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martes, 10 de julio de 2012

Guerra y economía.
Extracto del libro "Historia del siglo XX" de Eric Hobsbawm.

Se  da  por  sentado  que  la  guerra  moderna  involucra  a  todos  los  ciudadanos,  la  mayor  parte  de  los  cuales  además  son  movilizados;  que  utiliza  un  armamento  que  exige una modificación del conjunto de la economía para producirlo y que se utiliza en cantidades ingentes; que causa un elevadísimo nivel de destrucción y que domina y transforma por completo la vida de los países participantes. Ahora bien, todos estos  fenómenos se dan únicamente en las guerras del siglo XX. Es cierto que en períodos anteriores   hubo   guerras   terriblemente   destructivas   e   incluso   conflictos   que anticiparon  lo  que  más  tarde  sería  la  guerra  total,  como  en  la  Francia  de  la  revolución.  En  los  Estados  Unidos,  la  guerra  civil  de  1861-1865  sigue  siendo  el  conflicto  más  sangriento  de  la  historia  del  país,  ya  que  causó  la  muerte  de  tantas  personas como todas las guerras posteriores juntas, incluidas las dos guerras mundiales, la de Corea y la de Vietnam. Sin embargo, hasta el siglo XX las guerras en las que  participaba  toda  la  sociedad  eran  excepcionales.  Jane  Austen  escribió  sus  novelas durante las guerras napoleónicas, pero ningún lector que no lo supiera podría  adivinarlo, ya que en las páginas de sus relatos no aparece mención de las mismas,  aunque sin duda algunos de los jóvenes que aparecen en ellas participaron en esos  conflictos. Sería inconcebible que cualquier novelista pudiera escribir de esa forma  sobre Gran Bretaña durante el período de conflictos del siglo XX.  El monstruo de la guerra total del siglo XX no nació con esas proporciones, pero  lo cierto es que a partir de 1914 todos los conflictos eran guerras masivas. Incluso en  la primera guerra mundial, Gran Bretaña movilizó al 12, 5 por 100 de la población  masculina, Alemania al 15, 4 por 100, y Francia a casi el 17 por 100. En la segunda  guerra mundial, la proporción de la población activa total que se enroló en las fuerzas  armadas fue, en todas partes, del orden del 20 por 100 (Milward, 1979, p. 216). Cabe  señalar, de paso, que una movilización masiva de esas características durante varios  años no puede mantenerse excepto en una economía industrializada moderna con una  elevada productividad y —o alternativamente— en una economía sustentada por la  población no beligerante. Las economías agrarias tradicionales no pueden movilizar  a  un  porcentaje  tan  elevado  de  la  mano  de  obra  excepto  de  manera  estacional,  al menos en la zona templada, pues hay momentos durante la campaña agrícola en los  que  se  necesitan  todas  las  manos  (durante  la  recolección).  Pero  incluso  en  las  sociedades  industriales,  una  movilización  de  esas  características  conlleva  unas  enormes  necesidades  de  mano  de  obra,  razón  por  la  cual  las  guerras  modernas masivas  reforzaron  el  poder  de  las  organizaciones  obreras  y  produjeron  una  revolución  en  cuanto  la  incorporación  de  la  mujer  al  trabajo  fuera  del  hogar (revolución temporal en la primera guerra mundial y permanente en la segunda).  Además,  las  guerras  del  siglo  XX  han  sido  masivas  en  el  sentido  de  que  han  utilizado y destruido cantidades hasta entonces inconcebibles de productos en el curso de la lucha. De ahí el término alemán Materialschlacht para describir  las  batallas  del  frente  occidental  en  1914-1918:  batallas  de  materiales.  Por  fortuna  para Francia, dada su reducida capacidad industrial, Napoleón triunfó en la batalla de  Jena de 1806, que le permitió destruir el poder de Prusia, con sólo 1.500 disparos de artillería. Sin embargo, ya antes de la primera guerra mundial, Francia planificó una producción  de  municiones  de  10000-12000  proyectiles  diarios  y  al  final  su industria  tuvo  que  producir  200000  proyectiles  diarios.  Incluso  la  Rusia  zarista producía 150. 000 proyectiles diarios, o sea, 4, 5 millones al mes. No puede extrañar que se revolucionaran los procesos de ingeniería mecánica de las fábricas. En cuanto a  los  pertrechos  de  guerra  menos  destructivos,  parece  conveniente  recordar  que durante la segunda guerra mundial el ejército de los Estados Unidos encargó más de 519 millones de pares de calcetines y más de 219 millones de pares de calzoncillos, mientras que las fuerzas alemanas, fieles a la tradición burocrática, encargaron en un solo año (1943) 4, 4 millones de tijeras y 6, 2 millones de almohadillas entintadas para los tampones de las oficinas militares (Milward, 1979, p. 68). La guerra masiva exigía una producción masiva.  