Se da por sentado que la guerra moderna involucra a todos los ciudadanos, la mayor parte de los cuales además son movilizados; que utiliza un armamento que exige una modificación del conjunto de la economía para producirlo y que se utiliza en cantidades ingentes; que causa un elevadísimo nivel de destrucción y que domina y transforma por completo la vida de los países participantes. Ahora bien, todos estos fenómenos se dan únicamente en las guerras del siglo XX. Es cierto que en períodos anteriores hubo guerras terriblemente destructivas e incluso conflictos que anticiparon lo que más tarde sería la guerra total, como en la Francia de la revolución. En los Estados Unidos, la guerra civil de 1861-1865 sigue siendo el conflicto más sangriento de la historia del país, ya que causó la muerte de tantas personas como todas las guerras posteriores juntas, incluidas las dos guerras mundiales, la de Corea y la de Vietnam. Sin embargo, hasta el siglo XX las guerras en las que participaba toda la sociedad eran excepcionales. Jane Austen escribió sus novelas durante las guerras napoleónicas, pero ningún lector que no lo supiera podría adivinarlo, ya que en las páginas de sus relatos no aparece mención de las mismas, aunque sin duda algunos de los jóvenes que aparecen en ellas participaron en esos conflictos. Sería inconcebible que cualquier novelista pudiera escribir de esa forma sobre Gran Bretaña durante el período de conflictos del siglo XX. El monstruo de la guerra total del siglo XX no nació con esas proporciones, pero lo cierto es que a partir de 1914 todos los conflictos eran guerras masivas. Incluso en la primera guerra mundial, Gran Bretaña movilizó al 12, 5 por 100 de la población masculina, Alemania al 15, 4 por 100, y Francia a casi el 17 por 100. En la segunda guerra mundial, la proporción de la población activa total que se enroló en las fuerzas armadas fue, en todas partes, del orden del 20 por 100 (Milward, 1979, p. 216). Cabe señalar, de paso, que una movilización masiva de esas características durante varios años no puede mantenerse excepto en una economía industrializada moderna con una elevada productividad y —o alternativamente— en una economía sustentada por la población no beligerante. Las economías agrarias tradicionales no pueden movilizar a un porcentaje tan elevado de la mano de obra excepto de manera estacional, al menos en la zona templada, pues hay momentos durante la campaña agrícola en los que se necesitan todas las manos (durante la recolección). Pero incluso en las sociedades industriales, una movilización de esas características conlleva unas enormes necesidades de mano de obra, razón por la cual las guerras modernas masivas reforzaron el poder de las organizaciones obreras y produjeron una revolución en cuanto la incorporación de la mujer al trabajo fuera del hogar (revolución temporal en la primera guerra mundial y permanente en la segunda). Además, las guerras del siglo XX han sido masivas en el sentido de que han utilizado y destruido cantidades hasta entonces inconcebibles de productos en el curso de la lucha. De ahí el término alemán Materialschlacht para describir las batallas del frente occidental en 1914-1918: batallas de materiales. Por fortuna para Francia, dada su reducida capacidad industrial, Napoleón triunfó en la batalla de Jena de 1806, que le permitió destruir el poder de Prusia, con sólo 1.500 disparos de artillería. Sin embargo, ya antes de la primera guerra mundial, Francia planificó una producción de municiones de 10000-12000 proyectiles diarios y al final su industria tuvo que producir 200000 proyectiles diarios. Incluso la Rusia zarista producía 150. 000 proyectiles diarios, o sea, 4, 5 millones al mes. No puede extrañar que se revolucionaran los procesos de ingeniería mecánica de las fábricas. En cuanto a los pertrechos de guerra menos destructivos, parece conveniente recordar que durante la segunda guerra mundial el ejército de los Estados Unidos encargó más de 519 millones de pares de calcetines y más de 219 millones de pares de calzoncillos, mientras que las fuerzas alemanas, fieles a la tradición burocrática, encargaron en un solo año (1943) 4, 4 millones de tijeras y 6, 2 millones de almohadillas entintadas para los tampones de las oficinas militares (Milward, 1979, p. 68). La guerra masiva exigía una producción masiva. Pero la producción requería también organización y gestión, aun cuando su objeto fuera