad fue, creo yo, Pascal. La comparación entre Descartes y Pascal puede ser provechosa para nuestro objetivo, los puntos fuertes de uno son los débiles del otro. Pascal es un pensador profundo, sincero e insobornable, y precisamente por ello es incapaz de construir un mapa del mundo como el de Descartes o Spinoza. Pascal pertenece a otra estirpe de filósofos: la de los pensadores.

Del siglo XVII doy un salto importante en el tiempo hasta el siglo XX. Hay un cierto consenso acerca de cuáles son los dos más grandes filósofos de este siglo: Heidegger y Wittgenstein. Estoy de acuerdo, y lo que añado es que ellos son ante todo pensadores. Ambos nos ofrecen un inmejorable ejemplo de lo que intento señalar. ¿Qué es pensar? Lo que hacen Heidegger y Wittgenstein. Otros ejemplos de pensadores contemporáneos podrían ser Unamuno, Benjamin, Nishida o Lacan. ¿Que tienen en común estos autores? Pues que, hablando en sentido estricto, ninguno de ellos sostiene un sistema (quizá Lacan sea el que está más cerca de hacerlo) porque para construir un sistema, es decir, para hacer un mapa, necesitamos categorías firmes, con contornos definidos, que no varíen su significado, pero su fidelidad a la tarea de pensar les impide alcanzar esta estabilidad.

Decía Deleuze que la filosofía consiste en construir conceptos; no podemos filosofar sin ellos. Pero la diferencia entre un cartógrafo y un pensador es que los conceptos del primero son firmes y estables, sobre ellos se puede construir algo sólido; en cambio en el pensador todos los conceptos y categorías tiemblan. El pensador vuelve a sus conceptos fundamentales una y otra vez, de forma incluso obsesiva, pero tal recurrencia no contribuye a fijar un significado estable, más bien al contrario.

Los peligros que acechan al pensamiento son, creo yo, la esterilidad, el nihilismo y el misticismo. Ante la tarea sin fin del pensamiento la tentación siempre es abandonar la vía de la razón, claudicar ante la constatación de que no se atisba el final del camino.

d) Conclusión.

Para cerrar esta entrada vuelvo a recordar que los cartógrafos y los pensadores son tipos ideales que no se dan en el mundo de la vida. Es más: si se dieran no serán filósofos en el sentido estricto del término porque -y esta es la tesis que quiero defender- la filosofía supone un movimiento dialéctico que va de un tipo al otro, es decir, del pensamiento a la cartografía. Esta tensión dialéctica es necesaria porque el pensamiento llevado a su extremo cae el misticismo o nihilismo; y, por el otro lado, la cartografía alejada del pensamiento deviene en dogmática.

Esta naturaleza dual de la filosofía ha estado presente desde el principio. El método dialéctico de Platón consiste en un doble movimiento de regresus y progresus que podemos vincular con las dos formas de hacer filosofía de las que hemos hablado: el regresus es la ascensión desde las sombras de la caverna hasta el exterior, es la etapa crítica del proceso y se corresponde a lo que aquí hemos denominado “pensamiento”; y el progresus o la vuelta a la caverna se corresponde con el mapeado de la realidad que hacen los filósofos.

El problema, a mi modo de ver, es que los dos momentos platónicos (regresus y progresus) no encajan en absoluto, por lo que difícilmente pueden ser “fases” de un único “método”. Si permanecemos fieles a la exigencia del pensamiento, como pide Heidegger, debemos abdicar de la pretensión de encontrar un pilar firme en el que descansar, puesto que el pensamiento, al contrario de la ciencia, es un pensar sobre algo que se escapa y nunca se alcanza. Y sin referencias estables no hay mapa posible. Si, por el contrario, pretendemos hacer un mapa, entonces necesitamos establecer relaciones a partir de elementos estables y congruentes (conceptos); el problema es que tal estabilidad es, en cierta medida, impostada: las referencias del mapa son fijas porque no han sido sometidas a una crítica más radical. Salvaguardar a toda costa la estabilidad y congruencia del mapa nos aboca al dogmatismo.

He aquí la Escila y Caribdis de la filosofía.