Pero la producción requería también organización y gestión, aun cuando su objeto  fuera  la  destrucción  racionalizada  de  vidas  humanas  de  la  manera  más  eficiente, como  ocurría  en  los  campos  de  exterminio  alemanes.  En  términos  generales,  la  guerra  total  era  la  empresa  de  mayor  envergadura  que  había  conocido  el  hombre hasta el momento, y debía ser organizada y gestionada con todo cuidado.  Ello  planteaba  también  problemas  nuevos.  Las  cuestiones  militares  siempre  habían  sido  de  la  competencia  de  los  gobiernos,  desde  que  en  el  siglo  XVII  se  encargaran  de  la  gestión  de  los  ejércitos  permanentes  en  lugar  de  contratarlos  a  empresarios militares. De hecho, los ejércitos y la guerra no tardaron en convertirse  en  «industrias»  o  complejos  de  actividad militar  de  mucha  mayor  envergadura que  las  empresas  privadas,  razón  por  la  cual  en  el  siglo  XIX  suministraban  tan  frecuentemente  conocimientos  y  capacidad  organizativa  a  las  grandes  iniciativas  privadas   de   la   era   industrial,   por   ejemplo,   los   proyectos   ferroviarios   o   las  instalaciones  portuarias.  Además,  prácticamente  en  todos  los  países  el  estado  participaba  en  las  empresas  de  fabricación  de  armamento  y  material  de  guerra,  aunque  a  finales  del  siglo  XIX  se  estableció  una  especie  de  simbiosis  entre  el  gobierno y los fabricantes privados de armamento, especialmente en los sectores de  alta tecnología como la artillería y la marina, que anticiparon lo que ahora se conoce como  «complejo  industrial-militar».  Sin  embargo,  el  principio  básico  vigente  en  el  período  transcurrido  entre  la  revolución francesa y la primera guerra mundial era que en tiempo de guerra la economía tenía  que seguir funcionando, en la medida de lo posible, como en tiempo de paz, aunque por supuesto algunas industrias tenían que sentir los efectos de la guerra, por ejemplo el sector de las prendas de vestir, que debía producir prendas militares a una escala inconcebible en tiempo de paz.  Para el estado el principal problema era de carácter fiscal: cómo financiar las guerras.  ¿Debían financiarse mediante créditos o por medio de impuestos directos y, en cualquier caso, en qué condiciones? Era, pues, al Ministerio de Hacienda al que correspondía dirigir  la  economía  de  guerra.  Durante  la  primera  guerra  mundial,  que  se  prolongó  durante  mucho  más  tiempo  del  que  habían  previsto  los  diferentes  gobiernos  y  en  la  que  se  utilizaron muchos más efectivos y armamento del que se había imaginado, la economía continuó funcionando como en tiempo de paz y ello imposibilitó el control por parte de los  ministerios  de  Hacienda,  aunque  sus  funcionarios  (como  el  joven  Keynes  en  Gran Bretaña)  no  veían  con  buenos  ojos  la  tendencia  de  los  políticos  a  preocuparse  de conseguir el triunfo sin tener en cuenta los costos financieros. Estaban en lo cierto. Gran Bretaña utilizó en las dos guerras mundiales muchos más recursos que aquellos de los que disponía,  con  consecuencias  negativas  duraderas  para  su  economía.  Y  es  que  en  la guerra moderna no sólo había que tener en cuenta los costos sino que era necesario dirigir y planificar la producción de guerra, y en definitiva toda la economía.  Sólo a través de la experiencia lo aprendieron los gobiernos en el curso de la primera  guerra  mundial.  Al  comenzar  la  segunda  ya  lo  sabían,  gracias  a  que  sus  funcionarios  habían  estudiado  de  forma  concienzuda  las  enseñanzas  extraídas  de  la  primera.  Sin embargo,  sólo  gradualmente  se  tomó  conciencia  de  que  el  estado  tenía  que  controlar totalmente la economía y que la planificación material y la asignación de los recursos (por otros  medios  distintos  de  los  mecanismos  económicos  habituales)  eran  cruciales.  Al comenzar la segunda guerra mundial, sólo dos estados, la URSS y, en menor medida, la Alemania nazi, poseían los mecanismos necesarios para controlar la economía. Ello no es sorprendente,  pues  las  teorías  soviéticas  sobre  la  planificación  se  inspiraban  en  los conocimientos que tenían los bolcheviques de la economía de guerra planificada de 1914-1917 en Alemania. Algunos países, particularmente Gran Bretaña y los  Estados  Unidos,  no  poseían  ni  siquiera  los  rudimentos  más  elementales  de  esos mecanismos.  Con  estas  premisas,  no  deja  de  ser  una  extraña  paradoja  que  en  ambas  guerras  mundiales las economías de guerra planificadas de los estados democráticos occidentales —Gran Bretaña y Francia en la primera guerra mundial; Gran Bretaña e incluso Estados Unidos en la segunda— fueran muy superiores a la de Alemania, pese a su tradición y sus teorías  relativas  a  la  administración  burocrática  racional.  […]