la destrucción racionalizada de vidas humanas de la manera más eficiente, como ocurría en los campos de exterminio alemanes. En términos generales, la guerra total era la empresa de mayor envergadura que había conocido el hombre hasta el momento, y debía ser organizada y gestionada con todo cuidado. Ello planteaba también problemas nuevos. Las cuestiones militares siempre habían sido de la competencia de los gobiernos, desde que en el siglo XVII se encargaran de la gestión de los ejércitos permanentes en lugar de contratarlos a empresarios militares. De hecho, los ejércitos y la guerra no tardaron en convertirse en «industrias» o complejos de actividad militar de mucha mayor envergadura que las empresas privadas, razón por la cual en el siglo XIX suministraban tan frecuentemente conocimientos y capacidad organizativa a las grandes iniciativas privadas de la era industrial, por ejemplo, los proyectos ferroviarios o las instalaciones portuarias. Además, prácticamente en todos los países el estado participaba en las empresas de fabricación de armamento y material de guerra, aunque a finales del siglo XIX se estableció una especie de simbiosis entre el gobierno y los fabricantes privados de armamento, especialmente en los sectores de alta tecnología como la artillería y la marina, que anticiparon lo que ahora se conoce como «complejo industrial-militar». Sin embargo, el principio básico vigente en el período transcurrido entre la revolución francesa y la primera guerra mundial era que en tiempo de guerra la economía tenía que seguir funcionando, en la medida de lo posible, como en tiempo de paz, aunque por supuesto algunas industrias tenían que sentir los efectos de la guerra, por ejemplo el sector de las prendas de vestir, que debía producir prendas militares a una escala inconcebible en tiempo de paz. Para el estado el principal problema era de carácter fiscal: cómo financiar las guerras. ¿Debían financiarse mediante créditos o por medio de impuestos directos y, en cualquier caso, en qué condiciones? Era, pues, al Ministerio de Hacienda al que correspondía dirigir la economía de guerra. Durante la primera guerra mundial, que se prolongó durante mucho más tiempo del que habían previsto los diferentes gobiernos y en la que se utilizaron muchos más efectivos y armamento del que se había imaginado, la economía continuó funcionando como en tiempo de paz y ello imposibilitó el control por parte de los ministerios de Hacienda, aunque sus funcionarios (como el joven Keynes en Gran Bretaña) no veían con buenos ojos la tendencia de los políticos a preocuparse de conseguir el triunfo sin tener en cuenta los costos financieros. Estaban en lo cierto. Gran Bretaña utilizó en las dos guerras mundiales muchos más recursos que aquellos de los que disponía, con consecuencias negativas duraderas para su economía. Y es que en la guerra moderna no sólo había que tener en cuenta los costos sino que era necesario dirigir y planificar la producción de guerra, y en definitiva toda la economía. Sólo a través de la experiencia lo aprendieron los gobiernos en el curso de la primera guerra mundial. Al comenzar la segunda ya lo sabían, gracias a que sus funcionarios habían estudiado de forma concienzuda las enseñanzas extraídas de la primera. Sin embargo, sólo gradualmente se tomó conciencia de que el estado tenía que controlar totalmente la economía y que la planificación material y la asignación de los recursos (por otros medios distintos de los mecanismos económicos habituales) eran cruciales. Al comenzar la segunda guerra mundial, sólo dos estados, la URSS y, en menor medida, la Alemania nazi, poseían los mecanismos necesarios para controlar la economía. Ello no es sorprendente, pues las teorías soviéticas sobre la planificación se inspiraban en los conocimientos que tenían los bolcheviques de la economía de guerra planificada de 1914-1917 en Alemania. Algunos países, particularmente Gran Bretaña y los Estados Unidos, no poseían ni siquiera los rudimentos más elementales de esos mecanismos. Con estas premisas, no deja de ser una extraña paradoja que en ambas guerras mundiales las economías de guerra planificadas de los estados democráticos occidentales —Gran Bretaña y Francia en la primera guerra mundial; Gran Bretaña e incluso Estados Unidos en la segunda— fueran muy superiores a la de Alemania, pese a su tradición y sus teorías relativas a la administración burocrática racional. […]